sábado, 23 de noviembre de 2019

Alfonso

A veces he imaginado a Alfonso como un caudillo almorávide. Seguramente será porque mi retina lo recuerda, juvenil y resuelto, reflejado en una vieja fotografía, en la que aparece ataviado con el traje festero en el que en tantas ocasiones se ha embutido para participar en las fiestas de su pueblo; las que se celebran en honor de Sant Xotxim a mediados de agosto, todavía hoy, pese a que la jerarquía eclesiástica determinó trasladar la festividad al mes anterior. Pero no solo por eso. Él nunca se ha andado con pamplinas. Al contrario, como si de un redivivo emir se tratase, emprendió expediciones victoriosas y dejó manifiesta impronta en los territorios en los que “guerreó”, fuesen próximos o lejanos, inmateriales o terrenales. Desde Ripoll a Benidorm, en el banco de Santander o en una agencia de viajes; gestionando un magno complejo vacacional a caballo entre Benidorm y Denia o, más recientemente, desbastando pacientemente troncos de enebro y olivera. Alfonso siempre me ha parecido un hombre que tiene la inteligencia y el coraje de los señores auténticos.

Lo conocí a finales de los años sesenta, cuando estudiábamos Magisterio. Entonces ya era persona de cara expresiva y franca, serena y jovial, casi como ahora. Han transcurrido cincuenta años y conserva buena parte de sus cabellos castaños, rizados y sedosos, que peina dejando a la vista una frente amplia, que arranca de cejas delgadas y prolongadas que ribetean sus ojos claros y despiertos, duros en ocasiones y las más de las veces vivos e intensos, incluso soñadores, y hasta tristes en ocasiones. Su prominente nariz corona una boca de finos labios, habitual amiga del silencio, que acoge dientes alineados, ligeramente separados en su porción incisiva. Sus livianas mejillas enlazan con unas orejas rotundas que sostienen las gafas que siempre le acompañan. Pese a la edad que va teniendo, Alfonso conserva una energía envidiable. Su aspecto general es tan ligero y esbelto como robusto; diríase que casi juvenil y hasta un tanto atlético. Una sólida apariencia que corrobora el vigor de sus manos cuando se le estrechan. Por otra parte, es hombre que acostumbra a vestir indumentaria elegante, discreta y de calidad, que añade dignidad y empaque a la natural prestancia de su figura.

De Alfonso podría decir muchísimas más cosas. Aunque nuestras biografías han transcurrido distanciadas largos años por mor de nuestras respectivas ocupaciones y lugares de trabajo y residencia, tuvimos una estrecha relación siendo jóvenes, que afortunadamente hemos vuelto a recuperar, o a resetear, como se prefiera. Ha transcurrido mucho tiempo desde aquellos años mozos que tan intensamente compartimos mientras estudiábamos y nos divertíamos con amigos comunes. Una época en la que, con motivo de las fiestas o con cualquier otra excusa, viajábamos a casa de sus padres, que creo recordar vagamente que estaba en el carrer Major. Allí escuchábamos los LPs de Franck Pourcel, Ray Conniff y algún otro, que sonaban en su flamante tocadiscos como coros celestiales en aquellas frías y soleadas mañanas invernales que consumíamos perezosamente en las proximidades de la Serrella y de la Aitana. Revivo los guateques en La Ponderosa, las iniciáticas cogorzas con el traicionero café-licor, el Renault 4CV de Pepe Juliá y el Seat 600 de su padre, que le tomábamos prestado para acercarnos al Rincón del Olvido, camino de Confrides, para echar allí cuatro tientos y luego volver al pueblo calentitos y cagando leches, reventando el velocímetro en la recta que describe la CV-70 antes de atravesarlo.

Rememoro a mi amigo Alfonso como persona amable, cercana y ocurrente. Hombre que escucha y calla tanto que, cuando abre la boca, atruena con sus contados chascarrillos, que sorprenden y descolocan a quienes no lo conocen. Aunque a veces lo disimule, Alfonso es persona atenta, educada y generosa; y también atrevida y apasionada. La vida y sus circunstancias le han puesto a prueba, planteándole tesituras muy complicadas que desafía y resuelve con asiduidad y eficiencia. Y ahí, en ese dificilísimo territorio, ha demostrado ampliamente que sabe gestionar con cuajo y determinación la complejidad, evidenciando algunas de sus mejores cualidades y demostrando continuamente que es tan ingenioso y decidido, como sensato y valiente.

Más allá de lo anterior, que es verdad de la buena, el umbroso barniz que nos procuran los años no ha logrado desleír la imagen juvenil que siempre ha proyectado Alfonso. Quienes desde hace años lo conocemos, cuando nos lo echamos a la cara, seguimos viendo en él al tipo alegre, simpático, burlón, despierto y un punto fanfarrón que tratamos cuando éramos jóvenes. Un fulano que era y es tan exigente y entusiasta como listo y honrado a carta cabal. Un tipo un puntito chulo y presumido, tan habitualmente prudente como circunstancialmente desvergonzado. Un personaje, en fin, ordenado, calmoso, serio y sincero. Pero no por ello menos decidido, ingenioso, campechano y hasta soñador.

Esta hagiográfica semblanza seguro que hará exclamar a algunos: ¡amigos tengas! Pues sí, Alfonso los tiene: yo soy uno de ellos. Y dejo para terceros la enumeración de sus defectos, que también los acreditará, aunque yo no los perciba. Porque confesaré que solo tengo ojos para ver su espléndida silueta, perfilada en lontananza, calzando sus borceguíes y sus lujosos ropajes, compartiendo formación con gentes a las que no le vinculan otras cosas que no sean la amistad, la confraternidad y hasta la consanguinidad, sin otros distingos sociales, económicos o culturales. Así veo a Alfonso, comandando su inefable filá. Felicidad y larga vida, queridísimo Alfonso.

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