sábado, 19 de abril de 2014

Deseadito.

No sé si la venganza debe servirse fría, pero no tengo la menor duda de que la emoción hay que vivirla al instante. Domingo, 7 de julio, San Fermín. Primer encierro de 2013. Toros de Alcurrucén, con fama de nobles y rápidos. Un encierro peligroso por multitudinario, con un toro castaño, de nombre Deseadito, que se quedó solo y alargó la carrera hasta los cuatro minutos y seis segundos, aunque sin embestir a los mozos. “Perdonavidas” le apodaron algunos, vista su cordura frente a la montonera que se encontró poco antes de enfilar el callejón de acceso a la plaza. Los vio tan indefensos que se detuvo, los asustó más de lo que estaban, miró hacia atrás y, cuando se despejó un poco el paso, prosiguió su camino hacia el ruedo. Ni hubo heridos por asta de toro. Sin duda, milagros del Santo, patrón del capote, especialista en atender sobresaltos, tumultos, disparates y locuras.

Deseadito, en Pamplona.
Como cada año sucumbo a la afición, me envuelto en el manto del dislate, de la incongruencia y del desatino. Por enésima vez, San Fermín, los ancestros, los toros. Algo racionalmente insostenible, moralmente injustificable, emocionalmente único. La admiración por esos locos de la carrera y por esos magníficos animales, siempre dispuestos a darlo todo. Gentes tan normales en la cotidianeidad como pacíficos e inofensivos son los toros cuando pacen en el campo, entre regajos y dehesas; mansos como corderos, próximos como amapolas. Esas criaturas bravas e indómitas, que se revelan siempre frente al acoso, respondiendo con mayor fiereza cuanto más crece el castigo que reciben. Una brutalidad que simultanean con la nobleza infinita que exhiben en el encierro y que les hace perseguir incansablemente los engaños, las muletas y capotes de los toreros que, a veces, se transforman en matachines miedosos e infames, que dilapidan la bravura y la casta de los animales más preciosos que existen sobre la Tierra.

Alternativamente, Gestalgar, años cincuenta. Febrero, los fríos y, a veces, las nieves. San Blas. Los cuatro cantones, los altavoces provisionales colgados de leves cáncamos en las esquinas. Manolo Escobar sonando en la lejanía: "¡Ay, que llueve, que llueve...!. El sitio de Zaragoza anunciando a bombo y platillo el inicio de los festejos. Cuatro vaquillas y algún novillo deshecho de tienta. Pasacalles con músicos del tres al cuatro y estruendo de boletas fallutas. Dos reales en el bolsillo, uno para los puros de la tía Rocacha y el otro para la caseta del tiro al blanco y el cigarrillo emboquillado.

Medio siglo separa la exuberancia incontenible de la precariedad improvisada, el espectáculo en plenitud y su imposible imitación, el drama auténtico y el ensayo para aficionados, la niñez imaginada y la madurez reflexiva. Cincuenta y tantos años como si nada: el mismo gusanillo, la misma impaciencia, idéntica emoción. Por aquí no pasan los años. ¡Olé!

viernes, 18 de abril de 2014

El pan nuestro de cada día.

En estos tiempos de desregulación y de capitalismo feroz, el pan, ese alimento secular de primera necesidad, parece que ha dejado de serlo. Ya no es un producto de precio tasado, sino que está sometido a la libre competencia (?) del mercado. Últimamente han proliferado establecimientos que practican un dumping muy particular con el que están reventando el comercio. A menudo, franquicias de nueva implantación brindan ofertas que dejan en mantillas a los hornos tradicionales, arruinándolos en pocas semanas. Dos ejemplos de esa atroz competitividad han sido una pequeña cadena de panaderías oriunda de un pueblo del área metropolitana de Valencia y los supermercados Mercadona. Ambos ofrecen cuatro o cinco barras de pan por un euro, arrasando, sin paliativos, el negocio de un montón de pequeños comerciantes que vivían de sus empresas familiares, más bien que mal, hasta que sobrevino esta plaga.

Supongo que porque hay que denominarlo así, el producto que encontramos en los nuevos establecimientos sigue llamándose pan, aunque albergo dudas razonables de que realmente sea tal cosa. Se han popularizado tantas variedades de ‘pseudopanes’ y son tan incontables los prefabricados del producto que, en realidad, no sabes si lo que estás comprando es chusco, bollo, mollete, panecillo, otra cosa o algo que se le parezca.

Qué diferente era el pan que se hacía en el horno de mi tío Bernardo. Aquel pariente mío regentaba una panadería que heredó de su padre, el abuelo Manuel. Era un horno auténtico, legítimo acreedor de su nombre, no como la mayoría de las actuales panaderías, que son simples dispensarios de pan, o de lo que nos venden como si lo fuese. Entonces, los hornos eran tales y los horneros –como les gustaba calificarse-  eran profesionales que, además de trabajar doce o catorce horas diarias, tenían devoción y vocación por lo que hacían.

En aquellos pequeñas empresas la jornada empezaba aproximadamente a las diez de la noche, incluidos sábados y domingos. El dueño, que solía ser el máximo responsable del negocio familiar, se levantaba a esa hora (al menos así lo hacía mi tío). Cenaba, visitaba el bar El Madrileño para tomar su diario café, e inmediatamente se disponía a preparar la “levadura”, que era el fermento necesario para la elaboración del pan. Esta tarea y otros preliminares le ocupaban un par de horas. Así que, alrededor de la una de la madrugada, completaba la siguiente rutina: despertar a los mozos que le ayudaban. Una vez despiertos y desayunados, (es un decir, lo uno y lo otro) se ponían a la faena, que iniciaban disponiendo la levadura junto con la harina, el agua y la sal en las máquinas de amasar que había en el sótano. Eran unos artilugios eléctricos, conformados por un amplio recipiente de hierro que incluía unas palas mezcladoras que lograban transformar los mencionados ingredientes en una masa uniforme que, una vez que adquiría la consistencia deseada, era trasladada al piso superior. Allí, se depositaba en una caja de madera enharinada, donde se troceaba y se pesaba en lotes de cuatro, seis, ocho… kilogramos.  Esos grandes trozos se introducían en otra máquina que los fragmentaba con sus cuchillas en porciones del mismo peso, que heñían inmediatamente los trabajadores, amasándolas sobre un gran tablero comunitario, que era el núcleo vital de la panadería.

Mientras unos sobaban el pan, más o menos, según la textura deseada, otros estiraban los bollos transformándolos en barras o dándoles la forma semiesférica característica de las hogazas. Los más jóvenes colocaban con mimo las primeras en cajas de madera específicas que, una vez completas, superponían y apilaban para economizar espacio. Tenían suficiente profundidad para que las piezas no se uniesen, rozasen y estropeasen cuando crecía la masa por efecto de la levadura. Las cajas se revestían interiormente con largos manteles, que se doblaban en pliegues paralelos entre los que se depositaban desahogadamente las barras y panecillos, que quedaban así separados e individualizados durante las dos o tres horas que requería su maduración antes de ser horneados. Por su parte, las hogazas se disponían sobre tableros planos, bien enharinados, que se colocaban en estanterías verticales que había en el ‘alcabón’, una especie de desván situado encima del horno, cuya elevada temperatura aceleraba su gestación.

Cuando la masa llegaba a su cenit empezaba la cocción, una tarea de la que solía encargarse una persona joven y experta, que manejaba con habilidad y rapidez la pala y controlaba simultáneamente la temperatura del horno. De ese modo lograba introducir el pan en el momento oportuno y extraerlo cuando la cocción era perfecta. En el horno de mi tío, tal menester lo desempeñaba Manolo, su hijo y mi padrino. Un profesional enormemente diestro con la pala que en un tris disponía en ella las piezas que tomaba de las cajas y tableros, cuya superficie rasgaba a velocidad de vértigo con una navajita que tenía dispuesta en un pequeño recipiente con agua. Una vez seccionada la superficie del pan, lo introducía en el horno aprovechando hasta el último rincón. Vigilaba muy atentamente la cocción  y extraía limpiamente cada una de las piezas sin que se le quemase ninguna. Aquel horno podía tener una superficie de doce o quince metros cuadrados y en él cabía muchísimo pan. Al menos a mí me lo parecía, como me parecía milagroso que mi primo fuese capaz de coger con sus manos, sin quemarse, las piezas recién salidas del horno.

Por encima de todo, la casa que acogía la industria que menciono era un lugar de concurrencia, que daba empleo a buena parte de la familia y era escuela de aprendizaje profesional y personal para todos sus miembros. Ofrecía empleo estable y decente a otras personas de la población y ayuda, desinteresada y discreta, a muchos necesitados. Era un espacio comunitario y de concordia, un lugar donde las mujeres cocían sus arroces los jueves, donde llevaban a asar las verduras que preparaban para las cenas, o las calabazas y los cacahuetes para los postres. Un lugar que estaba abierto para la clientela veinticuatro horas al día, trescientos treinta y cinco días al año (mi tío siempre cerraba un mes el horno, aunque fuesen tiempos en los que la regulación laboral no existía). No solo era un lugar de abastecimiento sino un último recurso para cualquier contingencia que le sobreviniese a cualquier vecino o transeúnte.

Paradójicamente, hoy ya no hay hornos ni en los pueblos. Y, en el mejor de los casos, las panaderías se han convertido en parte de la trastienda de algunas gasolineras, en rincones irrelevantes de algunos colmados, en parcelas apartadas de ciertos restaurante o en franquicias que abren por horas y ofertan precios que arrasan la competencia. Menos mal que el médico me ha prohibido el pan. Ventajas de ser mayor.

jueves, 10 de abril de 2014

Mariposas gamma.

Como aconteció en los últimos veinte o treinta años, es probable que estos días se esté preparando en el norte de África una nueva oleada migratoria, la plaga anual de las mariposas plusia o gamma (autographa gamma), denominadas así por el dibujo plateado que tienen en sus alas anteriores, que en los primeros días de junio se extenderá con toda probabilidad por buena parte de España. Será un alud de insectos inofensivos para el ser humano que, haciendo un alto en su ciclo migratorio al norte europeo, invadirá campos, jardines y casas, alimentándose de plantas silvestres y cultivos de hortalizas, legumbres y forrajes. Son lepidópteros de color marrón, que miden alrededor de cuatro centímetros y que se reproducen tres o cuatro veces durante la primavera y el verano. La vida de cada uno de ellos apenas dura tres semanas, pero antes de morir pone más de mil huevos.

Los entomólogos aseguran que estos insectos no pican ni transmiten gérmenes patógenos. Dicen, asimismo, que tampoco dañan los tejidos, ni sus orugas producen urticaria. De modo que en absoluto son peligrosos, solo un poco molestos. De hecho sienten una gran atracción por la luz y por ello se empeñan en introducirse por las noches en las casas y dependencias iluminadas que habitamos los humanos, amenizando nuestro descanso con su zumbido. Parece que el mejor antídoto frente a ello es cerrar las ventanas a cal y canto y tener paciencia, porque su visita apenas durará unos días.

Cuando la mariposa gamma nos visita, se quiebra la monotonía y acontecen escenas novedosas y divertidas. Así, por ejemplo, no es raro que los profesores, acechados por los primeros calores primaverales, decidan abrir las ventanas de las aulas, dejándolas expuestas a la eventual invasión de flotillas de mariposas que sorprenden y hasta horrorizan al alumnado con su revoloteo. Cuando ello ocurre, en las clases se entremezclan las carreras y los gritos histéricos con la caza de los inofensivos insectos a librazos, ‘cuadernazos’ y 'reglazos'. Por momentos, la diversión se impone al rigor académico, haciendo imposible la actividad docente en un escenario novedoso, que gusta tanto a los estudiantes como disgusta a los profesores.

Pero en los últimos años, el aleteo de este insecto ha provocado otros zumbidos que agitan lo que ahora se denominan redes sociales. Facebook, Twitter... entran en efervescencia, haciéndose eco de las perturbaciones y el asco que producen los animalitos entre los usuarios urbanitas. De modo que las llamadas a la resignación o las preguntas acerca de qué spray es mejor para combatirlos se convierten en trending topics a las pocas horas.

A veces, cobra fuerza la tentación de recurrir al uso indiscriminado de insecticidas pese a la opinión de los expertos, que sostienen que es una decisión que entraña graves riesgos para las personas porque puede generar intoxicaciones, alergias o erupciones en la piel.  Pero cada año cuesta más defender la opción de que frente al matamoscas hay otras alternativas como, por ejemplo, encender una luz fuera de casa o, simplemente,  esperar a que se vayan, porque lo harán en menos de una semana.

Cada vez que veo a un muchacho trepando o subido a una farola en la valla que separa Ceuta de Marruecos, a un centroafricano famélico o a una mujer embarcados en un cascarón de nuez a la deriva en el Atlántico o cerca de Lampedusa me acuerdo de las mariposas gamma. Y no porque me traicione mi inconsciente haciendo un paralelismo imposible entre ambos fenómenos. Lo que asocia mi conciencia son las soluciones naturales que ambos fenómenos tienen, en mi opinión. El viaje y la molestia circunstancial que producen las mariposas responden a un ciclo migratorio secular determinado por las condiciones ambientales. Limitémonos a respetar el ciclo. Genera muchos más beneficios que eventuales perjuicios. Por el contrario, las migraciones humanas obedecen a flujos, no a ciclos. Y esos flujos suelen originarlos cambios radicales en las condiciones vitales, que han hecho que en muchos lugares, en los que hasta hace pocos años se podía sobrevivir razonablemente bien, la vida se haya hecho insoportable por causa de una actividad humana desbocada y desregulada. En ellos se han universalizado las hambrunas y los sufrimientos por las rapiñas, las expoliaciones salvajes de los recursos y, en suma, por el abuso sistemático de grupos étnicos, políticos y económicos locales y foráneos.

Los ciclos atmosféricos y/o biológicos son difícilmente combatibles porque forman parte de la esencia biológica de los géneros y de las especies animales que, en su lucha por la supervivencia, han adaptado su morfología y sus comportamientos vitales a ellos. Por el contrario, los flujos migratorios generados por la alteración de las condiciones de vida en los territorios sí son reversibles. Y estamos obligados a actuar para detenerlos y reconducirlos porque no interesan a nadie, ni a quienes emigran ni a quienes los acogen. Mientras la supervivencia razonable es posible, muy pocas personas desean salir del territorio donde han nacido. Por ello, en mi humilde opinión, tan disparatado e inútil es intentar combatir a las mariposas con insecticidas, como intentar poner puertas infranqueables a los confines de Europa. Las soluciones deben llegar a través de actuaciones más estructurales y menos perentorias. ¿A qué esperamos para activarlas?

lunes, 7 de abril de 2014

Cantautores.

El fin de semana pasado tuve la fortuna de convivir durante bastantes horas con dos seres excepcionales. Dos personas que en su momento, cuando eligieron sus itinerarios vitales, optaron por caminos tan singulares como complejos. Ambos nacieron y crecieron en épocas y contextos diferentes, y en el seno de familias distintas. Sin embargo, tomaron derroteros que se parecen como dos gotas de agua. Ambos son cantautores. Al mayor de ellos lo conocí hace muchos años a través de sus canciones. Del más joven empecé a tener noticias concretas hace unos días, cuando me encargaron presentarlo en el concierto que celebramos el sábado, 29 de marzo, en la Universidad de Alicante. Veinte años de vida, que son muchos, separan a uno del otro, y así se aprecia en el empuje y en la fuerza física que los diferencian. Pero apenas difieren en el fondo, porque lo que les mueve, lo que les motiva, lo que les hace vivir cada minuto es su pasión por la música.

Inicié mi relación con el mayor sobre el mantel de la mesa de un restaurante. Lo recogí en el aeropuerto, dejamos sus cosas en el hotel (la guitarra y una pequeña bandolera) y nos dirigimos a un restaurante que reservamos precipitadamente desde la recepción. Correspondiendo a nuestra imprevisión, cuando llegamos, todavía no se había liberado mesa alguna y nos invitaron a esperar. Un desagradable y habitual vocerío mezclado con la música ambiente contaminaba aquel espacio con estrépito, haciéndolo insalubre y desagradable. Tanto que a mi invitado le sobraron razones para sugerir que buscásemos otro sitio, arguyendo educadamente que era tarde y que tenía que descansar antes del concierto. Justo en el local de al lado encontramos lo que buscábamos, un restaurante anodino, sin público alguno, con el hilo musical amenizando el mediodía de nadie, y que el camarero interrumpió apenas se lo sugerimos, porque mi acompañante aborrece el ruido tanto como el inglés. Comimos satisfactoriamente y el músico se retiró a descansar un rato.

Yo me quedé reflexionando sobre su música, su compromiso personal y profesional, su coherencia, sus vínculos con la palabra y con la libertad, su activismo militante... sobre todo lo cual se ha escrito cuanto se pueda imaginar. Pensadores, poetas, profesionales, diarios y revistas del mundo entero han dicho de él que es el alma de los poetas o que es un resistente, un combatiente por la verdad y la libertad. Otros han asegurado que permanece siempre a punto de ser descubierto por quienes, nacidos en el ruido y la prisa, buscan lo que todos seguimos necesitando: la palabra. Se ha escrito de él que es una persona que nos convence de que podemos tener veinte años toda la vida y de que la utopía puede y debe sobrevivir a todas las circunstancias. En fin, se ha dicho y se ha escrito que su obra es una propuesta de libertad contra la injusticia, la violencia y el horror y, también, que es la antología poética más completa y comprometida de la conciencia humana.Yo únicamente añadiré que le doy las gracias por ayudarnos a soñar durante años que un futuro diferente era posible y que podíamos conseguirlo, por emocionarnos tantas veces, por recordarnos con su obstinación la belleza de las palabras y de las emociones, y la necesidad ineludible de las convicciones. Gracias por dejarnos canciones que pasan de generación en generación y por acercarnos la eternidad que albergan todas ellas.

Luis Pastor y Paco Ibáñez en el Puerto de Alicante
Al otro trovador lo recogió un amigo en la estación del ferrocarril y lo encontré en el camerino del paraninfo, junto con su compañera, cuando llegué con el primero. Apenas cinco minutos fueron suficientes para calar a la persona que tenía enfrente: sencilla, generosa y cabal. Alguien que vive pegado a la piel de los poetas y a su propia inspiración desde hace más de cuatro décadas, plenamente comprometido con sus convicciones y su tiempo, cantautor precoz, autor prolífico, poeta, teatrero, compositor y concertista, ilusionista de las emociones, etc.

Un artista que nunca ha renegado de su condición, ni ha perdido el sentido del humor, pese a su vocación de cronista social de un tiempo y de un país tantas veces ingrato e injusto con la cultura y con los creadores. Un tiempo al que alude precisamente una de sus últimas canciones: Que fue de los cantautores. Un tema que recorre medio siglo de la canción de autor en España sin dejar títere con cabeza, con el orgullo del resistente y poniendo los puntos sobre las íes en forma de verdades como puños. Sin nostalgias ni amarguras, asumiendo el rol y mirando siempre al frente con esperanza, pero llamando al pan, pan, y al vino, vino.

A pesar de los más de veinte discos que nos ofrece su carrera, se ha mantenido leal al premonitorio título de su primer álbum: Fidelidad. Sigue fiel a una actitud, a unos principios, a un compromiso y a una manera abierta de hacer música, que amalgama en sus canciones diferentes geografías, formas distintas de hacer música, instrumentaciones imaginativas y colaboraciones cosmopolitas. Es uno de los grandes músicos de este país porque es un ser humano sencillo, que no vive acelerado y que sabe disfrutar de sus silencios y, además, alberga en sí mismo la música y el ritmo, que no consigue disociar de su comportamiento espontáneo. Ni para de cantar, ni deja de inventar.

Más tarde, tuve el honor de presentarlos en un paraninfo a rebosar, lleno de un público entregado que los acogió con un silencio reverencial tras la ovación de bienvenida, y que atronó con aplausos el final de cada tema. Un auditorio que cantó con ellos emocionado y emocionantemente. Entre bambalinas comprobé el enorme respeto y admiración que se profesan. Les oí cantar a cada uno los temas que el otro interpretaba en el escenario. Les sorprendí comentando los matices de las canciones, sus impresiones sobre el auditorio, las novedades que desconocían… Atendieron amabilísimamente a los seguidores que les abordaron en los camerinos, repartiendo con generosidad besos, abrazos y dedicatorias que, a veces, estamparon en auténticos documentos históricos, que acreditaban retazos de su vida artística pretérita. Cenamos distendidamente, como si tal cosa, recordando detalles del concierto y hablando de proyectos y de futuro, como si la vida empezase al día siguiente. Nos despedimos de madrugada y quedamos para el mediodía.

Los recogí en el hotel y me acompañaron al acto que habíamos programado en el Puerto. Allí concurrieron gustosísimamente, aguantando con humor y estoicismo el asedio de niños, medianos y grandes, que los llenaron de besos, abrazos y achuchones correspondidos y les robaron centenares de fotografías. Sin un mal gesto, ni un renuncio. Y lo que es peor, después de haber pactado con ellos que interpretarían un tema como parte del acto, la insensibilidad y el egoísmo de ciertos oradores lo alargó innecesariamente y se nos echó el tiempo encima, impidiendo que pudiesen hacerlo. Y es de justicia que diga que ni se quejaron.

Por todo ello, creo firmemente que, más allá de todos los méritos que atesoran ambos artistas, lo que les distingue especialmente es su humanidad, su capacidad de emocionarse, de disfrutar, de reírse, de compartir con quienes les admiramos su arte y su diversión, sus venturas y desventuras diarias. La grandeza de personas tan excepcionales es justamente lo normales que son.  Muchas gracias Luis Pastor y Lourdes Guerra, muchas gracias Paco Ibáñez. Larga y saludable vida tengáis.