miércoles, 22 de enero de 2020

Sobre el oficio de maestro

Como he dicho en otras ocasiones, ese ha sido mi cometido durante muchos años. Una ocupación cuyos entresijos, más allá de las evidencias que me proporcionó la condición de alumno, desconocía inicialmente, y cuyos rudimentos aprendí por pura casualidad. Pese a todo, casi siempre la he desempeñado con razonable satisfacción.

Quiero hacer de nuevo alguna reflexión sobre este vetusto oficio, que algunos logran que alcance la condición de arte. Ello sucede cuando se revela como aptitud que atesoran determinadas personas. Me refiero, claro está, a la condición de maestro que incluyen dos definiciones que me satisfacen especialmente; la primera pertenece al eximio profesor Emilio Lledó, que dijo aquello de que “ser maestro es una forma de ganarse la vida, pero sobre todo es una forma de ganar la vida de los otros”. La segunda es autoría de Mari Carmen Díez, exalumna y colega, que reza algo así como: “el oficio de maestro es aprender”. Esencialmente, estoy de acuerdo con ambos.

De la misma manera que han corrido ríos de tinta y se han completado centenares de folios para atestar las bondades y piedades de maestros y profesores, también han proliferado las críticas y censuras que denuncian y reprueban sus ineficiencias y consunciones. Unas y otras creo que arraigan en la esencia de una profesión que la sociedad ha patrimonializado en cierto modo, no en vano se ejerce a base de seleccionar y transmitir a las nuevas generaciones lo más sustancial de su acervo. Naturalmente, misión tan trascendente no escapa al escrutinio general, que de vez en cuando aflora con cierta aspereza para general disgusto de los docentes.

Como se sabe, existe una distinción entre maestros y profesores que, implícitamente, supedita la relevancia profesional de los primeros a la mayor cualificación de los segundos. Particularmente, he logrado subsumir ambas categorías en mi persona y, desde esa perspectiva, me parece que sobran tales gentilezas, que probablemente se sustentan más en fatuas imposturas que en motivaciones fundamentadas. Por ello, considero que más valdría empeñar los esfuerzos en mejorar la formación de ambos y, de paso, asegurar su reconocimiento social, premisas ambas que me parecen imprescindibles para que logren desplegar eficientemente su labor educativa.

No voy a abundar sobre las características que definen a los grandes maestros y profesores, aunque me resisto a pasar por alto ciertos aspectos de su idiosincrasia. Por ejemplo, que los buenos maestros y profesores conocen extremadamente bien su materia y son personas que están al día en sus avances y novedades. Pero no solo eso; además, leen otras muchas cosas que no se corresponden con su ámbito de especialización porque saben que, de ese modo, logran algo fundamental: simplificar y clarificar conceptos complejos y pensar sobre la propia manera de razonar en la disciplina que enseñan. Naturalmente, sostengo lo anterior porque parto del supuesto de que los buenos profesionales no aspiran exclusivamente a que sus alumnos obtengan buenos resultados académicos; al contrario, su mayor anhelo es influir de manera importante y duradera en la manera en que ellos pensarán, actuarán y sentirán cuando no estén en su presencia. Sí, aunque parezca grandilocuente es así, los grandes maestros y profesores son capaces de crear lo que se denominan entornos para el aprendizaje crítico natural. Ello no es otra cosa que poner a los alumnos en situación de enfrentarse a los problemas reales, aquellos que son importantes, atractivos e intrigantes, y que les motivan, les responsabilizan y les trasladan la sensación de que tienen un cierto control sobre su propia formación. O, dicho de otro modo, hacen desaparecer de sus propuestas educativas los objetivos arbitrarios y superfluos, y favorecen los que llenan de significado las formas de razonar y actuar.

Otro rasgo característico de los buenos profesores es la gran confianza que tienen en sus discípulos. No dudan de que quieren aprender y, como no debe ser de otro modo, les facilitan esa tarea, compartiendo con ellos los obstáculos que han encontrado para dominar su asignatura y también algunos de sus principales secretos. No temen compartir conjeturas, preocupaciones, dificultades y diatribas, ni tampoco confesar que no saben ciertas cosas,  sino todo lo contrario. Por otro lado, eluden cualquier arbitrariedad cuando los evalúan, estando dispuestos a revisar sus propios criterios y procedimientos de evaluación para asegurar que se ajustan a sus méritos y capacidades, y no responden a factores que nada tienen que ver con ellos.

Paradójicamente, este resumido compendio competencial de los buenos maestros y profesores es contradictorio con una de las atribuciones que se les reconocen abiertamente, de la que muchos presumen e incluso hacen ostentación, y que, en mi opinión, es tan real como fatua: su vocación exhibicionista. Exhibir no es mostrar, sino mostrarse. Exhibirse no es exponer u ofrecer el conocimiento sino mostrarse conociendo. De tal manera que quien se exhibe propicia la evitación, es decir, imposibilita que el que aprende pueda conectarse con el conocimiento, que pueda conocer por sí mismo, porque contempla a quien le enseña como si fuese el propio conocimiento. Y no, no es eso lo que deben ansiar los buenos maestros y profesores. Al menos es lo que pienso.

domingo, 19 de enero de 2020

Pimpampum, la escuela pública en el foco

Con el inicio del año se estrena en el país una nueva aventura política que tiene su origen inmediato en cuatro procesos electorales desplegados en menos de dos años y que, finalmente, han cristalizado en un gobierno de coalición progresista. Como la mayoría sabemos, es la primera vez que se constituye en el Estado un gobierno de coalición desde la reinstauración de la democracia que, además, debuta a la par que el año con sus primeras medidas sociales: la subida de las pensiones en línea con el incremento del IPC y los primeros debates sobre el alza salarial de los funcionarios.

Por lo que vamos comprobando en estas últimas semanas parece que se avecina una legislatura movidita, que puede llegar a ser convulsa, porque son muchos los indicios que apuntan a que en los próximos meses eclosionarán numerosas problemáticas, reales o ficticias, que es casi lo mismo en esta era de las fake news. Hay general coincidencia en destacar que, aunque es una situación que se viene arrastrando desde hace meses, existen dos grandes frentes abiertos, descarnadamente, que condicionan el día a día de la actividad política. Se trata de la vertebración territorial del Estado, que ejemplifica como ningún otro el problema catalán, y la pugna por la patrimonialización de las altas esferas del Poder Judicial. Ambos monopolizan, institucional, política y mediáticamente, la atención y las preocupaciones de políticos,  ciudadanos y periodistas, de gobiernos e instituciones, de grupos sociales y lobbies.

En otro orden de cosas, la relevancia numérica de los diputados de Vox en el Congreso de los Diputados, en algunas Cámaras Autonómicas y en muchos gobiernos municipales –por cierto, un fenómeno al que no es ajena la errática política que han desplegado el PP y Ciudadanos en los últimos meses (por la que habría que pedirles algo más que responsabilidades políticas)– me parece que está produciendo ya ciertos efectos, y que acarreará en los próximos meses otras consecuencias, que no son menos importantes que los asuntos destacados, y para las que no estaría de más que estuviésemos preparados. Porque se puede decir más suavemente, o de otra manera, pero la máxima que guía las actuaciones de esa gente es tan sencilla como concluyente: “cuanto peor, mejor”, es decir, cuanto más se embarre la vida política y social, cuanto más revuelto baje el río de la convivencia, mayor será su ganancia.

Es innegable que la cuestión territorial y la judicialización de la política oscurecen otros asuntos que, en mi opinión, cobrarán mayor protagonismo en los próximos meses. Me refiero a la lucha ideológica o a las batallas culturales, como se les prefiere denominar ahora. Una de ellas es la incentivación de la conflictividad en el espacio que corresponde a la escuela pública. Pondré un ejemplo, que no es sino otro más de los que se suscitarán conforme pasen las semanas. Vox introdujo el pasado verano lo que ellos mismos denominan “pin parental” en las negociaciones que mantuvo con el PP y Ciudadanos, a cambio de apoyar las investiduras de los candidatos populares en las autonomías de Murcia, Andalucía y Madrid. En Murcia ya lo consiguieron en cierta medida, mientras que en las otras dos autonomías lo reclaman exigentemente con motivo de la aprobación de los nuevos presupuestos.

Como digo, la Región de Murcia se convirtió el pasado septiembre en la primera autonomía en poner en marcha el veto educativo, eufemísticamente denominado pin parental. La Consejería de Educación del Gobierno murciano incluyó en las instrucciones que remitió a los centros educativos para organizar el curso escolar la exigencia de que las familias diesen su consentimiento expreso para que sus hijos participasen en las actividades complementarias. Para quienes desconocen el asunto diré que estas actividades refuerzan y completan las clases y actividades que desarrollan los maestros y profesores en las aulas, están integradas en la programación que cada año elaboran los centros y deben ser coherentes su Proyecto Educativo que, en todo caso, aprueba su Consejo Escolar, institución en la que están representados todos los integrantes de la comunidad educativa (padres y madres, alumnos y alumnas, profesores y profesoras, personal de administración y servicios y administración local). Las mencionadas actividades, entre las que se incluyen las visitas a museos, espacios culturales, tecnológicos o productivos, conferencias, charlas, acciones humanitarias o de cooperación, etc., se incluyen en la Programación General Anual (PGA) que cada año confeccionan escuelas e institutos, siendo prescriptivo que su Consejo Escolar las apruebe previamente a su realización. Para que el alumnado pueda participar en ellas, cuando tienen lugar fuera del centro, es necesaria la autorización firmada por los padres o tutores. Por resumir, son actividades que complementan y enriquecen los programas escolares y, precisamente por ello, son de obligada asistencia y evaluables.

Pues bien, esta misma semana la situación volvió a estar en el candelero, después de que Vox condicionara su apoyo a los presupuestos de la Región de Murcia  a cambio de reforzar el rango normativo del infausto pin parental. El Presidente murciano anunciaba que modificarían los decretos autonómicos que regulan los currículos de la Educación Primaria y Secundaria para encajar en ellos esas autorizaciones de las familias. Con ello se trataba, nada más y nada menos, de que las madres y padres determinasen qué actividades complementarias son las idóneas para sus hijos y cuales no.

En este caso, el falaz pretexto de los ultramontanos son ciertos aspectos de la educación sexual que se imparte en las escuelas, que ellos consideran que debe tener determinadas connotaciones y que, en términos generales, no cabe en ellas. Pues bien, con la medida que se propone los padres podrían negarse a que sus hijos reciban charlas o acudan a talleres sobre educación sexual o diversidad LGTBI. Este es el pretexto actual pero, tras él, vendrán otros diferentes. Mañana, a otros padres les puede parecer que la educación para la paz o para el fomento de la convivencia tampoco deben trabajarse en las escuelas porque lo que corresponde es que niños y jóvenes aprendan allí mucho español, inglés y matemáticas, y no esas zarandajas. Los currículos escolares podrían convertirse así en un campo de batalla ideológico, donde casi no habría manera de que los centros concretasen una determinada oferta educativa. Me refiero a los de carácter público porque, obviamente, el “ideario” o carácter propio que tienen los centros de iniciativa privada les inmuniza frente a estas problemáticas. En última instancia, la pretensión de quienes promueven estas algarabías no es otra que problematizar la escuela pública en el peor sentido del término, que es lo mismo que decir introducir el conflicto en su espacio privativo para desprestigiarla y hacerla poco atractiva para conjunto de la población, beneficiando indirectamente a los centros de iniciativa privada, que ni escolarizan alumnos con discapacidad, ni minorías étnicas y religiosas, ni discuten su ideario con sus usuarios.

Como viene siendo tradición, cuando gobierna la derecha en España reaparece el bullying contra la escuela pública. Tras sobrevivir durante la última década a los recortes indiscriminados, a la pérdida de más de cien mil profesionales, a la precarización de los nuevos docentes, al no reemplazo de muchos jubilados, a una estrategia sostenida de deterioro, descapitalización y desmantelamiento del sistema público y a ministros incompetentes, la escuela pública soporta una nueva oleada de acoso por parte de la vieja y la nueva derecha, que se indignan en cuando vislumbran la mínima amenaza sobre sus intereses y mangoneos y que redoblan su cabreo cada vez que constatan, y lo hacen cada año que, pese a su denuedo, los niños y jóvenes de la escuela pública acreditan mejor formación y mejores posicionamientos en los rankings escolares que los que escolarizan sus “prestigiosos” colegios privados.

El selecto grupo de señorías, hipotéticamente letradas y/o bienestantes, que se mofaron jocosa y maleducadamente del maestro y diputado Balldoví en el último debate de investidura, conocen perfectamente el contenido del artículo 27 de la Constitución, que garantiza a todos los españoles el derecho a la educación y obliga a los poderes públicos a hacerlo mediante una programación general de la enseñanza, con participación efectiva de todos los sectores afectados. Saben igualmente que las leyes orgánicas que desarrollan ese derecho imposibilitan que otras normas de rango inferior, como las resoluciones de inicio de curso o cualesquiera otras, interfieran o impidan el ejercicio de un derecho fundamental, amparado por normas de la más alta jerarquía. Por tanto, conocen perfectamente que esas zafias triquiñuelas contravienen disposiciones de rango superior y que, por tanto, son nulas de pleno derecho.

Pero, claro, lo que sucede es que ni siquiera se trata de abordar una determinada materia para discrepar o discutir un enfoque que se considera erróneo. De lo que se trata es de convertir el terreno de juego en un lodazal, contribuir a que se convierta en lo más parecido posible a una batalla campal. Esa estrategia presenta muchos problemas. Quizá el principal de ellos es que se les puede ir la mano con la manguera y en lugar de lograrse un barrizal se puede conformar una piscina, donde no cabrá otra alternativa que nadar, los que sepan, y guardar la ropa, los que puedan. Señoras y señores del PP: espabilen porque a lo mejor cuando quieran hacerlo ya no tienen oportunidad para ello. La historia está preñada de ejemplos que ilustran sobre los escenarios hacia los que conducen los populismos.

Y desde luego, a los ciudadanos de buena fe les aseguro que los nuevos predicadores no abogan, como dicen, por su libertad y sus derechos, sino por problematizar una esfera que no les incumbe porque llevan sus hijos a la escuela privada. De manera que, además de hacer oídos sordos a esos cantos de sirena, me parece que la mayoría social de este país, usuaria principal de la escuela pública, está llamada de nuevo a defenderla, a protegerla, a apoyarla y a promocionarla. Diga lo que diga la reacción, está más que acreditado que la red pública de centros es la única garante de una escolarización equilibrada, es la que asegura una oferta educativa democrática, plural, tolerante y solidaria y, sobre todo, es la que garantiza el único servicio que atiende a todos los ciudadanos, y especialmente a los más desfavorecidos. La historia lo avala, consulten bibliografía y hemeroteca y refrescarán la memoria.

miércoles, 15 de enero de 2020

Elogio del taco

Quienes me conocen saben de mi natural propensión a soltar tacos, palabra polisémica donde las haya, pues nada más y nada menos que tiene veintisiete acepciones en el DRAE. Mi mujer, cada vez que alude a esta particularidad, suele apostillar que cuando me conoció de cinco palabras que pronunciaba tres de ellas eran tacos. Exagera, sin duda, pero no le falta razón en lo tocante a mi prodigalidad con semejantes expresiones. Puedo asegurar sin ambages que siempre las he usado a discreción, pese a que desconocía la acreditada amplitud de sus bondades. Ha sido una práctica que me ha acompañado desde la más tierna infancia, seguramente porque en el lenguaje coloquial de las gentes de mi pueblo la presencia de los tacos es extraordinariamente habitual y a veces no menos creativa, y en consecuencia también lo era en mi casa, siendo mi padre persona espontáneamente proclive al taco. Y ya se sabe, de tal palo...

Verdaderamente es este un asunto que no me preocupó demasiado hasta el nacimiento de mi hijo; o mejor dicho, hasta que empezó a expresarse oralmente.  Tengo una anécdota al respecto que hemos contado infinidad de veces. Cuando se iniciaba la década de los ochenta, por imperativo de la DGT, los bebés viajaban en silletas que anclábamos en el asiento trasero de los coches. Entonces los niños viajaban mirando hacia delante, plenamente conscientes del sentido de la marcha, no como ahora, que van al revés, al menos hasta que alcanzan cierta edad, dicen que por seguridad, aunque dudo si viajando en un vehículo automóvil puede considerarse tal realidad. Decía que entonces los niños contemplaban la conducción en un balcón privilegiado desde el que, además de ver cuanto se ofrecía a través de la luna delantera, controlaban a sus familiares interpuestos entre el horizonte viario y su propia entidad: un lujo, ¡vamos! Aquella sí era una infancia feliz y placentera, vivida con perspectiva y acompañamiento, recursos ideales para observar y estar al tanto de lo que pasaba en el exterior del vehículo y de cuanto decían y hacían en su interior los viajeros adultos.

Aquellas silletas las complementábamos con distintos artilugios para favorecer el entretenimiento de los niños durante las travesías. De la misma manera que ahora los padres colocan pantallas y tablets en los respaldos de los asientos delanteros o les prestan sus teléfonos móviles para que vean series de dibujos animados y otras zarandajas, entonces les instalábamos pequeños artilugios con la misma finalidad: distraerlos. Uno de ellos era una especie de volante en miniatura, que a sus ojos remedaba el del propio automóvil. En cierta ocasión instalé uno de ellos en la sillita de mi hijo. Fue verlo y tomarlo entre sus manos profiriendo inmediatamente enfáticas exclamaciones, en las que se adivinaba perfectamente su contenido: ¡hostia!, ¡hostia!, ¡hostia!.... Aquella señal me alarmó, poniéndome en la pista de que debía cuidar más el lenguaje porque la criatura, que apenas había sobrepasado la edad del balbuceo, empezaba a incorporar los tacos a sus habilidades lingüísticas, acreditando explícitamente la adquisición de una herencia que creía firmemente que se extinguiría conmigo. Desde entonces empecé a reprimir mi natural propensión a emplear los tacos. De manera que he pasado cuarenta años reprimiendo mi casi connatural debilidad en aras de un patrón comunicativo más políticamente correcto y, desde luego, más acorde con mi principal desempeño profesional.

Pero, mira por donde, a estas alturas de la vida descubro que la utilización de los tacos reduce el estrés y aparenta ser una evidencia de salud emocional, de inteligencia práctica y de no sé cuántas cosas más. He leído recientemente un artículo periodístico de Rocío Carmona, aparecido en La Vanguardia con el rótulo Estos son los sorprendentes beneficios de decir palabrotas, incluso en el trabajo, en el que asegura que un estudio liderado por el profesor de psicología Richard Stephens, de la Keele University, en el que se invitó a los participantes a introducir una mano en agua helada mientras proferían una lista de palabrotas a su elección o una lista de palabras neutrales. Los investigadores observaron que las personas que soltaban tacos mientras se les congelaba la mano aguantaban mejor el dolor del frío extremo que las que se limitaban a decir palabras sin ninguna carga negativa. De esta manera, los tacos actuaban como una especie de analgésico natural. En otro estudio, publicado por la revista Social Psychological and Personality Science, se llega a la conclusión de que decir palabrotas en ciertos contextos nos hace parecer más honestos, convincentes y genuinos. Soltar un taco en un contexto positivo nos presenta como personas auténticas, asertivas, que dicen lo que piensan sin autocensurarse.

Algunos expertos, como Emma Byrne, afirman que los tacos son una parte fundamental del lenguaje, que ha jugado un papel vital en nuestro desarrollo como especie porque actúan como válvulas de escape en ciertas situaciones. Asegura que probablemente nuestros ancestros inventaron los insultos como forma de expresar ira y enfado, sin que la cosa pasara a mayores y se convirtiera en agresión física. Además, otras investigaciones suyas sugieren que las palabras gruesas mejoran la productividad y ayudan a crear cohesión social.

Por otro lado, un estudio que se llevó a cabo en la Universidad East Anglia, en Norwich, refiere que decir tacos en la oficina reduce el estrés y fomenta la moral y la camaradería en la empresa. Y otro realizado en el Marist College y en la Massachusetts College of Liberal Art concluyó que los participantes en la investigación que fueron capaces de decir más tacos en un minuto también demostraron tener mayores habilidades lingüísticas en general. De modo que, contrariamente a lo que se suele pensar, decir palabrotas no es un signo de pobreza léxica, sino una muestra de inteligencia lingüística y de comunicación efectiva.

Así que en estas nos encontramos. Parece que, mal que nos pese, los tacos constituyen un recurso lingüístico muy poderoso. Tan es así que podrá cambiar el contexto en el que podemos proferirlos, o el tipo de exabrupto que emplearemos en cada caso, pero siempre existirá un conjunto de palabras o expresiones que sirvan para intentar dañar a los demás, para provocar su reacción, o simplemente para expresar nuestras emociones más sentidas. En definitiva, me parece que un mundo sin palabrotas sería mucho más aburrido y desde luego menos sincero, más teatral y también más hipócrita. 

miércoles, 8 de enero de 2020

Contra la impostura

Algo que aborrezco profundamente es la impostura. Detesto a quienes fingen o engañan aparentando que dicen verdad o acreditan solvencia. Desprecio a las personas que, a sabiendas, encubren sus incompetencias con ocurrencias y ficticias ingeniosidades. ¡Qué hastío de bufonadas!

Siempre ha habido gente proclive a protagonizar fantasmadas, a disfrazarse de cooltureta, como se dice ahora, o simplemente a ser los enterados de turno, como se prefiera. En esta era de las redes sociales, a una parcela importantísima de esa realidad se le llama postureo. Por tanto, nada nuevo bajo el sol. El neologismo, que ya ha encontrado acogimiento en el DRAE, alude a comportamientos y poses que obedecen más a apetecidas apariencias que a verdaderas motivaciones. El postureo no es otra cosa que una actitud artificiosa e impostada que se adopta por conveniencia o presunción. En todo caso, representa una renovada versión del exhibicionismo que, como siempre, requiere la presencia de público. De ahí que se ejercite en contextos presumiblemente relevantes, pues se trata de congregar la mayor audiencia posible, o por lo menos a un buen puñado de gentes convencionalmente significativas en un determinado ámbito, sea académico, profesional, cultural o social. Sin ese público requerido, sea real o virtual, carece de sentido. Pero posturear (verbo que todavía no está en el DRAE) no es sólo dejarse ver, opinar ocurrentemente o hacerse el leído; va mucho, muchísimo más allá, como referí en otra entrada de este blog. De manera que, en mi opinión, conviene no olvidar aquel viejo adagio que reza “nada es lo que parece, ni nadie es quien dice ser”, (https://ababolesytrigo.blogspot.com/2015/06/postureo.html).

Para quienes practican el postureo lo esencial es recibir algún tipo de respuesta. Y justamente este es su principal inconveniente, esa casi patológica necesidad de obtener el reconocimiento de los demás que tienen quienes ‘posturean’ que, a la postre, acaba siendo la principal finalidad de sus actos comunicativos. Dicho más llanamente, tratan de vivir a todas horas de cara a la galería, siempre dependientes de la aprobación de los otros. Esta realidad, que existe inmemorialmente, tiene hoy unas dimensiones gigantescas. El postureo, históricamente, ha sido una especie de ostentación que ocupaba y preocupaba a personajes con alguna relevancia, pero hoy nos incumbe a casi todos. De hecho, cuantos frecuentamos las redes sociales debemos admitir que sucumbimos frecuentemente a su magnetismo. Es más, estoy convencido de que ello explica, probablemente como ninguna otra razón, el éxito y el poder que han alcanzado redes sociales como Facebook, Whatsupp, Twitter o Instagram.

Sin embargo, mi atención se aparta hoy de estos aconteceres mediáticos. Me interesa reflexionar sobre algo más concreto, como lo es la actividad de ciertas camarillas de enterados –personas que presumen de saber mucho de algo–, conformadas por personajillos medrosos, aprendices de intelectuales, que han proliferado en todas las épocas y que, en cierto modo, son los precursores del actual postureo. Me refiero a los papanatas y vocingleros que con apariencia desenfadada y ficticia displicencia, que no ansía sino encubrir una inconfesable devoción por la subyugante liturgia académica, comparecen de tanto en tanto en los espacios públicos, llámense librerías, casas de cultura, auditorios…, para presentar sus pseudocreaciones o elucubraciones, dejarse ver acompañando al amigo de turno, que hace lo propio con las suyas, e incluso arropar interesadamente a terceros, eso sí, precisando en confianza y sotto voce, que no han podido evitarlo. Salvo honrosas excepciones, la mayoría de ellos ha alcanzado a difundir sus creaciones con recursos provenientes del erario público que, amparado en el anonimato que le otorgamos sus generosos proveedores y gestionado por ineficientes servidores, financia con generosidad toda suerte de mediocridades, vulgaridades y hasta desatinos.

A los ciudadanos del común nos resulta bochornoso que ciertas camarillas de presuntuosos laboreen privativamente los predios que deberían ser de acceso universal y, lo que es peor, que se aprovechen de los recursos que a todos nos pertenecen. Estas gentes, que encarnan tan acertadamente los viejos y clásicos personajillos de batín y postín, deberían mantenerse alejadas de la esfera y de los dineros públicos. Sería una manera eficaz de contribuir a evitar que la impostura siga siendo condición sine qua non para obtener el reconocimiento del “poder” académico e intelectual. Creo que es momento de abrir definitivamente la puerta trasera de las Academias y de los foros culturales porque ello permitirá contrastar sus vergüenzas y ayudará a combatirlas. Es hora de desenmascarar a los intelectuales de pacotilla que se limitan a aportar ideas más que sabidas utilizando, en el mejor de los casos, metáforas nuevas.

Porque, querámoslo o no, la riqueza y el poder generan sobre todo falsas ilusiones. Nos lo recuerda Séneca, en sus Cartas a Lucilio, evocando la metáfora del teatro del mundo. Asegura el clásico que “ninguno de esos personajes que vemos ataviados con púrpura es feliz, no más que aquellos actores a quienes la pieza teatral asigna los distintivos del cetro y la clámide en la representación. En presencia del público caminan engreídos sobre sus coturnos; tan pronto salen de la escena y se descalzan vuelven a  su talla normal. Ninguno de esos individuos, a los que la riqueza y cargos sitúan a un nivel superior, es grande”.

jueves, 2 de enero de 2020

Ari y Tito

Hace poco más o menos un año que escribía algunas impresiones sobre el curso que seguía el desarrollo de mis nietos. Me sobran los motivos para sentarme de nuevo frente al ordenador y anotar mis nuevas constataciones, y las emociones que las acompañan. Porque, para mi suerte, con ellos regresó la estación de los amores, en la antesala del invierno timorato que se resiste a llegar, pese a que los esféricos y oropelados frutos que penden de las acacias de avenidas y bulevares acrediten empecinadamente que se nos fue el otoño.

Celebro una vez más la fortuna de compartir con mis nietos unos cuantos días, disfrutándolos y asombrándome con su imparable crecimiento, admirando sus estrenadas habilidades, gozando de sus espontáneas contingencias. Comprendo y comparto como nunca que todos los abuelos aseguremos lo mismo de nuestros retoños: son guapos, listos, ocurrentes, despiertos... ¡Faltaría más! Y además de pregonarlo, añado, en lo que me corresponde, que los míos son criaturas excepcionales, que me llenan de felicidad y que logran que mire la vida de otro modo, pues me ayudan a ver con la mayor naturalidad y la más exquisita complacencia la compleja sencillez de la existencia.

Renuncio a la vana pretensión de enumerar los progresos que han hecho Arizona y Fernandito en los últimos meses. Son tantos que necesitaría demasiadas páginas para reflejar mínimamente el ingente muestrario de sus adelantos y virtudes, tan acelerados como sorprendentes. Todos ellos son referencias que refuerzan la inmensa fortuna que significa poder contrastar el desarrollo de unas personitas que crecen sin parar, siguiendo los parámetros de la más absoluta normalidad.

Arizona, a sus diecisiete meses, ya ha logrado acostumbrarnos a su enérgico genio y a sus pequeñas rabietas, pero además se ha hecho más zalamera y muestra más explícitamente sus afectos. Ha aprendido a compartir, puntualmente, sus juguetes y ha convertido su dedo índice en un puntero eficientísimo para señalar cuantas cosas le parecen interesantes o quiere mostrar a los demás. Cada vez explora más por su cuenta y le cuesta relativamente menos prescindir circunstancialmente de la presencia de sus progenitores. Últimamente ha hecho notorios progresos en sus habilidades comunicativas: ha aprendido a decir sí y no, y a sacudir la cabeza en un sentido y en el otro. De la misma manera, articula palabras aisladas como hola, papá, mamá, dame… Conoce la utilidad de numerosas cosas de uso común (cuchara, tenedor, vaso, plato, cepillo, teléfono; este último de manera especial) e identifica algunas partes de su cuerpo (pie, mano, cabeza…). También atiende instrucciones verbales de un solo paso, sin necesidad de que se le refuercen con gestos. Hace aproximadamente un trimestre que camina sola y ya corre que se las pela, subiendo escalones, trepando a sillas, sofás, mesas y a cualquier superficie elevada que esté a su alcance. En fin, por decirlo en pocas palabras, lo suyo es un no parar de progresar.

Por su parte, Fernandito –que ya es Tito para la mayoría de las personas que lo conocen– cumplió hace unos días tres años y medio. Es un pequeño hombrecito que hace tiempo que copia a los adultos y demuestra espontáneamente afecto por sus amigos y familiares, mostrando cierta preocupación si nos ve tristes o disgustados. Sabe esperar su turno en el juego y conoce el nombre de la mayoría de las cosas que le rodean. También de otras que no lo son tanto, como las tipologías de los dinosaurios o los animales salvajes, por ejemplo. Entiende perfectamente la idea de lo que es suyo y lo que pertenece a los demás, del mismo modo que sigue instrucciones de tres y cuatro pasos y tiene interiorizados numerosos conceptos básicos como dentro/fuera, arriba/abajo; delante/detrás, largo/corto, etc. Sabe los nombres de sus familiares y amigos y es capaz de expresar una gran variedad de emociones. Habla con sorprendente corrección, hasta el punto de que las personas que no lo conocen pueden entender casi todo lo que dice. Conversa usando y combinando dos y tres oraciones en tiempos verbales diferenciados (se está yendo el tren, lo voy a poner abajo…).

Podría seguir enumerando decenas de conductas y rutinas que una y otro han ido perfeccionando en los últimos meses, sin embargo, me limitaré a mencionar alguna anécdota, para no fatigar. Ayer, sin ir más lejos, se posicionaron frente a una ínfima pizarra que hemos habilitado en casa y, al alimón, tiza en mano, se dispusieron a plasmar en ella sus mejores ensoñaciones. Fernandito trazó con gran habilidad un rotundo garabato circular, que no era otra cosa que el sol, al que inmediatamente adicionó dos ojos y sus respectivas pupilas, una boca grande y sonriente e incontables rayos luminosos que, proyectándose desde la línea que definía su curvatura, se enseñorearon de una habitación especialmente preparada para acoger tan singular interpretación de los sueños. Arizona le daba réplica jugando a lo que últimamente más le motiva, que no es otra cosa que imitarlo. Y así inició el trazado de abundantísimas líneas, de un festín de pequeños garabatos que emulaban una auténtica lluvia de estrellas, desplazándose de norte a sur y de este a oeste, inundando de luz y magia la noche oscura que proyectaba la párvula pizarra, suspendida de dos cáncamos provisionales.

Pero no concluye aquí el elenco de sus habilidades artísticas. La expresión musical suele estar presente en la mayoría de sus visitas, manifestándose a través de improvisados pasacalles al son y ritmo de la flauta dulce, de la pandereta, del cazú y de cualquier otro objeto común susceptible de ser utilizado como instrumento de percusión. En un momento determinado, sin que nadie sepa explicar por qué, se inicia un singular desfile pasillo adelante, pasillo hacia atrás, habitación tras habitación, sorteando en el camino los restos desordenados de artificiosos y abandonados safaris y zoológicos que, cual sembrado de cebras, hipopótamos, tigres, leones, caballos, vacas…, aparecen en cualquier lugar de la casa.

La plastilina, ese recurso universal tan proclive a la manipulación, con moldes o sin ellos, es otro elemento recurrente; de momento, más que la moderna arena mágica. Todavía quedan en casa algunos bricks sin estrenar que muestran ufanos el celofán de sus envolturas y la pureza de sus colores. Sin embargo, en las cajas donde se guardan los viejos retales, son mucho más abundantes los pegotes y amasijos de hebras con tonalidades invariablemente parduzcas, producto de las imposibles combinaciones cromáticas que propician los incontables manoseos. Como digo, esta socorrida substancia, moldeada en forma de churros o extendida en planchas paralelepípedas, permite conformar toda suerte de objetos animados e inanimados. Lo mismo se encarna en serpientes y caracoles, perritos y dinosaurios, vacas o jirafas, que ayuda a poner en pie casas, hace crecer los árboles o formaliza los fenómenos atmosféricos o cualquier otra necesidad nacida de la imaginación infantil. Tampoco debe desdeñarse el juego de la oca, ese entretenimiento inmemorial, de origen italiano, al que recientemente se ha aficionado Fernandito y que está ayudándole muchísimo a asimilar rutinas imprescindibles como respetar el turno, seguir el orden, discriminar colores, contar, aventurar consecuencias (de oca a oca y tiro porque me toca; de puente a puente y tiro porque me lleva la corriente)...

Naturalmente, trufados con todo lo anterior se nos ofrecen los efluvios propios de la condición infantil y del tiempo invernal, las inapetencias sobrevenidas y los deseos imposibles. También el hastío que produce el abandono de las rutinas diarias y el hartazgo de la hiperestimulación que inducen los montones de regalos, las celebraciones y las obligadas visitas, la parafernalia desbordante de parques, ferias y cabalgatas, y las decenas de juguetes que desbordan la capacidad de atención más acreditada. En suma, lo que da el tiempo invernal que remata cada año y anuncia el inicio del siguiente que, como siempre, deseamos que sea mejor.

Salud y felicidad en 2020 para Fernando y Arizona.