viernes, 29 de enero de 2016

28 de enero.

Ayer fue 28 de enero, festividad de Santo Tomás de Aquino. El llamado doctor Angélico es universalmente reconocido como autoridad intelectual. Su aportación al pensamiento occidental supuso una vía para conciliar la revalorización del mundo material que se vivía en Occidente en su época años centrales del siglo XIII– con los dogmas del cristianismo, utilizando una inteligente y bien trabada interpretación de Aristóteles. Un pensamiento proclive a un realismo moderado, a medio camino entre el espiritualismo agustiniano y el naturalismo averroísta.

Ayer fue, por añadidura, la festividad del patrón de las universidades. En la nuestra, la de Alicante, como obliga la tradición, hubo un acto académico importante. El Rector entregó un centenar largo de premios extraordinarios de grado y de doctorado a otros tantos destacados estudiantes y presidió la investidura de dos nuevos doctores honoris causa: una especialista en lenguaje natural y un ex rector de la Universidad de Padua.

El evento supuso una nueva oportunidad para destacar la importancia que tiene la investigación en tanto que motor del progreso de las sociedades contemporáneas. De hecho, la Directora General de Universidades aludió en su discurso a esa relevancia, subrayando el compromiso del nuevo Gobierno Valenciano para aumentar los recursos destinados a ese fin. El profesor que hizo la laudatio de la profesora Verdejo subrayó el carácter pionero de la investigadora en el campo del lenguaje natural, en un momento en el que investigar en el procesamiento de la lengua castellana era realmente casi una quimera. En la laudatio del doctor Giuseppe Zaccharia se destacó el ejemplo de internacionalización de su Universidad, una institución caracterizada por su elevado grado de integración en la comunidad universitaria mundial. Sus académicos participan en proyectos de investigación en materias punteras como la exploración espacial, pero también dedican parte de sus esfuerzos a colaborar con centros de países en desarrollo en una meritoria y solidaria labor. La conmemoración académica por antonomasia tuvo un excelente remate con la actuación de la tuna femenina de Derecho, que cerró con sus interpretaciones un acto del máximo nivel.

Sin duda, cuanto antecede es extremadamente importante aunque, a fuer de sincero y pese a mi condición de profesor universitario jubilado, tengo asociado el día 28 de enero a algo mucho más prosaico, aunque no menos transcendental, al menos para mí. Algo particularmente más primordial que la investigación, la ciencia o la transferencia tecnológica. Porque tal día como ese, hace 45 años, le confesé mi amor a una jovencita que entonces apenas contaba 17 agostos. Saqué las fuerzas y las palabras necesarias de donde pude para trasladarle torpe, deslucida y tal vez impropiamente mis sentimientos más profundos. Pese a la impericia, surtieron su efecto y logré mi propósito: que supiese de mis pasiones y que aceptase mi proposición. Desde entonces estamos juntos. Ninguna de cuántas decisiones he tomado posteriormente en mi vida me ha reportado tanto beneficio, tanta satisfacción ni tanta felicidad. Es más, tengo el pleno convencimiento de que ninguna de las resoluciones que pueda tomar en el futuro me reportará algo que pueda equiparársele.

De modo que, por encima del significado que tiene o tenga un día como el 28 de enero para el mundo académico, que también ha sido el mío, siempre lo asociaré a la epifanía del gran amor de mi vida. Eso es lo que recuerdo y celebro cada año en esa fecha.

miércoles, 27 de enero de 2016

On the way.

Hacía tiempo que no percibía el curso de la vida echándome el aliento en el cogote. Una sucesión encadenada de dolorosos acontecimientos han segado la vida de algunos de mis amigos en los últimos meses y me han puesto de nuevo en la pista de la finitud de la existencia.

Hace años, con ocasión de un importante percance de salud, tomé conciencia cabal de la fragilidad de la vida. Entonces, tras cincuenta años de brío y robustez, me sorprendió constatar que la existencia era como un hilo débil, finísimo, que se quiebra con extremada facilidad y nos enlaza con la muerte sin solución de continuidad. No solo aquellos días sino también durante una larga temporada fui consciente del frágil nexo que conecta el vivir con el morir. Aquel episodio, que me puso en la antesala de la partida, me llevó a hacer un primer balance de lo que había vivido hasta entonces y de lo que me podía quedar por delante. Ese arqueo, que concluí unas veces con apresuramiento y otras con más ponderación, me permitió tomar conciencia de la existencia consumida y de reflexionar sobre lo que debía o podía hacer en el futuro. Pese al desasosiego que entonces me acompañaba, aquel recuento comprobatorio me aporto tranquilidad y desahogo porque visualicé la panorámica de aquella coyuntura como si de un balance económico se tratase. En él era evidente la preponderancia de los inputs sobre los outputs. Predominaban los logros sobre los propósitos arrumbados o dejados en la cuneta, o que se habían esfumado. Francamente, no se constataba daño alguno producido a terceros de manera intencionada. Más bien lo contrario, afloraba la voluntad expresa de ayudar a los demás en lo que había sido menester. Así pues, el conteo final arrojaba un saldo nítido: tranquilidad de conciencia. En consecuencia, ese balance ético, esa especie de autoexamen moral en la antesala de la muerte, concluía con una licencia sin reparos para abandonar la vida con plena serenidad.

El paso de los meses y de los años, y la relativa recuperación de la salud, volvieron a depositarme en la perspectiva de un curso vital aparentemente sempiterno. A esa percepción que nos ofusca a quienes vivimos, haciéndonos imaginar la propia existencia como infinita, convenciéndonos, o casi, de que la muerte es asunto que solo atañe a los demás y que no va con nosotros. Somos legión quienes pensamos que nos queda mucho por vivir. Y por ello, por más que estemos cerca de nuestro destino, eludimos esa confrontación y nos acomodamos lo mejor que sabemos en la complacencia que produce la fe en la infinitud del proceso, aunque sepamos de sobra que lleva impresa la fecha de caducidad en su propia génesis.

Los hechos que jalonan nuestras vidas y los percances propios o los que acaecen a quiénes nos rodean, sean vecinos, familiares o amigos, son vicisitudes que nos advierten periódicamente de que hemos consumido buena parte de la vida y de que tenemos menos futuro que pretérito. En este punto sobrevienen las preocupaciones y los temores inducidos por un final que no es improbable que se presente de improviso. Bien adoptando la forma de acontecimiento intempestivo que nos puede sorprender cualquier madrugada mientras dormimos, sin siquiera dejarnos tomar conciencia de sucedido tan determinante. Bien representado por una enfermedad, más o menos larga, aparejada a un proceso de deterioro que conduce ineluctablemente al final de los días. Incluso puede revestir la complejidad de un proceso patológico largo y doloroso, que acabará hartando a quiénes nos rodean, haciendo que tanto ellos como nosotros estemos deseando su conclusión para dejar de sufrir. Cualquiera de estas conjeturas, y otras posibles, pasan por una mente aguijoneada circunstancialmente por episodios como los que mencionaba, que motivan el reencuentro con una posición tan incómoda como la de sentir que estás viviendo provisionalmente, casi como de prestado, con un pie aquí y el otro cerca de allá.

En esa encrucijada son variadas las actitudes que pueden adoptarse. Unos prefieren no reparar ni reflexionar sobre semejante asunto, dejándose llevar, como si nada sucediese. Por un lado, se despreocupan de la salud y abandonan su control convencidos –al menos aparentemente– de que aquello que tenga que ser será, y cuando llegue lo que deba llegar, llegará. Conscientes de la proximidad del fin, deciden echar por el camino del medio y vivir la vida, intentando aprovechar a su manera cada uno de los minutos, en la medida que sus fuerzas lo permiten. Otros, más prudentes (o más timoratos, según se mire) prefieren administrar su existencia con mayor cuidado, multiplicando las atenciones a sus organismos. Ingieren puntualmente las generosas dosis de pastillas que les recetan los médicos y concurren a los chequeos y visitas que les prescriben. Creen que lograrán así vivir el máximo que den de sí las capacidades y potencialidades de sus organismos. Obviamente, entre ambos extremos, existe una legión mayoritaria de personas que, según qué circunstancias, están más cerca de lo uno o de lo otro. En mi caso, no sabría precisar con exactitud el punto en que me encuentro, lo que equivale a decir que me diluyo en el espacio que delimitan las coordenadas que inscriben a la  mayoritaria legión a que aludía. A fuer de sincero, confesaré que no soy constante en permanecer en ningún espacio determinado, al contrario, cada temporada me descubro en lugares diferentes y, de momento, no me va mal.

A veces pienso que las distintas maneras con que las personas abordamos la salud tienen su correlato en otras tantas actitudes vitales. Al menos es la explicación que encuentro a lo que observo que nos sucede. A veces tenemos dificultades, o simplemente nos da pereza, emprender proyectos a medio y largo plazo. En este momento existencial, gentes que no hemos sido cortoplacistas ni nos ha seducido vivir al día rechazamos hacer planes para un horizonte temporal dilatado. Pero simultánea y contradictoriamente nos mostramos igualmente reacios a organizarnos la vida de acuerdo con los clásicos axiomas de la perentoriedad: carpe diem, tempus fugit… En consecuencia, nos hallamos en una auténtica encrucijada que nos produce incertidumbre, falta de perspectiva, temor, desorientación, etc. Seguramente, ello es consecuencia lógica del punto del recorrido en que nos encontramos, aunque no lo sé a ciencia cierta. Lo que sí tengo claro es que me gustaría lograr que la constatación de lo limitado de mi trayecto vital me afectase lo menos posible, que no me coartase los propósitos de emprender proyectos a medio o largo plazo. No quiero que se me quiebre la ilusión por imaginar que aquello que inicio acabará siendo una realidad. Quiero que me produzca tanto disfrute fraguar mis fantasías como materializar mis propósitos. Y en ello estoy, porque no pienso renunciar a intentar lograrlo. Por una simple razón, porque es la única manera en que concibo la vida en plenitud: viviendo su infinitud, aunque se quiebre mañana.

jueves, 21 de enero de 2016

El hambre y las ganas de comer.

A principios del pasado diciembre, Adela Cortina nos obsequió con un pequeño artículo incluido en el suplemento Ideas, que trae los domingos el diario El País. Su título Ética, no sólo cosmética me resultó sugerente y me indujo a ojearlo de inmediato; cosa normal en mí, porque suelo leer cuanto firma la profesora. En aquel momento me produjo un impacto positivo y me motivó alguna reflexión que dejé de lado provisionalmente. Hoy vuelvo a revisitarlo para evocar algunas de aquellas ideas y también las conjeturas que abandoné hace aproximadamente mes y medio.

En una de las reflexiones centrales del artículo, la profesora Cortina se preguntaba si la crisis que vivimos desde hace casi una década ha contribuido a que hayamos aprendido algo acerca de las formas de crecer y de producir. También se autointerrogaba sobre si hay que seguir creciendo ilimitadamente o, dicho de un modo más preciso, sobre si habíamos aprendido algo que nos pudiese ayudar a materializar mejores formas de desarrollar nuestras vidas. Presumía que una situación de crisis tan duradera, a priori, parece una ocasión inmejorable para intentar convertir en oportunidades algunos de los problemas que ha generado. Y añadía que hasta los economistas más liberales han reconocido explícitamente que las causas de la crisis no sólo han sido los ciclos económicos -que casi unánimemente se aceptan como determinantes incontrovertibles e inevitables-, sino también otras actuaciones, de carácter ético, que es posible revertir o cambiar, porque está en nuestras manos la capacidad de hacerlo. Enumeraba algunas, como la opacidad de las prácticas bancarias, empresariales y políticas, el fracaso de los mecanismos de control de las finanzas, la nula profesionalidad de quiénes han guiado sus conductas por incentivos perversos, etc., etc. Pero tal vez más preocupante que estas conductas de las élites (que son reprobables y que deben preocupar, sin paliativos) es que se ha extendido al conjunto de la población su “no ética”, imponiéndose la práctica de la corrupción, la primacía del 'cortoplacismo' en cualquier enfoque vital o el fracaso de los modelos de vida consumista.

Es verdad que las administraciones han adoptado medidas para acotar los despilfarros y las malas praxis que impregnaron los años que precedieron a la crisis, de la misma manera que proliferan los pactos contra la corrupción que intentan poner coto a tamaño dislate. Pese a ello, la pregunta que se hacía Adela Cortina, que suscribo plenamente, es si las buenas intenciones de las mentes biempensantes han calado en la vida cotidiana de los ciudadanos de a pie, si se trata de medidas o pretensiones de carácter transformador, ético y profundo, o son simples retoques cosméticos que apenas alcanzan la epidermis del tejido social.

La profesora se mostraba pesimista, asegurando que las formas de vida consumistas han cambiado poco y que no parece que vayan a hacerlo en los próximos tiempos porque en ellas se unen el hambre y las ganas de comer, o dicho más precisamente, las motivaciones personales y la dinámica económica. Comparto plenamente su punto de vista.

Es incontestable que el afán de emulación está en la médula de las actitudes consumistas. Ese anhelo es el impulso que nos lleva a imitar a los otros. No hace muchos años esos otros eran casi exclusivamente la clase dominante y ociosa. Sin embargo, hoy, el objeto de imitación se ha expandido a una cohorte inmensa de personajillos (cantantes, protagonistas de la prensa del corazón, deportistas, famosillos y menos, etc.) Cualquiera desea consumir lo que les ve consumir. Y no solo eso. Es mucho más preocupante que a menudo esos deseos llevan aparejados sentimientos de justicia o injusticia que se sintetizan en una reflexión: si ellos lo tienen, ¿porque no debo tenerlo yo? Obviamente, de ahí a convertir el deseo de consumir en un derecho de las personas apenas hay un paso. Y lo que es más, frecuentemente, se reclama como una exigencia irrenunciable para garantizar la igualdad de todos.

A esta pulsión se suman otros afanes (sentirse a gusto con un una nueva imagen o con un coche nuevo), a los que se superpone la moda de seguir los consejos de una nueva especie de predicadores que comparten un discurso machacón: debes quererte más, darte más gustos, cuidarte más… Y a todo ello hay que añadir una nueva recomendación: todo debe ser divertido, dejémonos de dramas y monsergas que lo que hay que hacer es pasarlo bien; lo que interesa es lo que nos divierte, aunque la lógica que nos gobierna haga que algunos estemos agotados de tanto trabajar, muertos de sueño, o que todos hayamos perdido  nuestros derechos o nos paguen por nuestro trabajo una miseria.

A lo dicho, se juntan las ganas de comer. En el siglo XVIII, Adam Smith sostenía que el consumo es el fin de la producción. Pues mira por donde, a estas alturas de la película, medio y fin han intercambiado sus roles: el consumo no es el fin de la producción sino su condición sine qua non. Ahora resulta que es el consumo el que impulsa la producción y, por ende, el que posibilita que haya empleo, salarios, crecimiento, bienestar, etc. ¡Vivir para ver!

Las metas que hoy tenemos los ciudadanos, que se concretan esencialmente en pasarlo bien y consumir, ni son nuevas formas de vida ni parece que sean aprendizajes fruto del escarmiento de la crisis. Ello no tendría más relevancia si no fuese porque tales objetivos nos pueden sumir más profundamente en ella (o llevarnos a otra más drástica), y lo que es mucho peor: son radicalmente incompatibles con el más elemental sentido de la justicia y de la solidaridad.

lunes, 18 de enero de 2016

Crónicas de la amistad: Alacant (12)

ROMANCE DE LOS AMIGOS

Alicante era el destino
el diecisiete y domingo,
estaba acabando enero
y esta vez no había distingo.

Frente a la mar, junto al puerto,
acordamos congregarnos
amigos y emparentados,
dispuestos a solazarnos.

[Estribillo]
Que no era mayo ni julio,
ni había lluvia ni calor;
todos gozábamos juntos
de la amistad y del humor.

En la Lonja del Pescado
Cien Artistas Solidarios,
mil Empresas Familiares,
exponían temas varios.

Así que allá que nos fuimos,
asiditos de las manos
de David y de la Carme,
colegas republicanos.

[Estribillo]

Buenos anfitriones fueron
noveldense y 'socarrada',
haciéndonos paladear
muestras tan elaboradas.

Paneles con pensamientos,
prólogo de Arcadi y Mario,
nos transportaron enfrente
del talento solidario.

[Estribillo]

En una sala tan grande
casi de todo cabía:
tradición e innovación
juventud, veteranía.

Esculturas versus lienzos,
colores frente a enfoscados,
grabados y acuarelas,
óleos entre gofrados.

[Estribillo]

Todos gozamos del arte
de gentes tan altruistas,
muy poco reconocidas
pese a ser grandes artistas.

Tampoco fue poco magra
la muestra “Hecho en Alicante”,
valioso escaparate,
muy diverso y abundante.

[Estribillo]

El grupo de los amigos
pardiez que quedó contento,
pues risueño se mostraba,
feliz, más bastante hambriento.

Y por tanto se imponía
ir a degustar las viandas
que habíamos encargado
al viejo Club de Regatas.

[Estribillo]

Un reservado coqueto,
con mesa fashion imperio,
nos acogió primoroso
desde el primer refrigerio.

Degustamos un buen menú,
hablamos de nuestras cosas,
estrechamos amistades
y celebramos más glosas.

[Estribillo]

Así transcurrió el día,
entre plácemes y risas,
a satisfacción de todos,
sin atajos y sin prisas.

Una breve despedida
a las puertas del ocaso
puso final a este encuentro
tan ameno como escaso.

                                [Estribillo]

En la exposición Made in Alicante, con David Beltrá.

sábado, 16 de enero de 2016

Fin de semana.

Hoy, como la mayoría de los días, tras descabezar una pequeña siesta he emprendido mi paseo vespertino. Después de atravesar las calles que llevan a la Rambla, me he adentrado en “el Barrio” y he atrapado con mi teléfono algunas instantáneas de miradores y balconadas, de muros y ventanas, de cenobios y reliquias de ‘arte parietal’. También he inmortalizado al guardián moro imperturbable que corona el Benacantil, que siempre mira hacia el sur y que conmueve mi mirada cada vez que lo veo recortado sobre el cielo que lo circunda. El recorrido me ha llevado a la calle Villavieja y después, sin solución de continuidad, a la de Virgen del Socorro, que surge cuando se quiebra la curva en que se erigía antaño el Torreón de la Puerta Nueva o de S. Sebastián, hoy arrumbada morada de una colonia de gatos mal alimentados por señoras bienintencionadas, que parece que hacen más daño que otra cosa. Allí he dejado atrás el enjambre de casas y callejas y he avistado, entreverada entre las ramas de los magnolios que embellecen los muros de piedra tosca que rematan la vertiente del monte que se vuelca sobre la carretera N-332, una mar inmensa, plácida y plateada.

Mientras la contemplaba ensimismado, mis pasos discurrían sobre la acera de la calle, paralelamente a la orilla, a cien metros de distancia y a más de veinte de altura. Apenas un par de minutos y ya estaba en la plaza de Topete. Un pequeño parque de juegos infantiles y unos pocos escalones me separaban de la calle Madrid. He sorteado unos y bajado otros y la he enfilado sin vacilación. Como siempre, me ofrecía a la izquierda unos arcos anejos rematados por un rincón deslucido, que acoge un balconcillo encantador. En su mitad deslumbraban las puertas, algunas soberbias, con aldabas y tiradores dignos de mejor escaparate. Sus apenas setenta metros me depositaban raudo frente al local de la Hermandad de la Virgen del Rocío y, girando noventa grados, me ponían a escasos metros del scalextric, nombre con el que los alicantinos bautizaron al primer paso elevado de su particular geografía. Justo en ese punto, se puede contemplar un chaflán portentoso, edificado y aparentemente despoblado, con unas balconadas tan insólitas como deslumbrantes, que merecen mejor atención que la desidia que parece acompañarlas. Allá están: solas, fanés y descangalladas, como reza el viejo tango de Gardel.

Playa del Postiguet, enero 2016
El semáforo de la esquina me ha ayudado a cruzar la urdimbre de carreteras que se concentra allí, encontrándome de súbito con la estación del “trenet” y con la playa del Cocó, uno de los reductos frecuentados por Alí Andreu Cremades, donde se soleaba y solazaba casi todos los mediodías del año. Como era habitual en él, allí disfrutaba hiperbólicamente de su mar más querida. Cuando he llegado, la luz del crepúsculo se filtraba por los escasos nubarrones que subsistían de la borrasca que hoy ha regado Alicante. No sé cuánto meses hacía que no caía una sola gota en la ciudad. Hoy llovía a las cinco de la madrugada y lo seguía haciendo al mediodía. Con poca intensidad, pero con suficiencia y con talento. Hoy, siquiera sea por una vez, ha caído un agua sumisa, saludable y benefactora.

He tomado la curva que describe el paseo de Gómiz cuando remata el final de la playa del Cocó para dirigir mis pasos hacia la escollera del puerto. Apenas había enderezado mi rumbo en esa dirección, cuando he sentido una atracción irrefrenable por la mar, por una mar que se me ofrecía tan inmensa como mansa, tan seductora como plateada, tan pacífica como gigantesca. En todo caso, una mar que me parecía lascivamente atrayente e inmisericordemente amorosa.

No he podido evitar la tentación de acercarme a ella con presteza y verticalidad, como se atienden las llamadas que no es posible desoír. En apenas veinte o veinticinco zancadas estaba en la orilla de la playa del Postiguet, una superficie que hacía más de veinte años que no pisaba. La playa de Alicante por antonomasia. Un litoral milenario, visitado, recitado, querido y revisitado millones de veces. Una ribera que esta tarde ofrecía una arena compactada por efecto de la lluvia, que había lixiviado sus granos, apelmazándolos y conformando su superficie como una sucesión casi infinita de pequeñas dunas selenitas, quebradas de tanto en tanto por pisadas descuidadas de gentes que como yo se habían adentrado en ella, seguramente abducidos también por un candor compartido.

He mirado mis zapatos, que aprisionaban las arenas y se hundían en ellas. He levantado la vista y he descubierto agazapada entre los nubarrones a una luna creciente perfecta, que me ha hecho cerrar los ojos e imaginar que me quitaba calzado y calcetines y chapoteaba con mis pies en las aguas, truncando las pequeñas olas que rompían en la orilla con pequeños borbotones de espumas transparentes y níveas. Durante unos minutos he jugando imaginariamente con el devenir de las ondas y con el titilar de las luces de las farolas y de los anuncios, que se proyectaban en la superficie especular de la mar. Me he sentido objeto de la mirada curiosa y sorprendida de algunos espectadores anónimos que discurrían por el paseo. Y así, preso de este soñado e infantil frenesí, he avanzado decenas de metros corriendo por una orilla que me parecía infinita. En mi alocada carrera me he cruzado con algunos pescadores circunstanciales que intentaban atrapar lubinas con señuelos blanquecinos que pretendían confundir con la espuma de las olas. Apenas unos minutos después, mis acompasados pasos me habían transportado a las proximidades de la escollera. Allí, el ámbar de la luz de las farolas y las irisaciones de los neones de los rótulos de los hoteles colindantes me han rescatado de la ensoñación y me han devuelto a la realidad. El día se quebraba definitivamente y empezaban a retirarse las gentes de unas calles inusualmente gélidas.

Un breve discurrir por la orilla del muelle me ha llevado a la plaza Correos. He sorteado los tres escalones que dan acceso a la peana que ocupa su epicentro, que han colonizado espuriamente y en exceso los negociantes de la zona. Pese a todo, todavía es posible encontrar un banco férreo en el que descansar unos minutos mientras admiras la enormidad de los ficus y magnolios o la imponente altura de los olmos y las brunas y enigmáticas oquedades de sus troncos. Todavía es posible escuchar el crepitar de las hojas otoñales que parecen lamentarse cuando las aprisionan las suelas de los zapatos de los viandantes. Aún se pueden contemplar las aciculares hojas de las palmeras y las araucarias recortándose en el cielo oscurecido de un crepúsculo que cubre plácidamente una ciudad que empieza a vivir otro fin de semana.