miércoles, 26 de febrero de 2020

Maestros, ¿qué maestros?

La semana pasada se anunciaron en el Congreso de los Diputados algunas intenciones para mejorar la formación del profesorado, materia puesta en entredicho por tirios y troyanos, tanto ayer como hoy, en España y en el conjunto de la Unión Europea. La Ministra de Educación y Formación Profesional, Isabel Celaá, explicó que quienes aspiren a dar clase en Educación Infantil, Educación Primaria y Educación Secundaria, además de poseer el correspondiente título universitario, deberán realizar un año de prácticas tuteladas en un aula, antes de ejercer como maestros o profesores. Hasta aquí, nada nuevo. Ni las propuestas de la Ministra, ni sus intenciones para mejorar la formación de unos y otros que, dicho sea de paso, han sido aspiraciones tan comunes como vacuas a lo largo de la historia de la educación. Nadie pone ni ha puesto en duda, al menos en el último medio siglo, la necesidad de que la formación de los profesores mejore continuamente. Sin embargo, casi ninguno ha contribuido significativamente a que ello haya sido o sea una realidad tangible. Tal vez porque son y han sido muchas, y discrepantes, las maneras que se han ideado para conseguirlo o, tal vez porque, simplemente, estamos frente a actitudes impostadas o, lo que es peor, porque quizá las palabras grandilocuentes han ocultado a menudo intenciones inconfesables.

En su comparecencia ante la Comisión de Educación del Congreso, la Ministra vino a decir que la mejora de la formación de los futuros enseñantes se materializará próximamente incorporando a su currículum formativo un año de práctica tutelada, que permitirá a los nuevos docentes incorporarse a la tarea profesional con la garantía que supone una adecuada pragmática. Lo que propone, expresado de otro modo, es un programa de inducción a la profesión, un enfoque que tiene poco que ver con la formación actual de los docentes y que expresa una cultura pedagógica que queda lejos de la que prima en la mayoría de las Facultades de Educación.

Uno de los múltiples problemas que tenemos en España es la ‘sobrecualificación’ de los graduados universitarios que se incorporan al mundo laboral. Son demasiados los que desempeñan trabajos que están muy por debajo de su capacitación, y la prueba de ello es que lo hacen en mayor medida que sus colegas europeos, con tasas que solo comparten países con escasa reputación como Chipre o Grecia. En 2018, el 37,6% de los egresados desempeñaban cometidos con exigencias de cualificación menores de las que acreditaban, colocando a nuestro país a la cabeza de la Unión Europea en este ranking, donde la media se sitúa en el 23,4%. Otro problema no menos importante para la materia que nos ocupa es la inflación de graduados en Educación. El penúltimo informe de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE) alertó de que las universidades públicas y privadas ofrecen anualmente un 50% más de plazas que puestos de trabajo se crean en el sistema educativo, lo que conlleva un excedente continuo que alcanza en este momento a más de 50.000 titulados. A ello debe añadirse que la mayoría de los estudiantes de Educación son mujeres, de las que casi el 75% proceden de familias con bajos ingresos, que aprueban cada curso casi todas las asignaturas (90% de los créditos que cursan, frente al 75% de media en el resto de los Grados). Además priman las vocaciones, porque solo el 10% de los alumnos abandona la carrera, la mitad que el promedio en los demás estudios. En cierto modo, ello explica que el 70% se gradúen en el año que les corresponde, mientras que la media de las demás titulaciones se sitúa en el 50%.

Otro asunto que se suscita con relación a la recluta del profesorado es la necesidad de seleccionar a los aspirantes. Se trataría de instaurar una especie de segunda selectividad, que Cataluña ya viene aplicando desde 2017, basándola en pruebas específicas de competencia matemática y comprensión lectora. Alrededor de un 35% de los que aspiran a ser maestros y profesores suspenden cada año este examen complementario, pese a que el 96% de los bachilleres aprueba la Selectividad.

Por otra parte, en la mencionada comparecencia, la Ministra Celaá planteó, así mismo, una revisión del proceso de acceso la función pública docente, que se traduciría en modificaciones del procedimiento selectivo. La propuesta no es ajena a algunas constataciones que ofrecen los resultados de las últimas pruebas, en las que se evidenciaron errores ortográficos y gramaticales por parte de los opositores que, sin ser asuntos generalizados, lastraron las calificaciones de un número no despreciable de candidatos y ensombrecieron la imagen de formadores y titulados.

Lamento decir que cuanto antecede solo me suscita una pregunta tras otra. Lo que oigo y leo me lleva a concluir que, por el momento, el discurso ministerial alude a que la formación inicial de los profesores es deficitaria e insuficiente, proponiéndose para mejorarla que los futuros maestros y profesores realicen prácticas con profesores que opten por compartir sus culturas y sus prácticas docentes. Escucho que se aboga por la necesidad de exigir, además, más conocimientos matemáticos y lingüísticos a los futuros docentes. Y me pregunto: ¿por qué no se dedica una sola línea a la acreditación previa de las habilidades y aptitudes imprescindibles para el ejercicio de la función docente, como la empatía, la polivalencia, la versatilidad, la apertura de miras, la competencia socioemocional, la salud mental, etc. por parte de quienes aspiran a ser maestros y profesores? Por otro lado, si tan relevante parece la inducción a la profesión mediante las prácticas tuteladas, ¿qué sentido tiene que profesores que la desconocen, más allá de sus referencias personales o de las construcciones teóricas que han gestado a lo largo de su carrera, “entretengan” tres cuartas partes del proceso formativo de maestros y profesores? ¿Por qué no se coge el toro por los cuernos y se afronta el problema desde su origen, abordando el diseño global de los planes de estudios, la idoneidad acreditada por los profesionales que forman a los futuros maestros en las Facultades para asegurar que adquieran efectivamente las competencias que les demandará el ejercicio profesional? ¿Por qué se permite que se matriculen año tras año millares de nuevos aspirantes, en lugar de urdir un plan eficiente para seleccionar a lo más granado de los 50.000 graduados en Educación existentes e incorporarlos progresivamente al sistema educativo, en lugar de seguir engrosando el estocaje de maestros y profesores en paro? ¿Por qué no se aborda una estrategia rigurosa para prestigiar de una vez y en todos los sentidos la profesión docente, haciéndola atractiva y respetable, como sucede en otros contextos educativamente exitosos, como Finlandia o Cuba, por mencionar dos países tan sociopolíticamente asimétricos? ¿Por qué nos empecinamos en seguir mareando la perdiz?

domingo, 23 de febrero de 2020

El coronavirus está aquí

Ver la fotografía de un presidente chino provisto de una mascarilla que cubre su boca y nariz, sometiéndose públicamente a un control de temperatura, no es precisamente una imagen tranquilizadora. Si a ello se añade que hoy mismo, el aludido Xi Jinping, ha asegurado que lo que aqueja a su país es la emergencia sanitaria más grave que ha sufrido China desde la fundación de su actual sistema político, en 1949, la cosa empieza a tomar dimensiones preocupantes.

Conociendo el oscurantismo y la opacidad del régimen chino, oír de boca de su Jefe del Estado, y Secretario General del Partido Comunista, que la epidemia que asola aquel país es una cuestión sombría y compleja, que se encuentra en el momento más álgido para atajar su propagación, no parece precisamente un mensaje tranquilizador. Pero si, además, añade en su arenga que todas las instancias del gobierno y del partido deben hacer esfuerzos incansables para controlarla, al tiempo que insta a que se retome gradualmente la actividad económica, que lleva paralizada un mes, justo cuando se iniciaban las festividades del Año Nuevo Lunar, la cosa adquiere proporciones casi bíblicas.

Sí, aunque no lo parezca, hace un mes que China empezó a imponer durísimas medidas de cuarentena. Primero en una quincena de ciudades de Huwei, la provincia donde se originó la epidemia; después en otras muchas, que acogen a  centenares de millones de personas. Esto es lo que está ocurriendo a casi 9000 km de aquí. Pero hoy nos llegan noticias mucho más cercanas, y preocupantes, sobre acontecimientos que se están produciendo apenas a dos mil kilómetros, y en un país de la Unión Europea, en Italia. Aquí son ya 150 casos los infectados con el coronavirus, tres de ellos fallecidos, distribuidos en cinco regiones del centro y el norte del país, desde Lombardía y el Véneto al Piamonte, Emilia Romaña y el Lazio. En tres de ellas se han suspendido las clases en todos los niveles educativos para mañana. Tampoco se celebrarán los dos últimos días de carnaval en Venecia. El gobierno italiano ha adoptado medidas excepcionales, prohibiendo la entrada y salida de las zonas más conflictivas. Se han suspendido las actividades laborales y las manifestaciones. Este domingo no habrá competición del Calcio (Serie A) ni en el Véneto ni en Lombardía.

Por otro lado, en Corea del Sur se han confirmado más de 600 casos y cinco muertes. El gobierno de Irán acaba de anunciar que cerrará los centros educativos en catorce de sus treinta y una provincias, tras confirmar ocho fallecidos y 43 infectados en aquel país. Mientras, Turquía, Pakistán, Armenia y Afganistán han cerrado sus fronteras con Irán.

Claro que no se trata de ser alarmistas, ni de soliviantar a la población. Claro que es normal que Sanidad pida calma porque, como argumenta, hoy por hoy en España no se investiga ningún caso de coronavirus. Claro que es lógico que el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias asegure que no nos planteamos por el momento un cierre de fronteras. Pero es igualmente diáfano que tenemos contactos diarios con Rusia, con Italia, con Irán, con Corea del Sur y con el mundo entero, a través de diversos medios. Y por tanto debe tomarse en serio el asunto y prevenir y preparar las respuestas a las distintas facetas de un problema que nos afectará antes que después. Los expertos lo dicen con claridad: las decisiones importantes y relevantes deben tomarse siempre al inicio de cualquier problema sanitario. Luego es invariablemente demasiado tarde.

El director del mencionado Centro de Coordinación, Fernando Simón, asegura que España todavía no se plantea tomar medidas extraordinarias, como las restricciones de vuelos o la cancelación de actos masivos porque, según él, España está preparada para "cualquier escenario posible". Asegura que se tienen las medidas preparadas, que no equivale a que se tengan que aplicar (ya veremos). En fin, todo es cuestión de esperar, añado yo. Espero y deseo que no sea tarde y que cuando se decida aplicarlas sirvan para algo. Paradójicamente, curiosa y simultáneamente, una dura calima de polvo y viento africanos ha provocado el cierre del espacio aéreo y el tráfico marítimo de Canarias. Obviamente, no es lo mismo, ¡claro! Será por eso.

En fin, no sé si el COVID 19 es o será más o menos mortífero que el SRAG, el MERS, la gripe española del 18 o el Ébola. Sí sé que, mientras no se demuestre lo contrario, estamos en cueros y a la intemperie. Así que, como se suele decir: ¡qué Dios nos coja confesaos! Por si acaso, yo ya dejo claro que no tengo nada que confesar. ¡Hasta ahí podríamos llegar!

sábado, 22 de febrero de 2020

Crónicas de la amistad: Elx (34)

Se nos fue el 2019 y casi un par de meses del nuevo año. En pocas semanas hemos estrenado gobierno de coalición progresista y, casi simultáneamente debo suponer que sin que exista correlación alguna con ello–, la ira de Dios se ha mostrado implacable a través de la DANA Gloria y de la epidemia del nuevo coronavirus chino. La naturaleza tronó por enésima vez reivindicando su condición de curial con potestades para licuar fronteras artificiosas y privilegios espurios. ¡Basta de necedades y dislates!, se oía clamar a las olas porfiando por recuperar la costa que les pertenece. ¡Basta!, ¡basta!, ¡basta!, retumbaban en los montes los estallidos de regatos, ramblas y barrancos saqueando inmisericordes cuanto invadía sus inveterados cauces. Una mar embravecida sembraba cadáveres en las playas y las atiborraba de desolación y de catástrofes magnificentes. Irrumpieron así ruinas y pandemias, preludio de otras calamidades que acarreará la obstinada estupidez de los humanos, mirando siempre el lado del interés y de la apariencia, neciamente empecinados en no hacer nada juicioso para evitarlas.

Entretanto, el tiempo político se nutría de la creciente densidad, presteza y disarmonía de los acontecimientos. Cada día que pasa suceden más cosas a la vez y engorda la insufrible algarabía que provocan voceros de toda calaña. Recordemos, si no, el estrépito con que irrumpían en la agenda de los asuntos públicos el veto parental de Vox, o el extenso y acelerado periplo propagandístico de Guaidó alentando el proselitismo “trump-venezolano”, mientras una ministra de Maduro se colaba de soslayo en Barajas y Moncloa le endosaba al vicepresidente Ábalos un marrón morrocotudo. Rememoremos la grata y sorprendente normalidad con que se alcanzó el acuerdo para subir el salario mínimo, esta vez con el apoyo de patronal y sindicatos. ¡Cuán justo no será! O cómo Felipe González discrepaba públicamente de Zapatero y viceversa, para variar. ¡Qué guapos estarían algunos, calladitos! Tras años de silencio, las calles y carreteras hervían de nuevo: autónomos, agricultores, funcionarios interinos, leoneses… ¡Todos a la calle!, ahora que gobierna la izquierda, sin treguas ni cortesías. Mientras, las derechas consumen rabiosas las interminables semanas de su particular ‘sinvivir’, yendo y viniendo del cabreo y la crispación a la calumnia y el disparate. “Ladran, ergo…”, para regocijo de al menos más de la mitad de la ciudadanía.

Particularmente, enero, el revolucionario mes Nivoso, se me fue de las manos como el que no quiere la cosa, preparando el ingreso en el hospital para una estancia que afortunadamente fue corta y liviana, pero que entorpeció un tanto la secuencia de nuestros encuentros. Una incidencia que no debe servir de precedente, pues cada vez será más difícil asegurar la plena concurrencia, como se demostró hoy. Abogo, pues, porque no paremos en mientes y quienes tengamos disponibilidad disfrutemos de cuantas ocasiones se tercien. Apliquémonos sin recato a materializar el viejo refrán que reza: pardal que vola, a la cassola.

En el bar La Dama y El Palmeral
Esta vez la cita era en Elx. Habíamos quedado en un entorno excepcional, el bar del Parque Deportivo, en el Paseo de la Estación (Bares, qué lugares, tan gratos para conversar. No hay como el calor del amor en un bar, cantaba Alberto Urrutia y no le falta razón). Y allí estábamos, como clavos, todos menos Elías y Luis, ambos por causas sobrevenidas, cuando rayaba el mediodía, la hora del ángelus (Y el ángel del Señor anunció a María, y concibió por obra del Espíritu Santo...) Recordad pecadores, como lo hacía diariamente RNE durante décadas, hasta que un tal Sotillos, no sin estrépito, decidió extinguirlo en febrero de 1981. Ninguna hora mejor para quedar en la ciudad que ha logrado que perviva durante cinco siglos el Misteri, el esplendoroso y único drama ‘sacrolírico’ que recrea el Tránsito, la Asunción y la Coronación de la Virgen, en el que tan destacadamente ha participado toda su vida nuestro anfitrión, Antonio Antón, sus familiares y también los de otros amigos. Tras un escueto refrigerio (caña, aceitunas y panchitos), durante el que Pascual me ha entregado un magnífico bolígrafo Waterman, amabilísimo y preciado obsequio de todos, que agradezco sinceramente, nos hemos dirigido al antiguo convento de la Merced, en cuyo sótano se mantienen unos magníficos Baños Árabes, construidos hacia 1150 y conservados en su totalidad en un estado excepcional, gracias a que durante siglos fueron el tesoro escondido del patrimonio local, hasta su rehabilitación y apertura al público en 1998. El convento, que dejó de ser tal en 2004, cuando el Ayuntamiento lo permutó a las clarisas por un nuevo edificio, fue el mejor escudo protector que pudo imaginarse para preservar tan valioso legado.

Seguidamente hemos puesto rumbo a la Torre de la Calahorra, una fortaleza de origen islámico que se encuentra a escasos cincuenta metros de los Baños, concebida inicialmente como torre de vigilancia incorporada a la muralla defensiva de la ciudad, cuya construcción corresponde a la época almohade (ss. XII-XIII). Originariamente tenía al menos dos alturas más, que se desplomaron en 1829 por causa del conocido como Terremoto de Torrevieja, uno de los más destructivos que ha sufrido la provincia. A lo largo de los siglos el edificio ha ido cambiando de manos, primero fueron nobiliarias y después plebeyas, pero siempre adineradas. Gutierre de Cárdenas, comendador de León; Rafael Brufal, marqués de Lendínez; o José Revenga, terrateniente de Caudete fueron algunas de ellas. Su estado actual responde a las reformas que en el último siglo inspiraron algunos miembros de la ilustre familia ilicitana de los Ibarra, emparentada con sus postreros propietarios. No faltan en sus estancias decorados de inspiración egipcia, trampantojos preciosistas y alusiones a la masonería. La terraza es un magnífico mirador que pone al alcance de la vista la bóveda y la cubierta de Santa María y el conjunto de las construcciones que conforman el cogollo histórico de la ciudad. 

Tras la recuperada y bienhadada faceta cultural del encuentro, nos hemos dispuesto para enfrentar el doloroso misterio de la pasión, que esta vez ha estado precedido de un vía crucis aligerado, con dos únicas estaciones: el referido bar del Parque Deportivo y el denominado La Dama y el Palmeral, un clásico ilicitano donde hemos dado cumplida cuenta de otra cañita acompañada de una tapa de calamares y sendos zepelines, cuantía suficiente para reponer las ya mermadas fuerzas y tomar impulso para llegar al Restaurante El Pernil, en la calle Juan R. Jiménez, cerca de la antigua Puerta de Orihuela, donde nos hemos adentrado para procesionar devotamente. El Pernil es un establecimiento de referencia en la ciudad y alrededores desde su inauguración hace ya un cuarto de siglo. Un local espléndido, limpio y cuidadoso con los detalles, con un ambiente tranquilo y acogedor y una carta basada en la cocina tradicional ilicitana, a la que se han agregado platos creativos que aportan renovados sabores. Nos han ubicado en una mesa redonda y primorosa, junto a un ventanal desde el que se avista el cauce del Vinalopó, donde nos han servido el menú que ofrece la casa y que había propuesto Antonio, que concitó el acuerdo mayoritario. Un buen menú compuesto por cuatro entrantes: triángulo de ensaladillas, diverso de ibéricos de bellota, clásico revuelto de pernil y ensalada Camp d’Elx; a los que han seguido un arroz moreno con sepia y verduras, y otro al horno. Alternativamente, dos optaron por el secreto con patatas y pimientos de padrón como plato principal. Todo ello rematado con repostería de la casa y regado con un albariño de Martín Códax y un par de botellas de Izadi, un excelente crianza de la Rioja Alta, recomendado por Tomás.

Concluido el ágape nos hemos desplazado hasta la casa de Antonio y Paqui en la carretera de Santa Pola. Allí nos esperaba la anfitriona, con todo lo necesario para despachar con probidad el que suele ser el último acto de los encuentros, que acoge las copas y las canciones. Porque, hay que decirlo, llegó un punto de la jornada en que era “qüestió de xuclar”, como algunos propusieron, aunque no precisamente interpretando la expresión en su estricta literalidad. Allí los anfitriones nos habían preparado tres sorpresas: una estupenda barra libre, una espléndida tarta de almendras y lo más valioso, la compañía de sus nietos Leo y Nuno, dos chavales extraordinarios. Antonio nos ha deleitado de nuevo con sus interpretaciones de Diguem no, Ai, Pere, Pere (al alimón con Paqui), La cançó del comerciant y Si em dius adéu, que ponían el broche perfecto a una espléndida reunión, desarrollada en un día de climatología inusualmente primaveral.

Cierro esta crónica, queridos amigos, exteriorizando una vez más mi alegría por vivir, y por haber vivido y convivido con vosotros tan placenteramente. Y no solo por ello, que es muchísimo, sino también por haber podido contar muchas de las cosas que nos sucedieron, algunas particularmente importantes, como las que acontecen en nuestros encuentros. Vivir para contarla es exactamente el título que eligió mi admirado García Márquez para su autobiografía. Concuerdo con él en que, no solamente, pero sí de alguna manera, contar la vida –diría más precisamente, sus fragmentos– es otra manera de vivirla, porque equivale a compartir una privativa manera de pensar, de sentir o de creer en las cosas del acontecer diario. Me pregunto si acaso la vida es cosa distinta de la percepción de los pequeños momentos y experiencias que se van sucediendo mientras los disfrutamos, y también cuando los sufrimos. Me gusta colectivizar los pormenores y el significado de esos retazos porque tal vez mis sentires y reflexiones interesen a otras personas y contribuyan a distraerlas. Incluso llego a imaginar que hasta pueden ayudarles a repensar y a justipreciar determinados pasajes de los suyos. Me hace feliz pensar que quizás lo consigo de vez en cuando.

La próxima será en Muro, el 25 de marzo, allí estamos nuevamente emplazados. Hasta entonces, salud y felicidad, queridos amigos.

jueves, 20 de febrero de 2020

Increíbles nietos

Algunas de las escenas más conmovedoras que conocemos las han protagonizado abuelos y nietos que han tenido la fortuna de conocerse y vivir juntos durante cierto tiempo. A poco que nos esforcemos, recordaremos secuencias entrañables que incluyen miradas, caricias, cuidados y palabras, impregnados de un amor especial, que solo ellos saben compartir con semejante grado de pureza y sinceridad. Esto no solo sucede y ha sucedido en la realidad, también unos y otros han sido protagonistas destacados de muchos pasajes literarios y de la historia del cine. ¿Acaso puede éste o cualquier otro arte obviar la realidad? Tiernos o cascarrabias, desde el gruñón Abe Simpson al amante de los gatos Vito Corleone, sin desdeñar a los motivadores abuelos de la Pequeña Miss Sunshine o Charlie y la fábrica de chocolate, todos han sido reconocidos como gloriosos vestigios del pasado y una gran fuente de inspiración para sus afortunados nietos. Como lo han sido El abuelo, de Galdós o La nieta del señor Linh, de Philippe Claudel,  o Trilogía Helsinki​, de Minna Lindgren, o El abuelo que saltó por la ventana y se largó, de Jonas Jonasson.

En general se habla poco del amor de los abuelos. Tal vez por una injustificada inercia que arroga la pulsión amorosa a otros estadios de la vida, como si fuese su exclusivo patrimonio. O, como se ha dicho, porque quizá se considera un tema menor, que debe residenciarse en la privacidad familiar en el mejor de los casos. Y, sin embargo, desde mi precaria experiencia, me atrevo a decir que existen pocos gozos mayores que los sentimientos que despiertan los nietos.

Fui padre con poco más de veintiséis abriles, pertrechado con los recursos imprescindibles para afrontar la educación de los hijos que pudieran llegar. He de confesar, además, que entonces no era precisamente el desafío que más me inquietaba. En los años setenta, a la gente de mi generación nos atormentaba transformar una realidad de la que discrepábamos radicalmente y progresar, alcanzar en la escala social un lugar más reconocido que el que les había correspondido a nuestros progenitores. El éxito profesional –sucedáneo a la vez del triunfo personal– era la quimera que casi todos poníamos en el norte de nuestras brújulas vitales. La consecuencia de ello era inexorable: estábamos condenados a trabajar, trabajar y trabajar para lograrlo. Trabajar duramente y sin descanso para encontrar nuestro lugar en el mundo, el espacio donde izar la bandera del éxito, el trofeo y la recompensa que hiciera visible a nuestras familias y a nuestro entorno que habíamos culminado con éxito la empresa en que nos habíamos embarcado.

Éramos extremadamente jóvenes cuando estrenamos la paternidad y nos faltaba muchísima experiencia. Tal vez por eso, y también por lo otro y por lo de más allá, dedicamos menos tiempo del necesario a educar y a pensar en los hijos, aunque nunca descuidamos la atención a sus más perentorias necesidades. Visto con perspectiva, qué distinta es la actual paternidad. Tampoco por elección y bastante más por una autoimpuesta imperiosidad, aunque ¡habría tanto que discutir al respecto! Y, también, qué diferente la experiencia que nos concierne como abuelos, en tanto que gentes que estamos de vuelta, desprovistos de aspiraciones, fobias o animosidades tras consumir, felizmente, los pruritos más ardorosos y digerir, casi por completo, el aprendizaje de la decepción.

Ser abuelo es la culminación de la vida. Una cima que, paradójicamente, llega cuando empieza su declive. No compites por nada y te exaltas por lo justo, ni un ápice más. De manera que tienes toda la disposición del mundo para seguir millones de veces los pasos de tus nietos, regalándoles sin regateos todo el tiempo del mundo, aunque sepas que escasea; puedes entretenerlos en mil repetidas ocasiones con cuentos, historias, mentiras piadosas y fabulaciones extraordinarias; sientes latir sus corazoncitos mientras compartes con ellos una siesta en el sofá o porfías para que cojan el sueño; puedes enredarte en sus mentes, y casi pensar y sentir como lo hacen ellos, confundiendo ficción y realidad. Puedes regalarte la alegría de verlos crecer sin que te angustien la levedad de la vida o el futuro que les espera.

Amo a mis nietos gratis et amore y me gusta expresárselo y que lo sientan a su manera. No espero nada a cambio, ni lo necesito, aunque sería injusto omitir que sus sonrisas y sus carantoñas, sus besos y sus abrazos, sus balbuceos y sus palabras me hacen pensar que quizá me dan más de lo que les doy, aunque no lo parezca. Soy feliz con el simple hecho de sentirlos cerca. Aspiro a ser una de esas personas que se alimentan del cariño como si no hubiera mañana, esas que aunque se pongan una bolsa de basura en la cabeza les dirán “pero qué mayor y qué guapo estás”, aspiro a ser un abuelo al que sus nietos le cuenten historias que le transporten en el espacio, en el tiempo y en la E=mc2. Me pregunto qué haría sin mis increíbles nietos.

sábado, 15 de febrero de 2020

Soberbia

“Lo único cierto es que nada hay cierto, y que no hay cosa
ni más miserable ni más soberbia que el hombre”
[Plinio el Viejo, s. I dC.]


La soberbia es un rasgo que caracteriza a los humanos y del que carecen los animales. Es una conducta constante, un componente de la personalidad que se prolonga en el tiempo y que engloba multitud de actitudes. La cultura occidental, muy especialmente la tradición cristiana, la identifica como uno de los siete pecados capitales que, como argumentó Santo Tomás de Aquino, no son tales por su magnitud sino porque dan origen a otros muchos. Somos soberbios cuando consideramos que cuanto hacemos o decimos es superior a lo que dicen o hacen los demás; y también cuando, cautivos de la vanidad, nos conducimos preferentemente por motivaciones banales. Históricamente los seres humanos nos hemos caracterizado por cierto grado de soberbia, pero tengo la impresión de que nunca tan acusadamente como en estos tiempos.

Es incontrovertible que la autoestima, mientras se mantiene en límites razonables, es elemento indispensable para la supervivencia, de la misma manera que cuando se aleja de la humildad se transforma en egoísmo y soberbia, actitudes con un enorme potencial destructivo. La soberbia humana ha ido in crescendo a lo largo de la historia, hasta el punto de que muchas personas, cuyos nombres es ocioso recordar, han creído que eran poco menos que seres sobrenaturales. Tanto que hasta han aspirado a ser dioses, atribuyéndose sin más el derecho y la potestad de gobernar el mundo. Otros han hecho ostentación de una sabiduría que no poseían, defendiendo certezas inconsistentes y exhibiendo como principios incontrovertibles conocimientos que no eran tales. Unas y otras actitudes son ejercicios de pedantería, cuando no paradojas y disparates propios de quienes calibran erróneamente sus derechos y capacidades, especialmente cuando los contrastan con los que reconocen a los demás. La historia está repleta de talantes soberbios que están en la base de comportamientos que han empujado a los pueblos a protagonizar tragedias monstruosas. Pese a ello, creo que hemos aprendido muy poco de tan nefasto y vasto muestrario.

Hago esta reflexión al hilo de la epidemia de coronavirus que sacude China y amenaza con extenderse al resto del Planeta. Cuando escribo estas líneas, el COVID-19, como se ha dado en llamar a la enfermedad causada por el coronavirus de Wuhan, ha causado ya 1.380 muertos y más de 63.500 casos confirmados en aquel inmenso país. Como casi todos sabemos, los coronavirus son una familia de virus presente en humanos y animales, que se descubrió en la década de los 60 pero cuyo origen todavía se desconoce. Sus diferentes tipos provocan distintas enfermedades, desde un resfriado común hasta un síndrome respiratorio grave.  Gran parte de ellos no son peligrosos y se pueden tratar de forma eficaz. En los últimos años se han descrito tres brotes epidémicos importantes: el síndrome respiratorio agudo y grave (SRAG) que se inició también en China, en 2002; el MERS o síndrome respiratorio de Oriente Medio, detectado en 2012 en Arabia Saudita, más letal que el anterior; y, finalmente, el COVID-19, que se conoció a finales de noviembre pasado en Wuhan, con la incidencia ya mencionada que, por el momento, se corresponde con tasas de mortalidad más bajas que los anteriores.

Además de las cautelas con que hay que tomar las informaciones procedentes de un país donde el hermetismo informativo es inversamente proporcional a su calidad democrática; pese a que la Organización Mundial de la Salud (OMS) se ha puesto las pilas convocando en Ginebra a expertos de todo el mundo para compartir conocimientos sobre el COVID-19, detectar las lagunas existentes y colaborar para acelerar y financiar investigaciones para detener el brote y prepararnos para otros futuros; y aún considerando las medidas que los países del primer mundo han adoptado para prevenir y evitar los contagios, lo cierto es que un fenómeno que hoy por hoy afecta a dos personas en España ha generado la suspensión del Mobile Worl Congress Barcelona 2020, con pérdidas económicas que ascienden a varios centenares de millones de euros. Por otro lado, empiezan a menguar los suministros que proporciona China a nuestras industrias, siendo muy relevantes las incidencias previstas a corto plazo en el área de los textiles, la tecnología, o de algunos principios básicos para elaborar medicamentos. También se están viendo afectadas las exportaciones como consecuencia del cordón sanitario que han impuesto las autoridades chinas. Naturalmente, esta realidad no solo inquieta a España. Son ya 27 los países en los que está presente el virus, que suman casi 70.000 afectados, mayoritariamente ciudadanos asiáticos pero también naturales de los demás continentes. No cabe duda de que la ‘pandemia’ de la globalización también ha alcanzado a las enfermedades contagiosas, que gracias a ella pueden alcanzar unas dimensiones desconocidas.

Por otro lado, más allá de que tenga algún sentido el neologismo “infodemia” (epidemia de información falsa), recientemente acuñado por representantes de la OMS y utilizado por el President Torra para argumentar la que en su opinión ha sido la auténtica motivación de la cancelación del Mobile, y por otros para identificar lo que consideran obstáculos importantes para la efectividad de las medidas adoptadas contra el COVID-19, lo cierto es que el fenómeno ha adquirido una magnitud extraordinaria, que incluso desde las posiciones más optimistas da que pensar porque desnuda y muestra la fragilidad de los ecosistemas planetarios y de la vida de sus habitantes.

De la consideración de cuanto antecede, que tiene su correlato en otras pandemias pasadas y actuales que asolaron y asolan otros continentes y territorios (peste, viruela, sarampión, gripe aviaria, Ébola, VIH…), se deduce la evidencia de que nuestras vidas penden de un hilo que cualquier pequeño incidente puede quebrar en el momento más imprevisible. No como consecuencia de la instantánea grandiosidad de uno o varios estallidos nucleares ordenados por cualquier megalómano, al contrario, me parece mucho más plausible que la catástrofe llegue taimadamente, protagonizada por “megaejércitos” microscópicos armados con mutaciones desconocidas tan letales como las bombas nucleares. ¿En qué parte de este escenario hay espacio para la soberbia? Sin caer en el catastrofismo, ¿no sería mucho más provechoso recuperar la practica de las virtudes genuinamente humanas, poniendo a la cabeza de todas ellas la humildad, bien escoltada por la empatía, la filantropía y la solidaridad, entre otras? Por cierto, atributos que, mira por donde, compartimos con algunos animales, y en cuya práctica debíamos descollar si realmente fuéramos, como se dice, la más empática de las especies.

jueves, 13 de febrero de 2020

Febrero, el embustero

Con temperaturas inusualmente altas llegó febrero, el mes embustero que parece que trastabilla las mientes de algunas personas. Sábado, día 8, un ciudadano conduce un viejo Opel por la calle Jorge Juan en dirección a la plaza del Ayuntamiento. Cuando está frente a la fachada de las Casas Consistoriales, repentinamente, piensa lo que piensa, tuerce a la derecha, sube con su vehículo a la acera que se extiende ante la puerta principal y lo introduce en el zaguán, cual si de un coche oficial se tratase. Saca las llaves del contacto y se dirige a un subalterno diciéndole “aquí tiene usted las llaves, ahora que lo retire el Alcalde”. El funcionario, absolutamente perplejo, apenas es capaz de reaccionar y cuando consigue hacerlo aquél ha desaparecido. Sin dar crédito a lo que le está sucediendo, contempla con cara de estúpido las llaves que tiene en su mano y, finalmente, opta por dar la voz de alarma. Un número de la Policía Municipal que se encontraba en una dependencia próxima acude con prontitud, escucha las explicaciones del empleado e inicia las actuaciones que el reglamento establece para estos casos: llamar a la grúa para que retire el vehículo, buscar a su propietario revisando los datos existentes en los archivos municipales y en los de la Dirección General de Tráfico, etc. Finalmente, se consigue localizarlo. Es una persona fallecida y, por tanto, deben continuar las pesquisas para determinar la identidad del conductor. Unas y otras tareas ocupan a una caterva de funcionarios varias horas hasta que, finalmente, se le identifica. Ya se conoce, por tanto, a qué persona le corresponde abonar, cuanto menos, el importe del servicio de grúa que trasladó el vehículo a los depósitos municipales, y seguro que algo más.

Coche estacionado en el zagúan del Ayuntamiento
Tal comportamiento, por sí mismo, da bastante que pensar acerca de la persona que lo ha protagonizado. Los indicios sugieren que no parece que esté muy en sus cabales, al menos es lo que se deduce de la consideración inicial de tan insólita conducta. Aunque, desde otra perspectiva, podría resultar plenamente cuerda y hasta pertinente. Se desconoce la motivación que impulsó al ciudadano a estacionar su coche en el zaguán municipal y, por el momento, solo podemos hacer cábalas al respecto. En ese sentido, se me ocurre que si quería evidenciar su disgusto con el funcionamiento de los servicios municipales, singularmente con el trabajo de la grúa o con la insuficiencia de estacionamientos gratuitos, igual pensó que dejar su coche en las Casas Consistoriales, que a la postre no son sino propiedades municipales que deben estar al servicio de los ciudadanos que las construyen y mantienen, era una manera razonable, que no perjudica a nadie, de amortizar sus contribuciones utilizando recursos públicos cuya titularidad comparte.

No me parecen nada descabelladas las conductas pacíficas, directas y llamativas para expresar los disgustos, y también el beneplácito, con la actividad que despliegan los servicios públicos y los responsables políticos que los gestionan.  Creo que no está mal mostrar clara y descarnadamente, también pacífica y educadamente, las quejas en las proximidades de sus lugares de trabajo, trasladándoles notas, fotografías, o cualquier otro elemento que matice o aclare las reivindicaciones que se promueven. Tal vez fuera un método adecuado para intentar resolver muchas de las disfunciones que aquejan a los servicios municipales.

Yo mismo, sin ir más lejos, pondría en el zaguán del Ayuntamiento un inodoro que permanece desde hace tres semanas junto al contenedor de basura que hay a la puerta de mi casa, sin que ningún servicio lo haya retirado. Ni lo ha hecho la sección de recogida de enseres, ni los camiones que vacían los contenedores, y mucho menos los barrenderos que repasan las calles. Nadie ha formalizado un solo parte para que se proceda a retirar el WC por quien corresponda y, en su caso, para que se emprendan las actuaciones procedentes con los vecinos incívicos. Siguiendo con el escatológico asunto de la basura, también depositaría a las puertas del Palacio Consistorial el propio contenedor de basura al que aludía, un artilugio diseñado para que el conductor de los camiones lo vacíe y devuelva a su lugar sin bajarse de la cabina, pero que está muy perjudicado desde hace años, hasta el punto de que los vecinos empeñamos diaria e infructuosamente nuestros esfuerzos y habilidades intentando levantar su tapa e introducir las bolsas de basura. Tan es así que muchas personas mayores, incapaces de accionar la palanca de pie o alzar la tapadera con sus propias manos, terminan dejando las basuras junto al recipiente, con lo que ello conlleva para su recogida y para la higiene general.

Muchas son las cosas que podrían depositarse a las puertas o en el zaguán del Ayuntamiento. Por ejemplo, un amplio reportaje audiovisual sobre el lamentabilísimo estado que presentan farolas, señales de tráfico, semáforos, esquinas de edificios, bancos, pérgolas, en suma, el conjunto del patrimonio urbano, cuya base está completamente anegada de orines y deposiciones, oxidaciones, detritus y mejunjes producto de las micciones y defecaciones de los canes de los convecinos, cuyos efectos no logra diluir o matizar la árida climatología alicantina, ni mucho menos los exiguos cuidados que procura la limpieza municipal. Hasta podrían organizarse concentraciones periódicas de canes en la plaza del Ayuntamiento para que perfumasen el ambiente de trabajo de munícipes y funcionarios. También propondría trasladar a las dependencias que ocupan determinadas concejalías algunos de los cerdos vietnamitas que transitan libremente por el Vial de los Cipreses, acompañando con sus gruñidos el postrero viaje de los finados alicantinos, que se despiden del mundo aureolados con el esplendor juguetón y cariñoso que procuran esas inteligentes mascotas. Y tampoco estaría mal organizar performances regulares, gratuitas y populares, en horario de máxima actividad administrativa e institucional (plenos, recepciones, campañas…), que repliquen el ambientazo que invade los fines de semana algunas de las arterias principales de la ciudad, como la calle Castaños y otras aledañas, a mayor gloria de los cuatro desaprensivos que regentan los negocios y de los insolidarios conciudadanos que los frecuentan.

Todos ellos son testimonios directos y sensibles, que estoy seguro que contribuirían muchísimo a que los munícipes conociesen las auténticas realidades de la ciudad y tomasen conciencia inmediata de sus necesidades, sin desplazarse a los lugares donde se residencian habitualmente o de recurrir a los servicios de información para documentarse. Nada mejor que el testimonio y las voces directas de los propios ciudadanos trasladando las problemáticas a sus representantes legítimos. Tal vez no es otra cosa lo que pretendía el anónimo vecino que decidió estacionar su vehículo en el zaguán municipal.