A
veces te encoges hasta transformarte en una pequeña partícula, y no queda otro
refugio posible que el recogimiento. A veces parece inevitable volver sobre la
historia que tenemos como seres humanos, sobre el larguísimo relato que,
paradójicamente, apenas está comenzando. Nadie puede negar que la complejidad
continúa progresando y que sigue galopando la evolución. Podemos interrumpir la
narración en este o en otro punto y preguntarnos: ¿hacia dónde vamos?, ¿cómo va
a continuar tan larga aventura que primero fue cósmica, luego química, después
biológica, y ahora cultural?, ¿cuál es el porvenir del hombre, de la vida, del
universo? A estas alturas sabemos de sobra que la ciencia no tiene respuestas
para todo, pero sí algunas precisiones importantes. Sin embargo, a los humanos
nos inquietan infinidad de preguntas: ¿cómo van a seguir evolucionando nuestros
cuerpos?, ¿qué sabemos de la metamorfosis del universo?, ¿existen otras formas de
vida?, ¿dónde radican?, ¿son semejantes a las nuestras? Las hipotéticas respuestas
debieran evitar cualquier tentación determinista y más, si cabe, cualquier prejuicio
finalista. No se puede decir que la materia “inventa”, que la naturaleza “fabrica”
y que el universo “sabe”. Esta lógica organizativa es, en el mejor de los
casos, una simple comprobación. Cada cual la interpreta a su modo, aunque, pese
a todo, nuestra historia, la historia de la Humanidad, parece tener cierto
sentido.
Sostengo con otros muchos que vivimos la más bella historia del mundo porque es
justamente la nuestra y la única. Pero es que, además, nuestro cuerpo está
compuesto por átomos del universo y nuestras células encierran una porción del
océano primitivo. La mayoría de nuestros genes es común a la configuración
genética de nuestros vecinos los primates, y nuestro cerebro posee los estratos
de la evolución de la inteligencia. Es más, cuando nos gestan los vientres
maternos, rehacemos aceleradamente el recorrido de la evolución animal. Sin
duda, como dijo D. Simonnet, la nuestra es la más bella historia del mundo
porque, sea cual sea la visión que tengamos de él, mística o científica, determinista
o escéptica, religiosa o agnóstica, cuando aludimos a nuestros orígenes sólo
hay una moraleja que valga: apenas somos un chispazo irrisorio en relación con
el universo. ¡Ojalá lleguemos a alcanzar la sabiduría necesaria para no
olvidarlo!
Aquí
estamos, amontonados en nuestra pequeña Tierra, amenazados por nuestro propio
poder, conscientes y curiosos, alzando los ojos al cielo y preguntándonos ansiosos:
¿cómo continuará la historia del mundo? Porque somos conscientes de que después
de 15.000 millones de años de evolución, tras algunos milenios de civilización,
aquella continua, pero ahora se trata fundamentalmente de una evolución
técnica y social. La cultura ha tomado el relevo a las fases precedentes (cósmica,
química y biológica). Estamos inaugurando un cuarto estadio en el que se
conforma una nueva forma de vida, un macroorganismo planetario que engloba al mundo viviente y a
los productos humanos, que también se transforma y cuyas células seríamos precisamente
nosotros, los seres humanos. Parece poseer un sistema nervioso propio, del cual
Internet sería un embrión, y un metabolismo que recicla los materiales. Este
cerebro global vincula a las personas a la velocidad del electrón y trastorna sus
intercambios. Estamos extrayendo sin mesura, en beneficio de unos pocos, recursos
energéticos, informaciones, materiales; y arrojamos los desechos al entorno. De
manera que empobrecemos sistemática y crecientemente el sistema que nos
sostiene. Somos como una especie de parásitos unos de los otros, pues determinadas
sociedades superdesarrolladas frenan intencionadamente el desarrollo de las
otras; por esta vía, vamos a terminar siendo como parásitos de la Tierra. Contrariamente,
yo creo que la solución pasa por buscar una cierta armonía entre esta y la
tecnología, entre la ecología y la economía.
La
duración de la modernidad actual es apenas nada si se compara con los tres millones
de años de vida de nuestra especie. La humanidad es todavía extremadamente
joven. La vida de una persona es un acontecimiento irrisorio contemplada desde
la perspectiva de la historia de la especie. Todo ello hace inevitable
preguntarnos si todavía estamos en la prehistoria de la humanidad o del
universo, e incluso por cuánto tiempo más durarán ambos. Las observaciones más
recientes de los expertos parecen dibujar un escenario de expansión continua. Visualizan
como infinitas las dimensiones del universo y consideran que su vida se prolongará
indefinidamente.
Lo que venimos relatando contrasta a menudo con la experiencia cotidiana. A
veces da la impresión de que la realidad tiene dos rostros. Por un lado, el que
muestra la bella historia evolutiva de la humanidad, que nos permite pensar que
todo tiene un sentido en el mundo. Por otro, el que lo refleja de manera
sombría, revelando que los seres humanos de hoy parecemos incapaces de vivir
armoniosamente los unos con los otros y, todos juntos, con la biosfera. Son
habituales las guerras y los deterioros, como si algo se hubiera estropeado en
algún momento de la evolución. Llego a pensar si uno de sus productos
necesarios –y probablemente, uno de los más cruciales–,
cual es la aparición de un ser libre, no determinado, no nos habrá traído hasta
aquí; llego a pensar si no estaremos pagando el precio de esa libertad.
El
drama cósmico tal vez se podría resumir en tres frases: la naturaleza engendra
complejidad, la complejidad genera eficacia; y la eficacia puede destruir la
complejidad. Los seres humanos
inventamos en el siglo XX dos modos de autodestruirnos: el armamento nuclear y
el deterioro del medio ambiente. Las preguntas consiguientes serían: ¿es viable
la complejidad?, ¿ha sido una buena idea de la naturaleza la de lograr semejante nivel de complejidad que la ha llevado a amenazarse a sí misma?; ¿podría ser
que la inteligencia fuese un don envenenado?
Hay días que pienso que nos encontramos ante los límites del Planeta y me
pregunto si es posible conseguir que coexistan en él 10.000 millones de
personas sin deteriorarlo irremisiblemente. Es incuestionable que los seres
humanos somos geniales y que lo hemos demostrado sobradamente, pero tal vez la
tarea que tenemos por delante sea la más ardua de cuantas se nos han planteado
hasta ahora. Y desde luego, en mi opinión, exige el abandono de la idea de
crecimiento económico y la necesidad de abordar el llamado desarrollo
sostenible. Y, sinceramente, me parece muy difícil que quienes dirigen el mundo
entiendan (o les interese entender) algo tan sencillo.
De la misma manera que los organismos tienen sistemas de alarma y de recuperación,
el género humano necesita inventar un sistema análogo para el Planeta. Las
Naciones Unidas y las organizaciones humanitarias no son más que un hermoso preámbulo,
habría que ir muchísimo más lejos. Aunque es evidente que la Humanidad ha
progresado en algunos aspectos de la conducta (la abolición de esclavitud o de
los totalitarismos, el reconocimiento de los derechos humanos, etc.), uno tiene
serias dudas de que el progreso de la moral haya sido igualmente evidente.
Llegados a este punto, emerge una pregunta crucial, ¿estamos en condiciones de
coexistir con nuestro propio poder? Si respondemos negativamente, la evolución
continuara sin nosotros. Como Sísifo, habremos llevado la roca a la cima de la
montaña para, finalmente, dejarla escapar, alimentando una de las metáforas más
universales sobre el esfuerzo inútil e incesante del hombre. Aunque no pueden
cerrarse los ojos ante la gravedad de la situación actual, en mi opinión, no
caben las respuestas negativas. Debemos emplear todos los recursos a nuestro
alcance para salvar al Planeta antes de que sea demasiado tarde. Somos
responsables, somos sus herederos y de nosotros depende que continue la bella
historia del mundo. No queda otra opción que ser optimistas. Eso sí, deberíamos
aprender las lecciones que la evolución nos ha proporcionado para evitar las
grandes crisis. Comprender la historia puede dar la perspectiva necesaria para dar
sentido a lo que hacemos y, sin duda, nos puede ofrecer mayor sabiduría. Yo
creo en el crecimiento de la inteligencia colectiva, tengo fe en el llamado
humanismo tecnológico y también esperanza en que, si queremos, podremos encarar
con serenidad la próxima etapa de la Humanidad.