miércoles, 8 de enero de 2020

Contra la impostura

Algo que aborrezco profundamente es la impostura. Detesto a quienes fingen o engañan aparentando que dicen verdad o acreditan solvencia. Desprecio a las personas que, a sabiendas, encubren sus incompetencias con ocurrencias y ficticias ingeniosidades. ¡Qué hastío de bufonadas!

Siempre ha habido gente proclive a protagonizar fantasmadas, a disfrazarse de cooltureta, como se dice ahora, o simplemente a ser los enterados de turno, como se prefiera. En esta era de las redes sociales, a una parcela importantísima de esa realidad se le llama postureo. Por tanto, nada nuevo bajo el sol. El neologismo, que ya ha encontrado acogimiento en el DRAE, alude a comportamientos y poses que obedecen más a apetecidas apariencias que a verdaderas motivaciones. El postureo no es otra cosa que una actitud artificiosa e impostada que se adopta por conveniencia o presunción. En todo caso, representa una renovada versión del exhibicionismo que, como siempre, requiere la presencia de público. De ahí que se ejercite en contextos presumiblemente relevantes, pues se trata de congregar la mayor audiencia posible, o por lo menos a un buen puñado de gentes convencionalmente significativas en un determinado ámbito, sea académico, profesional, cultural o social. Sin ese público requerido, sea real o virtual, carece de sentido. Pero posturear (verbo que todavía no está en el DRAE) no es sólo dejarse ver, opinar ocurrentemente o hacerse el leído; va mucho, muchísimo más allá, como referí en otra entrada de este blog. De manera que, en mi opinión, conviene no olvidar aquel viejo adagio que reza “nada es lo que parece, ni nadie es quien dice ser”, (https://ababolesytrigo.blogspot.com/2015/06/postureo.html).

Para quienes practican el postureo lo esencial es recibir algún tipo de respuesta. Y justamente este es su principal inconveniente, esa casi patológica necesidad de obtener el reconocimiento de los demás que tienen quienes ‘posturean’ que, a la postre, acaba siendo la principal finalidad de sus actos comunicativos. Dicho más llanamente, tratan de vivir a todas horas de cara a la galería, siempre dependientes de la aprobación de los otros. Esta realidad, que existe inmemorialmente, tiene hoy unas dimensiones gigantescas. El postureo, históricamente, ha sido una especie de ostentación que ocupaba y preocupaba a personajes con alguna relevancia, pero hoy nos incumbe a casi todos. De hecho, cuantos frecuentamos las redes sociales debemos admitir que sucumbimos frecuentemente a su magnetismo. Es más, estoy convencido de que ello explica, probablemente como ninguna otra razón, el éxito y el poder que han alcanzado redes sociales como Facebook, Whatsupp, Twitter o Instagram.

Sin embargo, mi atención se aparta hoy de estos aconteceres mediáticos. Me interesa reflexionar sobre algo más concreto, como lo es la actividad de ciertas camarillas de enterados –personas que presumen de saber mucho de algo–, conformadas por personajillos medrosos, aprendices de intelectuales, que han proliferado en todas las épocas y que, en cierto modo, son los precursores del actual postureo. Me refiero a los papanatas y vocingleros que con apariencia desenfadada y ficticia displicencia, que no ansía sino encubrir una inconfesable devoción por la subyugante liturgia académica, comparecen de tanto en tanto en los espacios públicos, llámense librerías, casas de cultura, auditorios…, para presentar sus pseudocreaciones o elucubraciones, dejarse ver acompañando al amigo de turno, que hace lo propio con las suyas, e incluso arropar interesadamente a terceros, eso sí, precisando en confianza y sotto voce, que no han podido evitarlo. Salvo honrosas excepciones, la mayoría de ellos ha alcanzado a difundir sus creaciones con recursos provenientes del erario público que, amparado en el anonimato que le otorgamos sus generosos proveedores y gestionado por ineficientes servidores, financia con generosidad toda suerte de mediocridades, vulgaridades y hasta desatinos.

A los ciudadanos del común nos resulta bochornoso que ciertas camarillas de presuntuosos laboreen privativamente los predios que deberían ser de acceso universal y, lo que es peor, que se aprovechen de los recursos que a todos nos pertenecen. Estas gentes, que encarnan tan acertadamente los viejos y clásicos personajillos de batín y postín, deberían mantenerse alejadas de la esfera y de los dineros públicos. Sería una manera eficaz de contribuir a evitar que la impostura siga siendo condición sine qua non para obtener el reconocimiento del “poder” académico e intelectual. Creo que es momento de abrir definitivamente la puerta trasera de las Academias y de los foros culturales porque ello permitirá contrastar sus vergüenzas y ayudará a combatirlas. Es hora de desenmascarar a los intelectuales de pacotilla que se limitan a aportar ideas más que sabidas utilizando, en el mejor de los casos, metáforas nuevas.

Porque, querámoslo o no, la riqueza y el poder generan sobre todo falsas ilusiones. Nos lo recuerda Séneca, en sus Cartas a Lucilio, evocando la metáfora del teatro del mundo. Asegura el clásico que “ninguno de esos personajes que vemos ataviados con púrpura es feliz, no más que aquellos actores a quienes la pieza teatral asigna los distintivos del cetro y la clámide en la representación. En presencia del público caminan engreídos sobre sus coturnos; tan pronto salen de la escena y se descalzan vuelven a  su talla normal. Ninguno de esos individuos, a los que la riqueza y cargos sitúan a un nivel superior, es grande”.

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