domingo, 27 de diciembre de 2015

Equilibrio inestable.

Cuando estudiábamos bachillerato, los profesores de Física nos enseñaron en qué consiste el equilibrio y cuáles son sus tipos. Nos decían que un cuerpo se halla en equilibrio estable cuando su centro de gravedad está por debajo del punto de suspensión; lo que significa que, si se aparta de su posición de equilibrio, vuelve al lugar que antes ocupaba por efecto de la gravedad. Sin embargo, si el centro de gravedad está por encima del punto o eje de suspensión ese cuerpo se hallará según ellos en equilibrio inestable; de modo que en tal situación, si es apartado de su posición de equilibrio, se alejará por efecto de la gravedad. Por último, nos decían que el equilibrio de un cuerpo es indiferente cuando, cualquiera que sea su posición, al moverlo permanece en ella, debido a que su centro de gravedad coincide con el punto de suspensión.

Lo anterior, que no sé si viene a cuento, lo interpreto como otro impredecible resultado de los desvaríos que involuntariamente me asaltan de vez en cuanto, a los que no encuentro manera de sustraerme. Últimamente, cuando sucumbo frente a ellos, suelo pensar que la gente de mi generación hemos llegado a un extremo en el que nuestro equilibrio vital se sustenta en apenas nada. Una analítica, una llamada telefónica, la conversación con un vecino o una indisposición sin aparente importancia hacen que nos cambie la vida casi irreversiblemente. Ni siquiera de la noche a la mañana, en tan sólo unos segundos pasamos de estar perfectamente, de disfrutar una vida placentera, relajada y tranquila a otra situación disparatada, en la que todo se trastoca y se estropea, haciéndonos exclamar aquello de: ¡joder, la hemos cagado!

Cada vez son más frecuentes las constataciones que nos ponen en la pista de la precariedad en que estamos instalados. Tal vez por ello, en la medida que podemos, huimos de los diálogos trascendentes que apuntan a un disparadero del que intentamos escapar a toda prisa, evitándolo casi a cualquier precio. A poco que reflexionamos, advertimos que el nuestro es un equilibrio vital precario que, si embargo, nos permite ser autónomos, pensar y hacer casi cuanto nos apetece, disfrutar de un bienestar que consideramos bien ganado tras años de trabajo y esfuerzo, gozar del cariño de nuestros hijos, nietos, amigos, etc. etc. Resulta tan gratificante complacerse en este estado de cosas, que incluye viajes, ‘quedadas’ y tertulias con los amigos, práctica de aficiones…, que aborrecemos cualquier alternativa que amenace con la precariedad y la privación, con la limitación, en suma, de un bienestar que consideramos legítimo y sobradamente merecido.

En las tertulias de café o en las pláticas callejeras no es infrecuente una cantinela que subraya lo obvio y que se resume en que nos queda mucho menos trayecto por recorrer del que hemos recorrido; que antes que después sobrevendrá el indeseado momento en que dejaremos de disfrutar de lo que tenemos y emprenderemos un viaje sin retorno, cuyos acompañantes habituales suelen ser la precariedad física e intelectual, la desilusión, la incertidumbre y, también, el sufrimiento y el miedo.

Me sorprende haber llegado hasta aquí y continuar verificando lo maleducados que estamos. Al menos yo lo estoy, y mucho. Contrasto con asombro lo poco que he perfeccionado la educación de mi carácter y de mis emociones, de la misma manera que advierto en la gente una incapacidad muy generalizada para gestionar sus estados anímicos. Hasta quiénes son reconocidas como personas inteligentes parecen auténticas desgracias cuando se desvelan sus aristas sentimentales. Probablemente, la mayoría hemos alcanzado este estadio vital rematadamente ineducados, incapaces de tomar justa conciencia y de ponderar el punto exacto en que nos hallamos, con manifiesta incompetencia para vislumbrar el inmediato futuro y aceptarlo con naturalidad.

Todos, o casi todos, nos rebelamos irracionalmente contra lo que consideramos indeseable e inmerecido. Y, sin embargo, tenemos todas las de perder porque estamos próximos a finiquitar un proceso tan irreversible como intransferible que, además, está más contiguo que lejano. Y tal vez fuera lo más saludable cifrar nuestras aspiraciones en que la fortuna nos depare un tránsito súbito y breve, que nos ahorre la angustia de un aprendizaje tedioso, que parece imposible. Pero en cuestiones de vida y muerte creo que la mayoría somos –o nos han hecho– extremadamente torpes y reacios al aprendizaje y, consecuentemente, tan poco realistas como inmaduros emocionales. En mi caso, imagino, sin fundamento alguno, que tal vez sea consecuencia de que tengo mi centro de gravedad situado permanentemente encima del eje sobre el que hipotéticamente estoy suspendido. Quizá por ello siempre acabo preguntándome si realmente es posible aspirar a –o incluso, si merece la pena– ser inteligentes en semejante trance.

martes, 22 de diciembre de 2015

Aritmética electoral.

Hoy, como ayer, las páginas de los periódicos están repletas de “sesudos” estudios postelectorales en los que se diseccionan los resultados de los comicios celebrados anteayer. Los analistas argumentan los números con juicios y opiniones, que unas veces parecen alambicados y otras son meros comentarios de elementales cálculos aritméticos. Es lo de siempre, “torear a todo pasado”, como lo hacen los diestros ventajistas, cuando lo que de verdad tiene mérito es coger los ‘trastos’, plantarse en el centro del ruedo, citar al adversario y esperar su acometida, venga como venga, para recibirla, pararla, templarla y conducirla a los terrenos adecuados para preparar la siguiente, la otra y la otra, y continuar haciéndolo hasta lograr la conjunción de los esfuerzos, la sinergia deseada y, definitivamente, la faena soñada. Pero eso es en la tauromaquia, disciplina vetusta y costumbre anacrónica, y hoy lo que toca es otra cosa.

Hoy, como ayer, se han escrito ríos de tinta e infinitas secuencias digitales que se afanan en explicar desde diferentes -e incluso interesados- puntos de vista lo que anteayer dijeron las urnas. De cuanto he leído y reflexionado me quedo con unos cuantos argumentos.

Primero. Es probable que estemos más ante una lucha generacional que frente a un combate ideológico. Parece que los 12 millones de votantes menores de 40 años (el 34% del censo) han sido determinantes para que Podemos y Ciudadanos hayan obtenido juntos 129 diputados. Es un voto fundamentalmente (pero no solo) joven, duro y probablemente leal que puede ir a más en los próximos años haciendo crecer su influencia electoral. Por otro lado, ambas formaciones se han mostrado extraordinariamente competitivas en las siete provincias grandes, que se reparten 127 diputados, en las que se han hecho con el 40 % de los escaños. Por tanto, cambio generacional pese a jugar con unas reglas que no lo favorecen.

Segundo. El “voto del miedo” (a lo desconocido, a lo que viene, a la inexperiencia política…) no ha funcionado. La participación se ha situado en términos de “normalidad” (73 % del censo). PP, PSOE e IU-UP han sufrido una debacle sin precedentes. Se ha quebrado el bipartidismo y hay dos ganadores claros: Ciudadanos y Podemos, especialmente este último (aún considerando las matizaciones derivadas de su confluencia con otras fuerzas). Entre ambos han roto el blindaje forjado por el bipartidismo en torno a los 160 diputados distribuidos en  31 provincias rurales, electoralmente imposibles hasta ahora para los partidos emergentes. Estamos hablando de más del 45 % del mercado electoral. Puede imaginarse lo que puede suceder si se fuerza un cambio en la Ley electoral para hacerla más, o absolutamente, proporcional.

Tercero. Si nadie lo remedia, parece que está alumbrando el fin de un ciclo. El PP y el PSOE han perdido casi 6 millones de votantes. Ello ha provocado debacles como que en Cataluña haya ganado Podemos, que el PSOE sea cuarto en Madrid o que tanto populares como socialistas hayan retrocedido significativamente en las doce circunscripciones nacionalistas, que se reparten la friolera de 69 diputados, es decir, el 20 % del Congreso. Pablo Iglesias es el gran vencedor “simbólico”. Seguro que en esta legislatura, añadiendo el altavoz del Congreso a los medios que habitualmente utiliza para amplificar su discurso, intentará convertirse en la referencia de la oposición, continuando con su estrategia de relegar al PSOE a una posición marginal, ahondando su táctica de presentarle como un partido del establishment, no muy diferente del PP.

Cuarto. El panorama político resultante, que algunos califican de ingobernable, exige incontestablemente grandes dosis de diálogo y voluntad de alcanzar acuerdos y pactos para lograr formar gobierno y no forzar una nueva convocatoria electoral, cuyos resultados, por mucho que se especule al respecto, pueden resultar más sorprendentes que los actuales. Pero esto es aventurarse en la política ficción y no creo que este país esté en este momento para semejantes tentaciones.

Quinto. Es momento de que los partidos progresistas hagan un esfuerzo importante de reflexión y autocrítica, así como de que atiendan –siquiera sea por una vez- el mensaje que han recibido de la ciudadanía: deben cambiar el estado de cosas actual que se sintetiza en paro, corrupción, despilfarro y quiebra del estado del bienestar. Y deben supeditar sus intereses partidistas, e incluso personalistas, a esa finalidad. Si no es así, estoy convencido que lo lamentarán por largo tiempo y mucho más la ciudadanía, que no merece ser gobernada por quiénes no saben estar a la altura de lo que demanda una vida social decente.

Por todo lo anterior, mi propuesta sería que se conformase un gobierno de concentración de PSOE, Podemos y Ciudadanos con un triple objetivo: asegurar el cambio generacional real y echar definitivamente a la derecha involucionista y corrupta de las instituciones, impulsar la reforma constitucional (modificación de la ley electoral para hacerla lo más proporcional posible, atención de los derechos básicos de los ciudadanos y solución de los desequilibrios territoriales, reformulando el estado de las Autonomías) y, finalmente, controlar la agenda política, manejando efectivamente los tiempos idóneos para realizar una convocatoria de elecciones anticipadas, que no es cosa baladí ni improbable. Aunque la aritmética parlamentaria no hiciese posible el cambio constitucional, dado que el PP conserva más de un tercio de los escaños, la actividad del legislativo podría permitir visualizar a los ciudadanos las auténticas opciones de cambio, avaladas por una izquierda plural y unida, que podrían conformar un programa electoral atractivo que concitase el apoyo de la mayoría social en una hipotética convocatoria anticipada de elecciones. Es más que probable que el nuevo parlamento surgido de ellas tuviese un color y unas posibilidades radicalmente diferentes.

Ahora bien, ello exige amplias dosis de generosidad y amplitud de miras por parte de todos. Sin embargo, como se confunda el interés general con el propio, como se instaure la estrategia cortoplacista de rematar al adversario para hacernos con sus pertrechos, como el clientelismo y la egolatría sigan adueñándose del juego político, preparémonos porque vamos a tener derecha para rato. Porque no debemos olvidar que el PP lo tiene infinitamente más fácil: solo necesita cambiar el cartel electoral y esperar a que se autodestroce la izquierda y se maduren los imberbes muchachos de Ciudadanos para engullirlos y regresar triunfante, pocos meses después, con otra mayoría absoluta.

Cada cual verá lo que hace porque yo, desde luego, ya sé lo que haré, si es el caso.

sábado, 19 de diciembre de 2015

Crónicas de la amistad: Aspe (11)

Por ello los ausentes están presentes, y los necesitados
están en la abundancia y los débiles son fuertes, y lo más
difícil de decir, los muertos viven: tan grande es la honra,
el recuerdo, la añoranza de los amigos que los acompaña...
[M.T. Cicerón]



Ayer, en uno de esos apartes que hacemos en nuestros encuentros, me decía Pascual: ¿qué pasa que desde noviembre no has escrito una sola línea en tu blog? Le respondí la verdad. Le dije que durante ese tiempo me había adentrado en una especie de zoco laberíntico, en una selva intrincadísima, que tiene un hombre bien conocido: Facebook. Llevo tres semanas intentando orientarme en ese ecosistema infinito, preso de la inquietud por conocer lo que ignoro, aunque no sé si mi curiosidad me llevará a alguna parte. Quizá lo que me conviene sea encontrar prontamente la salida, una vez desvelado –al menos parcialmente- el secreto que estimula el frenesí que embarga al descomunal ejército de personas que engrosa ese inconmensurable espacio con vocación comunicativa. Esa es la causa fundamental que ha paralizado durante estas semanas mi escritura.

Mira por donde, un paréntesis tan breve ha avivado aquella celebérrima perogrullada de que las cosas, a fuer de no practicarlas, casi se olvidan. Tan es así que, llevado de la autoimpuesta costumbre de rematar nuestro cónclave con la socorrida crónica, esta mañana me he dispuesto frente al ordenador para materializarla cuando, inopinadamente, he sido presa del síndrome de la hoja en blanco. Ni sabía por dónde empezar, ni se me ocurría nada, ni encontraba qué escribir que no hubiese escrito antes. Absolutamente bloqueado, me he sorprendido autointerrogándome y demandándome explicaciones acerca de por qué había que escribir las crónicas de todos y cada uno de nuestros encuentros. No he tardado en advertir que este falaz interrogatorio no era otra cosa que una excusa peregrina para abandonar mi propósito inicial. Así que, inmediatamente, me he disuadido de ceder ante semejante tentación y me he propuesto perseverar. Y es que me da la impresión de que si el encuentro no concluye con el puñado de líneas que intenta compendiarlo, ofreciendo algunos detalles o reflexiones sobre su contenido, parece como que queda incompleto y falto del remate que probablemente incita a otros pensamientos y cábalas a quiénes leen la crónica, más o menos afortunada, dependiendo del día o de los hados que la inspiran. De modo que, definitivamente, he desistido de mi primera tentación estimulado por un párrafo, que recuerdo de mis años mozos cuando traducía a Cicerón, con el que he encabezado esta entrada, que me ha puesto definitivamente en la pista de la escritura.

Aspe, restaurante A. Mira
Aspe era ayer, 18 de diciembre, dos días antes de la jornada que cambiará el mapa político de este país –pase lo que pase-, el centro de todas las miradas. Antonio nos emplazó en una cafetería ubicada en una calle umbría, que colisionaba frontalmente con el primaveral día que amaneció. De modo que cambió el tercio sobre la marcha y nos congregó en el kiosco Los columpios, junto al mercado de abastos. Allí cayeron las primeras cañas, acompañadas de un excelente fuet y unas aceitunas y ‘tostas’ sabrosísimas. Agotado el estreno, un corto paseo nos llevó al bar Solera, rótulo que acreditaron sus dueños ofreciéndonos unos bocaditos de merluza sensacionales, acompañados de chirlas y clotxines en su punto. Fiti y Gil, amigos de Antonio, nos acompañaron en este preludio, avalando que la bonhomía de nuestro amigo no es asunto excepcional en esta población.

La encrucijada sociopolítica en que nos encontramos me ha hecho rememorar a un clásico, Marco Tulio Cicerón, un intelectual destacadísimo y, sin duda alguna, uno de los mejores oradores romanos. Justamente en la tesitura que atravesamos, me interesa subrayar algunas de sus reflexiones sobre la amistad, que definió como uno de los grandes referentes que enlazan la virtud cívica y los intereses personales del ser humano cuando interactúa con la comunidad a la que pertenece. Hoy me parece especialmente relevante recuperar el sentido del término ‘verdad’, según el modelo estético de la amicitia que propone Cicerón, porque ello supone dimensionar en su forma más trascendente la disposición humana a la comprensión hermenéutica y a la empatía con los semejantes. Sinceramente, creo que Cicerón diseccionó a la perfección la razón de ser de una de las relaciones interpersonales más comunes e importantes.

La amistad es la más política de las virtudes. La verdadera amistad, la que supera los horizontes de la utilidad o del placer, educa en la virtud y en la verdad, de tal forma que se convierte en instrumento de conocimiento de uno mismo y del otro. De ahí deriva su interés para la construcción de las relaciones humanas. La identidad compartida emerge así como una obra que hace posible la vida común de quiénes somos diferentes y, a la vez, sustancialmente iguales.

Antes y después de Cicerón, muchos han reflexionado sobre la amistad. Aristóteles o Montaigne son referencias indispensables, pero yo me quedaré hoy con alguien más superficial y menos trascendente, Tahar Ben Jelloun, un escritor marroquí que ha dicho, por ejemplo, que “las heridas de la amistad no tienen consuelo” o que “la amistad que se lee en las caras y en los gestos se vuelve pradera dibujada por un sueño en una noche larga de soledad”.

Gentes como Ben Jelloun nos demuestran que para hablar de amistad hace falta proveerse de cierta impudicia. Nosotros la poseemos habitualmente desde hace muchos años. Y la evidenciamos en ágapes como el de ayer, en la carpa del restaurante Alfonso Mira, mientras ingerimos inagotables aperitivos y un arroz con conejo y caracoles (mejorable según el anfitrión, excelente en opinión de la mayoría), regados con un vino tinto más que aceptable. O discutiendo abiertamente de política, expresando nuestras discrepancias y comprobando, sin explicitarlo, que ante la tesitura del 20 D podemos lograr un quíntuple empate, aportando el 20 por ciento de los sufragios a la práctica totalidad de las opciones que se ofrecen. O, por otro lado, estando seguros de que, si de nosotros dependiese, no habría problema alguno para acordar lo mejor para todos el mismo lunes por la mañana.

Solo hay un remate posible a semejante bienestar: cantar distendidamente y a la intemperie las viejas letras de León Felipe, Antonio Machado, Atahualpa Yupanki o Lluís Llach, acompañados de unas copichuelas bien servidas por el veterano Teodoro, con Antonio Antón a la voz y a la guitarra, y con los demás haciendo lo que podemos. Solo así la luna creciente logrará echársenos encima y decidirnos a marchar. Pero volveremos pronto. Esta vez Alicante será nuestro destino.

lunes, 30 de noviembre de 2015

Viajar, viajar.

Voyage, voyage, plus loin que la nuit et le jour
Voyage, voyage, dans l'espace inoui de l'amour
Voyage, voyage, sur l'eau sacré d'un fleuve indian
Voyage, voyage, et jamais ne revienne.
(Desireless)

Hace algún tiempo que vengo reparando en la casi incontinente propensión a viajar que tienen algunas de las personas que conozco. Me sorprende la irrefrenable tendencia de algunos de mis amigos, familiares y conocidos a emprender un viaje tras otro, casi sin solución de continuidad. Hasta el punto de que parece que viven en un continuo ir y venir de aquí para allá, que a veces me hace pensar si recordarán dónde han estado, o si han logrado conocer lo que han visto.

Como no comprendo muy bien el apego a los viajes que les ha sobrevenido –y, por lo que me dicen, tampoco lo consiguen algunos amigos y familiares comunes− y como, además, soy obcecado cuando desconozco el por qué de las cosas, he ocupado algunos ratos especulando sobre las motivaciones que incitan a estas personas a viajar tan asiduamente, hasta el punto de que parece que ansían escapar a cualquier precio de su realidad cotidiana. Estas reflexiones me han permitido identificar algunos aspectos que pueden explicar el fenómeno.

En el caso de mis amistades más veteranas, parece innegable que llegar a la jubilación en unas condiciones psicofísicas razonables, disponer de bastante tiempo libre, intentar compensar el vacío que produce no ir a trabajar diariamente, percibir una pensión suficiente o tener los hijos emancipados son razones que pueden justificar su propensión a dejarse absorber por una dinámica que, apenas unos años antes, era inconcebible e impracticable. En estos casos, la nueva deriva la asocio con algo parecido a un intento de materializar aquel viejo aforismo que reza: “ahora que puedo, voy a quitarme el polvo”.

Cuando reflexiono sobre las circunstancias que rodean a las personas más jóvenes son otros los elementos en los que me detengo. En este caso, parece indudable que el abaratamiento de los viajes y de los hoteles, el aumento exponencial de las líneas aéreas y los trenes de alta velocidad, la flexibilidad del mercado de trabajo, que ahora incorpora jornadas maratonianas o modalidades de teletrabajo compensadas con vacaciones pagadas en especie, entre otras formas de (des)regulación laboral, son, sin duda, algunos elementos que pueden aportar esclarecimiento a esa intensa tendencia a viajar. Por otro lado, la crisis y el encarecimiento de la vida en nuestro contexto inmediato son factores que no deben despreciarse. Muchos jóvenes, amantes de la buena vida y del “pseudolujo”, sólo pueden acceder a tales prodigalidades en países remotos, actualmente en vías de desarrollo, que empiezan a recibir turismo de masas a unos precios muy competitivos, que les permiten gozar de lo que les resulta prohibitivo en sus países de procedencia. Este turismo de gente joven también encuentra un acicate en una especie de esnobismo que ha puesto de moda destinos inusuales o exóticos para bolsillos escasos. Son generaciones que han viajado antes con sus progenitores o han estudiado en el exterior y tienen, por ello, un conocimiento de los países de su entorno inmensamente mayor que las que les precedieron.

Pues bien, las apuntadas y otras muchas razones considero que explican, al menos en parte, la incontinente pulsión que parecen tener algunas personas hacia los viajes, aunque no estoy convencido de que lo hagan plenamente. Más allá de lo dicho, para algunos lo que prima por encima de cualquier otra cosa en esa propensión es que, consciente o inconscientemente, han decidido emprender una especie de huida hacia adelante, sin importarles demasiado hacia dónde ir o por qué hacerlo. En estos casos, parece que la finalidad es tan diáfana como inconfesable: huir, huir y, por si acaso, huir.

Eso es lo que me inquieta de esta nueva obsesión viajera y no que se recorran los miles de quilómetros que dan pleno sentido a las travesías bien queridas y ampliamente disfrutadas. ¿No será que a veces se confunde la idea del viaje, en tanto que fascinante e imaginada aventura, con la de la felicidad? A veces me parece que recorremos miles de kilómetros para experimentar la sensación de que estamos vivos, de que tenemos cuerda para rato, de que estamos aprovechando la vida. Y en ocasiones sucede que, paradójicamente, es justamente allí, en la lejanía, donde tomamos conciencia de que estamos absolutamente solos frente a nuestro destino.

La sociedad del éxito nos ha vencido. Todos ansiamos exprimir la vida exitosamente inmersos en una furibunda carrera en la que a menudo olvidamos que la felicidad no consiste en obtener lo que queremos, sino en querer lo que logramos. Hasta el punto de que podemos llegar a descubrir que a veces la mejor compañía –y hasta la felicidad– nos la proporciona un libro cualquiera o una simple hoja en blanco dispuesta sobre una mesa junto a un lapicero, aunque esté sin afilar.

domingo, 29 de noviembre de 2015

Del necesario fin del silencio.

Vivimos en el miedo. Decenas de miedos marcan el sino de nuestras opiniones, de nuestras decisiones, de nuestras acciones, de nuestras vidas, en suma. Desde hace muchos años –diría que casi desde siempre- una auténtica oleada de miedos y temores nos embargan a todos. Tenemos miedo al fracaso, a la soledad y a la muerte. Tememos la pobreza y la marginación. Nos aterran las enfermedades, la inseguridad y la exclusión. Temblamos frente a los delincuentes y frente a la amenaza de que nos aprisionen, como tememos a los extraños o a perder el trabajo, la pensión o la vivienda. Tenemos miedo a casi todo. Un temor que a menudo se asienta en el desconocimiento de las personas, las acciones o los objetos que lo generan; y también en nuestra ineptitud para enfrentarlo. No hay duda de que el miedo se incrementa de manera proporcional al desconocimiento del sujeto u objeto temidos y a la incompetencia o la impotencia que se posee para afrontarlo.

Esto lo saben bien los gobernantes desde siempre. Por eso, el miedo ha sido y es un mecanismo que utilizan habitualmente para lograr el control social. Y no solo ello, en muchas ocasiones ha sido –y sigue siéndolo- un elemento que legitima la violencia legalmente instituida  e institucionalmente organizada. Hoy, el terrorismo internacional o doméstico, las epidemias y pandemias, los atracos, los robos y otros incontables móviles son las fuentes del miedo ciudadano, que alimenta las diferentes esferas del poder y justifica la existencia de las fuerzas armadas y policiales, y de las estructuras represivas con que cuentan los estados.

Anteayer vi de nuevo la mirada del miedo. No del miedo común, al que me refería, sino de un miedo vetusto y añejo. En este caso, lo percibí en una mirada que dejaba ver en el fondo de los ojos de aquella venerable persona. Allí encontré otra vez el viejo temor y la prevención que no ha conseguido disipar el paso de los años. Anteayer vi la mirada vidriosa, por emotiva, de una mujer enérgica, capaz, trabajadora, estudiosa y prestigiada: Blanca Gómez Martínez, hija de Eliseo Gómez Serrano, un extraordinario profesor que enseñó en la Escuela Normal de Alicante desde 1915 hasta su fusilamiento en mayo de 1939, que dejó una imborrable huella en sus discípulos por su dedicación, por la calidad de sus enseñanzas y por su ejemplo personal. Un hombre brillante, estudioso y comprometido con su tiempo y su profesión. Un ciudadano que tuvo una innegable proyección pública como concejal del Ayuntamiento de Alicante y como diputado a Cortes, que hizo plenamente compatible y coherente con su práctica profesional entusiasta y comprometida con los principios de la nueva política educativa que inspiró el proyecto republicano para intentar compensar el secular atraso que arrasaba el país.

Blanca Gómez y Sofo en la Lonja.
Eliseo Gómez abrazó sin ambages, con enorme convicción y dedicación, el vanguardismo pedagógico de su época, que abogaba por una educación comprensiva y democrática. Optó sin ambigüedades por la ruptura pedagógica, por acabar con el monopolio educativo de la Iglesia y por implantar una escuela única, activa, pública y laica. Un vanguardismo pedagógico asentado en la convicción de que los mejores momentos de las sociedades contemporáneas –particularmente en Europa– fueron siempre periodos republicanos. Como había sucedido en la Antigüedad clásica. Fue Platón quien estableció los principios de la educación pública en su República, el pionero en entender el carácter reproductor de la educación y el primero en deducir que la educación actúa como el principal elemento perpetuador de determinados valores e intereses sociales. A partir de él, la educación se instituyó inequívocamente como una de las tareas primordiales del Estado. Eliseo aprendió y se convenció de estas cosas en sus años de estancia en la Residencia de Estudiantes, de Madrid. Desde entonces, aún antes de estrenar su profesión, no dejó de creer en ellas y trabajar para hacerlas realidad participando en actividades pedagógicas en contacto con la naturaleza, colaborando en revistas, impartiendo conferencias, realizando colonias escolares, impulsando los museos pedagógicos…

Doña Blanca, tan nonagenaria como ágil de cuerpo y espíritu, acudió a la Lonja siguiendo la estela del proyecto que con tanta pasión defendió su padre. La Exposición 100 Artistas Solidarios. Arte y Democracia no es sino el enésimo esfuerzo por reivindicar los valores republicanos que tan convencidamente practicó y enseñó su padre, D. Eliseo, a quién ofrecieron la posibilidad de huir de España cuando finalizaba la Guerra Civil y decidió quedarse porque no había cometido delito alguno y, en consecuencia, creía que nada debía temer de una justicia que fuera tal. Lamentablemente se equivocó, como tantos otros. Fue detenido, sometido a un consejo de guerra sumarísimo, condenado a muerte y fusilado en la madrugada del 5 de mayo de 1939, junto a otros nueve conciudadanos, tan inocentes como él.

Blanca y las miles de familias que, como la suya, sufrieron la injustísima pérdida de sus seres queridos, que padecieron después la ignominia, el ninguneo y el rechazo explícito de sus conciudadanos, la negación de sus más elementales derechos, la vileza y la ruindad que es capaz de exhibir la condición humana cuando es presa de un miedo tan insuperable y fundado como el que secuestró a los perdedores de la Guerra, merecen que no olvidemos a los suyos. Merecen que los recordemos con vehemencia, como se recuerda a las personas de bien. Y que exijamos el reconocimiento del conjunto de la sociedad a todos ellos, para dignificarlos como merecen, como personas y como ciudadanos comprometidos con la legitimidad y la legalidad de su tiempo.

Eliseo Gómez Serrano y las decenas de miles de nuestros compatriotas, cuyos esqueletos todavía pueblan las cunetas y los barrancos, las vallas y hasta las puertas de los cementerios, no pueden seguir donde están, ni ser un minuto más los grandes olvidados de la reciente historia de este país. Porque ya pasó el tiempo del miedo y de los silencios, del silencio de los muertos y de sus familiares; de los silencios de los prisioneros y los depurados, de los miedos y los silencios de todos. Nada los justifica ya.

martes, 24 de noviembre de 2015

Miguel Lizón.

La mente es un artefacto prodigioso y la memoria una grabadora inimitable. ¡Cuántas veces nos sorprendemos recordando cosas inverosímiles! En cuantas ocasiones nos asombra nuestra capacidad para evocar o soñar escenas y experiencias imposibles (muchas de ellas absolutamente imaginadas), de la misma manera que nos incomoda progresivamente la destreza que vamos adquiriendo imperceptiblemente para desdibujar u olvidar hechos y vivencias pretéritas, sean importantes o simples anécdotas que, inexplicablemente, somos incapaces de rememorar por más que nos esforcemos.

Es lo que me sucede exactamente ahora. Por más que trato de hacer memoria no logro identificar cuando supe del resultado de lo que se llamó el “Concurso del Medio Millón" (de pesetas, obviamente), que ganó un joven “maestro de escuela” –como se conocía entonces a la profesión- cuando corría el año de 1957. Era el 13 de junio, día de San Antonio de Padua, cuatro meses antes de que la gran riada inundase Valencia. Pierdo el curso de mi memoria cuando intento precisar el momento en que conocí la crónica de la proeza que puso colofón al concurso patrocinado por la casa Gallina Blanca, que ganó un conocido personaje al que vi por última vez hace apenas una semana.

Pese a no recordar con exactitud en qué momento tuve conocimiento de la hazaña –es más que seguro que sería al menos una década después de que sucediese- si retengo con nitidez el impacto que me produjo un acontecimiento cuyos ecos resonaron en el país entero. Fue un espacio radiofónico realizado en la plaza de toros de Las Ventas, como merecía la ocasión. La radio, estrella de los medios de comunicación del momento, llevó a la plaza a más de 25.000 espectadores, ávidos de presenciar las faenas que debían protagonizar los dos “espadas” del cartel, cada cual con su tema. Miguel Lizón, de Alicante, lidiando con la biografía de “Joselito el Gallo”; y Ramón Perdiguer,  de Zaragoza, con la de Greta Garbo. El primero obtuvo los máximos trofeos, el segundo no consiguió apéndice alguno porque no respondió a ninguna de las cinco preguntas que se le formularon. Pese a ello, por sus méritos precedentes, obtuvo el premio de consolación consistente en un automóvil Seat 1400, valorado en 250.000 pesetas.

Miguel, actualmente.
Las crónicas dijeron que eran las 19:30 y la plaza estaba abarrotada por un público enfervorecido entre el que se mezclaban artistas famosos, miembros de las casas regionales de Aragón, Cataluña y Segovia, junto con grupos folclóricos andaluces y de otras regiones. Las interviús radiofónicas echaban humo, contándose entre los entrevistados actores famosos y toreros de relumbrón, como Rafael Gómez el Gallo, hermano del malogrado Joselito, que se hallaba presente en la efemérides, junto con otros diestros.

Cuando Miguel subió al estrado para enfrentarse a las preguntas que le formularía José Luis Pécker, el comentarista radiofónico del momento, lo hizo con un aplomo fuera de lo común, con la madurez que tienen los toreros cuando se doctoran a ley. Fueron cinco las preguntas múltiples que le hizo el locutor, todas complejas y endiabladas. Respondió las cuatro primeras con presteza y compostura, brindando taurinamente algunas de sus respuestas a parientes y amigos. Cuando llegó el turno de la quinta (ya se sabe que en el toro no hay quinto malo) la presión estaba a punto de reventar la olla. Emoción, tensión y un presentador que le ofrecía al diestro la opción de “hacer caja” y desistir de responderla. Obviamente, Miguel venía a doctorarse y no se arredró. Como torero encastado que era y es, le retó a que le formulara la última y definitiva cuestión que incluía tres aspectos: ¿quien adquirió la cabeza de Bailaor (el toro que acabó con la vida de Joselito), donde fue enviada a disecarse y quién lo hizo? Miguel replicó como lo hacen los toros bravos cuando se enfrentan a los buenos toreros, acudiendo al embroque con presteza, con casta y con nobleza. De modo que tres fueron sus respuestas: Sánchez Mejías, Madrid y Averini. Todas correctas. Había cobrado un estoconazo hasta la bola que le dio las 500.000 pesetas y los abrazos del maestro Rafael Gómez y del crítico taurino Curro Meloja. Premonitoriamente, Miguel había triunfado rotundamente en Las Ventas y se había hecho, definitivamente, un espacio propio en el mundo de los toros.

Las casi seis décadas que siguieron a aquella gesta pueden resumirse en pocas palabras: sabiduría taurina y magisterio de la pluma y de la crítica taurina. En su dilatada trayectoria, Miguel Lizón ha sido un reportero sabio, imaginativo y ameno. Testigo exigente y objetivo de centenares de ferias, corridas y novilladas, en Alicante, en Madrid, en Sevilla o donde se terciase. Periodista sin título pero con personalidad y rigor, que a veces algunos han interpretado erróneamente como ademanes propios de un hombre seco y hosco. Sin embargo, quienes lo conocen saben de su capacidad para recordar, para contar anécdotas y para explicar con claridad los aspectos más técnicos del arte del toreo. Saben que es una persona aficionada a la dialéctica, a la discusión sosegada y civilizada, proclive a los enfoques novedosos y al continuo aprender. Todo ello, y mucho más, le ha convertido en el decano de la prensa taurina alicantina por mérito y derecho propio.

Cuando la semana pasada lo vi discurrir por la avenida de Alfonso El Sabio, con ese paso cansino y cansado que le han dado su octogenaria humanidad y su pesarosa osamenta, no pude sino recordar vivísimamente a aquel muchacho brillante que, con apenas veintitrés abriles, triunfó rotundamente en Las Ventas para seguir haciéndolo en todas las plazas del planeta taurino.

domingo, 22 de noviembre de 2015

En la perspectiva del tiempo.

Miras lo que ves y hasta podrías confundirte intentando concretar una tentativa para identificar la modernidad en la perspectiva del tiempo. Enfocas el objetivo y aparece en tu retina el espacio racionalista que dibuja un fondo impersonal, que sirve de telón de fondo, interesado, a un primer plano pseudomodernista, distanciado y nada inocuo, que intenta dar sentido a todo lo demás. Tal vez también fuera esa mi tentación objetiva o acaso se trate, simplemente, de una circunstancia aleatoria. No lo sé. En todo caso, lo que se me ofrece es una imagen amable y adusta, tan real como descontextualizada. Un perfil que, en cualquier caso, me sugiere conjeturas plausibles de la evolución del entramado que acoge este particular escenario ciudadano.

Mercado Central
Esa es la tentación que me ha asaltado esta mañana, cuando apenas rayaba el mediodía y bajaba por Capitán Segarra encarando la curvilínea fachada de la rotonda que define la esquina suroeste del Mercado Central, con su cubierta semiesférica ofreciéndose superpuesta a la silueta del hotel que ahora ocupa el edificio que fue Banco de Alicante. Este singular baptisterio, imborrable en el imaginario de los alicantinos,  se recortaba sobre ella, sin discordancias ni estridencias, como señalando el camino que conduce al que fue uno de los principales ejes comerciales de la ciudad, la calle Castaños; hoy un vial inhabitable e indecente, fruto de una moda incivil e insalubre que la ha travestido de inmundicia mugrienta, especialmente las tardes y noches de los fines de semana.

Tampoco en este caso lo que se ve es lo que parece. En el preciso segundo en que rozo la pantalla del teléfono y logro la instantánea, la calle tiene la apariencia de un espacio sosegado, ausente y ajeno al ajetreo característico de uno de los puntos neurálgicos de cualquier ciudad, su mercado. Lo que retengo es solo eso, una imagen aparente, fortuita, encapsulada en un segundo irrepetible y abstracto, tan irreal como cualquier ilusión imaginada.

Lo que veo es el espejismo casual de unos minutos que, eventualmente, preservan la historia, ajenos a la cruda realidad que trastoca cuanto la precedió, al menos dos días por semana, a partir del mediodía. Lo que ahora percibo como quietud y normalidad no es sino un breve paréntesis tras el excitante bullicio productivo de proveedores, comerciantes y clientes. Sin solución de continuidad, en pocos minutos, el fragor provechoso del comercio se trastocará en algarabía festiva e intempestiva, en un tumulto estridente e insolidario, que sus corifeos defienden asegurando a voz en grito que encarna las nuevas formas de la civilidad, que algunos solo percibimos en tanto que prácticas del despropósito, la desmesura y la ineducación.

Lo que ofrecen los nuevos usos del escenario urbano, mangoneados por un manojo de desaprensivos, tolerados e incluso amparados por autoridades e instituciones que han confundido por completo su razón de ser, no son sino algaradas sostenidas hasta las madrugadas, que nos individualizan en el contexto europeo, donde no se toleran ni cuando se contemplan como meras intenciones. Por una simple razón, porque no son otra cosa que la expresión del ansia de negocio sin límites propio del capitalismo salvaje. Una pseudofilosofía que elude cualquier responsabilidad ética o cívica porque su único leitmotiv es el lucro que, en este caso, se obtiene jugando con las ilusiones y las ansias de una población maltratada, insatisfecha y aturdida, ávida de felicidad, que intenta sosegar sus espíritus viviendo noches delirantes que, por otro lado, incitan una insensibilidad indecente con los derechos de los otros, quebrando la convivencia y produciendo daños colaterales que afectan a muchos ciudadanos. Unas veces son niños, otras enfermos y en ocasiones personas mayores e indefensas y hasta familias enteras a las que no se deja otra opción que soportar estoicamente, en la más absoluta indefensión, que sus vecindades se metamorfoseen cada fin de semana en lugares en los que no se puede vivir. Y solamente para que cuatro desaprensivos, que obviamente no habitan allí, se lucren a costa de su salud y de la explotación de quienes dicen que trabajan para sus negocios creando una presunta y general riqueza, que desde luego yo no percibo que trascienda sus propios bolsillos.

Esa es la punzante trastienda de la apariencia inocua que sugiere una imagen desinteresada y tomada al albur un mediodía de un viernes de noviembre.

domingo, 1 de noviembre de 2015

Crónicas de la amistad: La Vila (10)

El viernes atracó en La Vila nuestra particular caravana de vocacionales adolescentes, a la vez que aprendices, a regañadientes, de la comúnmente indeseada condición de viejos. Fue así porque Tomás decidió sumarse a tan singular celebración en el penúltimo de nuestros encuentros, auspiciado por la excepcional circunstancia del cuarto (?) cónclave de nuestra bien querida y admirada promoción de Magisterio, celebrado en Alicante el pasado mes de mayo. Allí comprometió su palabra, asegurando que su pueblo sería el próximo destino de nuestra peculiar expedición, como así fue.

Restaurant Nàutic. La Vila Joiosa
Por tanto, ese día todos los caminos confluían en la Vila, una población que nunca fue gallarda, ni aristocrática, ni siquiera grande. Al contrario, hasta hace pocos años era un lugar recogido, y también algo alborotado y estridente, particularmente en el habla y en los ademanes de sus vecinos. Un territorio que, comparado con la vecina Benidorm y descartando los días de Moros i Cristians, resultaba casi anodino y trivial, como lo son los trabajos y las aflicciones cotidianas de las personas. Una villa que, como los acordeones, pasó buena parte de su historia contemplando las penurias del vivir de los rudos marineros y de los infelices pescadores; las adversidades de los que luchaban en el mar y en la tierra con las velas y los aperos; las penalidades de las personas uniformadas con el sufrido y cerúleo traje de la ocupación. En síntesis, una vida que a primera vista puede parecer vulgar, monótona y ramplona, apostada como suele estar frente al horizonte ilimitado de la mar, pero que ni lo es ni lo pretende. Al contrario, su propio nombre alude a la vocación dicharachera y ruidosa, extrovertida y juerguista de sus habitantes, que pudimos comprobar por enésima vez, acompañados por dos invitados de excepción: Paco Ochando y Vicente Sellés. El primero, compañero largamente prófugo. El segundo, lugareño peculiar y amigo fraternal de algunos de nosotros.

Tomás organizó un singular pasacalle que permitió acreditar sobradamente cuanto refiero. Así lo avalan las estaciones del particular vía crucis que emprendimos cuando apenas rayaba el mediodía y que concluimos cuando caía el crepúsculo: los bares Diego y El Calavera, el restaurante Náutico y, para rematar, el pub La Primera, donde acabamos la fiesta a plena satisfacción de la concurrencia.

Tomás cumplió a la perfección su cometido de anfitrión. Como señalan las normas protocolarias, nos recibió y despidió dónde y como correspondía, controló el ambiente continuamente evitando cualquier situación incómoda, eligió unos aperitivos y un menú fantásticos, tan pertinentes y exquisitos como al gusto de la mayoría, estuvo siempre al quite procurando que no faltase de nada... Resumiendo, estuvo atento a cuanto aconteció para evitar que cualquier imprevisto perjudicase el desarrollo de un encuentro que, para su propia satisfacción –y la de todos-, volvió a ser un nuevo éxito.

Y ¿qué decir de los demás o, mejor dicho, de todos? Pues eso, afanados al unísono en cultivar la amistad, como siempre. Ejerciendo de convencidos militantes de esa religión sin Dios, sin juicio final y sin diablo, que abraza el amor y hasta la filantropía con la misma intensidad que proscribe la beligerancia y el odio. Una religión que a veces acoge el silencio y que a menudo visualizamos como el apacible e ideal estado de nuestra existencia, esa realidad insustituible en la caben todos los gozos, y también todas las esperas y todos los silencios.

Siempre me gustó cómo describe Neruda algo que puede parecerse a ella y por eso remato esta breve crónica con un abrazo cordial y con este particular corolario que le tomo prestado. Dice el poeta:

Tal vez no ser es ser sin que tú seas,
[…] sin que seas, en fin, sin que vinieras
brusca, incitante, a conocer mi vida,
ráfaga de rosal, trigo del viento,
y desde entonces soy porque tú eres,
y desde entonces eres, soy y somos,
y por amor seré, serás, seremos.
             
                  [P. Neruda, Cien sonetos de amor, LXIX]

viernes, 16 de octubre de 2015

Laudatio brevis.

Pronunciada en el acto de defensa de su tesis doctoral 
A la doctora Dª. Laura Soler Azorín

"Señora presidenta, señores miembros del tribunal:

Muchas gracias por darme la oportunidad de compartir algunas de mis reflexiones.

Conozco a la doctoranda desde que nació. Tengo grabadas en mi retina y en mi memoria innumerables evidencias de su vida y de su trayectoria académica.

He dedicado cuarenta y dos años de mi vida profesional a la educación de niños y adolescentes, en la escuela y en el instituto; también a la formación de jóvenes y menos jóvenes en la universidad y en otros contextos. En esa trayectoria he conocido muy pocos casos en los que el empeño educativo de profesores y profesionales, la obsesión personal por el aprendizaje y la superación, o ambas cosas a la vez, hayan dado unos frutos tan espléndidos como el que representa la doctoranda.

Laura Soler es un ejemplo para todos, como persona y como estudiante. Alguien que tiene grabada en su ADN la vieja máxima de Paulo Freire que dice: “la cuestión está en cómo transformar las dificultades en posibilidades”. Ese ha sido el hilo conductor de su vida y de su formación: enfrentarse a los retos con determinación, con esperanza y con tesón. Y al mismo tiempo, con inteligencia y con libertad para elegir sus metas, sin doblegarse o rendirse frente a las dificultades o los problemas, fueren estos circunstanciales o estructurales.

A Laura Soler Azorín la alumbró su madre cuando este país recuperaba las libertades públicas y los derechos fundamentales. Un tiempo irrepetible en el que muchísimos descubrimos -aunque nos habían enseñado lo contrario– que el camino no estaba trazado, que podíamos construirlo e improvisarlo mientras recorríamos la distancia que mediaba entre donde estábamos y nuestro imaginado destino, que unas veces nos parecía corta y otras se alargaba casi hasta el infinito. Así se puede imaginar también su vida, fiel al aforismo de “caminar con tiento, avanzar con riesgo”. O, dicho de otro modo, “cuidar de lo que se tiene, apostar por lo imposible”.

Laura es un ejemplo de superación que nos estimula a todos. Un ser cercano, sencillo, cariñoso, tierno, vulnerable... Y al mismo tiempo una persona arriesgada, retadora, exigente, luchadora, valiente y esforzada, que contagia su optimismo.

Es alguien que no deja de asombrarnos. Cuando la miras por primera vez, tus ojos aprecian la imagen de una mujer desvalida y expuesta; aparentemente impotente para bregar con posibilidades de éxito en el mundo competitivo, insensible e insolidario que habitamos. Laura mueve casi indefectiblemente a la compasión cuando, paradójicamente, a poco que la conozcas, sabes que ese es uno de los primeros vocablos que desterró de su vocabulario. Su vida es justamente lo contrario: es básicamente resolución y alegría. La exprime cada día mientras reivindica incansablemente sus derechos y los de los demás.

Hoy asistimos a la presentación de su último trabajo, un proyecto que representa la culminación de su formación académica. Sabemos por experiencia el ímprobo esfuerzo que exige componer una tesis doctoral: una empresa que parece no tener fin y que pone a prueba el temple del más dilecto estudiante. Obviamente, no entraré a valorar el contenido de su trabajo porque, además de una temeridad, sería un despropósito.

Pero me resisto a obviar la mención del abrumador esfuerzo que ha supuesto para la doctoranda. Estoy convencido que su arrojo, el empeño que se autoimpone para alcanzar sus metas y la resistencia que le ha proporcionado su maratoniano tesón han sido elementos fundamentales para que lograse consumar con éxito la investigación. Pero seguramente no lo ha sido menos la pasión que siente por la materia que ha investigado. Son lustros enteros ocupada y preocupada por el conocimiento y el análisis de las telenovelas, un fenómeno planetario que mueve enormes intereses sociopolíticos y económicos. Concuerdo con el profesor Bain en que esa pasión por la materia es uno de los principales atributos de los buenos profesores, yo añadiría que  también de los estudiantes excelentes. Desde esta perspectiva, no cabe la menor duda de que Laura lo es.

Finalmente, quiero aprovechar para expresar mi reconocimiento al profesor Rovira por su fe en la doctoranda y por proporcionarle un inequívoco apoyo y servirle de estímulo intelectual y personal.

También a la Universidad de Alicante por el esfuerzo que ha hecho y hace para posibilitar la igualdad de quienes son diferentes. Laura es un ejemplo paradigmático del éxito institucional en este ámbito. Tengo esperanza en que esta casa sabrá aprovechar todavía más de lo que lo hace el potencial que tiene la doctoranda, incorporando a ella sus aportaciones a través de los cauces oportunos. Estoy seguro de que una comunidad tan sensible e inteligente no dejará que pase desapercibida una oportunidad tan valiosa.

Felicidades, Laura, por tu trabajo de investigación y por tu ejemplo. Muchas gracias."

jueves, 15 de octubre de 2015

36 hombres justos.

En la tradición judía existen historias asombrosas que sorprenden e incluso conmueven a los espíritus más indolentes. Son decenas las leyendas y mitos que han trascendido el ámbito del judaísmo e impregnado culturalmente a la humanidad entera. La religión judía, como la católica y la musulmana, constituye un sistema de creencias caracterizado por fundamentarse en una concepción dramática de la vida. Como toda mitología, resalta el sacrificio personal, concebido como valor humano primordial para la protección de la tribu o del grupo social. En el judaísmo el “mártir” es la encarnación del valor positivo, en tanto que personifica a quien es capaz de sacrificar su propia vida para lograr el bienestar de los suyos. Se conforma así una especie de raza de héroes, cuyas meritorias acciones en favor de sus colectividades les granjean el reconocimiento y la gracia de la divinidad. En tanto que víctimas que se inmolan son capaces de protagonizar la mayor gesta concebible: la entrega superlativa que supone ofrecer la propia vida para que los demás sigan existiendo.

Desde una perspectiva diferente, la solidaridad y la interdependencia cósmica no son preceptos morales sino que más bien constituyen un modo de existir inserto en una cosmogonía específica. Quienes aceptan o practican este modus vivendi entienden que nada significativo puede suceder en el cosmos sin que el conjunto lo acuse inmediata y manifiestamente mediante una especie de aspaviento fraternal, solidario y casi mimético.

Es conocido que el 36 es el número de la solidaridad cósmica y también el del encuentro de los elementos y las evoluciones cíclicas. En efecto, 36 es lo que mide el cuadrado de lado 9, es también el valor aproximado del círculo de diámetro 12 y tiene una clara resonancia de los 360 grados de la división de la circunferencia y del año lunar. Por otro lado, para los chinos el 36 es el número del “gran total”. Además, la mayoría de los ciclos cósmicos son múltiplos de 360. Y por si faltaba algo, 36 es la suma de los cuatro primeros números pares y de los cuatro primeros nones, lo que hizo que los pitagóricos le atribuyesen el nombre de “gran cuaternario”. Abundando en este  argumentario, 36 es, también, la suma de los cubos de los tres primeros números. Por tanto, no es de extrañar que en la Cábala —disciplina de pensamiento esotérico relacionada con el judaísmo que analiza los sentidos recónditos de la Torá—  se considere que son treinta y seis los hombres justos e invisibles que sostienen la paz en el mundo.

En el imaginario de los colectivos sociales se aprecia una cierta tendencia a profetizar que los mayores benefactores de la humanidad o son invisibles, o bien adoptan las máscaras más sencillas y humildes para desarrollar su acción protectora. Así se recoge, por ejemplo, en una leyenda judía que asegura que en cada generación hay treinta y seis hombres que sostienen el mundo (es superfluo abundar en la misoginia de las religiones monoteístas). Estos hombres no deben buscarse entre las figuras destacadas de cada época histórica porque no suelen ser intelectuales o artistas famosos, ni tampoco jefes de estado o premios Nobel. Son personas de cualquier raza, color o edad, que diariamente respaldan al mundo con sus acciones empapadas de justicia. Se desconocen entre sí y actúan sin saber siquiera que son tales. Cuando uno de ellos muere, nace otro para reemplazarlo. La cifra permanece invariable y también la misión que tienen encomendada. Por tanto, son héroes anónimos, personas rectas que cargan con el peso de la humanidad entera y que con sus acciones, igual que los héroes mitológicos o los mártires, garantizan el bien común a costa de su propio sacrificio. No poseen poder sobrenatural o gracia divina alguna que les ayude a llevar a cabo su gesta, siendo únicamente su voluntad y su actitud de servicio lo que les diferencia de los demás.

Desde esta perspectiva podría decirse que habría una especie de justicia externa y falible  —que concierne a los seres humanos “normales” — que coexistiría con otra justicia, interna e invisible, cuya función primordial sería evitar que el universo se destruya o desaparezca, empresa que estaría encomendada a esos treinta y seis agentes justos y encubiertos. Según la leyenda, dado que estas personas cargan con el peso de la existencia humana, cuando mueren y llegan al cielo, Dios los calienta entre sus brazos durante cien años, que es el tiempo que requiere la desaparición del pesar y el dolor con el que vivieron para salvar a sus congéneres. Otras versiones sostienen, no obstante, que algunos de estos héroes anónimos jamás encuentran el descanso dado el tremendo sufrimiento que acumulan a lo largo de su vida para mitigar el dolor del resto de la humanidad.

Tal vez porque soy poco amigo de heroicidades y martirologios tengo para mi que hay una verdad esencial en la leyenda, más allá de sus aspectos contingentes. Nadie puede asegurar que los justos sean 36. Particularmente me inclino a creer que son muchos más los que sostienen al mundo. Entre los siete mil quinientos millones de almas que hoy lo pueblan, ¿acaso es disparatado pensar que sean 36 millones, o cien veces más, los hombres y las mujeres “normales” que viven o sobreviven de su trabajo, que llegan con dificultades a fin de mes, cuando lo consiguen,  y que aún así no dejan de echar una mano a los demás cuando y en cuanto pueden? Yo creo que son ellos los auténticos héroes y mártires, sin saberlo, porque sostienen silentemente a la otra mitad de la humanidad. He conocido y conozco a algunos de ellos, que no han sido santificados ni serán mencionados jamás en los libros de historia pero que nos han dejado o nos dejan la mejor herencia imaginable: su anónimo ejemplo como seres humanos.

jueves, 1 de octubre de 2015

La ninfa que sabía contar cuentos.

Para Concha, con mi afecto.

Hace muchos, muchísimos años, conocí a una persona muy especial que casi siempre estuvo rodeada de niños. Vivía en un país oscuro y anticuado, gobernado con mano de hierro por un tirano descomunal que cometía muchas tropelías. Por ser, era tan ogro que decretó que las personas debían vivir tristes, sin hablar ni cantar. Incluso dictó un bando prohibiendo expresamente que pudiesen ser felices y vivir prósperamente.

Esta persona abominaba vivir en país tan lúgubre y miserable y se propuso contribuir a cambiarlo. Para ello decidió hacerse maestra. Estudió la carrera y, como era inteligente y aplicada, logró ser una de las primeras de su promoción. Cuando concluyó los estudios, encontró trabajo y empezó a ejercer su profesión. Dado que era atenta observadora, a los pocos años reparó en que los libros de texto que utilizaban sus alumnos eran feos y poco útiles, como casi todo en aquél país lóbrego y casposo. Apenas tenían ilustraciones y sus textos incluían argumentos o narraban hechos que no eran verdad en muchos casos, y casi no servían para nada en otros. Las lecciones referían historias irreales o recomendaciones inútiles, carentes de interés y de sentido para los niños.

Así que, poco a poco, fue dejando a un lado los libros y empezó a ofrecer a sus alumnos otros materiales más divertidos e interesantes. Ello no siempre fue del agrado de sus jefes, por lo que encontró a menudo su incomprensión y también la de algunos padres y madres. Un día, cansada de remar contracorriente, decidió trabajar con los niños más pequeños de la escuela, con los parvulitos, los únicos que podían prescindir de aquellos odiosos libros porque no tenían la obligación de aprender a leer y escribir. Apenas pasaron unos meses y se había entusiasmado tanto con las cosas que hacía con ellos que, casi sin darse cuenta, a base de atender, escuchar y vivir con los pequeños se olvidó de leer y escribir. Pero al mismo tiempo, también imperceptiblemente, aprendió a contar historias maravillosas: había nacido la maestra que olvidó leer pero aprendió a contar cuentos. Y un día me contó una fábula que recrearé a mi manera:

Antes de que el cambio climático convirtiese el paisaje alicantino en la estepa que conocemos, en las laderas del Benacantil había una enorme oquedad, hoy desaparecida bajo toneladas de escombros, que cobijaba un lago subterráneo prodigioso. En él vivía una ninfa preciosa, hija de Esón, un rey que visitó la gruta donde vivía su madre cuando los griegos llegaron a las costas alicantinas. Allí se enamoró de Adara y, fruto de ese amor, nació Náyade. Náyade, como su progenitora, también conoció a un príncipe, Tansy, con el que se casó y tuvo otra hermosa niña, a la que llamaron Aglaia. Tansy decidió enrolarse en la embarcación de los argonautas para ayudar a Jasón a recuperar su reino. Mientras permaneció ausente, Aglaia vivía feliz en compañía de su madre y de las pequeñas ninfas que habitaban junto a aquella laguna azulada. Un día, cuando paseaba por sus orillas, resbaló y cayó en una hondonada, donde permaneció inconsciente largas horas. Cuando la rescataron tardó en despertarse varios días y al hacerlo descubrió que apenas se podía mover. Desde entonces vivió en una zona ajardinada, sin obstáculos, que le permitía jugar y cantar con sus amigas. En ella había una pérgola fabulosa, hecha de rosales trepadores y madreselvas, donde solía dormir la siesta junto a su madre. Un día, mientras descansaban plácidamente, una tarántula negra y odiosa salió de su agujero y mordió a Náyade en un brazo, inoculándole un veneno lento y terrible que amenazaba con acabar con ella. La ninfa tomó conciencia de la gravedad de la situación y, completamente agobiada, pidió consejo a un viejo gnomo que visitaba periódicamente la laguna. Cuando lo vio llegar le dijo:

Amigo, tú que sabes tanto y eres tan astuto dime: ¿qué podría hacer para salvarme de esta maldición?

El gnomo la miró atentamente, apretó enérgicamente su cabeza con sus manos y le respondió:

Dentro de pocos días oirás los cencerros de un rebaño que suele pastar en estas laderas del Benacantil. Al oírlos, debes redoblar tu canto hasta lograr ensimismar a su pastor y hacer que venga a la gruta y te escuche. Cuando llegue junto a ti, cuéntale tu desdicha y pídele que te ayude. Convéncelo para que viaje al Maigmó, al Puig Campana, a la Serrella y a todas las montañas y sierras de Alicante. Arráncale la promesa de que atenderá las necesidades que tengan las personas mayores que habitan en esos lugares. Asegúrate también de que irá a las escuelas y contará a los niños la auténtica historia de la ninfa Náyade y les enseñará la más bonita de sus canciones.

Cuando haya realizado esta encomienda esperaréis un tiempo, hasta que lleguen los temporales del otoño. Un día se desatará una gran tormenta. Será tan grandiosa que se extenderá por toda la provincia. Cuando escampe y asome tímidamente el sol, aparecerá en el horizonte un gigantesco arco iris doble que embelesará a todos los habitantes de esta tierra. Esa será la señal para que los niños de todos los pueblos canten al unísono la melodía que les habrá enseñado el pastor. Sus voces se expandirán por el éter y viajarán unidas hasta esta gruta del Benacantil.  Aquí, resonarán con tal estruendo que tú, Náyade, presa del miedo, gritarás con todas sus fuerzas, expulsando con tu aliento el veneno que te inoculó la tarántula. Así escapará de tu cuerpo la ponzoña y se quebrará el hechizo.

Para entonces, Tansy habrá regresado a casa y Aglaia habrá logrado recuperarse plenamente de su accidente. Tú ya serás mayor y estarás próxima a llegar a tu destino, pero eso es lo que menos importa. Lo importante será, como dijo Kavafis, que han sido muchas las mañanas de verano en que visitaste puertos nunca vistos y te detuviste en emporios donde conseguiste hermosas mercancías. Lo que importa es que habrás visto muchas ciudades y aprendido de sus sabios, que tienes a Ítaca en tu mente y que llegar a ella es tu destino. Pero no apresures el viaje, porque es mejor que dure algunos años y que atraques en la isla, enriquecida con cuanto ganaste en el camino...

martes, 22 de septiembre de 2015

Tiempo de silencio y soledad.

Hace meses que apenas reparamos en otra cosa que no sean las malas noticias. Pésimas nuevas en forma de enfermedades, desgracias personales, muertes y peripecias que suceden de manera recurrente e inoportuna. Se ha generado en nuestro derredor una especie de atmósfera amenazante, que respiramos con desagrado porque ha alterado más de lo que debiera nuestro habitual equilibrio biológico, haciéndonos partícipes de una realidad que nos incomoda profundamente y que nos incita a exteriorizar frecuentemente que ansiamos que finalice este año 2015, convencidos de que el mero transcurrir de los días alterará la tendencia de esta insólita secuencia que nos desazona y hasta nos desvela.

Cuando pensamos sobre el particular, o cuando conversamos y compartimos pensamientos y preocupaciones con amigos y conocidos, advertimos que lo que nos está sucediendo no es flor de un día, ni tampoco una circunstancia fortuita o un contratiempo puntual. Es algo que forma parte de la vida cotidiana de casi todo el mundo, pero muy especialmente de las personas que integran nuestros círculos de afinidad que, en general, son gentes que tienen una edad similar a la nuestra.

Las conversaciones habituales nos hacen tomar conciencia de la edad que tenemos, aportando evidencias y detalles que son argumentos incontestables y demostrativos de que nuestros itinerarios vitales transcurren por una década que hace muy pocos años era patrimonio de los mayores, de gentes que casi habían agotado su vida, a las que sus hijos y conciudadanos calificaban de “viejos”, sin paliativos. Estamos en la sesentena, una década crítica por más que las estadísticas, la ironía de los jóvenes o nuestros caprichosos estilos de subsistencia insistan en convencernos de lo contrario. Aunque la esperanza de vida esté por encima de los ochenta o nos empecinemos en hacer caso omiso de las limitaciones que conlleva la edad, la realidad es la que es: tozuda, mal que nos pese. Por ello, la certidumbre que la mayoría tenemos anclada en nuestra biología, que no obedece a razones científicas ni a cálculos matemáticos, nos advierte de que a partir de ahora es habitual que la gente empiece a despedirse de este mundo. Algo que, por otro lado, hemos olvidado con demasiada alegría porque, a poco que nos esforcemos, recordaremos que hace escasos años era una realidad casi universal. Y lo que es más, sigue siéndolo en las tres cuartas partes del mundo.

De modo que, bien mirado, lo que últimamente nos sobresalta no son incidentes circunstanciales que se desvanecerán en unos meses, presagiando un nuevo tiempo de tranquilidad y salud que nos alejará de los malos augurios y de las desgracias. Al contrario, es más que probable que no vuelva la generosa estación en la que estábamos instalados que, en el mejor de los casos, reverdecerá en pequeños paréntesis durante el tiempo que nos queda por vivir. Porque querámoslo o no, casi sin darnos cuenta, hemos empezado a vivir el tiempo del silencio y de la soledad.

Del silencio, en singular, esa especie de entidad abstracta y mítica que no se nos muestra, a la que atribuimos connotaciones metafísicas y existenciales y que identificamos como metáfora de lo inefable. El silencio, esa oquedad sustancial que se percibe como una especie de fuerza cósmica, misteriosa, y sobrenatural, que Machado y García Lorca, por poner dos ejemplos, abordaron tan acertadamente en sus poemas vínculándola a la muerte, subrayando a través de sus versos el genuino valor connotativo de ambos términos. El silencio como atributo existencial de la finitud, o variante de la idea de muerte, como se prefiera.

Vivimos un tiempo de silencio, que aísla a las personas presas de la enfermedad y de la muerte que nos van dejando. Un silencio que a ratos se alarga y nos captura a quienes permanecemos aquí, huérfanos de interlocución y de convivencia. Unos más y otros menos, todos vivimos embargados por un silencio cómplice e irracionalmente solidario que nos aboca a las soledades y a la infelicidad, que nos expone a la espera desesperanzada del silencio definitivo.

No sé si la compañía perfecta del silencio es la soledad o viceversa porque, ciertamente, casi siempre estamos solos, ensimismados, con nuestra conciencia, nuestros sentimientos, nuestras ideas o nuestros prejuicios. Esa soledad autoimpuesta y existencial, que hace posible la convivencia y que llega a ser placentera, se transmuta en una imposición dolorosa e inaceptable cuando sobreviene la quiebra de la vida en común con la desaparición definitiva del otro, del interlocutor que nos acompaña habitualmente. Cuando ello sucede se quiebra abruptamente la comunicación y alumbra la desesperanza. Nos invade una injuriosa soledad, una nada enmudecida, que nos sume en la tristeza y en el desaliento. Percibimos la orfandad a destiempo y abrazamos la soledad, ese estado de tristeza y negatividad que obtaculiza el bienestar que la soledad ocasional y deseada suele reportar.

Tal vez por eso debemos aprender a convertir la soledad en una situación transitoria y a percibirla como algo no forzosamente traumático. Quizás represente una oportunidad para intensificar la autorreflexión, para conocernos a fondo y encontrarnos con nuestra propia identidad. ¿Por que no creer que existe un tiempo para comunicarnos y compartirlo con los demás y otro, el de la soledad, necesario para encontrarnos con lo más profundo de nosotros mismos y para dialogar con nuestros más acendrados miedos, esos que ni pueden ignorarse ni deben bloquearnos? Acaso sea esa nuestra última tarea, o posiblemente no. ¡Qué difícil es ensayar respuestas a preguntas tan complicadas!

sábado, 12 de septiembre de 2015

Emilio SP.

Es puramente fortuito que hoy, 11 de septiembre, repare en un barcelonés de pro, alicantino de adopción, cuyos orígenes familiares hay que buscar en la Canal de Navarrés, un territorio mestizo, como todos los espacios fronterizos, que seguramente no es ajeno a su carácter. Desconozco la influencia de esta circunstancia, pero estoy seguro de que sus convicciones le distancian radicalmente de la deriva identitaria que un día como hoy defenderán muchos de sus paisanos en la calle. Él, como otros muchísimos catalanes, piensa de diferente manera. En todo caso, se trata de un personaje único, cuya madre, como todas, rompió el molde cuando lo acabó de parir. No albergo duda de que en este caso ese lugar común resulta especialmente verídico.

Es un tipo delgaducho y con apariencia frágil, que empieza a ser mayor. Cuando lo miras detenidamente descubres en él un rostro fino, expresivo y curtido, con una frente amplia, lisa y contundente, que enmarca unos ojos vivos y profundos, embolsados en unas pronunciadas ojeras que a menudo ambicionan entristecerlos sin conseguirlo, escondidas como suelen estar tras unas clásicas gafas de concha. Una nariz proporcionada remata su boca de finos labios, escondidos parcialmente tras un bigote a lo Groucho Marx, aunque más corto y ceniciento, que contribuye a destacar la ironía de las sonrisas que a veces dibujan sus dientes desiguales. Sus cejas arqueadas, oscuras y gruesas, y sus largas orejas acreditan que los años no han pasado en balde por su corpórea geografía, asechanza que han sabido burlar exitosamente sus blancas y ágiles manos, su apariencia ligera y nerviosa, sus contrastados ademanes juveniles y una indumentaria discreta y desenfadada, en la que no faltan las cazadoras rojas, las camisas vaqueras y los Levis 501.

Haría falta un río de tinta para contar la rica y variopinta existencia de este personaje. Un individuo que siempre se reconoció vecino del Pla, como otras gentes de su cuadrilla, que hace tiempo que abdicaron de esa militancia porque casi nadie reside ya en el barrio. Sin embargo, se obstinan en perpetuar el apego juvenil, que con el paso del tiempo no ha hecho sino engrandecerse. Este colectivo que ahora se autodenomina “los jubilatas”, al que se han agregado otras personas ajenas, sigue urdiendo complicidades en los afectos, se compincha para sacar adelante inquietudes, quimeras y proyectos, practica el saludable placer de verse regularmente, una vez al mes, para comer juntos y celebrar como saben y pueden la alegría de estar vivos y juntos.

Mi amigo Emilio Soler es un individuo polifacético. Una de sus pasiones son los viajes, materia en la que es docto especialista. Pocos como él conocen a los viajeros españoles, especialmente a los del siglo XVIII. Pero no es menor su pasión por la música, singularmente por la música moderna, especialmente de los cincuenta, sesenta y setenta. Tiene una vastísima y enciclopédica cultura musical que abarca casi todos los registros y manifestaciones de esas décadas. No es menor su entusiasmo por el deporte, especialmente por el fútbol y, más concretamente, por el Barça, del que es un hooligan confeso, hasta el punto de que suele decir que realmente no le gusta el fútbol sino el Barcelona, y particularmente cuando gana.

Este fulano es un lector empedernido, además de un insaciable coleccionista de libros. Tiene en su casa más volúmenes que ideas, muchos más discos que canciones y bastantes más documentos que historias. Y no contento con ello, es un televidente insatisfecho, un devorador de películas y series, y de cuanta producción audiovisual tenga a su alcance. Alguien que, noche tras noche, desde hace años se acuesta a las tantas, visionando cuanto cae en sus manos. Un personaje con una cultura vastísima, que atesora en su portentosa memoria, en la que conserva infinitud de datos, anécdotas, historias, ideas, indagaciones o imaginaciones cuya extensión es imposible acotar.

Estamos ante a una persona cuyas ambiciones no podría concretar. Nunca he sabido si su mayor aspiración ha sido ser delantero centro del Barcelona en la época de “Dream Team” o emular a Marco Polo completando varias vueltas al mundo para disfrutar de sus viajes más que lo hizo él yendo a las proximidades de Cipango. Tampoco sé si hubiese gozado especialmente siendo una estrella del rock&roll o acompañando a Felipe González en su primer mandato como Presidente del Gobierno. Lo que sí sé es que es un genuino “animal político” que ambicionó ser Conseller de Cultura y Educación, sin conseguirlo. Y lo que añadiré de inmediato es que, sin duda alguna, ha sido el mejor Director General de Cultura que ha tenido la Generalitat Valenciana en toda su historia.

Emilio tiene una agenda amplísima porque ha mantenido relaciones con medio mundo y las conserva en buena medida. El teléfono y él son dos elementos indisociables, aunque no maneje muy expertamente los terminales de penúltima generación que se compra. Es tal su red de contactos y se aplica con tal cuidado a atenderlos que casi siempre está al corriente de la actualidad social y política en el ámbito de la ciudad y mucho más allá, aunque hayan transcurrido dos décadas desde que desapareciera de la primera línea política. Sé el valor que han tenido y tienen la opinión o el consejo de Emilio Soler para distinguidísimos cargos públicos que han ocupado y ocupan las instituciones. Y algo parecido sucede en el ámbito de algunos de los medios de comunicación.

Es fácil deducir la importantísima riqueza personal de mi amigo y su indiscutible proyección social y cultural. Su currículo incluye un sinfín de cargos y responsabilidades que ha desempeñado en su activísima vida política. En todos ellos ha destacado por su eficiencia y honestidad. No tengo noticia de un solo desliz en su trayectoria del tenor de los que ahora tanto abundan. Como otros que conozco, Emilio es un político que habría que incluir en los manuales que debieran estudiar quienes aspiran a ser servidores públicos. Y lo mismo puede decirse de su etapa como profesor universitario, una exitosa vida docente e investigadora, pese a no ser su primera opción profesional. Su gestión al frente de la Sede de la UA en la ciudad de Alicante ahí está, para estudiarla porque hay un antes y un después de la misma. Y ¿qué decir de su contribución a la trama cultural de la ciudad y la provincia? Su comportamiento con los artistas, su generosa aportación como patrono del MARQ o su colaboración con el Instituto Gil Albert son solo tres ejemplos que hablan por sí mismos.

Personaje entrañable en el terreno corto, es un encantador de serpientes, un contador de historias insuperable y un excelente conversador que anima hasta la tertulia más somnolienta. Por cierto, participa activamente en varias de ellas, en diferentes localidades de la provincia, en las que ha logrado embarcar a toda su familia.

Más allá de lo referido, en cierto modo podría decirse que Emilio es un niño grande al que le gustan todo tipo de dulces, especialmente el chocolate, contra más puro, mejor. Pero sería injusto no dejar constancia de que también es un paladar agradecido que disfruta comiendo de casi todo, excepción hecha del pescado, porque con las espinas no puede. Por eso le gusta el atún, y mucho más si está hecho con tomate y pimiento fritos. Pero, sobre todo, goza de la compañía de sus amigos. No conoce la pereza al respecto. A cualquier hora está dispuesto a salir de casa para ir a otra, o a cualquier restaurant o chiringuito, a conversar y a tomar lo que sea.

No obstante, la auténtica pasión de Emilio es su familia. Concha y Laura han sido y son su razón de ser. Los tres, al unísono, han logrado construir un potente núcleo humano que ha sabido aprovechar la claridad de su sabiduría y la fortaleza de su afecto para hacer exitosa la delicada empresa de la convivencia. Los tres han luchado a brazo partido contra las dificultades que les ha puesto delante la vida logrando salir airosos de cuantos retos han debido afrontar. Gracias a ello han logrado forjar una familia unida, fuerte y feliz. Ese es, desde mi humilde punto de vista, el mayor logro que ha conseguido Emilio. Y como es contumaz, tengo plena certeza de que seguirá desvelándose por conservarlo.