sábado, 22 de noviembre de 2014

Euskadi.

Hace unos días que volvimos del País Vasco. Participamos en un pequeño viaje integrado en los circuitos culturales que oferta el IMSERSO. Ha sido una escapadita satisfactoria, bien organizada, con unas prestaciones muy ajustadas a lo que se ofertaba y a un precio inmejorable. El conjunto de los viajeros conformábamos un grupo inusualmente educado, tanto que nadie protagonizó un solo retraso o salida de tono durante los seis días que duró el periplo. Un primor de civismo que reconforta lo suyo, especialmente si lo contrastamos con las manifestaciones de la reiterada bazofia mediática y arrabalera que nos circunda.

Pero, tal vez, lo más satisfactorio del viaje haya sido la propia experiencia de revisitar Euskadi. Creo recordar que la última ocasión en que estuvimos allí fue durante el verano de 2005. Parece que fue ayer y, sin embargo, no hay duda alguna de que eran otros tiempos. Basten unos cuantos detalles para refrescar la memoria. Entonces, en muchas localidades, algunos bares y tabernas eran literalmente intransitables. Las banderas, las pancartas y las pintadas alusivas a los presos y a la situación sociopolítica abarrotaban los balcones y los muros. Cuando recorríamos lugares y espacios públicos, sentíamos sobre nosotros las miradas inquisitoriales de muchos lugareños, que nos escudriñaban desconfiadas. Intimidaban los ojos agazapados entre los grupos de personas que poblaban las tabernas, las plazas o los muelles, que nos miraban desafiantes y hasta amenazadores. Probablemente veíamos más de lo que realmente se mostraba ante nosotros, pero no podíamos evitarlo.

Contrariamente, en esta ocasión hemos encontrado una Euskadi mucho más relajada. Hemos visitado las tres capitales de provincia y hemos recorrido pueblos emblemáticos de las comarcas interiores, como el Duranguesado, el Goierri o el Alto Deva. En muchos de estos lugares gobiernan las fuerzas abertzales. Hemos paseado tranquilamente por las calles y plazas de esos pueblos y villas confundiéndonos entre los visitantes y la multitud de niños, jóvenes y mayores que paseaban, jugaban, compraban, charlaban o tomaban chiquitos, distendida y relajadamente, con la misma apariencia de normalidad con que lo hacemos aquí.

Bilbao. Guggenheim y Puente de La Salve.
Es verdad que todavía penden de algunos balcones oficiales -y de otros particulares- pancartas y enseñas que reclaman el acercamiento de los presos etarras y que, en algunos casos, expresan la solidaridad con el independentismo catalán. Sin embargo, nuestra impresión es que por primera vez en muchos años algo esta cambiando allí, y para bien. Naturalmente, la normalidad no es plena porque es imposible que una sociedad que ha vivido tantos años de horror y crispación se normalice en tan breve espacio. Sin embargo, percibimos que se ha avanzado significativamente en la pacificación. Y aunque la crisis se nota, como en todos los rincones del Estado, parece relegada a sus propias secuelas, sin que adquiera mayores dimensiones por causa del efecto multiplicador que produce la violencia.

Según dicen, el turismo es uno de los elementos que evidencia el cambio de tendencia a que aludimos. Aseguran que fue en el verano de 2009 cuando empezó la mudanza, año y medio antes de que ETA declarase la tregua indefinida.  Es evidente que la mayoría de los atractivos naturales y culturales de Euskadi siempre estuvieron allí. Lo que ha cambiado es la manera de venderlos y la potenciación y creación de nuevos iconos, como el Guggenheim, que han ayudado a componer el esperanzador panorama actual. Pero, sobre todo, de lo que no existe duda es de que la ausencia de violencia es el factor que más ha contribuido a lograr que el País Vasco se visualice definitivamente como un destino atractivo.

Euskadi vive en la actualidad un auténtico boom turístico, que sobrepasa la recurrente Donosti afectando a todas las capitales, comarcas y lugares del territorio. Una tendencia que está dinamizando amplias zonas lastradas por la reconversión industrial de las últimas décadas del siglo XX, impulsada esencialmente por la práctica desaparición de los atentados y de los actos de kale borroka. El ambiente tranquilo que hemos disfrutado estos días es uno de los factores que influyen decisivamente en que el País Vasco ocupe un lugar destacado en los mapas de los viajeros, como destino ineludible. Obviamente, no es el único condicionante. Algunos factores que también están favoreciendo el impulso turístico son la apuesta de los emprendedores por la calidad, la estrategia unificada de las distintas instituciones y el resurgimiento del turismo urbano, entre otros.

De hecho, tampoco es ajena a esta pujanza la influencia de otras actuaciones, como las que auspicia el Plan de Paz y Convivencia 2013-2016, cuyo objetivo es crear un marco en el que quepan las inquietudes democráticas de todas las sensibilidades políticas. El Plan diseña un proceso de paz y normalización de la convivencia, que parece que ha iniciado un camino irreversible puesto que concita las voluntades sociales mayoritarias. El primer informe del seguimiento de su gestión y ejecución ofrecía un balance muy positivo, tanto desde una perspectiva global, como específicamente en cada una de las actuaciones que prevé.

De modo que, además de disfrutar de nuestro viaje comprobando el magnífico espacio urbano que es Vitoria, viendo la transformación radical de Bilbao, gozando de nuevo las maravillas de Donosti, “descubriendo” los santuarios vizcaínos y guipuzcoanos y el enorme patrimonio natural y cultural que atesoran las comarcas interiores, volvemos esperanzados y contentos por el triunfo de la civilidad que parece imponerse, y que tanto necesita y merece aquel hermoso país.  

martes, 18 de noviembre de 2014

Ocho millones y medio de ideas.

Hay varias decenas de calificativos que pueden adjetivar justamente nuestra sociedad. Mencionaré exclusivamente uno que, a mi juicio, la retrata primorosamente: despilfarradora.  No tengo duda de que vivimos en una sociedad manirrota y dada a los excesos. Posiblemente, muchos considerarán un despropósito utilizar semejante calificativo para caracterizar un contexto crítico, que está ofreciendo una vida extremadamente difícil a muchos ciudadanos. Y no les falta razón a quienes así opinen, como tampoco me falta a mí.

A poco que reflexionemos, constataremos que en la vida cotidiana conviven paradójicamente la precariedad y el despilfarro. Hay infinitas situaciones que lo demuestran: decenas de miles de familias no pueden llegar a fin de mes, mientras unas pocas no saben ni el dinero que tienen; hay centenares de pisos vacíos, expropiados por bancos con dueños anónimos, mientras los que fueron sus dueños malviven acogidos por sus familias o en centros de caridad y siguen pagando hipotecas que gravan propiedades que les arrebataron; dilapidamos energía cara y ajena, mientras desaprovechamos las fuentes energéticas limpias y baratas que tenemos a nuestro alcance; producimos diariamente más de un kilo de basura per cápita, mientras tenemos vacíos los bancos de alimentos; nos quejamos del precio de los libros, los medicamentos o las entradas del teatro, mientras pagamos alegremente productos insalubres y/o indecentes que nos ofrecen los bares y establecimientos de los centros comerciales, que ni siquiera necesitamos. Por resumir: somos un país que cierra plantas y quirófanos en los hospitales, mientras construye y mantiene aeropuertos sin aviones, museos sin exposiciones e infraestructuras sin transeúntes. ¿Se puede despilfarrar más?

Pero hoy no quiero analizar estas realidades, sino reflexionar sobre el derroche de talento que produce diariamente este país, que acabará arruinándolo por completo. Dejo de lado, intencionadamente, el caudal enorme que representan los miles de universitarios que han emigrado y seguirán haciéndolo, cuya formación nos ha costado un dineral y que, en contra de su voluntad, están condenados a ser productivos en territorios que nada han invertido en su educación. Hoy me interesa el ejército de jubilados y prejubilados que hay en el país: una friolera de casi ocho millones y medio de personas, cuyo talento, competencias, ganas de cooperar y participar, profesionalidad, etc., estamos malgastando miserablemente, empujándolos sin más a entretenerse aprendiendo idiomas o informática, asistiendo a los cursos de las universidades de mayores, viajando con el IMSERSO o El Corte Inglés, jugando a las cartas en los hogares del jubilado o en los bares de los pueblos y, en el mejor de los casos, preparando y pagando la comida y los cuidados que necesitan hijos y nietos. La inmensa mayoría de estas personas estaría encantada de poner su experiencia, sus habilidades, sus capacidades y su inteligencia al servicio de la sociedad, y hasta llegaría a confesar sin ser cierto que lo hace por un móvil exclusivamente egoísta: asegurarse las pensiones y vivir sin sobresaltos la edad de la jubilación.

Se me ocurre un ejemplo que ilustra bien lo que digo. Imaginemos lo que significaría disponer de ocho millones y medio de opiniones sobre cómo afrontar la crisis que atraviesa el país. El descrédito actual en los partidos políticos y en las instituciones democráticas es el mayor que hemos conocido desde que se reinstauró la democracia. Esta situación ha hecho eclosionar nuevas propuestas y nuevas formaciones políticas, que dicen auspiciar formas más auténticas de participación social. En esa línea de activación de la implicación ciudadana, ¿se imaginan lo que supondría una realidad de ocho millones y medio de personas dando ideas acerca de cómo salir de la crisis? Aún suponiendo que la mitad optase por no participar, todavía quedarían más de cuatro millones, a quienes se les pediría, simplemente, que facilitasen una sola idea para lograr tan loable propósito. Dispondríamos de miles de ellas distribuidas por todo el espectro vital. Desde la economía doméstica hasta la economía política, desde el gobierno ciudadano hasta el consumo energético, desde la reconversión productiva hasta los nuevos lechos de empleo. Más de cuatro millones de ideas expresadas escuetamente para facilitar su procesamiento: un renglón para cada propuesta. O dicho de otro modo: cuatro millones de renglones, que son aproximadamente ciento catorce mil páginas, de treinta y cinco renglones. Lo que equivale a casi cuatrocientos libros de trescientas páginas o, si se prefiere, a doscientos libros de quinientas. Naturalmente en ese sinfín de ideas habrá decenas de miles repetidas. Ello no es ningún obstáculo. Existen recursos digitales para depurarlas y agruparlas con un coste más que razonable si lo comparamos con el rendimiento que puede obtenerse. ¿Se imaginan la tormenta de pensamientos que se generaría? Realmente, sería un tsunami morrocotudo, una gigantesca aportación de conocimiento, multidimensional, plural y transversal al conjunto de la sociedad. Una cosecha excepcional en la que no sería difícil identificar una docena de ideas geniales para solucionar la debacle que vivimos.

¿Cuánto costaría un experimento de tal naturaleza? Pienso que apenas nada. Recientemente hemos conocido la sencillez con que se han activado algunas fiestas multitudinarias, ciertas plataformas reivindicativas o consultas plebiscitarias aprovechando los dispositivos que utilizan las redes sociales. Cualquiera de ellos (sms, twiter, whatsup…) podrían servir para la finalidad propuesta, o cualquier otro mecanismo cuyo coste sería ínfimo en comparación con el beneficio que se obtendría.

Va siendo hora de ir llamando a las cosas por su nombre y de acabar con muchas falsedades que no se sostienen. Una de ellas es la socorrida cantinela de que los viejos se tienen que marchar del sistema productivo porque hay que dejar espacio a los jóvenes. Hace años que es una gran mentira porque los viejos que se van se llevan consigo sus puestos de trabajo. No hay reposición del empleo, nadie ocupa el hueco que dejaron los precedentes. Y no parece que haya visos de que algo esté cambiando en tal sentido.

En España, la población envejece a toda prisa. Las últimas proyecciones del Instituto Nacional de Estadística indican que, dentro de 50 años, el 18 % actual de mayores de 65 años se convertirá en el 38 %. Un auténtico vuelco demográfico, que está poco estudiado y que cuando se ha abordado, generalmente se ha enfocado con perspectivas sesgadas, que priorizan determinados aspectos, olvidando otros que son también interesantes. Se suele estudiar, por ejemplo, la repercusión del envejecimiento sobre las pensiones o sobre el sistema de salud, pero apenas se presta atención a las oportunidades que ofrece la sociedad a los jubilados, que aspiran, como los demás ciudadanos, a participar, a ser escuchados y a ser respetados. En España, hay un desaprovechamiento casi absoluto del know how y del talento de las personas mayores. Carece de fundamento jubilarlas socialmente porque muchísimas de ellas disfrutan de unas condiciones físicas e intelectuales que les hacen susceptibles de aportar muchas cosas en ámbitos como el voluntariado, el apoyo al emprendedurismo, la educación, los servicios sociales, la política, etc.

También en estos aspectos estamos todavía muy lejos de Europa. Según el Eurobarómetro, solo un 12% de los mayores de 55 años practica el voluntariado mientras que en Europa lo hace el 27%. Es más, la Estrategia Europa 2020, que diseña un crecimiento sostenible para ese horizonte, considera que la vejez es clave para mantener la competitividad y prioritaria para las políticas europeas de innovación. Y lo asegura basándose en evidencias tales como que las necesidades de la creciente cohorte de mayores se transforman en fuentes de negocio, surgiendo necesidades en la tecnología, en la asistencia personal, en la sanidad, en las infraestructuras o en las finanzas. Todo ello representa nichos para la iniciativa y para el acogimiento de empresas, que todavía no existen pero que deberán existir y que llegarán inevitablemente.

La generación que se está jubilando ahora es la que nació en torno a los años cincuenta del pasado siglo. Somos las personas que luchamos por los derechos y las libertades, los que las estrenamos y seguimos ejerciéndolas en la medida que nos dejan. Quienes peleamos y logramos instaurar el divorcio, la píldora o el aborto. Los nuevos viejos no nos vamos a conformar con ir de vacaciones a Benidorm, con el IMSERSO, a tomar el sol y bailar “los pajaritos”. Los nuevos viejos somos gente más formada, más solvente, económicamente más autónoma y seguramente más longeva y más peleona. Y, además, muchísimos tenemos claro que nuestra identidad se la debemos menos a nuestra edad que al estilo de vida que practicamos. Así que aquí estamos, preparados y dispuestos para lo que haga falta… si nos dejan.

martes, 4 de noviembre de 2014

Halloween.

¿Cómo podían imaginar los druidas que el Samhain o Fiesta del Sol, una de sus principales festividades, generaría una actividad económica tan desorbitada? Este año 2014, se estima que solo en Estados Unidos el negocio vinculado con Halloween ha alcanzado un volumen de 7.400 millones de dólares (alrededor de 6.000 millones de euros), distribuidos entre disfraces, caramelos, desfiles, elementos decorativos, etc. No dispongo de datos sobre Europa, pero las 70.000 fiestas que se programaron en España permiten hacerse una idea de la repercusión del fenómeno por estas latitudes.

Se ha impuesto la celebración de la céltica y secular Noche de las Brujas, que los irlandeses llevaron consigo a Norteamérica cuando emigraron empujados por la hambruna que asoló su país a mediados del siglo XIX, con las catastróficas y conocidas secuelas demográficas, sociales, políticas y económicas. De este modo, una festividad históricamente circunscrita a los países anglosajones, donde se asociaba con bromas macabras, lectura de historias de miedo o con el visionado de películas de terror, se ha convertido en un fenómeno de masas casi universal, que combina las tradiciones celtas y cristianas con el folklore y las leyendas urbanas.

Según algunas interpretaciones, la comunidad celta de Irlanda ligó la celebración del Samhain con el regreso de los espíritus incorpóreos de las personas fallecidas durante el año precedente, buscando cuerpos vivientes para encarnarse en ellos durante un año más, en tanto que única esperanza para lograr la vida eterna. Todo un mundo vinculado con una de las principales emociones de los seres vivos: el miedo. Una emoción primaria caracterizada por una intensa sensación, habitualmente desagradable, provocada por la percepción de un peligro, real o supuesto, presente o futuro, e incluso pretérito. Es un estado afectivo que manifiestan los animales y las personas, que proviene de su aversión natural al riesgo o a la amenaza y que se ha estudiado desde diferentes perspectivas: biológica, neurológica, psicológica, social, cultural... No cabe duda de que el miedo es un fenómeno inherente a la sociedad y de que juega un papel importantísimo en el proceso de socialización de los ciudadanos, siendo, además, un elemento que subyace a la mayoría de los sistemas educativos. Una sencilla constatación evidencia lo dicho: gran parte del sistema normativo de cualquier sociedad se articula sobre el miedo, como se comprueba con una revisión somera de las disposiciones de su derecho penal.

Por otro lado, la filosofía y la ciencia política han señalado el miedo como una característica definitoria de la denominada sociedad posmoderna. Ulrich Beck, uno de los teóricos que ha estudiado este asunto, ha calificado a la sociedad contemporánea como la sociedad del riesgo, argumentando en sus libros que por primera vez en su historia la especie humana se enfrenta a la posibilidad de su propia extinción. Desde la perspectiva antropológica, se ha constatado que el miedo está presente en los textos fundacionales de las diferentes confesiones religiosas. Algunos estudiosos aseguran que las religiones no son generadoras de temor por sí mismas. Segun ellos, lo que lo induce son los discursos políticos a los que apelan para generar el adoctrinamiento. Los miedos emergen, así, como narrativas protectoras que prohíben ciertas prácticas y fomentan otras. Muy especialmente, las religiones monoteístas refuerzan el importante papel del miedo devoto, que denominan “temor de Dios”, desarrollando teologías específicas a tal efecto. Algunas recurren, incluso, a adoctrinar durante el periodo de aprendizaje en la infancia, amenazando con el sufrimiento infinito y eterno si no se cree en sus postulados o no se cumplen sus normas. Otras, especialmente las politeístas, defienden la necesidad de evitar el dolor y el sufrimiento, que es una manera indirecta de abordar las relaciones de las personas con el miedo.

En nuestro contexto, la influencia secular del catolicismo ha hecho que el miedo haya estado y esté presente continuamente en nuestras vidas y que lo percibamos como una gran amenaza. La vida cotidiana estuvo y está permanentemente amenazada, impregnada de un miedo primario y difuso. Lo hemos sentido en infinidad de ocasiones, incluso sin identificar qué lo genera o a quién debemos temer. Cuando era niño, oía hablar a mi familia y a mis convecinos de sus miedos. Temían las tormentas cuando se aproximaba el tiempo de las cosechas, temían las plagas que las arruinaban, les amedrentaban las crecidas del río, les asustaba el granizo y la sequía… La gente tenía miedo a las enfermedades porque arruinaban la vida o la arrebataban, tenía miedo a los desconocidos porque traían malas noticias o porque nada bueno venían a hacer, tenía miedo a las amenazas de los curas en los púlpitos, a los engaños de los tratantes de ganado, a los intermediarios que se llevaban las cosechas y no volvían a pagarlas, etc. Por tener, se tenía miedo hasta de las mudanzas. Nada debía cambiarse, todo debía permanecer como siempre, como era su modo natural, conforme a la ley antigua. Como alguien dijo, en nuestra sociedad muchísimas personas hemos crecido bajo el magisterio del temor. Antes eran unos los motivos y ahora son otros, pero el miedo no ceja. Y tal vez de ahí provenga nuestra escasa capacidad para ser felices, para entregarnos a un presente que, según nos adoctrinaron, nos conducirá indefectiblemente a un futuro que será casi inevitablemente atroz.

El miedo ha sido uno de los aliados más fieles del poder, que intenta siempre que la población viva inmersa en él porque, cuando anida en el cerebro, quebranta la resistencia y paraliza la disidencia. Cuanto más totalitario es el poder, más priva a las personas de libertad porque engendra el temor. En realidad, todos los movimientos de liberación auténticos han sido tentativas para erradicar el miedo que sienten los pueblos.

Hoy no solo perviven los temores tradicionales a la muerte, el infierno, la enfermedad, la vejez, la indefensión, el terrorismo, la guerra, el hambre, las radiaciones nucleares, los desastres naturales o las catástrofes ambientales. A ellos se ha añadido el miedo a los mercados y a su singular ‘dictadura’, que avasalla las costosas conquistas sociales; el miedo a reducir nuestro poder adquisitivo, a quedarnos sin trabajo, al subempleo, a la marginación económica y social. Las nuevas estructuras del poder carecen de rostro y de identidad; y por eso son invulnerables y no cesan de crecer, siendo menos ostentosas que en el pasado pero mucho más omnipresentes.

El miedo contemporáneo nos hace a todos susceptibles de ser dominados por los pocos que poseen la capacidad de generarlo, que nos someten a la legión de miedosos, inyectándonos pasividad a raudales, privatizando nuestras vidas, culpabilizándonos de la involución social y haciéndonos descender cada vez más en la pirámide social que ellos culminan. Recientes estudios sociológicos concluían que la población española está asustada, que el miedo al futuro puede convertirse en una auténtica paralización, asegurando que del pavor podría pasarse a la desesperanza y, desde ella, a la rabia social, que podría agravar exponencialmente el problema. El paso del tiempo no hace sino confirmar tales presagios.

Por desgracia, el miedo auténtico es infinitamente más dramático, habitual y familiar que los disfraces o las bromas en Halloween. Es el producto de una ideología perfectamente estructurada por diseñadores expertos en meter miedo, que tienen acceso pleno a los medios de comunicación y a la información y propaganda que se transmite a través de Internet. Para combatirlo yo no veo otra alternativa que educar en la valentía desde edades tempranas. De ese modo los ciudadanos adquieren e interiorizan actitudes vitales que les capacitan para dominar su afectividad y sus miedos, enfrentándose a las causas que los producen y evitando que les hagan sufrir y adocenarse. En este sentido, tenemos por delante una ardua tarea porque el camino prácticamente está por empezar.