miércoles, 23 de octubre de 2019

De la subsistencia

Hace pocas semanas que M.A. García Vega, periodista experto en asuntos económicos y colaborador habitual del diario El País, escribía en uno de sus artículos que existen dos tipos de capitalismo: el que crea valor para la sociedad y el que la expolia. Apostillaba lo que infinidad de ciudadanos sabemos: que en las últimas décadas millones de personas comprueban que su trabajo no obtiene como contraprestación una vida digna; que el ascensor social se ha ralentizado; que la inequidad es inmensa; que la codicia es el verbo más conjugado y que la crisis climática dejará a nuestros hijos y nietos un futuro empavesado, en el mejor de los casos. Añadía que si se desvanece la promesa de un mañana mejor la quintaesencia del capitalismo, como parece, el pensamiento de las personas que viven en occidente, y aún más allá, añado, entrará en un círculo vicioso en el que imperarán interrogantes como: ¿por qué debo sacrificarme?, ¿qué sentido tiene hacerlo? Preguntas esenciales a las que resulta difícil hallar una respuesta medianamente razonable. Mucha gente tenemos la angustiosa sensación de que el sistema está amañado y por ello juega en nuestra contra.

Si se me permite el símil, cual si de hoja de puerta o de ventanal se tratase, el mundo pende de un gozne que lo engarza a un imaginario y equidistante quicial. Según el sentido que adopte su giro, puede ofrecernos la apertura a una realidad esperanzadoramente neo-renacentista, u orientarse otra vez hacia la oscura cerrazón, que nos relegará a un anacrónico neo-feudalismo. Para muchos, la incomprensible era de excesos que vivimos, alimentada por el gasto superfluo, la inequidad, la posesión y el dinero, ha rebasado todo límite razonable. Definitivamente, el capitalismo se ha pasado de frenada y nos deja cada vez menos oportunidades para intentar salvar los muebles antes de que lo arrase todo.

Lo que vengo diciendo no puede calificarse de catastrofismo. Tampoco es una opinión personal. No es que me parezca a mí, que nada sé de Economía, que las cosas sean así. Hace años que constato como eminentes popes de esta disciplina insisten en que es imprescindible reformar el sistema económico capitalista. Y no se trata de simple palabrería o de ejercicios retóricos que ensayan gentes de buena voluntad. A través de sus opiniones, y de sus artículos y libros, han ofrecido propuestas verosímiles, rotuladas con variopintas denominaciones, que representan alternativas reformistas al capitalismo desbocado y que van desde el  capitalismo progresista (Joseph Stiglitz) o el socialismo participativo (Thomas Piketty), al Green New Deal (Alexandria Ocasio-Cortez), la democracia económica (Joe Guinan, Martin O’Neill, Christine Berry) o el capitalismo civilizado (Milanović), por mencionar algunas. Bien es verdad que la mayoría se encuentran en un estadio larvario, siendo poco más que declaraciones de intenciones, pero no me parece que ello sea especialmente relevante porque tiempo habrá, en su caso, para acordar sus correspondientes “gramáticas”, si se me permite la analogía. En todo caso, lo que resulta innegable es que, como dicen quienes saben, el sistema tiene fallos estrepitosos, a los que hay que poner remedio antes de que nos lleve a la gran debacle, de la que unos serán los principales culpables pero que acabaremos pagando todos.

Estoy con Stiglitz en que debemos olvidar la interesada fantasía neoliberal de que los mercados sin restricciones lograrán la prosperidad. Ya nos han demostrado en demasiadas ocasiones que no es así para todos. Por contradictorio que parezca el enunciado de su propuesta, me parece que tiene sentido su idea de un “capitalismo progresista”, asentado en un nuevo contrato social entre los ciudadanos y la clase política, entre los trabajadores y las empresas, entre los ricos y los pobres, en suma, entre quienes tienen trabajo y quienes están desempleados o desempeñan ocupaciones precarias. Parte de ese nuevo contrato social debe gestionarse a través de una iniciativa pública potente, reforzada con programas desechados hace años por las instituciones y que, en su defecto, proveen algunas organizaciones privadas, aunque de manera insuficiente. Es imprescindible reconocer el papel crucial del Estado para garantizar que los mercados estén al servicio de la sociedad y no al revés. Necesitamos normas y políticas que impulsen y garanticen una competencia fuerte y que a la vez eviten la explotación abusiva; de manera que se reajusten las relaciones de las empresas con los empleados y, también, con los consumidores, a quienes deberían servir. Para combatir el poder del mercado, se impone que los poderes públicos asuman una determinación equivalente al denuedo con que el ultraliberalismo ha apoyado y favorecido al sector corporativo en los últimos tiempos.

Es más fácil imaginar el fin del mundo que el del capitalismo, ha dicho el pensador estadounidense Frederic Jameson. Sin embargo, otros no piensan así. Por ejemplo, el economista francés Thomas Piketty, que se ha autoimpuesto forjar una “idea de lo que podría llevar a una mejor organización política, económica y social para las diferentes sociedades del mundo en el siglo XXI”. Propone a tal efecto el perfil de un nuevo socialismo participativo. Una grandísima ambición que exige, según él, reconsiderar la propiedad, la educación y las fronteras justas, en un contexto histórico de máxima radicalización de las injusticias y las desigualdades. Piketty ofrece una propuesta radical, un cambio profundo de las relaciones de propiedad, distinta de la propiedad pública que representó el socialismo real. Más allá de reforzar la progresividad del impuesto sobre rentas y sucesiones, o de desarrollar una renta básica que no sustituye la política social, el núcleo de la tesis pikettiana radica en la implantación de un impuesto anual sobre la propiedad, altamente progresivo, que permitiría financiar la dotación de capital para cada joven adulto, conformando una especie de propiedad temporal y de circulación permanente de los patrimonios. Esta herramienta fiscal tendría la ventaja de aplicarse a todos los activos, incluyendo los financieros, y adaptarse así, con mayor rapidez, a la evolución de la riqueza.

El nuevo Nuevo Acuerdo Verde (Green New Deal), que plantea Alexandria Ocasio-Cortez, la congresista más joven de la historia estadounidense, tiene reminiscencias rooseveltianas; recuerdan a aquel New Deal que estimuló la economía americana a raíz de la Gran Depresión sobrevenida durante los años treinta del pasado siglo. Ocasio-Cortez y su compañero de filas demócratas, el senador Edward J. Markey, ofrecen una propuesta en apenas quince folios que no tiene visos de ver la luz como legislación por el momento, pero que simboliza el nuevo impulso demócrata en la Cámara de Representantes. El documento reclama la reducción de la emisión de gases de efecto invernadero a un 60% en 2030, además dejar en “cero” las emisiones globales hacia 2050. En síntesis, supone una enmienda a la totalidad de la política medioambiental de Donald Trump, apostando por una transición de las infraestructuras desde los combustibles fósiles a energías renovables y limpias, para lo cual son necesarias grandes medidas de transformación productiva. Echar ese plan adelante no resultará nada fácil en los EE.UU., pero por algo debe empezarse. El documento a que aludo es un buen punto de partida para acometer una transición energética justa.

Según destacados miembros de la Internacional Progresista, una red de facciones derechistas, integradas por las viejas élites ultraliberales y los nuevos movimientos populistas de corte conservador, han desatado una guerra sin tregua contra los trabajadores, contra el medio ambiente, contra la democracia y contra la decencia. Una contienda transfronteriza para erosionar los derechos humanos, silenciar la discrepancia y promover la intolerancia; algo que aseguran que no sucedía desde los años 30. Tal vez como contrapartida, tras décadas de incomprensible inacción, un movimiento transatlántico de economistas de izquierda intentan construir una alternativa práctica al neoliberalismo.

Y ya era hora. Porque puede decirse más suavemente, pero la realidad es tozuda y demuestra que hace al menos cincuenta años que la izquierda carece de política económica propia. Son al menos cinco las décadas en las que ha triunfado el monopolio de las propuestas crecientemente ultraconservadoras, articuladas sobre la privatización, la desregulación, la reducción de impuestos para las empresas y los ricos, el aseguramiento de mayor poder para los empleadores y los accionistas y la mengua de derechos para los trabajadores. Políticas que han intensificado las pulsiones del capitalismo haciéndolo cada vez más omnipresente e inevitable. En ese contexto, el pensamiento económico de la izquierda ha tenido un comportamiento reactivo, de mero e impotente resistente frente a los gigantescos cambios sobrevenidos, con la mirada varada nostálgicamente en el pasado. Una constatación evidente de lo que digo es que ni recordamos las décadas en las que Marx y Keynes han patrimonializado la imaginación económica de la izquierda. El primero murió en 1883 y el segundo en 1946. ¿Qué puede añadirse?

En estos largos años, los conservadores y los liberales han caricaturizado cuantas propuestas se han presentado para la alteración del único sistema económico posible, tildándolas de fantasía estrafalarias. Sin embargo, últimamente, el capitalismo ha comenzado a fallar estrepitosamente, como reconocen algunos de sus acérrimos defensores. En lugar de una prosperidad sostenible y ampliamente compartida, ha producido más pobreza, más desigualdad, más crisis financieras, crecientes convulsiones populistas y una inminente catástrofe climática.

Resuenan cada vez con mayor intensidad las voces que alertan de que se necesita una nueva economía: más justa, más inclusiva, menos explotadora, menos destructiva para la sociedad y el Planeta. La crisis financiera de 2008 y las intervenciones gubernamentales que la contuvieron han desacreditado dos ortodoxias neoliberales: que el capitalismo no puede fallar y que los gobiernos no pueden intervenir para cambiar el rumbo de la economía. Como consecuencia de ello, ha emergido una red de pensadores, activistas y políticos que aprovechan esta ventana de oportunidad para ensayar la construcción de una economía de izquierda que aborda las fallas de la economía del siglo XXI, intentando explicar pragmáticamente cómo los futuros gobiernos de izquierda podrían crear mejores alternativas. Esta nueva economía quiere posibilitar la redistribución de un poder económico sostenido por todos, de la misma manera que todos sostenemos el poder político en las democracias saludables. Ello tendría implicaciones inconcebibles hasta hace poco, como que los empleados se apropien de parte de las empresas; o que políticos locales tengan capacidad real para remodelar la economía de su ciudad favoreciendo negocios de proximidad y éticos en contra de los intereses de las grandes corporaciones. Al contrario de lo que pudiera parecer, esta "economía democrática" no es una fantasía idealista: ya se están construyendo partes de ella en Gran Bretaña y Estados Unidos. Los nuevos economistas argumentan que sin estas novedosas transformaciones la creciente desigualdad del poder económico pronto hará que la democracia misma sea inviable, ergo…

No hay comentarios:

Publicar un comentario