Esta entrada la escribo pensando en dos de las criaturas
más preciosas que existen sobre la Tierra.
Dicen
que ser abuelo es un privilegio que te da la vida, una etapa que todo el mundo
espera, consiga o no llegar a ella. Afortunadamente, a mi me alcanzó. Es más,
la tengo casi recién estrenada: dos años y medio disfrutando de mi nieto
Fernando y poco más de tres meses de mi nieta Arizona. En mi opinión, los
mejores nietos del mundo, no en vano representan el último motivo importante para
sentirme un privilegiado de la vida.
Dicen que a ser abuelos no se llega de cualquier manera sino que se nos da un
cierto tiempo de margen, como si quien hipotéticamente otorga tal condición supiese
que lo necesitamos para reflexionar, madurar y preguntarnos cosas que
difícilmente se plantean quienes no consiguen serlo. Preguntas que lo mismo crean
incertidumbres que generan expectativas antes inimaginables. En fin, aseguran quienes
saben que la llegada de los nietos activa emociones que estimulan una porción
de la amígdala cerebral, y ello lo mismo desencadena satisfacciones que produce
zozobras. Doy fe. Aunque, de momento, gozo más de las primeras que sufro las
segundas.
Cuentan que cuando los nietos vienen al mundo lo hacen en un determinado entorno
cultural, familiar, afectivo y social, en el que operan variables dispares. La
conjunción de estos elementos aseguran que forja un microespacio afectivo que
los abuelos debemos aceptar transigiendo, mudando costumbres y convicciones,
para asegurar así el apoyo que requiere el adecuado desarrollo de los nietos. Obviamente
ese microespacio es muy diferente en función de las diversas circunstancias que
en cada caso concurren: si son cuatro, tres, dos o uno los abuelos; si viven en
la misma población o barrio que los nietos; si tienen salud o adolecen de ella,
si pertenecen a culturas semejantes o dispares; si se trata de personas “preocupadas”,
o son gente “abandonada”, o amante de la dolce
vita; si los nietos son de hijos o de hijas, que aunque parezca lo mismo no
lo es, etc. En todo caso, los expertos aseguran que estas y otras variables delinean
entornos diferenciados, matizándolos con sutilezas que influyen en el apoyo y
el afecto que reciben los nietos. Y, en mi opinión, no les falta razón.
Aseguran
que la llegada de los nietos tiene connotaciones y estimula sentimientos
encontrados. Por un lado, brinda la oportunidad de colaborar con los hijos y de
allegarles nuestra experiencia, si nos la piden, porque generalmente se
aconseja intentar permanecer siempre al margen, aunque solícitos a sus llamadas
y requerimientos. Por otra parte, nos dota de mayor flexibilidad y nos rejuvenece
al exigirnos activar resortes que antes no precisábamos. En muchos casos, las nuevas
atenciones que se nos requieren alteran nuestros acomodaticios horarios,
costumbres y formas de vivir, a la vez que nos activan la corteza cerebral. A menudo
los nietos nos desplazan de los puestos de atención prioritaria y nos sitúan
lejos de la molicie y el egocentrismo. Los afectos, los tiempos y las
dedicaciones que recibimos de los demás se hacen más puntuales, y experimentamos
cierta sensación de abandono, que no encajamos gustosamente. Sin embargo, los
reajustes emocionales que menciono ayudan también a rejuvenecer porque nos
obligan a vivir más energéticamente y a escapar de la pasividad.
Afirman los especialistas que, nos guste o no, los abuelos somos los
transmisores naturales de los valores tradicionales, entendidos en el mejor
sentido del término. Nos atribuyen el rol de consejeros y guías, de
depositarios y porteadores de las históricas costumbres domésticas y familiares,
que son imprescindibles para que los niños crezcan con raíces sólidas, construyendo
su identidad sobre la base de valores trascendentales, imprescindibles para vivir
con fundamento. Esto, aunque a veces los hijos no lo quieran reconocer, ofrece
poca discusión según declaran los profesionales versados en el asunto, con los
que estoy de acuerdo.
Por otro lado, casi todos debemos atender el cuidado de los nietos en mayor o
menor medida. Es obvio que nuestro papel consiste en reforzar las pautas establecidas
por sus padres, pero ello no equivale a aceptar, sin más, que nuestro rol se limita
a maleducarlos. Al contrario, como dicen los especialistas, nuestra misión consiste
en intentar mejorar los patrones de crianza que adoptan los padres, sustentados
en sus conocimientos y su sentido común, porque lo contrario sería disparatado.
Quienes saben aconsejan que para lograrlo debemos aportar (y creo que, en
general, solemos hacerlo) grandes dosis de buen humor, de cariño y de
generosidad; todos ellos ingredientes imprescindibles para asegurar el
equilibrio emocional y el progreso madurativo de los nietos. Estas raciones de
afecto y de humana sensatez que tan pródigamente dispensamos los abuelos son
una especie de filtro, una suerte de bálsamo de fierabrás, que evita los trastornos
del comportamiento y contribuye a que aumente la autoestima en los niños, a que
se sientan más seguros y a que aprendan a superar las frustraciones. Al final
de la partida, si cada cual hacemos bien nuestro trabajo, el equilibrio
familiar mejora. Ahora bien, debe quedar claro que, salvo situación
catastrófica, la de los abuelos es una aportación contingente a la crianza de
los nietos, no una permanente obligación.
Está
más que acreditado que a los nietos les gusta estar con sus abuelos. Ellos y
ellas son pequeños, pero no tontos. Perciben y saben que les quieren y les
permiten hacer ciertas cosas, sin atender a tantas normas como les imponen sus
padres, que a veces son absurdas, neuróticas y perfeccionistas. Con tal
estrategia consiguen de ellos lo que sus padres no logran. Es una evidencia que
los abuelos prohibimos menos que los progenitores y que nuestra situación, disposición
y voluntad nos permiten atender más generosamente sus exigencias de tiempo,
dedicación y cariño. Y eso nada tiene que ver con maleducarlos. Ellos saben que
no dramatizamos tanto, que nos excedemos menos y que casi siempre cumplimos lo
que prometemos: por eso se sienten seguros con nosotros. Dicen los
especialistas que lo que más valoran es que no les escatimemos el tiempo, que
les esperemos siempre y que no tengamos prisa, que estemos permanentemente ahí,
que nos quejemos poco y que tengamos paciencia y destreza para explicarles lo
que no nos gusta que hagan, exponiéndoles las razones que lo justifican.
Es
archisabido que los nietos realizan con los abuelos tareas que sus padres no les
permiten hacer, como bañarse más tiempo del acostumbrado, ayudar a cocinar o prepararse
solos la merienda, explorar itinerarios alternativos en los paseos en lugar de
ir siempre por el mismo camino, entretenerse en los juegos más de lo habitual,
etc. Estas actividades hacen más agradable la convivencia entre ambos. Y ello
no significa que se les mime, simplemente se actúa diferencialmente. Si replicásemos
escrupulosamente la actitud exigente y rigurosa de los padres se perdería la
magia de la convivencia con los abuelos, que visualizarían como simples remedos
del padre o de la madre; en el mejor de los casos, como malas copias de ellos.
Y ya lo hemos dicho: los niños quieren estar con abuelos auténticos, no con
padres duplicados.
Sabemos por experiencia que en las familias a veces se generan situaciones
conflictivas. Dicen los especialistas que para resolverlas el criterio que tradicionalmente
ha primado es la exigencia de que los jóvenes respeten a los padres y abuelos, estando
obligados a dar el primer paso para resolver los conflictos. Sin embargo, la
mayoría de los expertos aseguran que no debe ser así, bien al contrario señalan
que han de ser los abuelos quienes por su edad, sabiduría, prudencia y afecto a
sus nietos deben esforzarse más para evitar que los vínculos afectivos se oxiden
o se rompan. Así pues, amar a los nietos es parte esencial del tiempo de los
abuelos, de su generosidad, de la compasión que deben practicar para que no se
rompan los lazos emocionales que necesitan ellos y sus padres.
Buena
parte de cuanto antecede refleja las doctas opiniones de los especialistas. Yo
soy un lego en el menester. Y tal vez por ello me asombro continuamente observando
los comportamientos y los progresos de mis nietos, que responden bastante
fielmente a lo que se viene diciendo, particularmente los del mayor porque la
corta vida de la pequeña Arizona no permite hacer todavía demasiadas conjeturas. Sin
embargo, me fascinan sus ojos avispados proyectando continuamente miradas que
reclaman afecto y destilan curiosidad. Adivino en su espontánea sonrisa
desdentada y en sus crecientes sonidos guturales y vocalizaciones palabras zalameras, que todavía es incapaz de pronunciar. Me complace la
insaciable curiosidad de mi nieto Fernando y su pasión por interactuar con los
seres y objetos que descubre incesantemente. Siento una profunda ternura cuando
le oigo preguntar con su media lengua por sus abuelos. Me embarga la felicidad
cuando observo a estos dos niños sanos, nacidos de la intencionada voluntad de
sus padres, disfrutando de un hogar convencionalmente normalizado. Soy, en
suma, un ser afortunado que no solo disfruta del privilegio de vivir sino que,
además, comparte algunos de los mejores retazos de su vida con dos criaturas
excepcionales.