domingo, 29 de septiembre de 2019

Crónicas de la amistad: Santa Pola (31)

No es que quiera aprovechar la circunstancia de que hayamos compartido este extraordinario y otoñal cónclave con nuestras compañeras. Tampoco considero que venga al caso la celebérrima máxima: excusatio non petita, acusatio manifesta. Es más, pese a que los textos y las fotografías que ilustran las crónicas precedentes puedan alentar ciertas cábalas, afirmo categóricamente que el nuestro no es un foro de machirulos. Nada más lejos de nuestro ánimo que los desatinos machistas o las zafias maneras que los caracterizan, si bien es cierto que tampoco sabría delimitar con precisión qué son, o qué significan para cada uno de nosotros, estas reuniones sin orden del día que celebramos periódicamente, que cada cual vivimos a nuestra manera y todos a plena satisfacción.

Pese a que está demostrado que tener amigos es un importante predictor de la felicidad y de la satisfacción con la vida, aunque está acreditado que el número y la calidad de las interacciones sociales tempranas presagian la soledad, el bienestar o la depresión a treinta años vista, siendo incuestionables los profusos beneficios que procura la amistad (como documentan reputadas investigaciones científicas), paradójicamente, no está entre las prioridades de la gente dedicar tiempo específico a los amigos. En España carecemos de estudios al respecto, pero una reciente investigación, que el estadounidense Jeffrey A. Hall publicó el año pasado, revela que sus compatriotas comprometen alrededor de cuarenta minutos diarios para socializarse, un intervalo ínfimo que supone un tercio del tiempo que pasan viendo la televisión o desplazándose a su lugar de trabajo.

Soy de los que piensan que casi nada sucede por casualidad; al contrario, me parece que casi todo obedece a causas determinadas, que a veces son desconocidas y otras difíciles de desentrañar. Así, por ejemplo, las obligaciones laborales y los condicionantes familiares merman nuestro tiempo libre dificultando que podamos dedicarlo a cultivar las amistades. Por otro lado, es imposible tener amigos sin haberlos hecho previamente. De manera que podría decirse que el perfeccionamiento de la amistad compromete dos exigencias: asegurar cierta continuidad en las relaciones amistosas y dedicar tiempo específico a materializarlas y conservarlas. Por todo ello, si interpelamos a una determinada persona –independientemente del grupo de edad al que pertenezca– sobre las cualidades de la amistad, aludirá inequívocamente a las actividades que comparte con quienes considera sus amigos. Creo que nosotros tenemos bastante claro cuanto antecede, y que solemos actuar en consecuencia.

Robin Dunbar es un investigador británico que en los años noventa definió la “hipótesis del cerebro social”, proponiendo un modelo evolutivo de relaciones humanas que pone en concordancia el tamaño de las redes sociales que mantiene un determinado individuo con el volumen de su neocórtex respecto a la totalidad de su cerebro. Según él, esta correlación predice que la cantidad de personas con las que se puede mantener una relación amistosa tiene un límite. Cualquiera de nosotros tiene capacidad para interaccionar con 150 amigos aproximadamente. Ello es así porque el volumen del neocórtex condiciona la capacidad cognitiva para reconocer a los demás como seres únicos, recordar la información y las interacciones que se han compartido con ellos y comprender su vinculación con terceros dentro de una determinada red social. Por otro lado, como todos sabemos por experiencia, el tiempo de que disponemos las personas es finito y las amistades requieren dedicación. Estas constricciones temporales perturban tanto la posibilidad de iniciar nuevas amistades como el mantenimiento de las consolidadas. En resumen, puede afirmarse con rotundidad que limitaciones cognitivas y temporales condicionan las amistades que logramos hacer y conseguimos mantener.

Muy pocas investigaciones han proporcionado estimaciones acerca del tiempo necesario para desarrollar una amistad superficial, para transformar este apego casual en un aprecio más o menos sistemático, o para hacer que alguien se convierta en un gran amigo. Pasar ratos juntos, especialmente durante el tiempo libre, es un ingrediente necesario para la forja de la amistad, pero tan importantes son los ratos que compartimos como la manera en que lo hacemos. En este caso, cantidad y calidad son variables igualmente relevantes. Divertirse juntos y disfrutar mutuamente de la compañía son elementos sustanciales del juego amistoso, cuya intrínseca valía, aunque no haya sido estudiada rigurosamente, muchos hemos logrado contrastar por simple tanteo experimental. Como buenos aprendices –no en balde somos maestros y, como alguien dijo, el oficio de maestro es aprender– nos afanamos en buscar las ocasiones, como la de hoy, para encontrarnos y disfrutar juntos, para humanizarnos más y para intentar ser mejores personas.

Más allá de considerar las variables cognitivas y temporales que influencian la actividad amistosa, no puede eludirse la relevancia de los condicionantes ambientales para el aseguramiento de su valía. El éxito de conclaves como el de este sábado, veintiocho de septiembre, requiere cuidadosos preparativos. De ahí que Pascual y Elías emprendieran hace días la oportuna descubierta, estableciendo como lugar idóneo para llevarlo a cabo el Restaurante Casa Coco, en el carrer de la Caritat, de Santa Pola.

La cita, whatsup mediante, era a las ocho y media de la tarde en el bar Capricho, a pocos pasos de una de las mil playas de Levante que ribetean la mar atávica, que a veces nos espanta y las más nos estremece o nos sosiega, y que anoche, a esa hora, se ofrecía plácida, amabilísima y huérfana de luz de luna nueva. Mientras algunos nos tropezábamos con otros aproximándonos al lugar, otros ya consumían los primeros refrigerios en una terraza estándar, a pie de playa, donde anoche la placidez resultaba imposible porque un enjambre de mosquitos abrasaba cuanta superficie corporal descubierta encontraba. En pocos minutos, llegaban Pascual y Domingo con Maite y Antonio, completándose así la nómina prevista para el encuentro, que hoy acusaba las ausencias sobrevenidas de Guti, Luis y Amalia. Apremiados por la circunstancia, apuramos diligentemente el refrigerio  y nos encaminamos a Casa Coco. La regencia del local, no sé si motu proprio o por indicación del anfitrión,  había dispuesto una mesa con forma de “U”, un formato perfecto para la adecuada distribución de las precedencias. La presidencia ocupada por el invitado especial, Domingo Moro, y flanqueándolo sus amistades más estrechas; desocupados los puestos enfrente de la presidencia (parte frontal interior de la U) para facilitar el servicio, y resto de los comensales dispuestos en los brazos laterales, según distribución acordada por el anfitrión, que nos indicó amabilísimamente los respectivos sitiales. Una disposición protocolaria e idónea para facilitar diferentes focos de conversación, como correspondía al volumen de la concurrencia.

Jose, el cocinero, nos había preparado un tartar de atún y salmón, acompañado de tataki de ambas especialidades, con sus correspondientes salsas, que resultaron deliciosos. Les siguieron como entrantes sendas ensaladillas, rusa y de merluza, que remataron unas quisquillas espectaculares y un pulpo a la brasa exquisito. Todo ello dio paso al plato principal compuesto por media lechola a la plancha (sobresaliente) y unos filetes de solomillo a la brasa acompañados de la clásica guarnición de patatas panadera. Remataron el menú una tarta de canela y unas milhojas de crema, ambas extraordinarias. Cuanto precede fue regado a discreción con cerveza, refrescos y unas botellas de tempranillo Melior, de Matarromera, muy recomendable. No podían faltar en los postres el “flaó” ibicenco, que trajo consigo Domingo, y unas exquisitas chocolatinas vileras, de Marcos Tonda, que nuevamente nos obsequiaron Rosana y Tomás y que algunos acompañaron de la Frígola y otras de la Rumaniseta, producto de la familia Mayans que siempre trae consigo nuestro amigo  pitiuso y que tanto nos agradan.

Cafés y copas abrieron paso a la serenata que acostumbra a cerrar nuestros encuentros, que esta vez se vio un tanto distorsionada por la algarabía que alimentaba un reducido y ruidoso grupo de turistas holandeses que nos acompañaba en el local. Pese a ello Donovan y sus Colores, versioneada por nuestro inefable Antonio y su compañera Paqui, abrieron un mini recital donde no faltó la Bella Ciao ni las referencias a nuestros clásicos, desde Lluís Llach a Mina, con Juan y Junior, los Brincos o los Sírex y, naturalmente, algunas de las baladas, boleros y coplas que han puesto música a nuestras vidas. 

Rayaba la una de la mañana cuando despedíamos el encuentro a las puertas del restaurante entre abrazos y promesas, emplazándonos para la próxima en Novelda, y cuanto antes. Luis tiene la palabra. Que tinguem sort, amics!

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