domingo, 19 de abril de 2020

Crónicas de la amistad: Confinamiento, fase I (35)

Resulta chocante ensayar una crónica que no es tal. Acaso sea una suerte de no crónica, pues carece de sentido narrar acontecimientos que no han existido, porque solo cuanto sucede da pie y razón a su relato. Como se deducirá inmediatamente, estas líneas no encabezan una nueva fabulación sobre la amistad. Más bien introducen la narración de algunas reflexiones sobre lo que hoy acontece, una realidad bien distinta de las que suelen motivar mis amistosas reseñas, aunque curiosamente también nos atañe a todos, e incluso a muchísimos más. Hoy, ni estamos juntos, ni celebramos nada especial. Al menos así me lo parece, aunque ya no tengo certeza de nada. Igual estamos más comunicados y unidos que nunca y abundan los motivos para celebrarlo, ¿quién sabe?

Me sobra motivación no solo para escribir una crónica sino incluso los anales de la calamidad que nos asedia, cuando apenas ha transcurrido un mes –interminable– desde que, inmisericorde, se cernió sobre la Humanidad. Sin embargo, ni tengo la perspectiva necesaria, ni dispongo de las herramientas apropiadas. Sí confesaré que tamaña desgracia me ha tentado en algún momento a ahondar mi conocimiento sobre el misterio de la Santísima Trinidad, pero finalmente me he decantado por algo menos pretencioso, como enhebrar algunos pensamientos y pespuntear esta crónica que, como dije, seguramente no merecerá tal calificación.

Tengo la impresión de que sucedió hace muchísimo y, sin embargo, apenas han transcurrido dos meses desde nuestro último encuentro, en Elx. Nadie podíamos imaginar entonces que pocos días después se desencadenaría un inopinado y monumental cataclismo, inédito para generaciones enteras, que pondría el mundo del revés, aunque algunos venían pronosticando hace tiempo que tal cosa sucedería. Una vez más se ha demostrado que no hay más sordo que quien no quiere oír. El causante de tamaña tropelía, como sabemos, no es un potente meteorito, ni magnificentes sacudidas sísmicas o erupciones volcánicas. Al contrario, se trata de un ínfimo y enclenque bichito, inerme frente al jabón, que se ha bastado y sobrado para desnudar completamente a la Humanidad, poniéndonos a todos de rodillas, en pelota picada, y dejándonos a la intemperie. ¡Y nos parecía que éramos importantes! ¡Y hasta que gobernábamos el mundo! ¡Qué ingenuas criaturas somos los humanos!

En este breve y enojoso periodo, sin tiempo para pensarlo, el dichoso animalito ha logrado que descubramos y evidenciemos lo mejor y lo peor que tenemos. Es más, creo que la inmensa mayoría hemos descubierto el sentido auténtico de una palabra, confinamiento, que el DRAE incorporó en 1843. Un vocablo casi en desuso, pese a que hace años que algunos soportan estoicamente su lacerante significado, sin que medie delito o causa penal que lo justifique. Todos conocemos algún doloroso ejemplo. En todo caso, confinar significa recluir a las personas dentro de unos determinados límites, pero, aunque no lo recoja el diccionario, conlleva además la privación de algunos derechos fundamentales y, lo que es peor, esconde taimadamente sordas violencias e imperceptibles quebrantos que minan y consumen la moral y el raciocinio de las personas, desestabilizándolas y doblegándolas, incluidas las que acreditan especial firmeza.

Como decía, no solo los infortunios acompañan a la pandemia. Al contrario, resulta sorprendente –o no, según se mire– que tamaña calamidad nos haya devuelto al territorio de lo evidente, que prefiero denominar hoy de la perogrullada, término al que sustraigo su carga peyorativa y evito hacerlo sinónimo de necedad o simpleza. Al contrario, lo tomo como análogo de la verdad o certeza que ayuda a recuperar el sentido común y el auténtico valor de las grandes y las pequeñas cosas, esas “que nos dejó un tiempo de rosas y no consiguió matar ni el tiempo ni la ausencia”, como asegura Serrat. Hoy, como pocas veces, valoramos la vida, la propia y la de quienes la han perdido, a veces, demasiadas, en condiciones inmorales y execrables, que son consecuencia de actuaciones criminales por las que alguien debe responder cuando escampe el temporal. Hoy hemos recuperado la importancia y el valor inmenso de los besos y los abrazos que no podemos dar, de igual modo que ponderamos la valía que tiene la distancia que nos separa, insalvablemente, de nuestros iguales y de quienes queremos. Hoy valoramos, como no pudimos imaginar, el gozo que produce un paseo furtivo y nocturno por una terraza o una escalera comunitaria, o volver a saborear el pastel de la abuela que intentamos remedar. Muchísimos han descubierto en carne propia lo admirable de la paciencia de los maestros. Todos, en suma, contrastamos diariamente los reaños de los sanitarios peleando en primera línea, con riesgo de su salud y de su vida, por las de todos, incluidas las de los que han hecho méritos sobrados para que no les alcanzasen sus cuidados. No viviremos ni haremos lo suficiente para agradecérselo.

La formidable coyuntura que atravesamos también ha propiciado que, desde el asombro que produce tamaña estulticia, comprobemos la cantidad de mal nacidos que pueblan nuestras vecindades. Pese a las terribles circunstancias que atraviesa el país –cuyo afrontamiento, a juicio de expertos, científicos y de cualquier persona con sentido común reclama unidad y el mayor acuerdo–, cuando se levantan por la mañana no tienen otro propósito que pelear por hacerse con el poder lo más deprisa posible. Y para lograrlo no paran en mientes, hacen lo que sea: mentir, manipular la información, sembrar odio, desacreditar a personas e instituciones, insultar, negar las evidencias, apropiarse de lo ajeno, eludir todo tipo de responsabilidad presente o pretérita… Sí, hemos redescubierto cómo algunas personas atesoran la ruindad y la inhumanidad a manos llenas, gente sin decoro que intenta sacar provecho de la ruina, del dolor y de la muerte de sus conciudadanos. Corifeos de lengua viperina y hechos luctuosos, practicantes de la vieja triquiñuela de torear a toro pasado, incapaces de empatizar con los sufridos colegas de la parte baja del escalafón, que se enfrentan a morlacos que ellos rehúyen, que son capaces de negar la evidencia de su arrojo escupiendo veneno, envolviéndose en banderitas rojigualdas y crespones negros, o saliendo a sus balcones a las ocho, a aplaudir a unos sanitarios y trabajadores sociales a los que han dejado en cueros con sus recortes y sucios negocios.

Pero si lo que antecede es innegable, no lo es menos que, más allá de esa gentuza, quienes están dejándose la salud y la vida bregando en primera línea para sacarnos del atolladero en que nos encontramos nos demuestran cada día lo imprescindibles que resultan los servicios públicos. Mientras la fiesta va bien, todo vale.  Sin embargo, ¿dónde están ahora quienes pontificaban sobre las bondades de las privatizaciones, los recortes o las liberalizaciones? Ojalá sea esta una de las lecciones que aprendamos, y ojalá que tardemos en olvidarla y, por ende, en no descuidar la defensa de los servicios públicos, que deben asegurar los derechos de los ciudadanos y nunca ser subsidiarios de la iniciativa privada. Renuncio a seguir hurgando en la herida, cuyas pústulas conocemos y sufrimos sobradamente. Alternativamente, prefiero compartir algunas pequeñas alegrías que indirectamente me ha procurado la pandemia, como supongo que os ha sucedido a vosotros. Comparto, pues, mi alegría por el hallazgo de una vieja libreta que dormitaba largos años perdida en una estantería, el placer que he obtenido paladeando algunas de las viejas canciones que nos hemos enviado por whatsup o con las llamadas de personas con quienes hacía décadas que no hablaba. Decenas de pequeñísimas cosas que me hacen recuperar la perspectiva del tiempo, discernir entre las que merecieron la pena y las que no tuvieron la relevancia que aparentaron. Como decía al principio, tal vez sea esta otra de las lecciones que la agria realidad que sufrimos nos ayude a reaprender.

Estoy seguro de que saldremos de esta crisis más fortalecidos. Creo que se impondrá una tregua que nos permitirá encarar más esperanzados el futuro. Tal vez debamos vivir con mayores estrecheces, pero me parece que ganaremos en humanidad. Estoy seguro que en los próximos tiempos se impondrán otros discursos en los que se subrayarán palabras en desuso como altruismo, generosidad, cooperación, filantropía, unidad… Y otras muchas que apelarán a derechos y valores inherentes a la condición humana. Confío en que, aunque salgamos más pobres del trance, recuperaremos buena parte de los valores olvidados, incluso la arrinconada condición de personas que casi hicieron olvidar los subrepticios calificativos de consumidores y usuarios. También nuestro sentido crítico y nuestra solidaridad, la filantropía y empatía, y las atribuciones que nos diferencian radicalmente de los animales. Quiero creer que está alumbrando un tiempo atmosférico climatológicamente más sano y mejor, que es venturoso preludio del mundo más saludable que conseguiremos dejar a nuestros nietos.

Tal vez, antes de que lo que digo sea una realidad contrastada, deberé ensayar alguna otra ucronía. Os aseguro que lo haré gustosamente porque tengo la firme convicción, y también la esperanza, de que volveremos a vernos antes que después para, como dije al final de una de las primeras crónicas, volver a enhebrar nuevas tertulias improvisadas, con nuevos temas y sinfines de preocupaciones. Volverán pronto nuevos ejercicios de sana nostalgia y también de descreimiento, de filosofía de la cotidianidad y de recuerdos adobados con imaginaciones benévolas y azucaradas, acompañados de ágapes saludables, alguna copichuela y música. Siempre nos acompañará la música. ¡Salud y ánimo, amigos!

jueves, 16 de abril de 2020

De esa manera estamos hechos

El género humano es inaprensible en su diversidad. Somos alrededor de 7750 millones las personas que habitamos la Tierra; todas diferentes, cada una distinta, sorprendente, única. Aludiré a dos de ellas para ejemplificar lo que digo. Empezaré por Albert Espinosa, 47 años, ingeniero industrial por vocación y multiprofesional por devoción: escritor, guionista, director de cine, periodista, actor y novelista. Lógicamente, nos preguntaremos por las razones que explican tan polifacética personalidad, pues casi nada sucede por casualidad y tampoco ocurre así en este el caso. A los 13 años le diagnosticaron un cáncer de huesos que, además de llevársele un pulmón y parte del hígado, le obligó a pasar catorce años de su incipiente vida en los hospitales, desde los 10 hasta los 24. Una experiencia durísima que lo ha marcado definitivamente, sirviéndole de inspiración para componer sus obras teatrales y literarias, y también sus guiones televisivos y cinematográficos.

Ahora que resuenan estrepitosamente los truenos nos encomendamos a Santa Bárbara, como siempre, revitalizando toda suerte de emplastos, materiales y ficticios, rebuscando orientación y consuelo que nos ayuden a sobrellevar la carga del Covid-19, que se nos hace progresivamente insoportable. Entre otros placebos, inquirimos a quienes antes experimentaron desgracias y calamidades en sus propias carnes para que nos ilustren con las lecciones que supuestamente aprendieron al afrontarlas. Pese a que Albert había decidido guardar silencio, la gravedad de la situación actual le ha determinado a responder a las preguntas que le han hecho desde la sección “BBVA. Aprendemos juntos”, del diario El País. En las líneas siguientes reproduzco algunas de las perlas que desliza en la entrevista. Recuerda con afecto y admiración a los que llama su padre y su madre hospitalarios, puntualizando que el primero, que casi tenía 82 años, era un italiano que le dijo una frase compartida por la segunda: "cuando crees que conoces todas las respuestas, llega el universo y te cambia todas las preguntas". Albert contextualiza tan rotunda sentencia puntualizando que justamente atravesamos uno de esos momentos esenciales que pocas veces aparecen en la vida de las personas: nos han cambiado todas las preguntas y nadie tiene las respuestas que requieren. Y por ello emergen como hitos transcendentales de la vida, porque no queda otra que bregar para conocer lo que desconocemos y necesitamos saber. Otra de las perlas que atribuye a su artificioso padre refiere que: "vivir es aprender a perder lo que ganaste". Para que se entienda el aforismo, apostilla que a los 14 años empezó a hacer una lista con todo lo realmente le importaba a nivel emocional, social o personal. Su padre le enseñó que con el paso del tiempo iría tachando una tras otra sus anotaciones, hasta casi hacer desaparecer las cosas que completaban su lista. Él recuerda que con 15, 16 y 17 años no eliminaba nada, pero poco después empezó a suprimir una tras otra: la pierna, el pulmón, el hígado. Es decir, lo mismo que ahora hemos empezado a hacer mucha gente, que, en su opinión, responde exactamente a lo que significa vivir.

Albert remacha su argumentario asegurando que el sentido del humor y las cosas admirables que suelen atesorar las personas que han sufrido calamidades nacen de una certeza incontrovertible: si aprendes a morir, aprendes a vivir. Y él, concretamente, aprendió a hacerlo con apenas 15 años y un 3% de probabilidades de sobrevivir. Ello le ha ayudado a entender los miedos en tanto que dudas no resueltas. Insiste en que el miedo nace de la duda y que por ello, desde los 14 años, anota cuantas tiene en una libreta y se empecina en encontrar a las personas que puedan ayudarle a resolver sus interrogantes. Intenta así alcanzar la felicidad que considera equivalente a "dormir sin miedo y despertar sin angustia".

El otro ejemplo que pondré para argumentar la inmensa heterogeneidad humana corresponde a McArthur Wheeler, un ciudadano de Pittburg, Pensilvania, EE. UU., que en 1990, cuando se produjo la anécdota que referiré, contaba 44 años. A este hombre no se le ocurrió otra cosa que atracar dos bancos a plena luz del día, sin ningún tipo de máscara o disfraz que salvaguardase su identidad. Obviamente su aventura delictiva apenas duró unas horas. Pero no es eso lo significativo del hecho y mucho menos lo que le confirió la trascendencia que tuvo. Lo realmente insólito es que, cuando le detuvieron, expresaba su extrañeza a la policía porque no comprendía cómo habían podido averiguar quién era, pues se había embadurnado la cara con zumo de limón. No dando crédito a lo que oían, los policías prosiguieron con el interrogatorio preguntando al detenido por los detalles. Wheeler les confesó que la idea se la habían proporcionado dos amigos y que la había puesto a prueba sacándose una fotografía, en la que no pareció su rostro (fuese por alguna distorsión de la cámara, de la luz, o por lo que fuese). A él tal experimento le pareció definitivo y procedió en consecuencia. Tan singular noticia llegó a conocimiento del profesor de la Universidad de Cornell, David Dunning, que tampoco daba crédito a lo que había sucedido, peguntándose, como corresponde a todo científico que se precie, si sería posible que la propia incompetencia impidiese apreciarla a quienes la poseen. Ni corto ni perezoso se puso manos a la obra y realizó, conjuntamente con su colega Justin Kruger, cuatro experimentos para analizar la competencia de las personas en el ámbito de la gramática, el razonamiento lógico y el humor. Para su sorpresa, averiguaron que cuanto mayor era la incompetencia de las personas, menos conscientes eran de ella. Por el contrario, las personas más competentes y capaces solían infravalorar su competencia y su conocimiento. Así es como surgió el llamado efecto Dunning-Kruger, que argumenta que las personas incompetentes en cualquier área son incapaces de detectar y reconocer su incompetencia, y tampoco reconocen la competencia de las demás personas. El lado positivo de tamaño dislate es que tal efecto se diluye a medida que se incrementa el nivel de competencia, que hace a las personas ser más conscientes de sus limitaciones. Cuanto antecede tiene una argumentación más prolija, así como otras derivaciones y consecuencias, pero no me parece este el lugar oportuno para abordarlos.

De modo que concluiré, no sin antes dejar claro que considero que el caso de Albert es enormemente inspirador para cualquier ciudadano del mundo, especialmente en los tiempos que corren. Pero no me lo parece menos el de Wheeler, aunque lo sea precisamente por todo lo contrario. Es dramático contrastar a diario comportamientos de los mandamases, y de quienes no lo son, que ejemplifican a la perfección el efecto Dunning-Kruger. Unos y otros, para seguir desempeñando sus responsabilidades, además de no estar contagiados del Covid-19, deberían acreditar que están inmunizados frente al efecto Dunning-Kruger. Y no resulta trivial tal certificación porque la incompetencia, y también la cerrazón y el egoísmo que suelen acompañarla, no son menos peligrosos y dañinos que los coronavirus.

martes, 14 de abril de 2020

Contrasentidos

El mundo está lleno de paradojas, por no decir que a veces parece un descomunal despropósito en sí mismo. Una de las noticias que traen estos días los periódicos se refiere a un enfermero portugués, que parece que ha sido pieza clave para preservar la salud del premier británico Boris Johnson. El pasado domingo, el propio interesado reconocía, ojeroso y demacrado, que se iba a su residencia de confinamiento y no al otro barrio gracias a los cuidados de Jenny (enfermera neozelandesa) y de Luis, un enfermero portugués, oriundo de una pequeña localidad cercana a Oporto, que ejerce su profesión en el Reino Unido desde 2014, obviamente porque allí triplica el sueldo que percibe en Portugal por hacer lo mismo. En los últimos años presta sus servicios en el hospital Saint Thomas, ubicado el centro de la capital británica, donde se atendió al premier que, al salir de él, aseguraba que durante su hospitalización Luis veló cada segundo de las noches para que respirase correctamente y ello le salvó la vida. Podría pensarse que la peripecia de un portugués asistiendo al primer ministro británico en un hospital del Reino Unido es fruto de la azarosa casualidad, pero si reparamos en que el Consejo de Enfermería del país tenía registrados hace un año más de 1000 sanitarios lusos, se desleirán los tintes fortuitos. Tal vez se suscite, por el contrario, una ingenua pregunta acerca de lo que hubiese sucedido con el señor Johnson si el Brexit hubiese entrado en vigor hace un lustro. Pero ello son divagaciones propias de mentes calenturientas o, en el mejor de los casos, pensamientos de ciencia ficción.

Opino, no obstante, que, más allá de anécdotas como la precedente, no se precisa ser un lince para aventurar que la pandemia del Covid-19 va a poner muchas cosas patas arriba. Sabios y atrevidos aseguran por igual que en los próximos años nos esperan transformaciones importantísimas –algunas parecen casi irrealizables–, que además serán inevitables. Cuando se consigan domeñar los aspectos más lacerantes de la crisis sanitaria y se afronte la reparación de la devastación socioeconómica y política que está acarreando la pandemia, cuando no quede otro remedio que encarar los retos desatados por tan colosal calamidad, estoy convencido de que apenas servirán de nada los socorridos y tradicionales remedios de la vieja política, y tampoco valdrán aquellos otros a los que el capitalismo desbocado nos tiene acostumbrados, con los que ha venido domeñando a gobiernos y entes supranacionales, y sojuzgando en último término a los ciudadanos, presas fáciles de sus saduceas trampas de ingeniería financiera de ultimísima generación que tan perversos efectos ha ido acumulando para la inmensa mayoría de los habitantes del Planeta.

Espero que la salida de la crisis que vivimos no pase por la intensificación de la deriva ultraconservadora y el repunte nacionalista que se constata en el mundo occidental en los últimos años. Estoy de acuerdo con Noah Harari en que semejante opción es un error estratégico garrafal. Pienso, como él, que de la misma manera que se enfoca colaborativamente la estrategia sanitaria para vencer la pandemia del coronavirus, también el antídoto contra la epidemia de la insolidaridad es la cooperación, nunca la segregación o, lo que resulta equivalente, el levantamiento de nuevas fronteras o muros segregadores de toda índole, sean físicos o institucionales. Con estrategias de esta naturaleza como alternativa a la cooperación de los científicos y los médicos a nivel mundial, jamás lograríamos vencer al virus y mucho menos disponer en poco tiempo de medicinas para aliviar la enfermedad o de la vacuna para erradicarla.

Muchos culpan de la epidemia del coronavirus a la globalización y proponen que lo adecuado es emprender la “desglobalización del mundo” para evitar brotes futuros. Para empezar, no creo que semejante opción tenga verosimilitud alguna en el estadio en que se encuentra la historia de la humanidad. Por otro lado,  hay evidencias que invalidan esa irreflexiva estrategia. Es innegable que el mundo jamás ha estado lo hiperconectado que está ahora y, sin embargo, las pandemias de los últimos siglos han producido mortandades mucho menores que otras equiparables durante los siglos precedentes, cuando la humanidad viajaba a velocidades inferiores y las colectividades permanecían muchísimo más aisladas que lo están las actuales. Brotes pandémicos horrorosos como el Sida, el Évola o la viruela han matado a muchísimas menos personas que otros virus lo hicieron en siglos precedentes, como se contrasta a poco que nos documentemos. Y para ello existen explicaciones. Quizá la más convincente es que una de las mejores defensas que tenemos los humanos frente a los virus es la información compartida, no el aislamiento o la búsqueda del propio beneficio. En las décadas recientes se ha podido comprobar la pertinencia y la eficacia de los intercambios de informaciones y de recursos científicos y médicos a nivel mundial, que han permitido comprender con presteza los mecanismos con que funcionan las epidemias y diseñar los remedios para combatirlas. Si algo tienen claro los epidemiólogos es que la propagación de la enfermedad en un determinado territorio pone en peligro a toda la especie humana. Y ello es así porque los virus evolucionan y cuando pasan a los humanos sufren mutaciones, que en su mayoría son inocuas. Pero cuando no es así y se hacen más infecciosos, entonces se propagan a una velocidad exponencial. Cada portador del virus se erige en un manantial de contagio que proporciona millones de patógenos que pueden infectar al resto de conciudadanos.

El mencionado Noah Harari refería, en un reciente artículo publicado en un periódico nacional, que tenía plena certeza en que en los próximos años la Humanidad afrontará una crisis gravísima causada por el coronavirus, pero también por la falta de confianza entre las personas y entre los países. Concuerdo con él. Es evidente que para superar una epidemia la gente debe confiar en los científicos y en los médicos. También los ciudadanos debemos depositar nuestra confianza en las autoridades que tienen la responsabilidad y la obligación de buscar las soluciones en el mejor camino posible, de la misma manera que los países deben confiar los unos en los otros y ayudarse mutuamente. Ciertamente lo tenemos difícil porque en las últimas décadas hemos elegido una sarta de políticos irresponsables, que han socavado deliberadamente la financiación de la investigación y la ciencia, han recortado imprudentemente los recursos en educación, en innovación, en medicina y hasta en cooperación internacional. Tenemos ante nosotros una crisis mundial que debemos afrontar con un paraguas de recursos públicos mermado, con una clase política que no está a la altura de los gigantescos retos que se vislumbran, que solo alcanza a desenvolverse en el cortoplacismo, la cicatería y el beneficio propio, siendo incapaz de quebrar tan disparatada inercia para impulsar o secundar planes estratégicos rompedores con la ortodoxia de los mercados y los especuladores. Y previamente, o por encima de todo ello, carecemos de intelectuales y/o líderes con capacidad de inspirar, organizar y contribuir a financiar una respuesta global. Lo tenemos crudo, pero por concluir con alguna rendija de esperanza, insistiré en aquello tan manido de que toda crisis conlleva nuevas oportunidades. Pues eso, a ver si es verdad, que falta nos harán. Salud y república.

viernes, 10 de abril de 2020

Peripatético

Se califica de peripatéticas a las personas que siguen la filosofía o la doctrina de Aristóteles. La palabra griega peripateticós (περιπατητικός) proviene del prefijo peri (περι), del verbo patein (πατειν) y del sufijo ico (ικο), que significan respectivamente alrededor, deambular y relacionado con. Por tanto, etimológicamente, peripatético o peripatética es quien camina alrededor de un determinado espacio o lugar. Tradicionalmente, por similitud, se aplica a los seguidores aristotélicos porque, allá por el primer tercio del s. IV a C., los integrantes de esos círculos filosóficos debatían sus pensamientos mientras caminaban por un jardín contiguo al templo dedicado a Apolo Licio, guiados por su mentor.

Sin que nada tenga que ver con ello, la Universidad de Alicante, a finales de los noventa, puso en marcha la Universidad Permanente, una iniciativa de extensión universitaria dirigida a los mayores de 50 años. Entre las numerosas personas que desde entonces siguen sus actividades se cuenta un grupo, autodenominado peripatéticos, que ha escogido para identificarse un lema redundante: caminar y pensar. Caminan por la ciudad y los espacios abiertos,  conociendo su patrimonio y dialogando sobre lo que observan o sobre lo que les sugiere lo que ven. De alguna manera, se inspiran en John Butcher, creador de Walk21, una asociación sin ánimo de lucro fundada en 1999 que promueve la mejora de las condiciones de las calles, espacios públicos y sistemas de movilidad urbana, asegurando su compromiso con la calidad de vida de las personas. Butcher es así mismo impulsor de la llamada Carta Internacional del Caminar (Walk21, octubre de 2006), una propuesta que trata de impulsar la creación de comunidades sanas, eficientes y sostenibles, donde la gente elija el caminar. Pues bien, a este curioso personaje se le atribuye el siguiente párrafo: Caminar es la primera cosa que un niño quiere hacer y la última que una persona mayor desea renunciar. Caminar es el ejercicio que no necesita tener gimnasio. Es la prescripción sin medicina, el control de peso sin dieta, y el cosmético que no puede encontrarse en una farmacia. Es el tranquilizante sin pastillas, la terapia sin un psicoanalista, y el ocio que no cuesta un céntimo. Y además, no contamina, consume pocos recursos naturales y es altamente eficiente. Caminar es conveniente, no necesita equipamiento especial, es auto-regulable e intrínsecamente seguro.

Suscribo plenamente el contenido del parágrafo anterior, de la misma manera que concuerdo con los principios y acciones que incluye la referida Carta del Caminar, que se articulan en torno a ocho epígrafes: incrementar la movilidad integral, diseñar y gestionar espacios y lugares para las personas, mejorar la integración de las redes peatonales, planeamiento especial y usos del suelo en apoyo a la comunicación a pie, reducir el peligro de atropellos, mejorar la sensación y seguridad personal, aumentar el apoyo de las instituciones y desarrollar una cultura del caminar. No abundaré, por otra parte, en los enormes beneficios que caminar reporta a la salud, a juicio de los médicos.

De modo que ni me falta documentación ni mucho menos motivación para acometer las más que recomendables caminatas. De hecho hace años que consumo  generosos intervalos diarios para llevarlas a cabo por espacio de una hora u hora y media, recorriendo entre 5 y 7 kilómetros. Algo que imposibilita la actual situación de confinamiento, que agota ya su cuarta semana, haciendo imposible tan saludable tarea, pese a que estoy convencido de sus intrínsecas bondades y de los evidentes beneficios que reporta a mi salud física y emocional. De modo que, como supongo que le habrá sucedido a millones de compatriotas, no me ha quedado otra alternativa que buscarme la vida e idear una artera astucia para remedar los paseos diarios, que me ha convertido de facto en un peripatético de salón. Sí, me autocalifico así porque he optado por mudar la superficie de mi casa, durante una hora al día, en una suerte de circuito cerrado, que recorro con porte penitente, aunque a buen paso, unas cuarenta veces, como si de procesión o prueba de gincana se tratase.

Debo puntualizar que, tratando de que se adapte a mis requerimientos psicofísicos, el circuito reviste especiales características. En primer lugar, lo integran 170 pasos, con una longitud media estimada de unos 60 cm, dado que los que se dan en el interior de la vivienda no alcanzan la amplitud de los que se consiguen cuando se camina en espacios abiertos. De modo que puede contrastarse que 170 pasos por 60 centímetros de media equivalen a un desplazamiento aproximado de 100 metros lineales, que multiplicados por las 40 vueltas diarias suponen un recorrido total de unos 4 kilómetros, que completo aproximadamente en una hora. En segundo lugar, admito que puede parecer un tanto tedioso el ritmo de mi doméstico deambular, que lo es. Pero no puede serlo de otro modo porque el machacón recorrido está salpicado, inintencionadamente, de obstáculos de toda naturaleza que es cierto que contribuyen a la lentificación de los desplazamientos, pero no lo es menos que añaden exigencia a mi desempeño haciéndolo más completo y personalizado. Así, a mi paso por el salón encuentro mesas, sofás, muebles auxiliares, lámparas y otros objetos, que he de ir sorteando cuidadosamente completando sutiles movimientos que tonifican mi musculatura. Por otro lado, en los pasillos que dan acceso a las habitaciones se suceden los giros a derecha e izquierda que disturban mi trayectoria, como lo hacen los estorbos que se interponen en cada pieza de la casa, como camas, coquetas,  mesitas, alfombras y otros impedimentos cuya evitación añade complejidad y valor al ejercicio. En conjunto, todo ello ralentiza mi deambular, merma mis cronos de paso hasta los parámetros que menciono y me obliga a implementar movimientos y giros, torsiones y flexiones, que añaden exigencia y calidad a mi singular entrenamiento.

Pero es que, además del beneficio psíquico y físico que me reportan estos singulares paseos, me proporcionan ventajas adicionales nada desdeñables. Así, por ejemplo, me permiten descubrir pelusas de polvo debajo de los muebles, al pie de las cortinas o en los recovecos de las habitaciones, que serán objeto de caza, aspirador mediante, en la siguiente sesión de limpieza doméstica (queridísima Silvia, cuanto te hecho de menos); descubres baldosas que tienen deteriorada su fijación, que se mueven al pisarlas y producen ruidos molestos para los vecinos, advirtiéndote de que debes ponerles remedio; encuentras objetos que habías perdido de vista hacía años, reposando pacientemente sobre mesas o cómodas, sin que parezca afectarles el prolongado desdén con que los trato, de tanto mirarlos sin verlos.

En fin que, visto lo visto e intuyendo lo que parece que espera, creo que seguiré optando por atender aquel viejo refrán que asegura que “a camino largo, paso corto”. Salud y ánimo.

lunes, 6 de abril de 2020

Aute Retrato

Qué sarcasmo estar consumiendo tus últimos días mientras los amigos te preparan una amplia e intencionada exégesis de lo que en su opinión ha significado tu vida,  barruntando que, para tu desdicha, está próxima a finiquitar. En el prolífico guasap de Joan Pàmies se anunciaba ayer de buena mañana que por la noche la Cuatro ofrecía Aute Retrato, una película de 99 minutos de duración, editada en 2019, que recrea buena parte de la biografía de Luis Eduardo Aute, siguiendo el guión elaborado por Nacho Cabana, Juan Moya y Gaizka Urresti, siendo este último su director. Obviamente la exhibición pretendía homenajear al artista, fallecido el pasado sábado, tras cuatro años peleando contra las secuelas de un infarto cerebral, que finalmente se lo ha llevado por delante con 76 septiembres.

Visioné la peli con creciente atención, resultándome una sorprendente y grata experiencia, que me ha permitido contrastar una realidad que desconocía, la figura multipoliédrica de Luis Eduardo Aute, un creador inédito para mí en algunas de sus facetas, que ahora sé que debe figurar entre los más polifacéticos y meritorios del país. Abruma la cantidad de recursos expresivos que dominaba esta persona: poeta, músico, cantautor, dibujante, pintor, cineasta, y quién sabe cuantos más. Aute puede calificarse de hombre renacentista, de artista total. Tal vez la directora Azucena Rodríguez es la que lo ha calado mejor al asegurar que “cuando ves su pintura ves que tiene que ver con su música; su música tiene que ver con sus películas y sus películas tienen que ver con su pintura. Y tiene una cosa que es muy interesante cinematográficamente que es que toda su poética, como cantante y como compositor musical, la traslada y la lleva al cine. Hace un cine poético en el mejor de los sentidos”.

Pero aún resulta más significativo que, pese a que en este tipo de producciones se cargan los tintes hagiográficos, algunos de los que testimonian su opinión, gente cualificadísima en sus respectivos menesteres, asegura con acreditada sinceridad que, además, era bueno en cuanto hacía. Pintores, directores, editores literarios, filósofos, literatos, letristas, colegas en el mundo de la canción aseguran a pies juntillas que lo que hacía tenía fuste y solvencia, pese a ser autodidacta en la mayoría de las facetas que cultivó.

El elenco de los personajes que desfilan por el documental es apabullante. Obviamente, predominan los cantantes, desde los nacionales Massiel, Rosa León, Víctor Manuel, Serrat, Sabina, Ana Belén, Miguel Poveda, José Mercé, Ismael Serrano, Rozalén, Jorge Drexler, Luis Pastor, Dani Martín, Pedro Guerra a foráneos como Silvio Rodríguez o Pablo Milanés. La mayoría de ellos intervininieron en un macroconcierto homenaje que se le tributó en diciembre de 2018, en el WiZink Center de Madrid, con el rótulo “Ánimo, animal”, sin duda reconociendo la prolífica creatividad de un artista que ha dedicado más de medio siglo de vida a repartir belleza, a través de sus más de 300 canciones, que espantan tristezas y melancolías, como dijo alguno de ellos, además de abrir camino a las nuevas generaciones, como reveló Andrés Suarez o agradeció Marwan, reconociendo explícitamente su inagotable compromiso social.

Pero si dejamos de lado la música y nos adentramos en el mundo de la poesía o en el de la pintura, encontraremos igualmente una figura que se acrecienta hasta lo inimaginable. La matemática del espejo (1975), La liturgia del desorden (1978) o Templo de carne (1986) son algunos de sus poemarios, sin perjuicio de AnimaLuno, primer libro-disco que se editó en España con poemas, dibujos y canciones. Y es que, además de lo dicho, Aute ha sido un precursor, un adelantado a su tiempo. Le oí decir a alguno de sus colegas que cuando pensaban en hacer algo novedoso, hurgaban un poco y era recurrente contrastar que Aute ya lo había hecho. En 2001, presentó en el Festival de San Sebastián un largo de animación insólito, titulado Un perro llamado dolor. Fueron más de cinco años de trabajo personal, meticuloso y obsesivo, con unos cinco mil dibujos realizados a mano. Un original, artesanal y solitario proyecto que fue nominado al Goya, que hizo únicamente con la ayuda de su hijo y de algún amigo. Aute, dice el director Jaime Chávarri era un trabajador solitario, con una voluntad de hierro para desarrollar sus ideas.

Sin duda, Aute es también sinónimo  de desinhibición para expresarse a través de diferentes medios, sea la pintura, la poesía, la música o cualquier otro. Una desinhibición desanclada del pudor inicial que le producía aparecer en público, que fue venciendo con el paso del tiempo y que se trocó en una suerte de omnipresencia a lo largo de larguísimas temporadas de exposición pública a uno y otro lado del Atlántico.

Cuantos intervienen en la película coinciden en subrayar que, por encima de sus portentosas capacidades expresivas, Aute era una gran persona. Todos destacan su elegancia, su talla humana, su propensión a la ayuda y al acogimiento, la concepción de su casa como espacio de hospitalidad. Aseguran que pese a tener más que sobrados motivos, jamás se endiosó y siempre tuvo los pies sobre la tierra y ayudó cuanto pudo antes, durante y después; a los jóvenes y a quienes lo eran menos. Describen a Aute como un fulano que siempre hizo lo que quiso, sin dejarse influenciar por nada, ni por nadie, ni dar su brazo a torcer en lo que creyó. Despreció contratos millonarios para poder hacer lo que ansiaba. Destacan, en fin, su tenacidad para llevar a cabo sus propósitos.

Esta noche he descubierto en su plenitud a una pieza muy importante del patrimonio nacional, seguramente no valorado suficientemente por el conjunto de la ciudadanía. Aute me parece  un personaje a reivindicar, no solo por su calidad artística o por su portentosa capacidad de expresarse, no sólo por el legado inmenso que nos ha dejado, que también, sino porque sobre todo es un ciudadano ejemplar, una persona que deja un modelo de vida plenamente válido y consonante con las exigencias de la sociedad actual. Aute fue una persona crítica, comprometida con su tiempo y con su gente, alguien que siempre permaneció atento y supo mirar el niño que fue, que jamás abandonó la búsqueda interminable por encontrarse con sus raíces y consigo mismo, que nunca abdicó en la brega por dotar de coherencia al conjunto su existencia. Que la tierra te sea leve, amigo; por lo que dicen, lo mereces como pocos.

jueves, 2 de abril de 2020

2 de abril, decimonoveno de la cuarentena

Llegó abril. Se nos echó encima la primavera, aunque no lo parezca. De vez en cuando enciendes el ordenador y te dispones para la escritura, aunque cada vez que lo intentas encuentras una o varias razones que te disuaden de ello. ¿De qué se puede escribir en este tiempo tan aciago?, es la pregunta que recurrentemente te asalta: de que se mueren diariamente mil personas en el país, o de que se contagian no se sabe cuántos más; de que el mercado laboral sufre una de las mayores crisis de su historia, de si hay o habrá suficientes mascarillas, batas, respiradores o UCIs en los hospitales, de si hemos alcanzado el pico de la curva o sigue desbocado el número de infectados...

¿De qué va uno a escribir? ¿Acerca de donde están los 50.000 sanitarios que prometió el gobierno, o sobre si los nuevos test rápidos detectan el coronavirus cuando corresponde? ¿Qué se puede contar de políticos y ciudadanos que carecen de entrañas? ¿Qué interés tiene reiterar vaguedades sobre si el virus afecta desigualmente a California o Nueva York, o sobre las improvisaciones y ocurrencias de los señores Johnson y Trump? ¿Para qué relatar los amargos lamentos de las trabajadoras de los burdeles, a quienes sus macarras han puesto de patitas en la calle? ¿De qué escribir? ¿De las explicaciones psicológicas que dan los presuntos expertos a la mutación que ha sufrido la cesta de la compra en apenas una semana, pasando de estar repleta de papel higiénico a llenarse de cervezas, olivas y patatas fritas? Enjundia de país. ¿O de los 50 millones de teléfonos móviles que serán utilizados, o lo están siendo ya, para rastrear el coronavirus en España, y Dios sabe para qué más? ¿O acaso de las terroríficas expectativas que existen para los habitantes más desheredados del Planeta?

No encuentro motivación para escribir sobre la angustia que a ratos me produce la claustrofobia del confinamiento. Tampoco para abordar los temores que me asaltan cuando debo salir de casa para depositar los desechos en los contenedores, o comprar víveres y medicinas. No encuentro sentido a reflexionar sobre la obsesión por la higiene y la prevención, ni tampoco sobre el tedio que me embarga durante algunas horas del día. Desecho por pura higiene escribir sobre el miedo que me inducen las sirenas de las ambulancias y la invasión de las calles por hombres uniformados.

Carezco de estímulos que me lleven a detallar lo que me cuesta conciliar el sueño y cuan largas se me hacen las noches de algunos días. Tampoco me seduce relatar los involuntarios reconcomios que me asaltan sobre la salud y el porvenir de mis seres queridos. No le veo sentido a redactar un solo párrafo sobre la zozobra que me ocasiona no poder ver ni sentir a un enemigo terrible, que nos amenaza a todos. No me motiva elucubrar sobre las razones que impiden que encuentre la quietud para hacer las cosas que se presuponen normales en circunstancias como las actuales. No tengo ánimo para describir cómo metabolizo cada día que se contagien y mueran centenares de nuestros mejores conciudadanos. No encuentro ninguna razón para escribir sobre la constatación de la podredumbre y la descomposición de un sistema sociopolítico que antepone el lucro a las necesidades básicas de las personas.

Hoy solo encuentro dos buenas razones para anotar esta entrada. La primera, que he visto, o he creído ver, a través de la ventana, el vuelo de la primera golondrina del año. Ello me ha proporcionado una de las mayores alegrías del día. La segunda, que es el cumpleaños de uno de mis mejores amigos, que hoy celebra su sexagésimo noveno aniversario, que no es cosa magra; ni por el número en sí, ni por sus múltiples significados. ¡Salud y felicidad, Jose!, porque las tuyas son parte de las mías.