sábado, 30 de noviembre de 2019

Crónicas de la amistad: Benilloba (33)

Hay días que no resulta nada fácil ejercitar el oficio de cronista que hace algunos años cayó en mis manos. En cierta manera, todo sucedió por arte de birlibirloque, aunque no fue ajeno a ello ni vuestra intencionada complicidad ni mi connivente aceptación. En días como hoy, en los que me incomoda la espesura del pensamiento, solo me anima a persistir en la escritura la convicción de que debe contarse la historia que se quiere compartir, porque al fin y al cabo es lo que realmente importa. Me obliga más, si cabe, la posición ventajosa que supone contrastar que en cada uno de los encuentros surge un caudal argumental más que suficiente para trabar un relato generalmente más que aceptable. Juego, además, con la ventaja de saber que la crónica por escribir, no importa lo afortunada o infausta que resulte, concitará el interés de un público incondicional, como el que vosotros conformáis. Por tanto, ¿qué os puedo decir? La certeza de encontrar lectores no tiene precio para quien escribe porque si pocas veces hablamos con nosotros mismos excepción sea hecha de quienes han alcanzado el monacato, la santidad o la beatitud, todavía son menos los que escriben para sí. Es más, aún en el caso de que no fuese así, que lo es, yo seguiría escribiendo, porque tengo el convencimiento de que todas y cada una de nuestras historias merecen ser contadas y preservarse del olvido, de la misma manera que constituyen acicates para redactar las siguientes.

Tenía razón quien dijo aquello de que cuando un tema atrapa la atención del que  escribe no debe someterse a la duda. Aunque existan días en los que se aborrezca reflexionar sobre las cosas que interesan, preocupan o emocionan, son muchos más aquellos en los que se celebra haberse ocupado en ellas. Porque quienes escribimos sabemos que la indolencia o el bloqueo son gajes del oficio, que no representan otra cosa que la constatación de que nos tomamos en serio la tarea. Y ello obliga en ocasiones a tomar aire, a poner distancia, que también es una forma de escribir, como lo es volver sobre las voces de los maestros y oírlas atentamente. Y no solo eso. Intentar escribir, narrar o hacer crónicas significa, también, mirar al mundo que nos circunda, el inmediato y el remoto, con insaciable curiosidad, recorriendo y desbrozando el sinuoso camino que solo contadas veces conduce al encuentro con una voz genuina. El itinerario que exploro con estas modestas aportaciones solo aspira a intentar poner rostro y sentimiento al efímero repertorio de lo cotidiano, siempre desde la presunción de que vosotros, cuando las leéis, también anheláis algo más que atragantaros con las anécdotas que en ellas se cuentan.

Los caminos convergían este 29 de noviembre en Benilloba, nuestro lugar de destino, que decidimos como alternativa a Agres por imperativos sobrevenidos a Elías, el anfitrión inicialmente acordado. Hace años que, motivado por mi amistad con Alfonso y con otros paisanos suyos, leí una tesis doctoral que compuso sobre la localidad en los años noventa Ana Sanz de Bremond y Mayans, rotulándola Benilloba morisca y cristiana: historia de una evolución social, cuya lectura recomiendo. Un sesudo trabajo sobre la historia de la localidad, con especial incidencia en el origen y desarrollo del señorío desde la era morisca hasta finales de la Edad Moderna. Orillaré los detalles de ese profundo estudio sobre el secular señorío de los Condes de Aranda y Revillagigedo para rememorar una simple anécdota, recogida en sus páginas, que es aportación de J. Domenech Boronat y que incluyó la Revista de las fiestas de Benilloba del año 1989 con el título El Rey Lobo: ¿origen de Benilloba? En este trabajo, el autor sugiere que el nombre de la localidad podría llegar a explicarse acudiendo a una leyenda, según la cual procedería de “hijos del lobo o de la loba”. Pues cuentan que, hacia finales del siglo XI, cuando procedentes del norte de África los almorávides llegaron a la península ibérica, avanzando desde el sur hacia el norte, fueron derrotando a su paso a cuantos se les oponían. No escaseaban las cuadrillas y partidas que lucharon valientemente contra estos integristas y norteafricanos monjes-soldados, a quienes habían acudido los dignatarios de las taifas de Sevilla y Badajoz para intentar unificar nuevamente los territorios del Al-Andalus. Uno de los más destacados caudillos locales protagonistas de estos enfrentamientos, un tal Abu Allah Muhamad Ibn Mardanis Ben Hud, al que su arrojo en las batallas le valió el sobrenombre de Rey Lobo, parece que fue quien dio nombre al lugar. Sobre él ha escrito el referido cronista lo siguiente: Temido por sus enemigos, querido y loado por sus partidarios y amigos, amado y enaltecido por las mujeres, y tras sus victorias benevolente con los cautivos. Fue amigo de los cristianos y apreciaba mucho a sus mandos, por los que sentía un gran respeto, y al igual que sus antepasados pactaba con ellos pagándoles frecuentemente tributos, evitando con ello conflictos bélicos, que causaban infinidad de muertes vanas. Parece que este caudillo solía residir en Dénia y en el castillo del Benicadell, desde donde organizaba las partidas que recorrían estas montaraces comarcas. La leyenda asegura que dio a una de las alquerías dependientes de Penáguila –quizá con la intención de cederla en herencia a uno de sus sucesores– el nombre de “Beni” (hijos de), al que añadiría su apodo bélico “Lobo”, componiendo así una expresión que bien pudo ser “Beni-Lobo”, que con el tiempo pasó a ser “Ben a Loba”, nombre que ya aparece registrado en los documentos fundacionales de la posterior Baronía.

Así pues, larga es la historia de esta localidad, como notorios son sus recursos naturales y afamadas sus fiestas de moros y cristianos que protagonizan tres filás: Moros del Castillo, Cristianos de La Palmera y Moros del Arrabal. Para disfrute de todos, Alfonso nos ha introducido hoy en el local social de la suya, que es la última mencionada. Pero no adelantemos acontecimientos. Era poco más del mediodía cuando Tomás, Pascual, Sofo y quién suscribe entrábamos en su casa. Pocos minutos después llegaba la expedición procedente de los Valles del Vinalopó, mermada hoy de efectivos e integrada por los dos Antonios, pues Luis no podía concurrir y Elías decidió hacerlo a última hora, desplazándose autónomamente y presentándose poco después, justo cuando concluíamos la visita al taller que ha montado Alfonso en el sótano. Una instalación amplia y bien dotada de utillaje en la que desarrolla uno de sus hobbies, el trabajo con la madera. Lo mismo aborda la construcción de maceteros, pérgolas, armarios u objetos decorativos, que la emprende con el torno, confeccionando con tablones y troncos de árboles variopintos (olivo, nogal, enebro rojo, cerezo…) espléndidas piezas de ebanistería que son un portento de delicadeza y sensibilidad. Objetos que no solo decoran su casa, sino que nos regala a sus amigos y que, en mayor medida, ofrece para que se subasten en el Hospital La Fe, de Valencia, contribuyendo a sufragar el mantenimiento de una asociación de ayuda a los enfermos.

Concluida la breve visita, y obviando nuevamente las normas instituidas, Alfonso y Paqui han dispuesto un espléndido piscolabis a base de una magnífica coca de mollitas (obra de la anfitriona), sendos platos de jamón y queso (este último rematado con porciones de dulce de membrillo, también casero), lonchas de sobrasada bien curada y unas raciones de hueva y mojama. Todo ello acompañado de “pa torrat” regado con aceite sin filtrar, de primera prensada, acabado de elaborar con aceitunas alfafarencas, blanquetas y alguna otra variedad autóctona. Un aliño memorable para unos manjares que se han regado con quintos de Estrella de Galicia y una botella de Monte Real, reserva de 2014, que no desmerecieron.

Liquidado el aperitivo hemos iniciado un pequeño recorrido por las calles del pueblo. Un día espléndido y una inusual temperatura invitaban a deambular al aire libre. Alfonso nos ha enseñado y explicado los pormenores de algunos de los lugares más relevantes antes de que nos introdujésemos en el local de su filá para emprenderla con el almuerzo. Tampoco se echó a faltar en este caso un generoso aperitivo a base de tostas de queso con pimiento rojo asado a la leña, “esclatasangs” a la plancha, calamar a la andaluza, tapas de “magre i fetge”, y las singulares “coques fregides” acompañadas de anchoas y queso fresco. Una excelente ensalada de tomate con olivas partidas ha sido la antesala del plato principal, que era “arròs al forn”. Una especialidad de excelente sabor cuyo emplatado se dilató excesivamente, desluciendo un tanto la textura del grano. Unos dulces domésticos y variados han puesto remate dignísimo a una comida casera, sabrosa y abundante, que se dispensó a excelente precio.

Un nuevo corto paseo nos devolvió a la terraza de la casa de Alfonso y Paqui, donde estaba previsto que hiciésemos la sobremesa. Allá se ha dispuesto una más que selecta bodega, que además de las libaciones habituales, incorporaba sendas variedades de herbero, como no podía ser de otro modo, estando como estábamos en la Montaña alicantina. Antonio Antón había preparado con esmero una escaleta variadísima, que satisfizo a todos los concurrentes y que incluía viejas melodías como Judy con disfraz (Los salvajes), La caza (Juan y Junior), Eva María (Fórmula V), La escoba (Los Sirex), Todo tiene su fin (Módulos), Volver (Carlos Gardel), concluyendo la serenata con Que tinguem sort, de Lluis Llach, que empieza a ser casi el himno oficial de estos encuentros. Antes de abandonar la casa de nuestros amigos, los abrazos y los mejores deseos sellaron la despedida de otra jornada memorable.

Inmediatamente, unos enfilaron hacia el oeste, mientras otros lo hacíamos en sentido contrario. Se apagaban las luces del día cuando, tras atravesar Benasau, encarábamos los primeros repechos de la CV-770 antes de entrar en Alcolecha. Pascual conducía serena y expertamente un vehículo que se encaramaba a las rampas de la Aitana para alcanzar el Port dels Tudons y comenzar el vertiginoso descenso, zigzagueando una ínfima carretera cuyo trazado transcurre paralelo al río Sella hasta la localidad a la que da nombre. Las canciones de amor que incluye “La fuerza del corazón”, el primer disco de la colección “EL PAÍS de música”, que editó el diario homónimo en 2014, nos acompañaron en un espléndido deslizamiento, que nos permitió ver en el horizonte la imagen de la Luna creciente con Venus a su vera. Escenarios portentosos e inspiradores, que estimulan la imaginación y el recuerdo de algunas de las viejas leyendas que aluden a estos parajes, muy particularmente la del “Tresor Diví”, que no contaré para que quién tenga curiosidad busque y alcance a saber lo que le pasó al Agüelo Giner y a su nieto el Señor Toni. Sobrepasada Sella el trazado de la vía se suaviza para llegar raudamente a Orcheta y al Pantano del Amadorio y alcanzar en pocos minutos La Vila. Allí, en las aceras que ocupan los viejos arcenes de la N-332 despedimos a Tomás para enfilar hacia Alicante, ahora a golpes de Prokófiev y Beethoven, no en vano Pascual es quien es y su coche es el que es.

Dijo Henry D. Thoreau que la amistad no ha establecido institución alguna en la Tierra: ninguna religión la enseña, ninguna escritura contiene sus máximas, no tiene templo, ni siquiera una columna solitaria. Y, aún así, está presente en la vida de millones de personas y, donde falta, hace estragos en la existencia y en la convivencia humana. Nosotros lo sabemos bien y no desperdiciamos ocasión para ejercitarla. No olvidamos que el tiempo vuela, que las personas consumimos raudamente la existencia y que las oportunidades se desvanecen más pronto que tarde. Así que hablamos, nos reímos, comemos y perdemos el tiempo, muy conscientemente, cuanto podemos. Porque nos resulta extraordinariamente placentero y porque tal vez mañana no se tercie la ocasión. Así que lo que va por delante, va por delante. Hoy lo hemos hecho en Benilloba y apenas debute el nuevo año lo replicaremos en Elx. Será en las primeras semanas de febrero. La fecha concreta ya la acordaremos. Un fortísimo abrazo, amigos.

sábado, 23 de noviembre de 2019

Alfonso

A veces he imaginado a Alfonso como un caudillo almorávide. Seguramente será porque mi retina lo recuerda, juvenil y resuelto, reflejado en una vieja fotografía, en la que aparece ataviado con el traje festero en el que en tantas ocasiones se ha embutido para participar en las fiestas de su pueblo; las que se celebran en honor de Sant Xotxim a mediados de agosto, todavía hoy, pese a que la jerarquía eclesiástica determinó trasladar la festividad al mes anterior. Pero no solo por eso. Él nunca se ha andado con pamplinas. Al contrario, como si de un redivivo emir se tratase, emprendió expediciones victoriosas y dejó manifiesta impronta en los territorios en los que “guerreó”, fuesen próximos o lejanos, inmateriales o terrenales. Desde Ripoll a Benidorm, en el banco de Santander o en una agencia de viajes; gestionando un magno complejo vacacional a caballo entre Benidorm y Denia o, más recientemente, desbastando pacientemente troncos de enebro y olivera. Alfonso siempre me ha parecido un hombre que tiene la inteligencia y el coraje de los señores auténticos.

Lo conocí a finales de los años sesenta, cuando estudiábamos Magisterio. Entonces ya era persona de cara expresiva y franca, serena y jovial, casi como ahora. Han transcurrido cincuenta años y conserva buena parte de sus cabellos castaños, rizados y sedosos, que peina dejando a la vista una frente amplia, que arranca de cejas delgadas y prolongadas que ribetean sus ojos claros y despiertos, duros en ocasiones y las más de las veces vivos e intensos, incluso soñadores, y hasta tristes en ocasiones. Su prominente nariz corona una boca de finos labios, habitual amiga del silencio, que acoge dientes alineados, ligeramente separados en su porción incisiva. Sus livianas mejillas enlazan con unas orejas rotundas que sostienen las gafas que siempre le acompañan. Pese a la edad que va teniendo, Alfonso conserva una energía envidiable. Su aspecto general es tan ligero y esbelto como robusto; diríase que casi juvenil y hasta un tanto atlético. Una sólida apariencia que corrobora el vigor de sus manos cuando se le estrechan. Por otra parte, es hombre que acostumbra a vestir indumentaria elegante, discreta y de calidad, que añade dignidad y empaque a la natural prestancia de su figura.

De Alfonso podría decir muchísimas más cosas. Aunque nuestras biografías han transcurrido distanciadas largos años por mor de nuestras respectivas ocupaciones y lugares de trabajo y residencia, tuvimos una estrecha relación siendo jóvenes, que afortunadamente hemos vuelto a recuperar, o a resetear, como se prefiera. Ha transcurrido mucho tiempo desde aquellos años mozos que tan intensamente compartimos mientras estudiábamos y nos divertíamos con amigos comunes. Una época en la que, con motivo de las fiestas o con cualquier otra excusa, viajábamos a casa de sus padres, que creo recordar vagamente que estaba en el carrer Major. Allí escuchábamos los LPs de Franck Pourcel, Ray Conniff y algún otro, que sonaban en su flamante tocadiscos como coros celestiales en aquellas frías y soleadas mañanas invernales que consumíamos perezosamente en las proximidades de la Serrella y de la Aitana. Revivo los guateques en La Ponderosa, las iniciáticas cogorzas con el traicionero café-licor, el Renault 4CV de Pepe Juliá y el Seat 600 de su padre, que le tomábamos prestado para acercarnos al Rincón del Olvido, camino de Confrides, para echar allí cuatro tientos y luego volver al pueblo calentitos y cagando leches, reventando el velocímetro en la recta que describe la CV-70 antes de atravesarlo.

Rememoro a mi amigo Alfonso como persona amable, cercana y ocurrente. Hombre que escucha y calla tanto que, cuando abre la boca, atruena con sus contados chascarrillos, que sorprenden y descolocan a quienes no lo conocen. Aunque a veces lo disimule, Alfonso es persona atenta, educada y generosa; y también atrevida y apasionada. La vida y sus circunstancias le han puesto a prueba, planteándole tesituras muy complicadas que desafía y resuelve con asiduidad y eficiencia. Y ahí, en ese dificilísimo territorio, ha demostrado ampliamente que sabe gestionar con cuajo y determinación la complejidad, evidenciando algunas de sus mejores cualidades y demostrando continuamente que es tan ingenioso y decidido, como sensato y valiente.

Más allá de lo anterior, que es verdad de la buena, el umbroso barniz que nos procuran los años no ha logrado desleír la imagen juvenil que siempre ha proyectado Alfonso. Quienes desde hace años lo conocemos, cuando nos lo echamos a la cara, seguimos viendo en él al tipo alegre, simpático, burlón, despierto y un punto fanfarrón que tratamos cuando éramos jóvenes. Un fulano que era y es tan exigente y entusiasta como listo y honrado a carta cabal. Un tipo un puntito chulo y presumido, tan habitualmente prudente como circunstancialmente desvergonzado. Un personaje, en fin, ordenado, calmoso, serio y sincero. Pero no por ello menos decidido, ingenioso, campechano y hasta soñador.

Esta hagiográfica semblanza seguro que hará exclamar a algunos: ¡amigos tengas! Pues sí, Alfonso los tiene: yo soy uno de ellos. Y dejo para terceros la enumeración de sus defectos, que también los acreditará, aunque yo no los perciba. Porque confesaré que solo tengo ojos para ver su espléndida silueta, perfilada en lontananza, calzando sus borceguíes y sus lujosos ropajes, compartiendo formación con gentes a las que no le vinculan otras cosas que no sean la amistad, la confraternidad y hasta la consanguinidad, sin otros distingos sociales, económicos o culturales. Así veo a Alfonso, comandando su inefable filá. Felicidad y larga vida, queridísimo Alfonso.