Algo
que aborrezco profundamente es la impostura. Detesto a quienes fingen o engañan
aparentando que dicen verdad o acreditan solvencia. Desprecio a las personas
que, a sabiendas, encubren sus incompetencias con ocurrencias y ficticias
ingeniosidades. ¡Qué hastío de bufonadas!
Siempre
ha habido gente proclive a protagonizar fantasmadas, a disfrazarse de cooltureta, como se dice ahora, o simplemente
a ser los enterados de turno, como se prefiera. En esta era de las redes
sociales, a una parcela importantísima de esa realidad se le llama postureo. Por
tanto, nada nuevo bajo el sol. El neologismo, que ya ha encontrado acogimiento
en el DRAE, alude a comportamientos y poses que obedecen más a apetecidas
apariencias que a verdaderas motivaciones. El postureo no es otra cosa que una
actitud artificiosa e impostada que se adopta por conveniencia o presunción. En
todo caso, representa una renovada versión del exhibicionismo que, como siempre,
requiere la presencia de público. De ahí que se ejercite en contextos
presumiblemente relevantes, pues se trata de congregar la mayor audiencia
posible, o por lo menos a un buen puñado de gentes convencionalmente significativas
en un determinado ámbito, sea académico, profesional, cultural o social. Sin
ese público requerido, sea real o virtual, carece de sentido. Pero posturear
(verbo que todavía no está en el DRAE) no es sólo dejarse ver, opinar
ocurrentemente o hacerse el leído; va mucho, muchísimo más allá, como referí en
otra entrada de este blog. De manera que, en mi opinión, conviene no olvidar
aquel viejo adagio que reza “nada es lo que parece, ni nadie es quien dice ser”,
(https://ababolesytrigo.blogspot.com/2015/06/postureo.html).
Para
quienes practican el postureo lo esencial es recibir algún tipo de respuesta. Y
justamente este es su principal inconveniente, esa casi patológica necesidad de
obtener el reconocimiento de los demás que tienen quienes ‘posturean’ que, a la
postre, acaba siendo la principal finalidad de sus actos comunicativos. Dicho
más llanamente, tratan de vivir a todas horas de cara a la galería, siempre
dependientes de la aprobación de los otros. Esta realidad, que existe
inmemorialmente, tiene hoy unas dimensiones gigantescas. El postureo,
históricamente, ha sido una especie de ostentación que ocupaba y preocupaba a personajes
con alguna relevancia, pero hoy nos incumbe a casi todos. De hecho, cuantos frecuentamos
las redes sociales debemos admitir que sucumbimos frecuentemente a su
magnetismo. Es más, estoy convencido de que ello explica, probablemente como
ninguna otra razón, el éxito y el poder que han alcanzado redes sociales como Facebook,
Whatsupp, Twitter o Instagram.
Sin
embargo, mi atención se aparta hoy de estos aconteceres mediáticos. Me interesa
reflexionar sobre algo más concreto, como lo es la actividad de ciertas camarillas
de enterados –personas que presumen de saber mucho de algo–, conformadas
por personajillos medrosos, aprendices de intelectuales, que han proliferado en
todas las épocas y que, en cierto modo, son los precursores del actual postureo.
Me refiero a los papanatas y vocingleros que con apariencia desenfadada y ficticia
displicencia, que no ansía sino encubrir una inconfesable devoción por la
subyugante liturgia académica, comparecen de tanto en tanto en los espacios públicos,
llámense librerías, casas de cultura, auditorios…, para presentar sus pseudocreaciones o elucubraciones,
dejarse ver acompañando al amigo de turno, que hace lo propio con las suyas, e
incluso arropar interesadamente a terceros, eso sí, precisando en confianza y sotto voce, que no han podido evitarlo. Salvo
honrosas excepciones, la mayoría de ellos ha alcanzado a difundir sus creaciones
con recursos provenientes del erario público que, amparado en el anonimato que
le otorgamos sus generosos proveedores y gestionado por ineficientes servidores,
financia con generosidad toda suerte de mediocridades, vulgaridades y hasta
desatinos.
A los
ciudadanos del común nos resulta bochornoso que ciertas camarillas de
presuntuosos laboreen privativamente los predios que deberían ser de acceso
universal y, lo que es peor, que se aprovechen de los recursos que
a todos nos pertenecen. Estas gentes, que encarnan tan acertadamente los viejos
y clásicos personajillos de batín y postín, deberían mantenerse alejadas de la
esfera y de los dineros públicos. Sería una manera eficaz de contribuir a evitar
que la impostura siga siendo condición sine
qua non para obtener el reconocimiento del “poder” académico e intelectual.
Creo que es momento de abrir definitivamente la puerta trasera de las Academias y de los foros culturales porque ello permitirá contrastar sus vergüenzas y ayudará
a combatirlas. Es hora de desenmascarar a los intelectuales de pacotilla que se
limitan a aportar ideas más que sabidas utilizando, en el mejor de los casos, metáforas
nuevas.
Porque,
querámoslo o no, la riqueza y el poder generan sobre todo falsas ilusiones. Nos
lo recuerda Séneca, en sus Cartas a
Lucilio, evocando la metáfora del teatro del mundo. Asegura el clásico que
“ninguno de esos personajes que vemos ataviados con púrpura es feliz, no más
que aquellos actores a quienes la pieza teatral asigna los distintivos del
cetro y la clámide en la representación. En presencia del público caminan engreídos
sobre sus coturnos; tan pronto salen de la escena y se descalzan vuelven a su talla normal. Ninguno de esos individuos,
a los que la riqueza y cargos sitúan a un nivel superior, es grande”.
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