viernes, 19 de mayo de 2023

Soledad

Emilio José cantaba en los años setenta una canción de Julio Reyes y Estéfano Salgado titulada Soledad, cuya letra dice: 

«Soledad, es tan tierna como la amapola/Que vivió siempre en el trigo sola/Sin necesidad de nadie, ay mi soledad/Soledad, es criatura primorosa/Que no sabe que es hermosa/Ni sabe de amor ni engaños, ay mi soledad […] Pero yo la quiero así distinta/Porque es sincera/Es natural como el agua que llega/Corriendo alegre desde el manantial/No sabiendo ni a donde va, que feliz vive mi soledad».

Desde entonces, y aun antes, se han escrito decenas, centenares de canciones, sobre la soledad. Alejandro Sanz (Mi soledad y yo), Laura Pausini (La soledad), Antonio Orozco (Es mi soledad), David de María (El perfume de la soledad), Jorge Drexler (Soledad), Rosana (Si tú no estás aquí). Paul McCartney (No more lonely nights), America (Never be lonely), Celine Dion (All by myself), Rob Thomas (Lonely no more), Elvis Prestley (Are you lonesome tonight?), The Police (Message in a bottle; So lonely), Jon Secada (Otro día más sin verte), Maná (Hundido en un rincón), Joaquín Sabina (Que se llama soledad), Bobby Vinton (Mr. Lonely), Roy Orbison (Only the lonely). Y tantas, tantas otras.

Qué decir de los poetas que han glosado la soledad. Desde Juan Ramón Jiménez a Gabriela Mistral, desde John Keats a Mario Benedetti, desde Rosalía de Castro a Carlos Bousoño, desde Alfonsina Storni a Manuel Acuña o Alejandra Pizarnik, por mencionar algunos. En general, la literatura ha «retratado» el sentimiento de soledad en muchas ocasiones de forma brillante. Recordemos, si no, Viajes por el Scriptorium, de Paul Auster, La habitación vacía, de Emily White, Era la soledad, de Alfredo Conde, El cielo es azul, la tierra blanca, de Hiromi Kawakami o El lobo estepario, de Hermann Hesse. Insisto, solamente por mencionar algunos ejemplos.

La soledad, tal cual la definen las acepciones primera y tercera del DRAE (1. Carencia voluntaria o involuntaria de compañía; y 3. Pesar y melancolía que se sienten por la ausencia, muerte o pérdida de alguien o de algo) es un fenómeno universal, que existe desde que el género humano puebla el planeta. Sin embargo, es innegable que hoy alcanza dimensiones extraordinarias, siendo uno de los grandes problemas a los que se enfrenta la sociedad. Simplemente, releyendo los relatos y las letras de poemas y canciones, repararemos en que hay muchas «soledades», e incluso en que no todas se viven negativamente. Hoy me detendré en una determinada solitud, la denominada soledad no deseada, un sentimiento doloroso con importantes implicaciones para las personas que lo sufren, que surge de la discrepancia entre las relaciones sociales que se tienen y las que se ansían.

El sentimiento de soledad es un fenómeno universal y complejo, que repercute en las emociones que experimentamos y en los procesos cognitivos que desarrollamos. Concierne directamente a los individuos, pero no puede desvincularse de los grupos sociales a los que pertenecen, pues no solo moviliza factores personales sino también otros sociales y culturales, determinados por el contexto existencial y los hábitos de vida. Así pues, en modo alguno cabe considerar a la soledad como asunto de carácter estrictamente personal. Contrariamente, se trata de un fenómeno inducido por múltiples elementos, con innegables condicionantes y repercusiones sociales. Por tanto, cualquier propuesta rigurosa para combatirlo exige el compromiso del conjunto de la sociedad. Todas las personas podemos hacer algo para ayudar a los demás a afrontar sus soledades no deseadas, sean de carácter emocional, por la falta de relaciones de confianza o intimidad; o bien de naturaleza social, por la ausencia de una red comunitaria suficientemente amplia y/o atractiva.

En un estudio publicado recientemente, promovido por la Fundación ONCE, con el rótulo El coste de la soledad no deseada en España, se insiste en que es un fenómeno de importancia creciente, que afecta al 13,4 % de las personas, con especial incidencia en las mujeres. Por otro lado, se estima que 30 millones de ciudadanos de la Unión Europea se sienten solos con frecuencia. Son fundamentalmente adolescentes, jóvenes y personas mayores, a los que se añaden otras con discapacidad, los cuidadores, los inmigrantes y los retornados. Todo ello acarrea importantes consecuencias a nivel individual e induce relevantes costes sociales. A nivel individual, repercute negativamente en el estado anímico, en la satisfacción de las necesidades vitales, en el acceso a los bienes y servicios y, en suma, en la seguridad y en la calidad de vida, siendo un factor de riesgo para la salud mental, la depresión y otras patologías.

A nivel social, la soledad genera costes que afectan directamente a los sistemas de salud y al consumo de medicamentos. Se estima que induce unos gastos anuales de 5600 millones de euros en servicios sanitarios y de casi 500 millones por consumo de fármacos. Además, tiene otros costes para la economía, pues reduce la productividad, estimándose que ocasiona unas pérdidas anuales por encima de los 8000 millones de euros. Así pues, en términos económicos, la soledad no deseada provoca en nuestro país un gasto anual de más de 14.000 millones de euros, equivalente al 1,17 del PIB del año 2021. Solo esta razón, justificaría el empeño por estudiar el asunto con detenimiento y tratar de darle algunas respuestas.

Pero más allá del prosaísmo de la razón económica, me parece pertinente recordar que en los países occidentales entre el 20 y el 40 % de las personas mayores dicen sentirse solas. Concretamente en España, la encuesta de Características Esenciales de la Población y las Viviendas (ECEPOV 2021), del Instituto Nacional de Estadística (INE), refleja que de los casi cinco millones de personas que viven solas, más de dos millones y medio tiene 60 o más años. Y 1,7 millones tienen 70 o más. Por otra parte, la mayor mortalidad biológica de los hombres hace que la soledad tenga predominantemente nombre de mujer. Una de cada tres mayores de 70 años residentes en sus hogares vive sola. A partir de los 80, esas cifras alcanzan el 40 % para las mujeres y el 20 % para los hombres. Me parece que los datos son abrumadores y no requieren comentario alguno. Si acaso, subrayar de nuevo que nos hallamos frente a un problema creciente, vinculado con la mayor esperanza de vida de la población de los países desarrollados. Una realidad que antes o después deberá afrontarse. Por múltiples razones. Por un lado, porque es un lecho de negocio nada despreciable. Aborrezco esta perspectiva, pero es real como la vida misma. Por otro, porque considero que abandonar a cualquiera, pero especialmente a los mayores y discapacitados, a la suerte de su sobrevenida soledad, es una crueldad imperdonable que ninguna sociedad civilizada debiera permitir. Pero no solo debe evitarse dejar a la gente al albur de su suerte, también debería preverse y evitarse que cualquiera viva acompañado de quienes no lo quieren o no lo atienden, o de ambas cosas a la vez. Es más, lamentablemente, sucede a menudo que la soledad de los más indefensos está más relacionada con la pobreza que con la edad. En suma, la mayoría de las observaciones e investigaciones experimentales realizadas disipan toda duda sobre las negativas consecuencias que tiene la soledad para la salud física y mental de las personas. Y ello debería motivar que no solo las familias, sino también todas las administraciones públicas y la sociedad civil en general, se aplicasen con convicción a diseñar y activar iniciativas, políticas, actuaciones y recursos económicos orientados a promover y facilitar la vida social, para que nadie se vea obligado a afrontar sin los medios adecuados su indeseada soledad.

Quisimos aprender la despedida

y rompimos la alianza

que juntaba al amigo con la amiga.

Y alzamos la distancia

entre las amistades divididas.

Para aprender a irnos, caminamos.

Fuimos dejando atrás las colinas, los valles,

los verdeantes prados.

miramos su hermosura

pero no nos quedamos.

(Los adioses, Rosario Castellanos)




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