Hace
pocas semanas que M.A. García Vega, periodista experto en asuntos económicos y
colaborador habitual del diario El País, escribía en uno de sus artículos que existen
dos tipos de capitalismo: el que crea valor para la sociedad y el que la
expolia. Apostillaba lo que infinidad de ciudadanos sabemos: que en las últimas
décadas millones de personas comprueban que su trabajo no obtiene como
contraprestación una vida digna; que el ascensor social se ha ralentizado; que
la inequidad es inmensa; que la codicia es el verbo más conjugado y que la
crisis climática dejará a nuestros hijos y nietos un futuro empavesado, en el mejor
de los casos. Añadía que si se desvanece la promesa de un mañana mejor –la quintaesencia
del capitalismo–, como parece, el pensamiento de las personas que viven en
occidente, y aún más allá, añado, entrará en un círculo vicioso en el que
imperarán interrogantes como: ¿por qué debo sacrificarme?, ¿qué sentido tiene
hacerlo? Preguntas esenciales a las que resulta difícil hallar una respuesta
medianamente razonable. Mucha gente tenemos la angustiosa sensación de que el
sistema está amañado y por ello juega en nuestra contra.
Si se me permite el símil, cual si de hoja de puerta o de ventanal se tratase, el
mundo pende de un gozne que lo engarza a un imaginario y equidistante quicial.
Según el sentido que adopte su giro, puede ofrecernos la apertura a una
realidad esperanzadoramente neo-renacentista, u orientarse otra vez hacia la
oscura cerrazón, que nos relegará a un anacrónico neo-feudalismo. Para muchos,
la incomprensible era de excesos que
vivimos, alimentada por el gasto superfluo, la inequidad, la posesión y el dinero,
ha rebasado todo límite razonable. Definitivamente, el capitalismo se ha pasado
de frenada y nos deja cada vez menos oportunidades para intentar salvar los
muebles antes de que lo arrase todo.
Lo
que vengo diciendo no puede calificarse de catastrofismo. Tampoco es una opinión
personal. No es que me parezca a mí, que nada sé de Economía, que las cosas
sean así. Hace años que constato como eminentes popes de esta disciplina insisten
en que es imprescindible reformar el sistema económico capitalista. Y no se
trata de simple palabrería o de ejercicios retóricos que ensayan gentes de buena
voluntad. A través de sus opiniones, y de sus artículos y libros, han ofrecido
propuestas verosímiles, rotuladas con variopintas denominaciones, que
representan alternativas reformistas al capitalismo desbocado y que van desde el
capitalismo
progresista (Joseph Stiglitz) o el socialismo
participativo (Thomas Piketty), al Green
New Deal (Alexandria Ocasio-Cortez), la democracia
económica (Joe Guinan, Martin O’Neill, Christine Berry) o el capitalismo civilizado (Milanović), por
mencionar algunas. Bien es verdad que la mayoría se encuentran en un estadio
larvario, siendo poco más que declaraciones de intenciones, pero no me parece que
ello sea especialmente relevante porque tiempo habrá, en su caso, para acordar
sus correspondientes “gramáticas”, si se me permite la analogía. En todo caso,
lo que resulta innegable es que, como dicen quienes saben, el sistema tiene
fallos estrepitosos, a los que hay que poner remedio antes de que nos lleve a
la gran debacle, de la que unos serán los principales culpables pero que
acabaremos pagando todos.
Estoy
con Stiglitz en que debemos olvidar la interesada fantasía neoliberal de que
los mercados sin restricciones lograrán la prosperidad. Ya nos han
demostrado en demasiadas ocasiones que no es así para todos. Por contradictorio
que parezca el enunciado de su propuesta, me parece que tiene sentido su idea
de un “capitalismo progresista”, asentado en un nuevo contrato social entre los
ciudadanos y la clase política, entre los trabajadores y las empresas, entre los
ricos y los pobres, en suma, entre quienes tienen trabajo y quienes están
desempleados o desempeñan ocupaciones precarias. Parte de ese nuevo contrato social
debe gestionarse a través de una iniciativa pública potente, reforzada con
programas desechados hace años por las instituciones y que, en su defecto, proveen
algunas organizaciones privadas, aunque de manera insuficiente. Es
imprescindible reconocer el papel crucial del Estado para garantizar que los
mercados estén al servicio de la sociedad y no al revés. Necesitamos normas y
políticas que impulsen y garanticen una competencia fuerte y que a la vez eviten
la explotación abusiva; de manera que se reajusten las relaciones de las
empresas con los empleados y, también, con los consumidores, a quienes deberían
servir. Para combatir el poder del mercado, se impone que los poderes públicos asuman
una determinación equivalente al denuedo con que el ultraliberalismo ha apoyado
y favorecido al sector corporativo en los últimos tiempos.
Es
más fácil imaginar el fin del mundo que el del capitalismo, ha dicho el pensador
estadounidense Frederic Jameson. Sin embargo, otros no piensan así. Por
ejemplo, el economista francés Thomas Piketty, que se ha autoimpuesto forjar
una “idea de lo que podría llevar a una mejor organización política,
económica y social para las diferentes sociedades del mundo en el siglo XXI”.
Propone a tal efecto el perfil de un
nuevo socialismo participativo. Una grandísima ambición que exige, según
él, reconsiderar la propiedad, la
educación y las fronteras justas, en un contexto histórico de máxima radicalización
de las injusticias y las desigualdades. Piketty ofrece una propuesta radical,
un cambio profundo de las relaciones de propiedad, distinta de la propiedad
pública que representó el socialismo real. Más allá de reforzar la
progresividad del impuesto sobre rentas y sucesiones, o de desarrollar una
renta básica que no sustituye la política social, el núcleo de la tesis
pikettiana radica en la implantación de un impuesto anual sobre la propiedad, altamente
progresivo, que permitiría financiar
la dotación de capital para cada joven adulto, conformando una especie de
propiedad temporal y de circulación permanente de los patrimonios. Esta
herramienta fiscal tendría la ventaja de aplicarse a todos los activos,
incluyendo los financieros, y adaptarse así, con mayor rapidez, a la evolución
de la riqueza.
El
nuevo Nuevo Acuerdo Verde
(Green New Deal), que plantea Alexandria Ocasio-Cortez, la congresista
más joven de la historia estadounidense, tiene reminiscencias rooseveltianas; recuerdan a aquel New Deal que estimuló la economía
americana a raíz de la Gran Depresión sobrevenida durante los años treinta del
pasado siglo. Ocasio-Cortez y su compañero de filas demócratas, el senador Edward
J. Markey, ofrecen una propuesta en apenas quince folios que no tiene visos de
ver la luz como legislación por el momento, pero que simboliza el nuevo impulso
demócrata en la Cámara de Representantes. El documento reclama la reducción de
la emisión de gases de efecto invernadero a un 60% en 2030, además dejar en
“cero” las emisiones globales hacia 2050. En síntesis, supone una
enmienda a la totalidad de la política medioambiental de Donald Trump, apostando
por una transición de las infraestructuras desde los combustibles fósiles a energías
renovables y limpias, para lo cual son necesarias grandes medidas de
transformación productiva. Echar ese plan adelante no resultará nada fácil en
los EE.UU., pero por algo debe empezarse. El documento a que aludo es un buen
punto de partida para acometer una transición energética justa.
Según
destacados miembros de la Internacional Progresista, una red de facciones
derechistas, integradas por las viejas élites ultraliberales y los nuevos movimientos
populistas de corte conservador, han desatado una guerra sin tregua contra los
trabajadores, contra el medio ambiente, contra la democracia y contra la
decencia. Una contienda transfronteriza para erosionar los derechos humanos,
silenciar la discrepancia y promover la intolerancia; algo que aseguran que no
sucedía desde los años 30. Tal vez como contrapartida, tras décadas de incomprensible
inacción, un movimiento transatlántico de economistas de izquierda intentan
construir una alternativa práctica al neoliberalismo.
Y ya
era hora. Porque puede decirse más suavemente, pero la realidad es tozuda y demuestra
que hace al menos cincuenta años que la izquierda carece de política económica propia.
Son al menos cinco las décadas en las que ha triunfado el monopolio de las propuestas
crecientemente ultraconservadoras, articuladas sobre la privatización, la desregulación,
la reducción de impuestos para las empresas y los ricos, el aseguramiento de mayor
poder para los empleadores y los accionistas y la mengua de derechos para los
trabajadores. Políticas que han intensificado las pulsiones del capitalismo haciéndolo
cada vez más omnipresente e inevitable. En ese contexto, el pensamiento
económico de la izquierda ha tenido un comportamiento reactivo, de mero e
impotente resistente frente a los gigantescos cambios sobrevenidos, con la
mirada varada nostálgicamente en el pasado. Una constatación evidente de lo que
digo es que ni recordamos las décadas en las que Marx y Keynes han patrimonializado la
imaginación económica de la izquierda. El primero murió en 1883 y el segundo en
1946. ¿Qué puede añadirse?
En
estos largos años, los conservadores y los liberales han caricaturizado cuantas
propuestas se han presentado para la alteración del único sistema económico posible,
tildándolas de fantasía estrafalarias. Sin embargo, últimamente, el capitalismo
ha comenzado a fallar estrepitosamente, como reconocen algunos de sus acérrimos
defensores. En lugar de una prosperidad sostenible y ampliamente
compartida, ha producido más pobreza, más desigualdad, más crisis financieras,
crecientes convulsiones populistas y una inminente catástrofe climática.
Resuenan
cada vez con mayor intensidad las voces que alertan de que se necesita una
nueva economía: más justa, más inclusiva, menos explotadora, menos destructiva
para la sociedad y el Planeta. La crisis financiera de 2008 y las
intervenciones gubernamentales que la contuvieron han desacreditado dos
ortodoxias neoliberales: que el capitalismo no puede fallar y que los gobiernos
no pueden intervenir para cambiar el rumbo de la economía. Como consecuencia de
ello, ha emergido una red de pensadores, activistas y políticos que aprovechan
esta ventana de oportunidad para ensayar la construcción de una economía de
izquierda que aborda las fallas de la economía del siglo XXI, intentando
explicar pragmáticamente cómo los futuros gobiernos de izquierda podrían crear mejores
alternativas. Esta nueva economía quiere posibilitar la redistribución de un
poder económico sostenido por todos, de la misma manera que todos sostenemos el
poder político en las democracias saludables. Ello tendría implicaciones inconcebibles
hasta hace poco, como que los empleados se apropien de parte de las empresas; o que
políticos locales tengan capacidad real para remodelar la economía de su ciudad favoreciendo negocios de proximidad y éticos en contra de los intereses de las
grandes corporaciones. Al contrario de lo que pudiera parecer, esta
"economía democrática" no es una fantasía idealista: ya se están
construyendo partes de ella en Gran Bretaña y Estados Unidos. Los nuevos
economistas argumentan que sin estas novedosas transformaciones la creciente
desigualdad del poder económico pronto hará que la democracia misma sea
inviable, ergo…
No hay comentarios:
Publicar un comentario