sábado, 24 de noviembre de 2018

De Fernando y Arizona

Esta entrada la escribo pensando en dos de las criaturas
más preciosas que existen sobre la Tierra.

Dicen que ser abuelo es un privilegio que te da la vida, una etapa que todo el mundo espera, consiga o no llegar a ella. Afortunadamente, a mi me alcanzó. Es más, la tengo casi recién estrenada: dos años y medio disfrutando de mi nieto Fernando y poco más de tres meses de mi nieta Arizona. En mi opinión, los mejores nietos del mundo, no en vano representan el último motivo importante para sentirme un privilegiado de la vida.

Dicen que a ser abuelos no se llega de cualquier manera sino que se nos da un cierto tiempo de margen, como si quien hipotéticamente otorga tal condición supiese que lo necesitamos para reflexionar, madurar y preguntarnos cosas que difícilmente se plantean quienes no consiguen serlo. Preguntas que lo mismo crean incertidumbres que generan expectativas antes inimaginables. En fin, aseguran quienes saben que la llegada de los nietos activa emociones que estimulan una porción de la amígdala cerebral, y ello lo mismo desencadena satisfacciones que produce zozobras. Doy fe. Aunque, de momento, gozo más de las primeras que sufro las segundas.

Cuentan que cuando los nietos vienen al mundo lo hacen en un determinado entorno cultural, familiar, afectivo y social, en el que operan variables dispares. La conjunción de estos elementos aseguran que forja un microespacio afectivo que los abuelos debemos aceptar transigiendo, mudando costumbres y convicciones, para asegurar así el apoyo que requiere el adecuado desarrollo de los nietos. Obviamente ese microespacio es muy diferente en función de las diversas circunstancias que en cada caso concurren: si son cuatro, tres, dos o uno los abuelos; si viven en la misma población o barrio que los nietos; si tienen salud o adolecen de ella, si pertenecen a culturas semejantes o dispares; si se trata de personas “preocupadas”, o son gente “abandonada”, o amante de la dolce vita; si los nietos son de hijos o de hijas, que aunque parezca lo mismo no lo es, etc. En todo caso, los expertos aseguran que estas y otras variables delinean entornos diferenciados, matizándolos con sutilezas que influyen en el apoyo y el afecto que reciben los nietos. Y, en mi opinión, no les falta razón.

Aseguran que la llegada de los nietos tiene connotaciones y estimula sentimientos encontrados. Por un lado, brinda la oportunidad de colaborar con los hijos y de allegarles nuestra experiencia, si nos la piden, porque generalmente se aconseja intentar permanecer siempre al margen, aunque solícitos a sus llamadas y requerimientos. Por otra parte, nos dota de mayor flexibilidad y nos rejuvenece al exigirnos activar resortes que antes no precisábamos. En muchos casos, las nuevas atenciones que se nos requieren alteran nuestros acomodaticios horarios, costumbres y formas de vivir, a la vez que nos activan la corteza cerebral. A menudo los nietos nos desplazan de los puestos de atención prioritaria y nos sitúan lejos de la molicie y el egocentrismo. Los afectos, los tiempos y las dedicaciones que recibimos de los demás se hacen más puntuales, y experimentamos cierta sensación de abandono, que no encajamos gustosamente. Sin embargo, los reajustes emocionales que menciono ayudan también a rejuvenecer porque nos obligan a vivir más energéticamente y a escapar de la pasividad.

Afirman los especialistas que, nos guste o no, los abuelos somos los transmisores naturales de los valores tradicionales, entendidos en el mejor sentido del término. Nos atribuyen el rol de consejeros y guías, de depositarios y porteadores de las históricas costumbres domésticas y familiares, que son imprescindibles para que los niños crezcan con raíces sólidas, construyendo su identidad sobre la base de valores trascendentales, imprescindibles para vivir con fundamento. Esto, aunque a veces los hijos no lo quieran reconocer, ofrece poca discusión según declaran los profesionales versados en el asunto, con los que estoy de acuerdo.

Por otro lado, casi todos debemos atender el cuidado de los nietos en mayor o menor medida. Es obvio que nuestro papel consiste en reforzar las pautas establecidas por sus padres, pero ello no equivale a aceptar, sin más, que nuestro rol se limita a maleducarlos. Al contrario, como dicen los especialistas, nuestra misión consiste en intentar mejorar los patrones de crianza que adoptan los padres, sustentados en sus conocimientos y su sentido común, porque lo contrario sería disparatado. Quienes saben aconsejan que para lograrlo debemos aportar (y creo que, en general, solemos hacerlo) grandes dosis de buen humor, de cariño y de generosidad; todos ellos ingredientes imprescindibles para asegurar el equilibrio emocional y el progreso madurativo de los nietos. Estas raciones de afecto y de humana sensatez que tan pródigamente dispensamos los abuelos son una especie de filtro, una suerte de bálsamo de fierabrás, que evita los trastornos del comportamiento y contribuye a que aumente la autoestima en los niños, a que se sientan más seguros y a que aprendan a superar las frustraciones. Al final de la partida, si cada cual hacemos bien nuestro trabajo, el equilibrio familiar mejora. Ahora bien, debe quedar claro que, salvo situación catastrófica, la de los abuelos es una aportación contingente a la crianza de los nietos, no una permanente obligación.

Está más que acreditado que a los nietos les gusta estar con sus abuelos. Ellos y ellas son pequeños, pero no tontos. Perciben y saben que les quieren y les permiten hacer ciertas cosas, sin atender a tantas normas como les imponen sus padres, que a veces son absurdas, neuróticas y perfeccionistas. Con tal estrategia consiguen de ellos lo que sus padres no logran. Es una evidencia que los abuelos prohibimos menos que los progenitores y que nuestra situación, disposición y voluntad nos permiten atender más generosamente sus exigencias de tiempo, dedicación y cariño. Y eso nada tiene que ver con maleducarlos. Ellos saben que no dramatizamos tanto, que nos excedemos menos y que casi siempre cumplimos lo que prometemos: por eso se sienten seguros con nosotros. Dicen los especialistas que lo que más valoran es que no les escatimemos el tiempo, que les esperemos siempre y que no tengamos prisa, que estemos permanentemente ahí, que nos quejemos poco y que tengamos paciencia y destreza para explicarles lo que no nos gusta que hagan, exponiéndoles las razones que lo justifican.

Es archisabido que los nietos realizan con los abuelos tareas que sus padres no les permiten hacer, como bañarse más tiempo del acostumbrado, ayudar a cocinar o prepararse solos la merienda, explorar itinerarios alternativos en los paseos en lugar de ir siempre por el mismo camino, entretenerse en los juegos más de lo habitual, etc. Estas actividades hacen más agradable la convivencia entre ambos. Y ello no significa que se les mime, simplemente se actúa diferencialmente. Si replicásemos escrupulosamente la actitud exigente y rigurosa de los padres se perdería la magia de la convivencia con los abuelos, que visualizarían como simples remedos del padre o de la madre; en el mejor de los casos, como malas copias de ellos. Y ya lo hemos dicho: los niños quieren estar con abuelos auténticos, no con padres duplicados.

Sabemos por experiencia que en las familias a veces se generan situaciones conflictivas. Dicen los especialistas que para resolverlas el criterio que tradicionalmente ha primado es la exigencia de que los jóvenes respeten a los padres y abuelos, estando obligados a dar el primer paso para resolver los conflictos. Sin embargo, la mayoría de los expertos aseguran que no debe ser así, bien al contrario señalan que han de ser los abuelos quienes por su edad, sabiduría, prudencia y afecto a sus nietos deben esforzarse más para evitar que los vínculos afectivos se oxiden o se rompan. Así pues, amar a los nietos es parte esencial del tiempo de los abuelos, de su generosidad, de la compasión que deben practicar para que no se rompan los lazos emocionales que necesitan ellos y sus padres.

Buena parte de cuanto antecede refleja las doctas opiniones de los especialistas. Yo soy un lego en el menester. Y tal vez por ello me asombro continuamente observando los comportamientos y los progresos de mis nietos, que responden bastante fielmente a lo que se viene diciendo, particularmente los del mayor porque la corta vida de la pequeña Arizona no permite hacer todavía demasiadas conjeturas. Sin embargo, me fascinan sus ojos avispados proyectando continuamente miradas que reclaman afecto y destilan curiosidad. Adivino en su espontánea sonrisa desdentada y en sus crecientes sonidos guturales y vocalizaciones palabras zalameras, que todavía es incapaz de pronunciar. Me complace la insaciable curiosidad de mi nieto Fernando y su pasión por interactuar con los seres y objetos que descubre incesantemente. Siento una profunda ternura cuando le oigo preguntar con su media lengua por sus abuelos. Me embarga la felicidad cuando observo a estos dos niños sanos, nacidos de la intencionada voluntad de sus padres, disfrutando de un hogar convencionalmente normalizado. Soy, en suma, un ser afortunado que no solo disfruta del privilegio de vivir sino que, además, comparte algunos de los mejores retazos de su vida con dos criaturas excepcionales.

La sorpresa

A veces pienso que mi capacidad de sorpresa es limitada y que acabará ardiendo y agotándose por completo con tanta disparatada insensatez y tanta barbaridad consecutivas. Sin embargo, contrariamente, casi siempre he pensado que es preciso evitar consumirla porque vale la pena mantener alerta y contenta a esa ingenua criatura, que todavía sigue viva en algún rincón de mi corazón, seguramente por mi ingénita curiosidad.

La sorpresa o el asombro, como le llaman algunos, es una emoción básica universal e innata, como lo son el asco, el miedo, la alegría, la tristeza y la ira. Todas afloran durante el desarrollo de las personas, independientemente del contexto en el que viven. Son parte de los procesos evolutivos y adaptativos, tienen un sustrato neural innato y universal  y un estado afectivo, asociado y característico, que se denomina sentimiento. No en vano los neurocientíficos diferencian las emociones de los sentimientos. Las primeras son estados físicos que surgen de las respuestas que da nuestro organismo a los estímulos externos que lo impresionan. En cambio, los sentimientos son fenómenos, posteriores y consecuentes, que se expresan a través de los estados mentales. Fue en la década los 70 cuando el psicólogo Paul Eckman identificó las seis emociones básicas mencionadas, que seguimos tomando como referencia, aunque con el paso de los años se han llegado a acreditar hasta 27 subtipos, que conforman lo que podría denominarse el espectro emocional.

No es infrecuente enfrentar la razón a las emociones si se adopta como instrumento de análisis la falaz suposición de que alteraran el raciocinio. Partiendo de ahí es casi inevitable que se les atribuya un carácter hedónico, transcendental e irracional, que puede hacernos pensar que carecen de utilidad. Y nada más lejos de la realidad porque, bien al contrario, tienen un papel muy importante en nuestras vidas, pues nos ayudan a orientar la conducta y a actuar con inmediatez.

La sorpresa se considera la emoción básica más singular. Algunos autores la han cuestionado porque no está revestida de las características que tienen las demás. Por ejemplo, no tiene valencia, cuando se sobreentiende que una emoción debe tener valencia positiva o negativa. Y de ahí que se la describa como emoción neutra. La sorpresa podría definirse como la reacción de un determinado individuo frente a un suceso discrepante del plan o esquema que se ha trazado previamente. Es algo imprevisto, extraño o novedoso. De hecho es la emoción más breve, pues ocurre de forma súbita y desaparece con la misma prisa. Es como un estado transitorio que o deja la mente en blanco, o se transforma inmediatamente en otra emoción. Según Ekman, la sorpresa es la más breve de todas las emociones. Casi sucede mientras reaccionamos para averiguar lo que está pasando a nuestro alrededor e, inmediatamente, se convierte en miedo, diversión, alivio, ira o asco, dependiendo de qué fue lo que nos sorprendió. Incluso puede no seguirle emoción alguna.

La sorpresa sensibiliza los sentidos y optimiza la receptibilidad. De manera que posibilita que evaluemos de forma rápida y automática un determinado evento y sus consecuencias, facilitando la eclosión de la reacción emocional y conductual acorde con sus exigencias, a la vez que bloquea otras actividades para concentrar el esfuerzo en el análisis del incidente sorprendente. Produce efectos subjetivos cuya duración depende del tiempo que tarda en aparecer la emoción posterior. El principal efecto subjetivo es lo que se ha denominado mente en blanco, que es una reacción afectiva indefinida y agradable. Otro efecto subjetivo son las sensaciones de incertidumbre cuando la sorpresa evoca situaciones que no se asemejan a la felicidad, pero tampoco a la tristeza o al miedo.

Querámoslo o no, siempre está por llegar algo nuevo que nos sorprenderá y nos congratulará, nos decepcionará, nos enfadará o nos dejará indiferentes. Sin ir más lejos mi última sorpresa placentera sucedió hace pocos días al practicar uno de mis endémicos  anacronismos. Abrí el buzón que tengo en el zaguán de casa –el de railite y metal, ese que habitualmente se suele encontrar atestado de publicidad y que debería estar pintado de azul, puesto que ya no es más que un contenedor de papel– y encontré un sobre color crema, con dos sellos timbrados, con mi nombre y apellidos y mi dirección completa escritos a mano en él. Me apresuré a abrirlo y encontré dos folios, rotulados por ambas caras con una letra caligráfica de las de toda la vida, que leí despacio, paladeando un placer olvidado, sintiendo la profunda nostalgia que despertó en mi la misiva de un viejo amigo, que no era sino una carta de verdad, de las de antes…

sábado, 10 de noviembre de 2018

Crónicas de la amistad: Benilloba (27)

No en vano todos somos, o fuimos, maestros. Será difícil, por tanto, que se desanude completamente nuestro vínculo con la educación y la cultura. Abusando de la amistad que nos une, me atrevo a compartir un pequeño excurso que abunda en ellas, siquiera sea para remedar la hoy ausente dimensión sociocultural del encuentro, por voluntad y decisión respetabilísimas de nuestro anfitrión.

¿Conocéis el teorema de la amistad? Sí, digo bien, no me he confundido. Imagino que os sorprende, pero os aseguro que existe. Lo enunciaré para que lo comprobéis. Supongamos una fiesta en la que participan seis personas. Consideremos a cualesquiera dos de ellas. Puede suceder que se reúnan por primera vez, en cuyo caso son mutuamente extrañas, o puede ser que se hayan conocido antes; en tal caso, serán recíprocamente conocidas. Partiendo de esas premisas, el teorema dice que "en cualquier grupo de seis personas, existen tres que son mutuamente conocidas o mutuamente desconocidas". Para desbrozar el problema planteado podemos completar los 78 grafos posibles, con seis vértices, de “amigos–extraños”. En cada uno de ellos, las aristas de color azul/rojo muestran la relación mutua de amigos/extraños. Stop. Cuando os aflija el aburrimiento o la desidia, os animo a que os fabriquéis un tablero con los correspondientes grafos y lo comprobéis. Si por un casual decidierais hacerlo, observaréis que en todas las representaciones es inevitable que exista un triángulo rojo o azul, es decir, siempre habrá tres personas mutuamente extrañas o tres personas recíprocamente conocidas, comprobación que demuestra el teorema. Para que, entretanto, no estrujéis demasiado las neuronas, os adjunto una imagen que, agrandándola, os permitirá contrastar lo que digo. También se puede abordar el problema utilizando el llamado "principio del palomar". Existen varias formas de enunciarlo, pero perseverando en el lenguaje zoológico, una de ellas podría ser la siguiente: “Si tenemos ‘n’ nidos y ‘n+1’ palomas, entonces hay un nido en el que duermen al menos dos palomas”. Obvio, ¿no? Pues bien, principio tan sencillo puede ayudarnos a resolver algunos problemas de apariencia compleja. Por supuesto, la dificultad suele estar en “identificar” los nidos y las palomas. ¿A que adivino a qué/a quién os suena esta singular digresión? La respuesta es obvia: a don Luis Marín, el venerable “Culo de Pato”, ¿o no?

El teorema de la amistad surgió en 1930, formando parte de un trabajo titulado “On a Problem in Formal Logic” (Sobre un problema en lógica formal), donde Frank P. Ramsey –un cerebro privilegiado, que por desgracia solo vivió veintiséis años– demostró un teorema más general, que tomó su nombre, siendo el de la amistad uno de sus casos particulares. El de Ramsey es un teorema fundacional de la teoría combinatoria que, como sabemos, busca encontrar regularidades en el desorden; o, lo que es lo mismo, indaga la presencia de condiciones generales para la existencia de subestructuras con propiedades regulares. O, dicho en román paladino, intenta demostrar que el desorden absoluto es imposible.

Lejos de semejante embrollo, habíamos acordado que hoy visitaríamos Benilloba, la patria chica de Alfonso, en la Montaña alicantina, territorio agreste en el que, a exclusivos efectos probabilísticos, podrían mutarse los grafos y las palomas por chorizos y morcillas, opción que per se preserva el color rojo de los grafos, obligando a sustituir únicamente el blanco palomero por el negro morcillero. Alfonso propuso que nos concentrásemos en su casa para despenar el primer aperitivo y proseguir la ofensiva hasta la Venta Nadal. A tal efecto, la tropa se organizó en dos columnas que arrancaron simultáneamente desde la desembocadura del Vinalopó para encaminarse al primer objetivo. La primera, comandada por Antonio Antón, siguió el curso del río aguas arriba reclutando los efectivos que se habían dispuesto en Elx, Aspe y Novelda (Luis desistió hoy por mor de contingencias imprevistas). Lamentablemente mermados y una vez remontadas las terrazas que bordean el lecho hasta Sax, tomaron la vía que atraviesa la Foia de Castalla y se adentra en las tierras del Comtat. La segunda columna, al mando del almirante Ruso, ribeteó en solitario la carretera de la costa hasta alcanzar la capital, donde incorporó al contingente alicantino y vilero que se hallaba concentrado en los dos puntos habituales: la Plaza de los Luceros y el Polígono de San Blas. Embarcados todos los efectivos, el “condottiero” puso rumbo al Maigmó para, desde allí, transportar la partida por el mismo itinerario seguido por la primera columna, hasta alcanzar Benilloba.

Benilloba, 12:00 h. Todos en la morada de nuestros amigos Paqui y Alfonso, sempiternamente acogedora. Sacha, su airedale terrier, saludando con ladridos corteses, raudamente respetuosos y silentes. Alfonso Jr. casi dispuesto para emprender su diario paseo, hoy tras los obligados saludos de los visitantes. Los anfitriones abriendo su casa y sus corazones a las amistades, como es de ley. Aparecen las cervezas que ofrecía Alfonso hace unos días, que todos interpretamos en clave de fruslerías y que se han trocado por ensalmo en un ‘banquetorro’ a base de frutos secos, quesos rematados con membrillo casero, mojama, hueva y ‘sangatxo’ al gusto de la casa, sobrasada ‘casolana’, coca de mollitas preparada adrede por Paqui y otros detalles añadidos, regados con aceite intenso y aromático del Comtat, virgen, extra y de olivas recién exprimidas de la variedad alfafarenca, que son del gusto de nuestro anfitrión. Una hora larga de sacrificios, salpicados con quintitos de Estrella de Galicia, algún distraído vinito blanco y una botella de tinto de la Ribera que nos han dispuesto el cuerpo para encaminarnos a la conquista del objetivo final: la Venta Nadal.

Apenas nos habíamos levantado de unos asientos y, sin solución de continuidad, ya estábamos poniendo nuestras nalgas en otros diferentes, distantes poco menos de un par de quilómetros. Hoy hacía frío. El tiempo no invitaba a vaguear por predios y heredades. Tampoco incitaba a zanganear, emprendiendo erráticos paseos para admirar la siempre intimidante mole de la Sierra Aitana, o para saborear el encanto del más cercano y recatado Castell de Penella, o simplemente para compartir conversaciones y confidencias recorriendo la ondulada carretera que llega y sale de la villa. Así que, sin más, en pocos minutos, poníamos nuestros reales en la mesa que los regentes de la Venta Nadal nos habían preparado por indicación de Alfonso. Ni qué decir tiene que el local estaba a tope, como es habitual. Lleno, pero controladamente, hay que subrayarlo sin ambages. Desconozco su aforo (probablemente entre treinta y cuarenta comensales), pero afirmo categóricamente que cocina y servicio están perfectamente ajustados a la demanda. Desde que hemos llegado hasta que hemos abandonado la terraza de la Venta hemos gozado de una perfecta atención. Nos hemos sentido infrecuentemente bien acogidos por Vicent y su gente, que han logrado que, pese a las estrechuras que hacen poco menos que inevitable que se produzca una cierta algarabía en el local, hayamos comido distendida, cómoda y extraordinariamente. Telegrafiaré mínimamente el menú porque su explicación requiere bastante más espacio del que suelen ocupar estas crónicas: picaetes de sobrasada, morcón, chorizo y morcilla curada; rebollones y verduras varias a la plancha, láminas de sobrasada curada con miel, habas con chorizo, maíz asado, hígado y lomo de cordero a la plancha, escalibada, pericana, chuletas de cordero a la brasa, chuletitas de cabrito acompañadas con patatas fritas crujientes… Y qué decir de los caserísimos postres: pastel de calabaza y manzana, tiramisú, helado, fruta natural trinchada… Un menú memorable y a buen precio, como se asegura en las referencias de las redes sociales y de las plataformas turísticas, que esta vez aciertan y hacen justicia al establecimiento.

No podían faltar las habituales copas, esta vez en una terraza bastante fresquita y a la intemperie, que custodia el inexistente arcén de una ínfima y serpenteada carretera que ribetea la venta y la esconde de miradas inoportunas. Una furtiva pareja que sorprendentemente se nos adosó, compartiendo algunas de las viejas canciones de siempre y otras que lo son menos: María la Portuguesa, No puedo estar sin ti o María Isabel se maridaron con Que tinguem sort y otras que Antonio interpretó magistralmente, una vez más, con su voz que no envejece, y que concitó no solo nuestro interés sino el de cuantos abandonaban a esa hora sus sobremesas en la Venta.

Permitid que, amparado en el encogimiento de las horas de luz de este otoñal día y en la ulterior provocación matemática y ‘guasapera’ del amigo Sofo, como corolario de este vigésimo séptimo encuentro, insista en el celebérrimo Ramsey, que no solo ocupaba su tiempo en las disertaciones que comentaba sino que también filosofaba, como todo científico que se precie, por joven que sea. Como era hombre apasionado, socialmente inquieto y amante de la vida, tal vez por ello, en un  discurso que pronunció ante los  llamados “apóstoles” (un selecto grupo de discusión de Cambridge), dijo algo parecido a lo siguiente: Mi cuadro del mundo está dibujado en perspectiva, no es un modelo a escala. El primer plano lo ocupan los seres humanos, y las estrellas son, para mí, tan pequeñas como monedas de tres peniques. No creo realmente en la astronomía, excepto como una complicada descripción de parte del curso de las sensaciones humanas y, posiblemente, animales. Aplico mi perspectiva no solo al espacio, sino también al tiempo. A la larga, el mundo se enfriará y todo morirá; pero queda mucho para eso, y su valor actual, a interés compuesto, es casi nada. Que el futuro sea vacío no resta valor al presente. La Humanidad, que ocupa el primer plano de mi lienzo, es para mí interesante y toda ella admirable. Encuentro, al menos hasta ahora, que el mundo es un lugar placentero y excitante. Puede que otros lo encuentren deprimente; lo siento por ellos, que, seguramente, desdeñarán lo que digo. Pero yo tengo razón y ellos no; solo tendrían alguna razón para rechazar lo que expongo si sus sentimientos se correspondiesen con la realidad como los míos lo hacen. Pero no pueden. La realidad no es buena ni mala; simplemente es lo que a mi me entusiasma y a ellos deprime. Y lo siento, porque es más agradable estar entusiasmado que deprimido… y no solo más agradable, sino mejor para la vida de cada uno.

Hoy no tengo más que añadir. Lo que expone el amigo Ramsey, además de juicioso, es evidente, no ofrece duda y, por tanto, ¡queda demostrado!, como hubiese concluido el “sagaz” Sr. Marín. 

Según lo acordado, la próxima será en enero y en Alicante.

miércoles, 7 de noviembre de 2018

Hipotecas

La noticia que hoy ocupa los titulares de todos los diarios y las cabeceras de todos los informativos es el pronunciamiento del pleno de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, tras dos días de intenso debate y por solo dos votos de diferencia: 15 magistrados a favor de que pague el cliente y 13 de que se mantenga el criterio contrario, fijado en Sentencia del 16 de octubre, que cambiaba la jurisprudencia que había mantenido hasta ahora el alto tribunal, vigente durante más de 20 años. El presidente de la sala, Luis Díez-Picazo, inclinó con su voto la balanza a favor de esta tesis, pese a que en el curso de los debates parece que se había mostrado partidario de mantener el nuevo criterio, aunque cerrando la puerta a que tuviera efectos retroactivos. Esta opción estuvo a punto de prosperar a través de una enmienda transaccional propuesta por la magistrada Pilar Teso para buscar un consenso entre las dos posturas, que finalmente se votó en contra.

Después de leer y escuchar lo que se dice en los medios de comunicación, me parece que a los ilustres magistrados habría que decirles algo. Porque si seis de los treinta y uno que forman la Sala de la Contencioso, mayoritariamente expertos en derecho tributario, se reunieron después de sesudos estudios y deliberaciones y resolvieron publicitar una sentencia que contradice otra anterior, sentando nueva jurisprudencia, motivos de peso tendrían para hacerlo. Desconozco el rigor, la justificación, la fundamentación jurídica o los razonamientos en los que han basado su resolución, aunque presupongo en positivo todos ellos habida cuenta de que forman parte de la élite que ocupa el supremo escalón de la judicatura. Y, desde luego, entiendo que deben tener al menos tantas y tan buenas evidencias para sustentar su resolución como las que esgrimieron quienes acordaron la contraria sentencia precedente.

Ulpiano 
Como trabajador público que he sido durante más de cuarenta años, tengo el convencimiento de que la mayoría de quienes hemos ejercido y ejercen el gobierno de las instituciones conocíamos y conocen lo que se cocía y se cuece en ellas, tanto pública como privadamente, y hasta de manera soterrada. Para eso se hacen los nombramientos y por eso se reconoce y retribuye el desempeño de los cargos directivos y de coordinación. De modo que si alguien preside un órgano colegiado integrado por treinta y un miembros (el equivalente al claustro de un colegio mediano o a la mitad del que corresponde a un centro de E. Secundaria equiparable) y desconoce el funcionamiento de las salas, el curso de los asuntos que entienden, las resoluciones que van tomando, los posicionamientos de los magistrados con relación a las cuestiones que tramitan, etc., no cabe otra alternativa que pensar que o no se aplica a la tarea de la que es responsable, o que es un incompetente. Y en ambos casos, lo mejor para la institución y para él mismo es que quién le nombró le pida su dimisión irrevocable o, en su defecto, le cese sin más. Y si no encuentra las fuerzas o los argumentos necesarios para llevar a cabo tal decisión, lo idóneo, también en este caso, es que él mismo dimita o que, en su defecto, lo cesen quienes le designaron. 

Centrándonos en la noticia de ayer, por lo que leo, parece que una vez publicada la última de las sentencias mencionadas, la 1505/2018, de la Sección Segunda, vista su enorme repercusión mediática y la perplejidad que causa entre los bancos, el Presidente determina dejarla en suspenso en tanto que se reúne el plenario para pronunciarse sobre su entrada en vigor o, alternativamente, resolver sobre la vigencia de la anterior jurisprudencia. Más allá de que faltan tres magistrados al cónclave y que, por tanto, se manifiestan veintiocho de los treinta y uno, el resultado es que quince determinan que siga vigente la vieja doctrina del Tribunal que determina que sean los ciudadanos quienes sufraguen el impuesto sobre actos jurídicos documentados (que no debe olvidarse que es consecuencia de las obligaciones que los bancos les imponen cuando les conceden hipotecas), y los otros trece se quedan con un palmo de narices, argumentando y defendiendo lo contrario. Aunque dado el curso que habían tomado las cosas se esperaba una solución casi inevitablemente chapucera, esta resolución nos deja absolutamente perplejos a los ciudadanos del común, que, entre otras muchas cosas, no entendemos como no se debatió internamente, antes de publicarse, una resolución tan controvertida, que seguramente ofrece múltiples aristas e interpretaciones, hasta el punto de que ha partido por el eje, que es lo mismo que decir por mitades, a toda una Sala del Tribunal Supremo. O el asunto tiene una dificultad morrocotuda, o quienes lo han gestionado son unos chapuceros. Ambas cosas deben resolverse con discreción y eficiencia, sin permitir que desciendan al barrizal diario de la política, que acaba desacreditando a cuantos en él intervienen. Otra cosa es que se pretenda hacerlo conscientemente, algo que no quiero ni imaginar.

Desde la especialización jurídica, a menudo se suele criticar que los ciudadanos (también los periodistas, tertulianos y comentaristas) se instituyan en exégetas de la ley y la jurisprudencia, posicionándose como expertos en su interpretación. Yo creo que unos y otros somos muy conscientes de nuestra nula expertidad en el conocimiento y la aplicación de las leyes y la jurisprudencia. En cambio, globalmente considerados, poseemos bastante sentido común. Y visto lo visto, y contrastado lo acaecido entre veintiocho cualificadísimos jueces, defendiendo posiciones contrapuestas, divididos por mitades casi idénticas, pues, sinceramente, uno piensa que tal vez la cordura, la sensatez y el sentido común que patrimonializamos la ciudadanía en general podrían ser una buena fuente de inspiración para los juristas.

En la edición del pasado día 4 de noviembre, Diario 16 publicaba que la Agencia Tributaria ha detectado que los españoles tenemos 457.000 millones de euros en el extranjero, lo que supone algo más del 40 % del PIB del país. Sabemos de sobra quienes son estas personas que engrosan la élite económica y política de la nación, que no tienen hipotecas y que son radicalmente desvergonzadas e inmorales, aunque pidan perdón, hipócritamente contritos, cuando pillados y juzgados están a las puertas de la cárcel para cumplir la mitad de la penitencia y poder disfrutar de la totalidad de los caudales expatriados, y de los sospechosamente legalizados. Mientras esto sucede, 10 millones de personas están en riesgo de pobreza, según un reciente estudio de la Red Europea de Lucha contra la Pobreza y la Exclusión Social en el Estado Español (EAPN-ES), que añade que 2,4 millones de personas viven en la pobreza extrema. Por otro lado, el último Informe sobre Bienestar social y económico de La Caixa señala que el 8 % de los españoles pasa frío en casa, que el 36,6 % no puede permitirse gastos imprevistos, que el 19 % no dispone de una pequeña cantidad de dinero para gastarse en ellos mismos o que uno de cada tres no pueden tomar vacaciones. De resultas de todo ello, nuestro nivel de vulnerabilidad nos sitúa en el puesto 25 entre los 28 miembros de la Unión Europea, o sea, casi encabezamos el ranking. Dicho de otra manera: estamos acuñando una nueva “marca España”, la de la vergüenza y la ignominia.

Este es el estado del país y de buena parte de su gente. Otro día hablaremos de las clases medias. Mientras tanto, quienes detentan los poderes públicos o aspiran a ocuparlos están a lo suyo. Entre los políticos, unos se envuelven con banderas y se refocilan con griteríos, bailando al son del ruido y la furia, para que todo siga igual que siempre; otros más novicios disimulan sus posiciones reaccionarias y actúan como taimados voceros de las empresas de IBEX; terceros pelean denodadamente por mantenerse en el poder, sea como sea; y los que restan empujan cuanto pueden soñando con aquello de “quítate tú que me ponga yo”. Lo cierto y verdad es que, a todos ellos, el país y los ciudadanos les importan un comino.

Para otros, lo suyo es seguir “a la chita callando”, haciendo poco ruido y manteniendo el statu quo, que para eso se instituyó, para “sostenello y no enmendallo”, invocando permanentemente la división e independencia de los poderes del Estado que, una vez bien “desarrollados” e “interpretados” los preceptos constitucionales, aparentan ser demasiado a menudo una pura entelequia. Y los padres de la patria, pues a lo suyo, unos cuantos a exhibir en el Parlamento sus pequeñas vanidades y la inmensa mayoría a apretar los botones partidistas y a hacer caja. Y todos, amparados bajo el paraguas de la casi universal impunidad, a servir a los poderosos.

Llegados a este punto, conviene recordarles y recordarnos que la UE aprobó en febrero de 2014 la directiva 2014/17 de protección a los consumidores en los contratos inmobiliarios. Y que el gobierno del PP fue incapaz de trasponer (trasladar a nuestra legislación) esa directiva pese a que dispuso de cuatro años para hacerlo. Ello implicaba reformar la vieja ley hipotecaria, incorporando la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la UE que protege abrumadoramente a los consumidores (como sucedió en la sentencia de las cláusulas suelo, de diciembre de 2016). Si el PP lo hubiese hecho, el Tribunal Supremo no habría tenido ocasión de errar o zozobrar. Ahora bien, más allá de la dejación gubernamental, interesada o no, tampoco debe omitirse la alarmante autarquía intelectual de muchos de nuestros magistrados. De hecho, solo dos de los integrantes de la Sala de referencia han apelado a la conveniencia de consultar a Luxemburgo.

Pero todavía conviene recordar con más énfasis que el artículo 1.2 de la vigente Constitución Española dice inequívocamente que “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. No nos conviene olvidar cómo y con quién se posiciona cada cual para actuar en consecuencia cuando se nos convoque a las urnas. Concluiré con un aforismo cuya observancia me parece que nos viene bien a todos, inclusive a los magistrados del Tribunal Supremo: honeste vivere, neminem laedere, suum cuique tribuere (vivir honestamente, no dañar a otro, dar a cada uno lo suyo). Ulpiano dixit.

lunes, 5 de noviembre de 2018

Peterpanes

A buena parte de quienes debimos hacernos mayores antes de que nos correspondiese, nos revienta Peter Pan, ese personaje de ficción, creado por el escocés James M. Barrie a principios del siglo XX, que no quería crecer y vivía en un mundo de fantasía en el que podía continuar siendo un niño para siempre. Hace años que este protagonista imaginario da nombre a un estado psicológico, a un síndrome que adopta su nombre y que no es un trastorno psicológico, sino una forma de ser caracterizada por la eterna inmadurez. Lo acuñó el psicólogo estadounidense Dan Kiley en los años 80 para referirse exclusivamente a hombres que se resistían a madurar, pero actualmente se alude con él a “peterpanes” de ambos sexos.

Las personas con esta sintomatología ofrecen rasgos sesgadamente infantiles, tienen grandes dificultades para asumir responsabilidades y compromisos de cualquier tipo y una radical inmadurez emocional. No saben gestionar sus sentimientos y los expresan desmedidamente, con rabietas y arrebatos de ira o de euforia, o con una tristeza intensa y angustiosa. Idealizan la juventud, les cuesta aceptar que se hacen mayores y, a la menor dificultad, sufren regresiones a etapas evolutivas anteriores. Carecen de confianza en sí mismas y tienen una gran inseguridad, aunque aparenten lo contrario. A veces hasta exhiben un ego exagerado para compensar su falta de autoestima. Aunque no suelen reconocerlo y disimulan, sufren y pasan la vida huyendo de una realidad que les resulta dolorosa, y que no asumen. Prefieren quedarse viviendo en la tierra de Nunca Jamás, practicando la inmadurez, la irresponsabilidad y el egocentrismo característicos de la niñez o la adolescencia.

A veces, los peterpanes son personas que tuvieron infancias y adolescencias felices, sin traumas ni carencias, que han idealizado como las mejores etapas de sus vidas. Pero se equivocan porque vivir en una burbuja, sin asumir responsabilidades y con la sobreprotección de la familia, tiene consecuencias. Se quiera o no, la vida, progresivamente, se va haciendo compleja y difícil y ese imparable curso provoca en estas personas una angustia creciente porque carecen de recursos con los que afrontar las adversidades. De ahí que opten por idealizar las etapas anteriores, en las que eran libres, despreocupados, felices… Otras veces los peterpanes han sufrido carencias afectivas o situaciones traumáticas que les han impedido adquirir el sentimiento de seguridad y confianza en sí mismos y en el mundo que todo ser humano necesita. Obviamente, quien es inepto para afrontar las inseguridades y los miedos llegará a la vida adulta siendo incapaz de ayudar a que otros aprendan a hacerlo, pues difícilmente se da lo que no se posee. Así pues, nuestros amigos peterpanes tienen ante sí un problema emocional, de capacidad y de autoconfianza que interfiere en su desarrollo personal, laboral y social, y que afecta negativamente a quienes les rodean.

No pretendo entrar a analizar la etiología, características, manifestaciones y disfunciones que muestran quienes sufren el síndrome de Peter Pan, pero si abundaré en algunos detalles que deberían hacernos reflexionar a padres, educadores y a los ciudadanos en general. El pasado verano, cerca de doscientas mil personas compitieron en una oposición para lograr una de las más de veinte mil plazas de profesor de E. Secundaria, Formación Profesional y Escuelas de Idiomas, que integraban la mayor oferta de empleo público realizada desde que comenzó la crisis. Curiosamente, casi el diez por ciento de los puestos quedaron vacantes. Ha habido y persiste un importante debate sobre el grado de exigencia de las pruebas y se sabe que las faltas de ortografía y los errores gramaticales lastraron la calificación de un número importante de opositores. Refieren miembros de los tribunales que algunos de ellos redactaron sus pruebas de la misma manera que escriben sus mensajes con el teléfono, es decir, acortando las palabras, por ejemplo un “tb” en vez de “también” o un “xq” en lugar de “por qué/porque”. Otros utilizaron expresiones adolescentes, propias de un registro coloquial, como “en plan” o “rollo de”, etc.

Sabemos por experiencia que el mundo adolescente y juvenil renueva y actualiza su lenguaje continuamente. Hoy, algunos papás inquietos por entender y compartir la adolescencia de sus hijos, pretendiendo evitar una hipotética brecha que en su opinión puede abrirse entre ambos por mor de la incomprensión, se afanan en asimilar e incorporar a su léxico ordinario palabras que nutren la jerga de los jóvenes. Intentando estrechar la cercanía emocional con sus vástagos llegan a sorprender a sus propios hijos con un metalenguaje quinceañero que incluye expresiones como “hacer un next”, “sexylady”, “random”, “marcarse un triple”, “mordor”, “Okey, oki, okis, okeler”,”trol de fango”, “worth”, “mierder”, “se lía/la lío parda”, “trolear”, “meh”, “hacendado me hallo”, “para snapchat o esto tiene un snap”, “KMK”, “estar de jajás”, “thanks for the info”, “hasta nunki”, etc. Un desvarío que los propios muchachos saludan asombrados, unas veces siguiendo la corriente a sus desorientados progenitores y otras ridiculizándolos directamente porque la mayoría de ellos sí conocen, perfectamente, el rol y el léxico específico de cada cual.

Es cierto que las personas con síndrome de Peter Pan no lo pasan nada bien y se sienten incomprendidas, ignorando su problema hasta que se produce alguna situación crítica que les hace tomar conciencia de que su forma de comportarse y enfrentar el mundo es anómala respecto a la del resto de sus iguales. Pero no lo es menos que estos seres, a nivel relacional, son una fuente de conflictos por su falta de compromiso y la gran exigencia que tienen con los demás. Generalmente, la persona Peter Pan aparenta estar segura de sí misma, incluso hasta parece arrogante, pero esa máscara esconde una baja autoestima. Suele atesorar algunas cualidades personales, como la creatividad y el ingenio, y a menudo es un buen profesional. Además, se esfuerza por despertar la admiración y el reconocimiento de la gente que la rodea. Pero, aunque socialmente puedan ser líderes apreciados por su capacidad de divertirse y amenizar el ambiente, en la intimidad despliegan su parte exigente, intolerante y desconfiada. Suelen ser, por decirlo escuetamente,  líderes fuera y tiranos en casa. A nivel amoroso, lo común es que establezcan relaciones superficiales, sin llegar a comprometerse mucho. Por resumir, muchos de ellos y ellas responden al conocido perfil "Dark Triad" (narcisismo, maquiavelismo y psicopatía).

Así que, contrastada la relativa relevancia numérica de estos singulares personajes, recordaré que alguien dijo en cierta ocasión, refiriéndose a la antigua policía armada, aquello de que “son pocos y van dando palos de ciego”. A lo que un viejo sindicalista respondió, “pero como te pillen, te joden”. Pues eso, menos territorio de Nunca Jamás y más poner a madurar las brevas.