domingo, 28 de octubre de 2018

Algo parecido a la paz

No sé si cuando expire me abrigará la armonía que percibo en este preciso instante, abandonado sobre un banco, inmóvilmente sedente en uno de los miles de escabeles que ribetean las aceras de pueblos y ciudades, aunque este concreto no guarnezca calle de ciudad alguna. Permanezco inmóvil, a escasos tres metros de una mar que aquí represa un espigón ciclópeo de bloques de piedra y cemento. Una mar que hoy se ofrece sustancialmente quieta y pálida, particularmente liviana. Tal vez aguarda, hecha como está a acoger cualquier suceso, que alguien la conmueva acicalándola u oxigenándola, liberándola siquiera por un instante de las pesadumbres acostumbradas.

Observo las imperceptibles olas avanzando, frunciendo levemente una superficie imposiblemente plana, apática y estructuralmente indiferente a cualquier embate atmosférico. Una atrabiliaria planicie que hoy refleja la ambarina luz que proyectan las lindantes farolas, que se mezcla con la estridente luminiscencia de reflectores espurios procedentes de algún alero perdido y con los cuatro oscuros nubarrones que se ciernen sobre el agua ingrávida.


Apenas escucho el lejano runrún del motor de algún vehículo. Distingo en lontananza luminarias intermitentes, rojas y verdes, rematando las cúpulas de los faros que rubrican la bocana del puerto. Nadie tras de mí, salvo la luna. Nadie a mi lado, salvo las palmeras. Nadie frente a mi, salvo las nubes deshilachadas habitando un horizonte que no termina de apagarse, con el sol marchito iluminando furtivamente un cielo que se oscurece inevitablemente, porfiando con el halo del crepúsculo, con el embrujo de la luz violeta.

Observo la superficie del agua mientras escucho los postreros graznidos de las gaviotas que buscan para su descanso el inmenso colchón de las aguas. Escucho el remor de las olas rompiendo sobre el artificioso espigón. Distingo en la distancia lo que parece un niño sobre patinete, perseguido por un abuelo impotente que pretende mitigar sus ínfulas infructuosamente.

Me rodean palmeras aceradas, fingidos aparejos marinos, varados y fosilizados, coloraciones desatinadas iluminando fortalezas medievales, construcciones obscenas que esconden la mar, reflejos extravagantes que ensucian la candidez de la oscuridad nocturna y, por fin, remontando el espigón, la luna, casi llena, testigo impertérrito del transcurrir de las horas, vigilando en lontananza, trasponiendo el malecón, estimulando los sentidos y los pensamientos.

En la quietud más absoluta, vivo el crepúsculo más acaudalado de cuantos viví desde hace infinidad de otoños.

sábado, 27 de octubre de 2018

Interrogantes

A veces te encoges hasta transformarte en una pequeña partícula, y no queda otro refugio posible que el recogimiento. A veces parece inevitable volver sobre la historia que tenemos como seres humanos, sobre el larguísimo relato que, paradójicamente, apenas está comenzando. Nadie puede negar que la complejidad continúa progresando y que sigue galopando la evolución. Podemos interrumpir la narración en este o en otro punto y preguntarnos: ¿hacia dónde vamos?, ¿cómo va a continuar tan larga aventura que primero fue cósmica, luego química, después biológica, y ahora cultural?, ¿cuál es el porvenir del hombre, de la vida, del universo? A estas alturas sabemos de sobra que la ciencia no tiene respuestas para todo, pero sí algunas precisiones importantes. Sin embargo, a los humanos nos inquietan infinidad de preguntas: ¿cómo van a seguir evolucionando nuestros cuerpos?, ¿qué sabemos de la metamorfosis del universo?, ¿existen otras formas de vida?, ¿dónde radican?, ¿son semejantes a las nuestras? Las hipotéticas respuestas debieran evitar cualquier tentación determinista y más, si cabe, cualquier prejuicio finalista. No se puede decir que la materia “inventa”, que la naturaleza “fabrica” y que el universo “sabe”. Esta lógica organizativa es, en el mejor de los casos, una simple comprobación. Cada cual la interpreta a su modo, aunque, pese a todo, nuestra historia, la historia de la Humanidad, parece tener cierto sentido.

Sostengo con otros muchos que vivimos la más bella historia del mundo porque es justamente la nuestra y la única. Pero es que, además, nuestro cuerpo está compuesto por átomos del universo y nuestras células encierran una porción del océano primitivo. La mayoría de nuestros genes es común a la configuración genética de nuestros vecinos los primates, y nuestro cerebro posee los estratos de la evolución de la inteligencia. Es más, cuando nos gestan los vientres maternos, rehacemos aceleradamente el recorrido de la evolución animal. Sin duda, como dijo D. Simonnet, la nuestra es la más bella historia del mundo porque, sea cual sea la visión que tengamos de él, mística o científica, determinista o escéptica, religiosa o agnóstica, cuando aludimos a nuestros orígenes sólo hay una moraleja que valga: apenas somos un chispazo irrisorio en relación con el universo. ¡Ojalá lleguemos a alcanzar la sabiduría necesaria para no olvidarlo!

Aquí estamos, amontonados en nuestra pequeña Tierra, amenazados por nuestro propio poder, conscientes y curiosos, alzando los ojos al cielo y preguntándonos ansiosos: ¿cómo continuará la historia del mundo? Porque somos conscientes de que después de 15.000 millones de años de evolución, tras algunos milenios de civilización, aquella continua, pero ahora se trata fundamentalmente de una evolución técnica y social. La cultura ha tomado el relevo a las fases precedentes (cósmica, química y biológica). Estamos inaugurando un cuarto estadio en el que se conforma una nueva forma de vida, un macroorganismo  planetario que engloba al mundo viviente y a los productos humanos, que también se transforma y cuyas células seríamos precisamente nosotros, los seres humanos. Parece poseer un sistema nervioso propio, del cual Internet sería un embrión, y un metabolismo que recicla los materiales. Este cerebro global vincula a las personas a la velocidad del electrón y trastorna sus intercambios. Estamos extrayendo sin mesura, en beneficio de unos pocos, recursos energéticos, informaciones, materiales; y arrojamos los desechos al entorno. De manera que empobrecemos sistemática y crecientemente el sistema que nos sostiene. Somos como una especie de parásitos unos de los otros, pues determinadas sociedades superdesarrolladas frenan intencionadamente el desarrollo de las otras; por esta vía, vamos a terminar siendo como parásitos de la Tierra. Contrariamente, yo creo que la solución pasa por buscar una cierta armonía entre esta y la tecnología, entre la ecología y la economía.

La duración de la modernidad actual es apenas nada si se compara con los tres millones de años de vida de nuestra especie. La humanidad es todavía extremadamente joven. La vida de una persona es un acontecimiento irrisorio contemplada desde la perspectiva de la historia de la especie. Todo ello hace inevitable preguntarnos si todavía estamos en la prehistoria de la humanidad o del universo, e incluso por cuánto tiempo más durarán ambos. Las observaciones más recientes de los expertos parecen dibujar un escenario de expansión continua. Visualizan como infinitas las dimensiones del universo y consideran que su vida se prolongará indefinidamente.

Lo que venimos relatando contrasta a menudo con la experiencia cotidiana. A veces da la impresión de que la realidad tiene dos rostros. Por un lado, el que muestra la bella historia evolutiva de la humanidad, que nos permite pensar que todo tiene un sentido en el mundo. Por otro, el que lo refleja de manera sombría, revelando que los seres humanos de hoy parecemos incapaces de vivir armoniosamente los unos con los otros y, todos juntos, con la biosfera. Son habituales las guerras y los deterioros, como si algo se hubiera estropeado en algún momento de la evolución. Llego a pensar si uno de sus productos necesarios –y probablemente, uno de los más cruciales–, cual es la aparición de un ser libre, no determinado, no nos habrá traído hasta aquí; llego a pensar si no estaremos pagando el precio de esa libertad.

El drama cósmico tal vez se podría resumir en tres frases: la naturaleza engendra complejidad, la complejidad genera eficacia; y la eficacia puede destruir la complejidad. Los seres humanos inventamos en el siglo XX dos modos de autodestruirnos: el armamento nuclear y el deterioro del medio ambiente. Las preguntas consiguientes serían: ¿es viable la complejidad?, ¿ha sido una buena idea de la naturaleza la de lograr semejante nivel de complejidad que la ha llevado a amenazarse a sí misma?; ¿podría ser que la inteligencia fuese un don envenenado?

Hay días que pienso que nos encontramos ante los límites del Planeta y me pregunto si es posible conseguir que coexistan en él 10.000 millones de personas sin deteriorarlo irremisiblemente. Es incuestionable que los seres humanos somos geniales y que lo hemos demostrado sobradamente, pero tal vez la tarea que tenemos por delante sea la más ardua de cuantas se nos han planteado hasta ahora. Y desde luego, en mi opinión, exige el abandono de la idea de crecimiento económico y la necesidad de abordar el llamado desarrollo sostenible. Y, sinceramente, me parece muy difícil que quienes dirigen el mundo entiendan (o les interese entender) algo tan sencillo.

De la misma manera que los organismos tienen sistemas de alarma y de recuperación, el género humano necesita inventar un sistema análogo para el Planeta. Las Naciones Unidas y las organizaciones humanitarias no son más que un hermoso preámbulo, habría que ir muchísimo más lejos. Aunque es evidente que la Humanidad ha progresado en algunos aspectos de la conducta (la abolición de esclavitud o de los totalitarismos, el reconocimiento de los derechos humanos, etc.), uno tiene serias dudas de que el progreso de la moral haya sido igualmente evidente.

Llegados a este punto, emerge una pregunta crucial, ¿estamos en condiciones de coexistir con nuestro propio poder? Si respondemos negativamente, la evolución continuara sin nosotros. Como Sísifo, habremos llevado la roca a la cima de la montaña para, finalmente, dejarla escapar, alimentando una de las metáforas más universales sobre el esfuerzo inútil e incesante del hombre. Aunque no pueden cerrarse los ojos ante la gravedad de la situación actual, en mi opinión, no caben las respuestas negativas. Debemos emplear todos los recursos a nuestro alcance para salvar al Planeta antes de que sea demasiado tarde. Somos responsables, somos sus herederos y de nosotros depende que continue la bella historia del mundo. No queda otra opción que ser optimistas. Eso sí, deberíamos aprender las lecciones que la evolución nos ha proporcionado para evitar las grandes crisis. Comprender la historia puede dar la perspectiva necesaria para dar sentido a lo que hacemos y, sin duda, nos puede ofrecer mayor sabiduría. Yo creo en el crecimiento de la inteligencia colectiva, tengo fe en el llamado humanismo tecnológico y también esperanza en que, si queremos, podremos encarar con serenidad la próxima etapa de la Humanidad.