viernes, 19 de mayo de 2023

Soledad

Emilio José cantaba en los años setenta una canción de Julio Reyes y Estéfano Salgado titulada Soledad, cuya letra dice: 

«Soledad, es tan tierna como la amapola/Que vivió siempre en el trigo sola/Sin necesidad de nadie, ay mi soledad/Soledad, es criatura primorosa/Que no sabe que es hermosa/Ni sabe de amor ni engaños, ay mi soledad […] Pero yo la quiero así distinta/Porque es sincera/Es natural como el agua que llega/Corriendo alegre desde el manantial/No sabiendo ni a donde va, que feliz vive mi soledad».

Desde entonces, y aun antes, se han escrito decenas, centenares de canciones, sobre la soledad. Alejandro Sanz (Mi soledad y yo), Laura Pausini (La soledad), Antonio Orozco (Es mi soledad), David de María (El perfume de la soledad), Jorge Drexler (Soledad), Rosana (Si tú no estás aquí). Paul McCartney (No more lonely nights), America (Never be lonely), Celine Dion (All by myself), Rob Thomas (Lonely no more), Elvis Prestley (Are you lonesome tonight?), The Police (Message in a bottle; So lonely), Jon Secada (Otro día más sin verte), Maná (Hundido en un rincón), Joaquín Sabina (Que se llama soledad), Bobby Vinton (Mr. Lonely), Roy Orbison (Only the lonely). Y tantas, tantas otras.

Qué decir de los poetas que han glosado la soledad. Desde Juan Ramón Jiménez a Gabriela Mistral, desde John Keats a Mario Benedetti, desde Rosalía de Castro a Carlos Bousoño, desde Alfonsina Storni a Manuel Acuña o Alejandra Pizarnik, por mencionar algunos. En general, la literatura ha «retratado» el sentimiento de soledad en muchas ocasiones de forma brillante. Recordemos, si no, Viajes por el Scriptorium, de Paul Auster, La habitación vacía, de Emily White, Era la soledad, de Alfredo Conde, El cielo es azul, la tierra blanca, de Hiromi Kawakami o El lobo estepario, de Hermann Hesse. Insisto, solamente por mencionar algunos ejemplos.

La soledad, tal cual la definen las acepciones primera y tercera del DRAE (1. Carencia voluntaria o involuntaria de compañía; y 3. Pesar y melancolía que se sienten por la ausencia, muerte o pérdida de alguien o de algo) es un fenómeno universal, que existe desde que el género humano puebla el planeta. Sin embargo, es innegable que hoy alcanza dimensiones extraordinarias, siendo uno de los grandes problemas a los que se enfrenta la sociedad. Simplemente, releyendo los relatos y las letras de poemas y canciones, repararemos en que hay muchas «soledades», e incluso en que no todas se viven negativamente. Hoy me detendré en una determinada solitud, la denominada soledad no deseada, un sentimiento doloroso con importantes implicaciones para las personas que lo sufren, que surge de la discrepancia entre las relaciones sociales que se tienen y las que se ansían.

El sentimiento de soledad es un fenómeno universal y complejo, que repercute en las emociones que experimentamos y en los procesos cognitivos que desarrollamos. Concierne directamente a los individuos, pero no puede desvincularse de los grupos sociales a los que pertenecen, pues no solo moviliza factores personales sino también otros sociales y culturales, determinados por el contexto existencial y los hábitos de vida. Así pues, en modo alguno cabe considerar a la soledad como asunto de carácter estrictamente personal. Contrariamente, se trata de un fenómeno inducido por múltiples elementos, con innegables condicionantes y repercusiones sociales. Por tanto, cualquier propuesta rigurosa para combatirlo exige el compromiso del conjunto de la sociedad. Todas las personas podemos hacer algo para ayudar a los demás a afrontar sus soledades no deseadas, sean de carácter emocional, por la falta de relaciones de confianza o intimidad; o bien de naturaleza social, por la ausencia de una red comunitaria suficientemente amplia y/o atractiva.

En un estudio publicado recientemente, promovido por la Fundación ONCE, con el rótulo El coste de la soledad no deseada en España, se insiste en que es un fenómeno de importancia creciente, que afecta al 13,4 % de las personas, con especial incidencia en las mujeres. Por otro lado, se estima que 30 millones de ciudadanos de la Unión Europea se sienten solos con frecuencia. Son fundamentalmente adolescentes, jóvenes y personas mayores, a los que se añaden otras con discapacidad, los cuidadores, los inmigrantes y los retornados. Todo ello acarrea importantes consecuencias a nivel individual e induce relevantes costes sociales. A nivel individual, repercute negativamente en el estado anímico, en la satisfacción de las necesidades vitales, en el acceso a los bienes y servicios y, en suma, en la seguridad y en la calidad de vida, siendo un factor de riesgo para la salud mental, la depresión y otras patologías.

A nivel social, la soledad genera costes que afectan directamente a los sistemas de salud y al consumo de medicamentos. Se estima que induce unos gastos anuales de 5600 millones de euros en servicios sanitarios y de casi 500 millones por consumo de fármacos. Además, tiene otros costes para la economía, pues reduce la productividad, estimándose que ocasiona unas pérdidas anuales por encima de los 8000 millones de euros. Así pues, en términos económicos, la soledad no deseada provoca en nuestro país un gasto anual de más de 14.000 millones de euros, equivalente al 1,17 del PIB del año 2021. Solo esta razón, justificaría el empeño por estudiar el asunto con detenimiento y tratar de darle algunas respuestas.

Pero más allá del prosaísmo de la razón económica, me parece pertinente recordar que en los países occidentales entre el 20 y el 40 % de las personas mayores dicen sentirse solas. Concretamente en España, la encuesta de Características Esenciales de la Población y las Viviendas (ECEPOV 2021), del Instituto Nacional de Estadística (INE), refleja que de los casi cinco millones de personas que viven solas, más de dos millones y medio tiene 60 o más años. Y 1,7 millones tienen 70 o más. Por otra parte, la mayor mortalidad biológica de los hombres hace que la soledad tenga predominantemente nombre de mujer. Una de cada tres mayores de 70 años residentes en sus hogares vive sola. A partir de los 80, esas cifras alcanzan el 40 % para las mujeres y el 20 % para los hombres. Me parece que los datos son abrumadores y no requieren comentario alguno. Si acaso, subrayar de nuevo que nos hallamos frente a un problema creciente, vinculado con la mayor esperanza de vida de la población de los países desarrollados. Una realidad que antes o después deberá afrontarse. Por múltiples razones. Por un lado, porque es un lecho de negocio nada despreciable. Aborrezco esta perspectiva, pero es real como la vida misma. Por otro, porque considero que abandonar a cualquiera, pero especialmente a los mayores y discapacitados, a la suerte de su sobrevenida soledad, es una crueldad imperdonable que ninguna sociedad civilizada debiera permitir. Pero no solo debe evitarse dejar a la gente al albur de su suerte, también debería preverse y evitarse que cualquiera viva acompañado de quienes no lo quieren o no lo atienden, o de ambas cosas a la vez. Es más, lamentablemente, sucede a menudo que la soledad de los más indefensos está más relacionada con la pobreza que con la edad. En suma, la mayoría de las observaciones e investigaciones experimentales realizadas disipan toda duda sobre las negativas consecuencias que tiene la soledad para la salud física y mental de las personas. Y ello debería motivar que no solo las familias, sino también todas las administraciones públicas y la sociedad civil en general, se aplicasen con convicción a diseñar y activar iniciativas, políticas, actuaciones y recursos económicos orientados a promover y facilitar la vida social, para que nadie se vea obligado a afrontar sin los medios adecuados su indeseada soledad.

Quisimos aprender la despedida

y rompimos la alianza

que juntaba al amigo con la amiga.

Y alzamos la distancia

entre las amistades divididas.

Para aprender a irnos, caminamos.

Fuimos dejando atrás las colinas, los valles,

los verdeantes prados.

miramos su hermosura

pero no nos quedamos.

(Los adioses, Rosario Castellanos)




sábado, 13 de mayo de 2023

El discreto (y perdurable) encanto de la alpargata

Ocasionalmente me he preguntado por qué los erotómanos prestan tanta atención a los pies, pues me parecen uno de los componentes menos estéticos de la morfología humana. Otras veces me ha interesado la prolongación de esa propensión fetichista hacia elementos propincuos, como los zapatos —especialmente los de tacón— y las medias. Cuando he investigado esos asuntos (siempre breve y superficialmente) he descubierto que la seducción por los pies (nos parezca atractiva o aberrante) es una pulsión que motiva por igual a artistas y onanistas. Pero no solo los pies, también el calzado estimula su fascinación, hasta el punto de llegar a ser uno de los fetiches más populares. Quizá ello lo convierte en uno de los complementos más tradicionales de la moda erótica. Obviamente, aludo a una idolatría de sesgo varonil, pues escasean las mujeres interesadas por los pies de los hombres. De hecho, en los foros dedicados a este asunto, confiesan abiertamente que no les prestan atención, aun cuando admiten que un hombre descalzo puede resultarles sexy, pero siempre considerado en su conjunto. Es más, aseguran apreciar mucho más las manos de una determinada persona que sus pies.

Así pues, aunque aparente ser una banalidad, la historia del calzado es mucho más relevante de lo que pudiera imaginarse. Es difícil suponer cómo sería nuestra vida sin una prenda que nos protege los pies y que nadie sabe quién la inventó, ni cuándo lo hizo. Pese a ello, no cabe duda que ocurrió en la prehistoria, pues pinturas rupestres con una antigüedad de 15.000 años representan varones ataviados con una especie de botines y una mujer que calza algo parecido a unas botas de piel.

Por otro lado, predomina la opinión de quienes consideran que el origen del calzado fueron las sandalias. En el Antiguo Egipto se confeccionaban con paja trenzada y hojas de palmera y eran de exclusivo uso masculino, estando vedadas para las mujeres y los esclavos. Sin embargo, solo tenían un uso ceremonial, pues la tendencia a caminar descalzos perduró durante muchos siglos. Sin embargo, en Mesopotamia, cuna de la civilización sumeria, constituyeron el calzado por antonomasia.

Homero describe a los héroes griegos con lujosas sandalias y, posteriormente, el historiador Pausanias insiste en que solo los dioses debían calzarlas doradas. Por su parte, los ciudadanos del imperio romano utilizaban una especie de chinelas para desplazarse por el interior de sus casas. Eran las denominadas solae, unas simples suelas de cuero unidas al pie mediante correas y sujetas con lazos y cintajos. Por cierto, los romanos acostumbraban a combinar el calzado con el atuendo. Así, por ejemplo, con la toga usaban el calceus, que es una especie de borceguí de empeine recortado en varias tiras de cuero, que se anudaba sobre el tobillo y que puede apreciarse en un sinnúmero de las estatuas de la época. Y los patricios calzaban el mulleus de cuero rojo, anudado a la pantorrilla, con su media luna decorativa sobre el cuello del pie.

Durante el clasicismo, el zapato rojo de mujer era atuendo característico de las cortesanas romanas. Así fue hasta que, en el siglo III, el emperador Aureliano decidió compartir esa costumbre, iniciando una tradición que adoptarían posteriormente los papas que, como sabemos, todavía calzan sus características babuchas coloradas.

En todo caso, cuanto vengo relatando alude a una categoría de calzado que pudiera denominarse abierto, ajena a lo que hoy conocemos como zapato. Este comenzó su larga y ubérrima evolución a finales del siglo IV, consolidándose en el mundo bizantino tras la caída del Imperio Romano de Occidente. Allí florecieron los zapatos cerrados y las chinelas de cuero marrón o negro. Pero esto es harina de otro costal. De modo que volvamos al tiempo presente.

Hace menos de un año que el matrimonio Biden llegaba a Madrid para participar, él, en una cumbre de la OTAN; y, ella, para llevar a cabo otros actos protocolarios. La primera dama de los EE. UU. quiso aprovechar su tiempo libre para ir de compras por el genuino barrio de Salamanca. Calzaba unas zapatillas con cuñas negras anudadas al tobillo, de una de las marcas que conforman el armario de la reina Letizia: la firma española Castañer. La reina no es la única royal que utiliza las alpargatas por las que ahora se decanta la primera dama de los EE. UU.; Kate Middleton, Meghan o la princesa Sofía de Suecia las han lucido en más de una ocasión. De modo que los diseños de Castañer se han convertido en un imprescindible para las casas reales y también para una larga lista de celebridades. Su origen se remonta a 1776, cuando el artesano Rafael Castañer empezó a elaborar y vender alpargatas. No fue hasta 1927 cuando Luis Castañer fundó la firma con su primo Tomás Serra, en un pequeño taller de Bañolas, diseñando el calzado que tradicionalmente llevaban los payeses para trabajar en el campo.  En los años cincuenta, la siguiente generación empezó a experimentar con el modelo clásico y a reinventar su estética, logrando hacerse un hueco entre la clase media catalana y entre el exclusivo turismo europeo que visitaba entonces las costas españolas. De hecho, Salvador Dalí se paseaba por Figueres con un par de alpargatas de la firma; y actrices como Grace Kelly y Catherine Deneuve también comenzaron a usar sus diseños. El gran salto llegó en los años setenta, cuando conocieron a Yves Saint Laurent, que buscaba algún artesano que le hiciera un modelo específico de alpargata. Elaboraron uno de color rojo con cuña (la primera alpargata con cuña de la historia), que Saint Laurent subió a la pasarela y supuso el despegue definitivo de la marca, que además ha fabricado alpargatas para firmas como Chanel, Hermès, Christian Dior o Louis Vuitton, vendiendo sus propias colecciones en diferentes países. Ciertamente, poco queda en los nuevos diseños de los detalles característicos de las alpargatas que calzaban los agricultores de antaño, excepto el uso de materiales naturales, la producción artesanal y la tradición, que siguen siendo sus señas de identidad. También en Cataluña, han surgido otras firmas, como Naguisa, que contribuyen a revalorizar la alpargata difundiéndola en los mercados coreanos, italianos y estadounidenses.

A estas alturas de la carrera, mi lascivia se prodiga con escasez y no encuentra especial atractivo en los terrenos podológicos. Al contrario, diría que los atributos que exhibe esa parcela anatómica (juanetes, callos, durezas, verrugas…), tan evidentes como abundantes, no son precisamente abalorios que estimulen mis apetitos carnales. Tal vez por eso entiendo, y hasta comparto, el nuevo frenesí zapatillero. Nada mejor que unas buenas zapatillas, cómodas, frescas y estilosas, para distraer con su encanto tan inevitables e indeseadas anomalías. Lo que sí me atrapa a menudo es la propensión a recorrer descalzo tanto los espacios domésticos como los asilvestrados. Y hasta parece que mi familia ha heredado ese inveterado gusto, pues tanto mi hijo como mis nietos, cuando llegan a su casa, sea verano o invierno, haga frío o calor, lo primero que hacen es quitarse los zapatos o las zapatillas.



jueves, 4 de mayo de 2023

Crónicas de la amistad: Santa Pola (47)

«La felicidad no es una estación a la que se llega, sino una manera de viajar».

[Margaret L. Rumbeck, 1905-1956]



Pascual se inclinó hoy por la vía heterodoxa. Obvió, con fundado criterio, la faceta cultural, pues ya estaba suplida con su previa, vehemente y sabia recomendación para ver y escuchar el Concierto para Europa, que dio el pasado día uno en la Sagrada Familia de Barcelona la Orquesta Filarmónica de Berlín, acompañada del Orfeó Català y de otros intérpretes de proyección internacional. De manera que, coherentemente, decretó que nuestro encuentro se iniciaría en el bar Los Curros. Nos había convocado a las 12:30 horas y, como acostumbramos, todos estábamos allí, excepto Antonio García, al que limitan obligaciones sobrevenidas que debe atender. Tampoco llegó Elías, que pronto hará un año que se ensimismó y vive distraído en su mundo; y también en el que delimita el afecto de nuestros corazones. Domingo nos seguía telemática y atentamente desde Ibiza, ocupado en la tediosa rehabilitación de su pierna. Nos hallábamos en un establecimiento señero de la villa y puerto, situado justo detrás de la vetusta y párvula Lonja, en la playa de Levante, dispuestos a consumir las primeras cervezas mirando al mar y a Tabarca, como sugirió el anfitrión. Inmejorable escenario para desplegar este primer acto de nuestra particular comedia. Más si cabe, hoy, que amaneció un día primaveral y rutilante.

La coyuntura me viene pintiparada para ensayar un nuevo excurso —a los que, como sabéis, tanta proclividad tengo— e intentar suplir con él la omisión de la faceta sociocultural del encuentro. De modo que os daré «la brasa» con ciertas reflexiones sobre la vejez y la felicidad, asuntos ambos que nos atañen ineludiblemente. De hecho, hace algún tiempo que la primera va siendo nuestro estado natural. Y la segunda es una universal e irrenunciable aspiración de cuantos componemos el género humano.

Los argumentos que reproduzco radican en los resultados de sendas investigaciones académicas. La primera, sirvió para redactar la tesis doctoral que, en 2014, defendió una joven doctoranda en la Universidad de Granada con el título Correlatos psicosociales de la felicidad en la vejez: predictores y perfiles multidimensionales. Un trabajo referido a las vinculaciones entre la vejez y la felicidad, cuyas principales conclusiones subrayan que los niveles de felicidad de las personas mayores son moderadamente altos, precisando que las variables sociodemográficas no predicen el bienestar subjetivo, mientras que sí lo hacen otras de tipo psicosocial. Los mayores que se sienten felices tienen buena salud, se desenvuelven razonablemente en las rutinas cotidianas, disponen de recursos psicosociales para el bienestar y les afectan pocos acontecimientos estresantes. Por el contrario, quiénes tienen problemas de salud, intenso malestar emocional y alto riesgo de inconvenientes futuros, aunque estén rodeados de amigos y familiares que los apoyen, son escasamente felices. Así pues, la autoeficacia se revela como una fuente muy potente para asegurar la felicidad de las personas mayores, aunque sus efectos los maticen el apoyo social que reciben y su propio optimismo. Este último, tiene un valor nuclear, hasta el punto de que es el auténtico regulador final de los efectos conjuntos de la autoeficacia, del bienestar psicológico y de los recursos psicosociales. En consecuencia, no puedo sino proponer nuevamente la activa militancia en el radical optimismo antropológico rousseauniano.

Mayor amplitud y ambiciones tiene el trabajo sobre la felicidad, que dirige actualmente el psiquiatra estadounidense y profesor de la Universidad de Harvard Robert Waldinger. Esa investigación comenzó en Boston, en 1938, con participación de unos 700 jóvenes de diferentes estratos sociales, y todavía sigue activa. Ello ha permitido indagar en la vida de miembros de la misma familia a lo largo de más de 80 años. En total, han participado más de 2000 personas. Sus conclusiones han revolucionado el mundo de la psiquiatría y las terapias psicológicas. Relacionado con todo ello, Waldinger acaba de publicar Una buena vida (Planeta), libro que algunos consideran el manual definitivo sobre el bienestar emocional, pese a lo difícil que resulta alcanzar el consenso en estos asuntos. En todo caso, por ofrecer alguna referencia, subrayaré que su charla TED sobre la felicidad es una de las más populares de la plataforma, con 45 millones de visionados. Y precisamente, sobre este asunto, quiero compartir algunos de sus jugosos comentarios.

En una reciente entrevista para El Correo Vasco, le preguntaron al meritado profesor por el secreto de la felicidad. No dudó en afirmar que son dos: la salud y las relaciones personales, es decir, tener buenos amigos, una vida familiar satisfactoria, etc. Nada sorprendente por otro lado, más allá de la íntima satisfacción que produce saber que, si tienes buenos amigos, como es el caso, vas a gozar de una vida más saludable, envejecerás mejor y vivirás más, serán menores tus probabilidades de sufrir una enfermedad coronaria, diabetes, artritis, etc. Quién nos lo iba a decir: nuestra amistad, y la que mantenemos con terceros, nos hacen unos privilegiados, pues parece que la longevidad está muy influída por la gente con la que nos relacionamos. Y ello no debe considerarse una afirmación apresurada o gratuita, pues se trata de una constatación respaldada por evidencias científicas.

Efectivamente, está demostrado que las relaciones sociales nos ayudan a controlar el estrés. Cuando nos sucede algo desagradable, nos aceleramos: aumentamos el ritmo cardíaco y la tensión, el cuerpo entra en modo de lucha o huida…, en definitiva, hace lo que debe hacer para enfrentarse a los retos. Pero cuando se elimina el factor estresante, necesitamos que vuelva al equilibrio lo más rápidamente posible. A tal efecto, si algo nos perturba y podemos compartir con otros nuestra inquietud, bien directamente o bien por otros medios, conseguimos calmarnos. Si no es así, o no nos apetece participar el problema, permanecemos en modo de lucha o huida demasiado tiempo, con las hormonas circulando por la sangre generando mayores niveles de inflamación. Es un estrés de baja intensidad, pero acumulativo. Y nos desgasta gradualmente, afectando a muchos órganos a largo plazo. De ahí que pueda deducirse que vivir en soledad acorta la vida, porque la soledad es un detonante del estrés. Y no cabe olvidar que una de cada tres personas se siente sola.

Por otro lado, la idea de ser feliz, en tanto que aspiración vital, e incluso como una obligación, es relativamente nueva. Nuestros abuelos ni se planteaban tal asunto. Lo que les motivaba era tener una vida con un propósito, que, por cierto, muchas veces resulta el auténtico motor de la felicidad. Podemos preguntarnos si eran más o menos felices que nosotros. La respuesta es relativamente simple: cada época tiene sus propias miserias y desafíos; pero nunca es tarde para ser feliz. De hecho, cuantos más años vas cumpliendo, más consciente eres de la importancia que tiene disfrutar de la vida y hacer cosas que te hagan sentir bien. Y, por supuesto, de prescindir de las que no te satisfacen, ni te aportan nada. 

Waldinger concluye diciendo que una vida buena es una vida complicada. Una sentencia con la que concuerdo plenamente, porque es coherente con una visión compleja de las cosas, contraria al maniqueísmo y a las alternativas simplistas imperantes, que pretenden abrazar un conocimiento que no es tal. Nadie es feliz todo el tiempo, aunque tengamos esa impresión cuando encendemos la TV u ojeamos las redes sociales. La buena vida consiste en disfrutar de lo bueno y que no te hunda lo malo. Tener buenas relaciones nos ayuda a procesar mejor las emociones difíciles. Como seres sociales que somos, resulta más seguro estar en un grupo que vivir aisladamente. Estoy absolutamente convencido.

Más allá de estas disquisiciones, que no sé si son dulcificadas diatribas o bienintencionadas peroratas, lo cierto y verdad es que hoy estábamos emplazados en Santa Pola, en el inmemorial Portus Ilicitanus, en el pueblo donde alumbraron a Pascual, nuestro amigo y anfitrión. En un reciente artículo, publicado en la revista La Rella, estudiosos del Museo del Mar de esta localidad y de la Universidad de Alicante reflexionaban acerca de las nuevas investigaciones y la socialización del conocimiento sobre tan antiguo lugar. Dicen estos académicos que el Portus Ilicitanus —ancestro de la actual población— y su entorno geográfico inmediato es un ámbito que estuvo perfectamente referenciado en las fuentes antiguas. El sinus ilicitanus, identificable con la franja de mar comprendida entre el cabo de Santa Pola y el cabo Cervera, es la denominación que se dio al ámbito marítimo de influencia de Ilici en las reseñas de Plinio el Viejo y Pomponio Mela. Más específicamente, la referencia concreta al Portus Ilicitanus la hace Claudio Ptolomeo cuando menciona el Ἰλλικιτάνος Λιμήν (Ilikitanos limen).

Si bien es cierto que, en ocasiones, este asentamiento se ha identificado con los topónimos Alonís/Alonai/Allon, hoy, los investigadores mencionados consideran que está fuera de toda duda que esta localización debe asociarse con la Vila Joiosa (el poble del nostre amic Tomàs). El debate sobre la ubicación de Alonís/Alonai/Allon ha sido muy rico y extenso, pero la reinterpretación de las fuentes escritas y las recientes evidencias arqueológicas permiten descartar definitivamente la eventual identificación de este topónimo con el Portus Ilicitanus. En consecuencia, la evolución de este núcleo portuario debe relacionarse con el nacimiento y desarrollo de la Colonia Iulia Ilici Augusta, a cuyo territorium perteneció.

En alguna ocasión, Pascual nos ha ilustrado sobre la creación del primer ayuntamiento de la villa, como municipio independiente de Elche, ciudad de la que había formado parte desde tiempo inmemorial. Al amparo de la Constitución de Cádiz —y como instrumento para acabar con las prerrogativas de la jurisdicción señorial— se abrió la posibilidad de que las villas con más de mil almas pudieran constituirse en municipios y dotarse de sus propios órganos de gobierno y administración. La segregación definitiva se consiguió en 1835, tras un largo y a veces enconado proceso, en el que, finalmente, se impuso el empeño de los santapoleros a las dificultades que avivaron los munícipes ilicitanos.

Pues bien, como decía, transcurría el mediodía y nos hallábamos en lo que podría considerarse el vértice noroccidental del triángulo escaleno invertido, delimitado por los cabos de Santa Pola y Cervera, y la isla de Tabarca. Justo en el bar Los Curros, en primera línea de playa de levante. Un clásico en la villa desde hace muchos años. Allí nos han ofrecido sendas raciones y tapas de ensaladilla, pulpo a la plancha, calamares a la andaluza y «gambosí», especialidades que hemos degustado ávidamente mientras perdíamos la vista sobre un telón de fondo majestuoso: la luminosa acuarela teñida por solidísimas modulaciones de azules «segrellescos», sobre las que se recortaban las siluetas de las prolíficas edificaciones tabarquinas. Teniendo permanentemente a la vista este espléndido paisaje, hemos liquidado con codicia estas primeras cervezas y píos, entre animadas conversaciones y ocurrentes chascarrillos.

Recuperadas las fuerzas, nos hallábamos en disposición de recorrer los escasos cien metros que separan el bar del Restaurante La Cofradía, otro reputado establecimiento, casi enfrentado al primero, entre los que se interpone el inefable y varado barco museo Esteban González, nombre que corresponde a su propietario y donante, que nada tiene que ver con el ínclito y homónimo político del PP valenciano. Tras sortear el inconveniente con cierto desdén, nos hemos adentrado en el refectorio. También en este caso se trata de un lugar gestionado por buenos hosteleros, que ofrecen una cocina honesta, con predominio de los sabores de la terreta, que es lo mismo que decir una oferta gastronómica basada en los arroces y el pescado. Nos ha recibido Pedro Ruiz, el regente, un cocinero reconocido y amable. Pascual había acordado con él un menú especial compuesto por ensalada Cofradía, calamares, zeppelines, fritura de pescado, gamba blanca hervida y gambitas rojas a la plancha. De plato principal ofrecían arroz meloso de «gatet», pescado o carne. En síntesis, el aperitivo más que discreto y el arroz, excelente. La carta de postres incluía una amplia oferta, aunque nos hemos decantado mayoritariamente por la milhojas de crema con profiteroles y por la piña natural. Todo ello ha sido convenientemente regado con cervezas, un crianza Pago de los Capellanes, agua y cafés. El servicio: excelente.

Hemos desechado comer en el salón, optando por hacerlo en una terraza cerrada, que nos han recomendado con inmejorable criterio. Tras los postres nos hemos desplazado a otra adyacente para completar la sobremesa y despedir el encuentro con las ineludibles canciones. Antonio Antón había preparado una claqueta inclusiva de piezas recurrentes y otras novedosas. Ha abierto su primoroso y privativo concierto con Que tinguem sort (Llach), a petición de Tomás, a la que han seguido temas como La vall del riu vermell y Hora negra. Una trilogía de Raimon (Diguem no, Al vent, Si un día vols) ha dado paso a temas más desenfadados como Rosas en el mar (Aute) y Lalala (De la Calva y Arcusa), para rematar con la carga emocional que incorporan Qué va a ser de ti (Serrat), la Cançó de l'enyor y Vaixell de Grècia (Llach). En síntesis, hemos degustado otro excepcional e impagable concierto del nostre amic Antonio.

Así pues, hoy, como otras veces, hemos compartido una copiosa comida, aunque no menos generosa ha sido la liberalidad con que hemos prodigado momentos deliciosos, acertadas ocurrencias, alguna discusión, risas e instantes irrepetibles y abrazos irremplazables. La amistad emerge de nuevo como alimento indispensable, como la fruta, las verduras, la pasta o el pescado. Aflora desde una fuente inagotable y se revela como un nutriente esencial, casi como lo es el agua. La amistad, esa suerte de pócima que no cesa de procurarnos relaciones significativas, que no son sino las que nos permiten compartir lo bueno para hacerlo mejor, y también lo menos bueno para transformarlo en más liviano. La próxima oportunidad se nos brindará en Alacant y será pronto. Un enorme abrazo para todos.

PS
Se me olvidaba, Tomás nos obsequió a cada cual una tarta elaborada por la vilera Pastelería Maja, que está sencillamente gloriosa. Un manjar exquisito. Gracias, nuevamente, amigo.