A veces
he imaginado a Alfonso como un caudillo almorávide. Seguramente será porque mi
retina lo recuerda, juvenil y resuelto, reflejado en una vieja fotografía, en
la que aparece ataviado con el traje festero en el que en tantas ocasiones se
ha embutido para participar en las fiestas de su pueblo; las que se celebran en
honor de Sant Xotxim a mediados de agosto, todavía hoy, pese a que la jerarquía
eclesiástica determinó trasladar la festividad al mes anterior. Pero no solo
por eso. Él nunca se ha andado con pamplinas. Al contrario, como si de un redivivo
emir se tratase, emprendió expediciones victoriosas y dejó manifiesta impronta
en los territorios en los que “guerreó”, fuesen próximos o lejanos,
inmateriales o terrenales. Desde Ripoll a Benidorm, en el banco de Santander o en
una agencia de viajes; gestionando un magno complejo vacacional a caballo entre
Benidorm y Denia o, más recientemente, desbastando pacientemente troncos de
enebro y olivera. Alfonso siempre me ha parecido un hombre que tiene la
inteligencia y el coraje de los señores auténticos.
Lo
conocí a finales de los años sesenta, cuando estudiábamos Magisterio. Entonces ya
era persona de cara expresiva y franca, serena y jovial, casi como ahora. Han
transcurrido cincuenta años y conserva buena parte de sus cabellos castaños,
rizados y sedosos, que peina dejando a la vista una frente amplia, que arranca
de cejas delgadas y prolongadas que ribetean sus ojos claros y despiertos,
duros en ocasiones y las más de las veces vivos e intensos, incluso soñadores,
y hasta tristes en ocasiones. Su prominente nariz corona una boca de finos
labios, habitual amiga del silencio, que acoge dientes alineados, ligeramente separados
en su porción incisiva. Sus livianas mejillas enlazan con unas orejas rotundas
que sostienen las gafas que siempre le acompañan. Pese a la edad que va
teniendo, Alfonso conserva una energía envidiable. Su aspecto general es tan
ligero y esbelto como robusto; diríase que casi juvenil y hasta un tanto
atlético. Una sólida apariencia que corrobora el vigor de sus manos cuando se le
estrechan. Por otra parte, es hombre que acostumbra a vestir indumentaria
elegante, discreta y de calidad, que añade dignidad y empaque a la natural prestancia
de su figura.
De
Alfonso podría decir muchísimas más cosas. Aunque nuestras biografías han
transcurrido distanciadas largos años por mor de nuestras respectivas
ocupaciones y lugares de trabajo y residencia, tuvimos una estrecha relación
siendo jóvenes, que afortunadamente hemos vuelto a recuperar, o a resetear,
como se prefiera. Ha transcurrido mucho tiempo desde aquellos años mozos que
tan intensamente compartimos mientras estudiábamos y nos divertíamos con amigos
comunes. Una época en la que, con motivo de las fiestas o con cualquier otra
excusa, viajábamos a casa de sus padres, que creo recordar vagamente que estaba
en el carrer Major. Allí escuchábamos
los LPs de Franck Pourcel, Ray Conniff y algún otro, que sonaban en su flamante
tocadiscos como coros celestiales en aquellas frías y soleadas mañanas invernales
que consumíamos perezosamente en las proximidades de la Serrella y de la Aitana.
Revivo los guateques en La Ponderosa, las iniciáticas cogorzas con el
traicionero café-licor, el Renault 4CV de Pepe Juliá y el Seat 600 de su padre,
que le tomábamos prestado para acercarnos al Rincón del Olvido, camino de Confrides, para echar allí cuatro
tientos y luego volver al pueblo calentitos y cagando leches, reventando el
velocímetro en la recta que describe la CV-70 antes de atravesarlo.
Rememoro a mi amigo Alfonso como persona
amable, cercana y ocurrente. Hombre que escucha y calla tanto que, cuando abre
la boca, atruena con sus contados chascarrillos, que sorprenden y descolocan a quienes
no lo conocen. Aunque a veces lo disimule, Alfonso es persona atenta, educada y
generosa; y también atrevida y apasionada. La vida y sus circunstancias le han
puesto a prueba, planteándole tesituras muy complicadas que desafía y resuelve con
asiduidad y eficiencia. Y ahí, en ese dificilísimo territorio, ha demostrado
ampliamente que sabe gestionar con cuajo y determinación la complejidad, evidenciando
algunas de sus mejores cualidades y demostrando continuamente que es tan
ingenioso y decidido, como sensato y valiente.
Más allá de lo anterior, que es verdad de la
buena, el umbroso barniz que nos procuran los años no ha logrado desleír la
imagen juvenil que siempre ha proyectado Alfonso. Quienes desde hace años lo
conocemos, cuando nos lo echamos a la cara, seguimos viendo en él al tipo
alegre, simpático, burlón, despierto y un punto fanfarrón que tratamos cuando
éramos jóvenes. Un fulano que era y es tan exigente y entusiasta como listo y
honrado a carta cabal. Un tipo un puntito chulo y presumido, tan habitualmente prudente
como circunstancialmente desvergonzado. Un personaje, en fin, ordenado,
calmoso, serio y sincero. Pero no por ello menos decidido, ingenioso,
campechano y hasta soñador.
Esta hagiográfica semblanza seguro que hará
exclamar a algunos: ¡amigos tengas! Pues sí, Alfonso los tiene: yo soy uno de
ellos. Y dejo para terceros la enumeración de sus defectos, que también los acreditará,
aunque yo no los perciba. Porque confesaré que solo tengo ojos para ver su espléndida
silueta, perfilada en lontananza, calzando sus borceguíes y sus lujosos ropajes, compartiendo formación con gentes a las que no le vinculan otras
cosas que no sean la amistad, la confraternidad y hasta la consanguinidad, sin otros
distingos sociales, económicos o culturales. Así veo a Alfonso, comandando su inefable
filá. Felicidad y larga vida, queridísimo Alfonso.
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