Gozamos de plena libertad en el encanto de la amistad;
es el estímulo de la virtud, la chispa del genio,
la poesía de la vida, el camino ideal.
Pitágoras, Hieros logos
Decía
Luis en su convocatoria que, “després
d’un mes horribilis: DANA; Brexit,
Catalunya…, el proper dia 30, a les 12:30 hores, en la meua oficina –bar
Panach– ens vorem i continuarem, en la mida de lo possible, disfrutant de la
nostra amistat”. “I tant que ho farem, afegeixo jo, interpretant, sense cap mena de dubte, el sentir unànime dels convocats”.
Y es
que, aunque para los alicantinos de la “capi” apenas tenga significado, para
muchos otros de otras tantas poblaciones, y para casi todos los valencianos, el almuerzo sigue siendo un auténtico ritual.
Es más, llega a decirse que esa media hora en la que se comparte la actualidad
política y social con compañeros de trabajo y/o amigos –buen bocadillo, mediante, entre
las manos–
es el mejor momento del día. Quedar para almorzar no tiene edad. Jóvenes y
mayores disfrutan de una tradicional reunión que procura descanso y desconexión
de los problemas cotidianos. Son legión los mayores que, tras levantarse
temprano para caminar o hacer alguna ruta ciclista, hacen parada para recuperar
fuerzas y colesterol ayudados por un buen bocadillo. Los más jóvenes tampoco echan
en saco roto la costumbre y acuden a la cita de la mañana para recargar pilas y
engrosar “panxetes”, cerca de sus fábricas y oficinas. Un rito diario para
muchos y semanal para otros; excusa universal siempre, que faculta para quedar,
charlar, jugar al padel, ir en bici, hacer una ruta motera o cualquier otra
actividad de esparcimiento que tiene siempre un denominador común: almorzar.
Preferentemente un bocadillo de tortilla
–son
decenas los que se imaginan y elaboran en los bares y polígonos–, que suele
acompañarse de olivas, cacaos, tramussos y bebida, especialmente cerveza.
Todo rematado con café, presentado en las múltiples variedades que hemos
inventado en estas ubérrimas e iconoclastas tierras, tan proclives a la
exageración y al exceso.
Realmente
lo del Panach, un bar restaurante estratégico ubicado a la entrada de Novelda
al que he aludido en otras ocasiones, no fue un almuerzo al uso, si acaso un
compás de espera que duró pocos minutos. Aún no eran las doce y ya habíamos
llegado Alfonso, Tomás, Sofo y quien suscribe, después de un amenísimo y corto
viaje, en un día espléndido, que los dos primeros venían compartiendo desde La
Vila y al que los demás nos incorporamos en Alicante, departiendo todos sobre
las novedades familiares y, muy específicamente, sobre la irregular temporada
de setas, a cuya recolección tan aficionado es Alfonso. Según dijo, parece que
este año se ha visto afectada, ¿cómo no?, por el ubicuo cambio climático, que
ha acortado y mermado la cosecha, que tal vez logren completar las exiguas
aportaciones de las montañas alicantinas, pues en las estribaciones de la
Sierra de Javalambre y en otros territorios igualmente lejanos y escarpados
parece que se han dado por finalizados los frutos. Allí, en el Panach, nos
esperaba Luis, periódico en mano, disfrutando de un cigarro matinal, bien
acomodado en la acogedora terraza interior del establecimiento. Apenas unos
minutos después llegaban Pascual, los Antonios y Elías, quedando conformada la
comitiva, que hoy lucía sus efectivos al completo.
Iniciamos
el vía crucis entre distendidas conversaciones, incluida la inevitable
vertiente política, con un plácido paseo de apenas quinientos metros que nos
condujo desde el Panach a la primera de las estaciones, el bar Victory, donde
iniciamos no el almuerzo sino casi la madre de todos los almuerzos, que aquí incorporó
aportes de excelente factura: el noveldense y celebérrimo “chanchullo”, gambosí,
mejillones al vapor y champiñón a la plancha. Un nuevo paseo de apenas cinco
minutos nos puso a las puertas del bar Siglo de Oro, en cuyo interior nos
esperaba una mesa bien dispuesta, en la que un solícito servicio nos dispensó sendos
revueltos de verduras con jamón y cumplidos platos de cansalada amb formatge acompañados de olivas partidas de cosecha,
un tanto “sentiditas”, que ponían excelente contrapunto a su contundencia. Un
tercer desplazamiento de poco más de trescientos metros nos acercó al restaurante
Noche y día, un refectorio con rótulo reminiscente, como alguien apuntó. Recordaba
a algunos la canción del mismo nombre, de Cole Porter, interpretada por Leo
Reisman y su orquesta, en la película The
Gay Divorcee (La alegre divorciada), con los inefables Gingers Rogers y
Fred Astaire. Pues bien, en este singular escenario, despachamos unas
abundantes raciones de excelente quisquilla, generosas porciones de foie y
próvidas sartenes de almejas a la marinera, acompañadas de espléndidas
ensaladas de salazón con tomate raff y sepias a la plancha que se deshacían en
la boca. El remate a tan opíparo almuerzo lo pusieron, cuando no serían menos
de las tres y media, sendos platos principales de bacalao o de chuletitas a la
brasa, a gusto de cada cual, que, por fin, dieron paso a postres y cafés.
Obviaré comentarios y calificativos porque la secuencia se explica y califica por sí
misma.
Regresamos
caminando tranquilamente hasta punto de partida para coger los vehículos y dirigirnos
a casa de Luis. Allí encontramos el cálido, sincero y cuidado acogimiento que
cada vez que volvemos nos procuran sus dueños. Guti había preparado unos
paparajotes magníficos que, acompañados de las habituales copichuelas, dieron
paso al escueto concierto que, como siempre, dirigió y protagonizó Antonio
Antón. Esta vez incorporó referencias contundentes a Raimon (De vegades la pau, D’un temps, d’un país), sin que faltasen alusiones a la canción
romántica italiana (La verità mi fa male,
Sapore di sale, etc.) y el inefable Galló en el sequió, aportación genuina y
recurrente de Pascual. Sin apercibirnos, nos cayó la noche encima y nos
dispusimos para la despedida.
Mientras
la mayoría regresaba a sus respectivos hogares, algunos rematábamos la
actividad del día recluidos en el salón de actos de la Escuela de Idiomas de
Alicante, donde se tributaba un más que merecido homenaje a otra amiga, Beatriz Inés Martín, "Betty"
para todos, que nos dejó hace unos meses. Allí estaba buena parte de la “vieja profesión”
alicantina para dar visibilidad y acreditar de primera mano una larga
trayectoria de coherencia, de brega profesional y personal, de compromiso con
los derechos humanos y con la dignidad de todas las personas, cualidades que
esparció fructíferamente, bien acompañada y durante décadas, por la práctica
totalidad de la geografía político-educativa de la ciudad, que desde los años
sesenta y hasta su marcha definitiva delimitaron, entre otros muchos frentes y
foros, el Club Amigos de la Unesco, el Instituto Jorge Juan, el Instituto
Femenino (hoy Miguel Hernández), la Escuela de Idiomas, la Asociación Amigos de
la Unión Soviética y la Asociación de Amistad con Cuba “Miguel Hernández”.
¡Larga vida a Betty en nuestra memoria!
Y es
que pocos seres humanos logran vivir sin amigos. Hace más de dos milenios que Aristóteles
sentenció que las personas somos seres
sociales por naturaleza, constatando que nacemos con una especie de
característica social, que
vamos desarrollando a lo largo de la vida, pues indubitablemente necesitamos de
los otros para sobrevivir. Es esta una evidencia que hoy compartimos filósofos
y profanos, unos desde nuestras simplicidades y otros desde sus alambicadas
especulaciones. No conviene olvidar que la filosofía antigua y medieval se
interesó vivamente por la naturaleza y por el papel de la amistad (philia), un tema que es central, por
ejemplo, en la ética de Aristóteles (Ética
a Nicómaco). Sin embargo, por aquello de las volubilidades de las
corrientes del pensamiento y de las modas intelectuales, tras el clasicismo
grecorromano y el oscurantismo medieval, las tendencias filosóficas de la
modernidad pasaron por alto el papel de la amistad, un asunto que afortunadamente
recobra interés a finales de los años 70, concitando un creciente atractivo,
que llega hasta la actualidad, como consecuencia de una nueva cultura de la
sociabilidad nacida de la confrontación con los viejos enfoques racionalistas.
Nuestro
inefable Pascual, en sus comentarios a la última de mis crónicas, proponía que
ensayara alguna reflexión en torno a "la amistad nacida de la necesidad”,
pues aseguraba que hacía tiempo que venía cavilando acerca de si tal necesidad
emborronaba su sentido profundo. Creo que puede disipar sus preocupaciones
porque no cabe la menor duda de que toda amistad nace de la necesidad básica a
que aludía Aristóteles. La propensión al vínculo con los otros es una pulsión de
los seres humanos que se produce de manera natural y espontánea. Y ello no desdora
que sea, a la vez, el germen de una de las mejores relaciones que somos capaces
de construir. Ya decía Sócrates que la amistad es tanto necesidad como
conveniencia, armonizando así la intrínseca dignidad de tal virtud con los apremios
egoístas. Nos relacionamos porque necesitamos a los demás para satisfacer nuestras
carencias, adopten la forma de vacíos emocionales, frustraciones o
insuficiencias vitales. Y ello nos afecta a todos, sin que reste un ápice de
virtud a la amistad como valor inequívocamente humano. ¿O acaso el inexorable
instinto de supervivencia empaña el gozo de vivir? ¿O tal vez el sustrato
físico y neural de las emociones básicas, universales e innatas, invalidan los humanos
y característicos sentimientos que las acompañan?
¿Qué
desea quién desea? Evidentemente aquello de lo que tiene necesidad. ¿Y de qué
tiene necesidad? Obviamente de lo que precisa. Es decir, de lo que carece y
tiene el otro. Y justamente ahí está la clave que explica el enigma de la
amistad. Un ser encuentra en la naturaleza de otro algo que le complementa (el
carácter, las costumbres, su propia entidad personal) y simultáneamente, por su
parte, halla en su naturaleza alguna cosa que le conviene a aquel. De ahí surge
el deseo que arrastra el uno hacia el otro, la atracción mutua que los aproxima.
Así nace la amistad que los liga. Hace veinticinco siglos que Sócrates
reflexionó sobre este concepto. Releo de nuevo Λύσις (Sobre la amistad) que
me recuerda que hay situaciones de la vida que no son ni buenas ni malas, simplemente
conforman un espacio “amoral” en el que se producen multitud de relaciones
humanas. Cuando nos acomodamos en él y evitamos enjuiciar a los demás, emergen
sentimientos auténticos y recíprocos. Ahí es justamente donde germina el núcleo
de la amistad, ese es el nudo gordiano del que brotan las posiciones de amante
y amado que definen la condición apodíctica de esa tipología relacional.
De
manera que acaba uno preguntándose cómo es posible que hayamos alcanzado este
punto de desinterés por la amistad y por las relaciones privativas de la
condición humana. Creo que no es ajeno a ello la tradicional orientación de la
Psicología científica, que se ha ocupado más de los aspectos individuales y
patológicos del comportamiento que de sus vertientes sociales, pese a que hace
centurias que sabemos que todas las relaciones (de pareja, de familia, con
amigos, compañeros y conocidos…) son fundamentales para el desarrollo, el equilibrio
y la felicidad de las personas. La amistad fue una conquista estratégica en el
desarrollo de los seres humanos, que debe mantenerse como elemento de cultura y
de bienestar.
Afortunadamente,
en un mundo en el que todos caminamos un tanto a tientas, todavía buscamos
espacio para la amistad, ese que compartimos cuando quedamos para almorzar,
charlar, comer o cenar, convencidos de que con él llenamos parcelas maravillosas
de la existencia, esferas inmensas de conciliación, tiempo que nos humaniza y
nos confiere la cualidad que nos distingue como seres racionales. Sentimos así
que nadie puede arrebatarnos el afecto hacia el mundo y sus criaturas. Emerge de
esa manera la amistad como dignidad, como conquista de igualdad entre los seres
humanos y como vehículo de comprensión y solidaridad, que hoy, en la realidad multicultural de
nuestro tiempo, se revela más imprescindible que nunca. Para seguir
profundizando en ella, la próxima cita será en Agres, el 29 de noviembre. Entre
tanto, gracias y un fortísimo abrazo, amigos.
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