viernes, 5 de junio de 2020

Grande-Marlaska

Si hay un político que está hoy en la picota es, sin duda, el ministro Fernando Grande-Marlaska (Bilbao, 1962). Ni siquiera el Presidente del Gobierno, auténtica bestia negra para las derechas de este país (pero no solo, también para bastantes de sus correligionarios), concita la animadversión que despierta en ellas el actual Ministro del Interior que, por cierto, al menos hasta hace bien poco era uno de los suyos. ¿Será por aquello de que no hay mejor cuña que la de la misma madera?

A poco que se consulten las hemerotecas se contrastarán las noticias que acompañaron su designación como ministro de la Policía y de la Guardia Civil.  Se decía entonces, apenas dos años atrás, que Marlaska, vocal del sector conservador del Consejo General del Poder Judicial, se levantó como tal  y se acostó ministro de un Gobierno socialista. Sí, el inicuo Pedro Sánchez había elegido, y había logrado convencer para que regentase el departamento de Interior, a un juez aupado por el Partido Popular al Consejo General del Poder Judicial. Un magistrado que defendía, a la sazón, que en los Centros de Internamiento de Extranjeros no se vulneraban los derechos fundamentales, y que firmó un voto particular defendiendo que, apartar a Enrique López y a Concepción Espejel de los juicios de Gürtel y de la caja B del PP, por su proximidad a ese partido entonces en el Gobierno, fue fruto de una campaña mediática. ¿Qué ha podido suceder para que alguien que decretó el sobreseimiento libre de la cúpula militar de la etapa de Federico Trillo en la catástrofe del Yak-42 (2003), y que integró una terna de candidatos conservadores patrocinados por la Moncloa para suceder a Consuelo Madrigal al frente de la Fiscalía General del Estado (2016) sea ahora el foco de las iras de quienes antes le auparon con tanta convicción? 

Hagamos un poco de memoria. Marlaska llegó a la Audiencia Nacional en 2004, aunque fue al año siguiente cuando su figura se hizo mediática al hacerse cargo interinamente del Juzgado de Baltasar Garzón, que disfrutaba una licencia por estudios en Norteamérica. Este era entonces el instructor preferido por la Policía Nacional y la Guardia Civil para las causas de terrorismo y Marlaska no se apartó un pelo de ese camino. De hecho, los mandos de la lucha antiterrorista consideraban al magistrado un fiel colaborador en su combate contra ETA y los abogados de los etarras lo señalaban continuamente, acusándole de ignorar las denuncias por torturas. 

Cuando en 2006 regresó Garzón a su juzgado, Grande-Marlaska fue adscrito a la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, responsabilizándose del Juzgado Central de Instrucción 3, que instruyó el caso del Yak-42, que, recordemos, archivó por no encontrar “responsabilidad penal relevante” en la cúpula militar del Ministerio de Defensa que dirigía Federico Trillo. No obstante, la Sala de lo Penal corrigió su decisión y la causa llegó a juicio, con el resultado de todos conocido.

En 2012, el Consejo General del Poder Judicial (de mayoría progresista) eligió a Marlaska para presidir la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional. Un auténtico avispero, que se prolonga hasta hoy. Ese enfrentamiento se visibilizó especialmente en la mencionada recusación de Enrique López y Concepción Espejel por su proximidad al PP. De hecho, se dice que el enfrentamiento entre los jueces de la Sala de lo Penal anuló sus posibilidades de ser elegido fiscal general del Estado. En 2017, el Partido Popular lo propuso como vocal del Consejo General del Poder Judicial, que adoptaba un nuevo modelo de organigrama, diseñado por Carlos Lesmes, en el que una comisión permanente actuaba como puente de mando. El presidente y siete vocales tenían capacidad de adoptar decisiones sin necesidad de convocar el pleno. Y en ese núcleo duro se integró al juez Marlaska, que tuvo que abandonar la Presidencia de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional. 

Con los antecedentes mencionados, entre otros, es difícil de entender la animadversión que ha concitado el ministro Marlaska entre los partidos de la derecha en tan corto espacio de tiempo. Probablemente es una actitud en la que, al margen de las cuestiones personales, que las habrá, confluyen dos elementos estructurales de capital importancia. Por un lado el juez dirige un departamento que tiene ante sí dos grandes retos: poner orden en la Policía Nacional y afrontar los cambios que determinados sectores piden que se hagan en la Guardia Civil. Un desafío importante que el ministro ha puesto en marcha recuperando el organigrama que diseñó Pérez Rubalcaba, para sustituir a las estructuras que dejaron Jorge Fernández Díaz y Juan Ignacio Zoido, bajo cuyos mandatos las fuerzas del orden vivieron algunos de los episodios más polémicos de su historia (policía patriótica, cloacas del Estado, referéndum independentista del 1 de octubre de 2017). Pese a que Grande-Marlaska llegó al ministerio con el marchamo de persona querida por los servicios de información y contra el crimen organizado, así como por las élites de la Guardia Civil y de la Policía Nacional, es evidente que, en tanto que ministro socialista, debe lidiar con la sempiterna diatriba entre progresismo y orden. Difícil cuestión en la que además confluyen flecos colaterales embarazosos como armonizar los desempeños de Policía Nacional, Guardia Civil, Ertxaintza y Mossos d’Esquadra. Todo un enjambre de problemas territoriales, competenciales, disensos y luchas intra y extracorpóreos, etc.

Por otro lado, a lo anterior, que no es poco, se le suma el clima general de violencia y crispación que impera en el Parlamento y en la vida pública, con su reflejo multiplicado por los medios de comunicación y las redes sociales. Como no hay elecciones generales en el horizonte, parece que la oposición de las derechas ha decretado barra libre para crispar el ambiente político. Se ha estimulado la irritación hasta tales niveles que se está concitando la censura generalizada de la inmensa mayoría de los ciudadanos, que consideran que el comportamiento de estos políticos empieza a ser un peligro para la democracia. La estrategia que despliega el PP está clara: pasarle a Vox por la derecha y acentuar la desconfianza en el gobierno de coalición PSOE-Unidas Podemos para intentar que se despeñe el próximo otoño. Tal pretensión cuenta con la ayuda adicional (en cierto modo involuntaria y en su totalidad inestimable) de una inédita versión de la pinza política que integran la Comunidad de Madrid y la Generalitat de Cataluña.

Me parece que el agrio e insistente cuestionamiento de la gestión del ministro Marlasca y la brega que lleva a cabo en su departamento tienen menos que ver con su eficiencia como gobernante y con cuestiones personales o hipotéticas permutas ideológicas que con el interesado ruido mediático que acompaña el modo de hacer política de las derechas, cuando están en la oposición.

Tampoco considero ajena a ello la lucha encarnizada por el control de los aparatos del Estado que libran quienes aspiran a seguir ejerciéndolo y quienes pretenden evitarlo. A lo anterior habría que añadir los preparativos que se hacen de cara a un otoño caliente, no solo por la posibilidad de que repunte el Covid19 y de que haya que gestionar otra vez escenarios de incertidumbre con desenlaces inciertos, sino porque es el horizonte de referencia para la aprobación de los presupuestos generales para 2021, de cuya tramitación depende no solo el futuro del ministro del Interior sino el de la XIV Legislatura y el del propio Gobierno.