jueves, 19 de marzo de 2020

Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad


“Todo adelanto tiene un peligro,
como todo deseo conlleva una maldición”
[Stephen Hawking]

Hace un lustro que el reconocido físico británico Stephen Hawking, fallecido hace un par de años, estuvo en Tenerife para presentar el festival Starmus y reflexionar sobre distintas cuestiones relativas a la ciencia, al origen del universo y a su propia enfermedad. Entonces concedió una entrevista al diario El País, confesando al periodista de turno que creía que “la supervivencia de la raza humana dependería de su capacidad para encontrar nuevos hogares en otros lugares del universo, pues el riesgo de que un desastre destruya la Tierra es cada vez mayor”. En su opinión, los humanos deberían abandonar el Planeta si querían sobrevivir. De ahí que, a la vista de lo que sucede últimamente en el mundo, haya reverdecido una corriente de opinión que considera a Hawking un visionario, un adelantado en la previsión del futuro. No obstante, lo cierto es que hacía tiempo que se había convertido en uno de los grandes agoreros del mundo. Como persona inteligentísima que era, consciente de su enorme reputación en el ámbito científico, determinó que una de sus obsesiones sería aprovechar su capacidad de influencia para señalar algunos de los grandes peligros que, a su juicio, debía afrontar la humanidad en las próximas décadas, siglos o milenios.

Un año después participó en unas charlas que organiza anualmente la BBC desde hace décadas (Reith Lectures) asegurando que, aunque la posibilidad de que se produjese un desastre planetario en una fecha próxima fuese todavía escasa, en su opinión, aumentaba a medida que transcurre el tiempo, convirtiéndose en algo que se producirá casi seguro en los próximos milenios, concretamente en un intervalo que estimaba entre los 2.000 y los 10.000 años. Asociaba estos presagios a la velocidad con que se producen los avances tecnológicos que, en su opinión, llevan inexorablemente a que la humanidad llegue pronto a un nuevo estadio de su evolución, que comportará otros riesgos asociados. Amenazas que, según aseguraba, provendrán de sus propias creaciones.

Ya entonces avisaba del peligro que suponen los virus creados genéticamente, el descontrol voluntario e involuntario de los experimentos en los laboratorios, la amenaza de las superbacterias, que pueden provocar la obsolescencia o la inutilidad de los antibióticos conocidos, el ineludible círculo vicioso que representa la alteración de la temperatura global del Planeta, etc. Hawking concluía con una advertencia sobre los cuidados prioritarios que debíamos extremar durante los próximos 100 años, pues consideraba que si lográbamos llegar a esa meta muchas de las amenazas que actualmente se ciernen sobre la raza humana (el calentamiento global, el holocausto nuclear, el bioterrorismo…) no lograrían exterminarla. Para entonces tendríamos capacidad para desplazarnos a otros territorios del espacio, evitando así la extinción. Un discurso, en síntesis, nada apocalíptico. Diría que, bien al contrario, era muy realista porque contrastaba lúcida y conscientemente la imposibilidad de parar el “progreso” y hacer involucionar la historia de la humanidad. En consecuencia abogaba alternativamente por identificar los riesgos y controlarlos.

Hoy, el contrapunto a tamaña lucidez lo encuentro de nuevo en el otro lado del Atlántico. Leo en los periódicos que en Estados Unidos la demanda de armas de fuego crece al mismo ritmo que avanza la pandemia del COVID 19. Han reaparecido las colas en el exterior de las armerías. La gente espera su turno esgrimiendo todo tipo de argumentos para justificar su decisión. Muchos dicen que lo que les preocupa es que caigan las instituciones financieras, como sucedió en 2008, y sobrevenga la recesión económica, que hará que la gente pierda el empleo.  Aseguran que entonces sobrevendrán situaciones muy graves, porque las personas cuando se quedan sin trabajo se comportan inadecuadamente. De modo que hay que estar protegido, por si acaso. Los vendedores cuentan que desde hace dos semanas venden muchísimo más de lo habitual, e incluso llegan a confesar que empiezan a tener problemas de abastecimiento. Aquí, en lugar de papel higiénico, que también, lo que escasea son las balas y los fusiles de asalto. En las armerías matizan que muchas de las personas que van a comprar es la primera vez que adquieren un arma de fuego. Está claro que el miedo ha permeabilizado la conciencia de unos ciudadanos históricamente familiarizados con las armas y con las contiendas bélicas.

Muchos temen que si se decreta una cuarentena generalizada, como sucede en Italia y España, puedan desencadenarse graves problemas. Dicen otros que si ya estalló un cierto pánico en los días pasados, cuando se acabó el papel higiénico, pueden imaginar lo que pasará cuando suceda lo mismo con los víveres. Parece que, hoy por hoy, consideran remota la probabilidad de que tal cosa suceda, pero no es menos cierto que la gente tiene miedo y se temen los brotes de pánico que hacen que se vuelva loca. He visualizado patidifuso fotografías que muestran largas colas a las puertas de las tiendas de armas, viralizadas por las redes sociales. En los estados de California y Washington, dos de los más afectados por el brote de coronavirus, la demanda de armas de fuego ha crecido muchísimo, especialmente entre la comunidad asiático-estadounidense, que teme una reacción xenófoba por el presunto origen chino del virus. En síntesis, el mantra que todos esgrimen es siempre el mismo: mejor tener y no necesitar, que necesitar y no tener.

Me inquieta sobremanera pensar que podemos estar viviendo un primer estadio, todo lo incipiente que se desee, de la distopía que vaticinaba Hawking. Pero tal vez me angustia mucho más contrastar las actitudes que algunos exhiben apenas suenan sus primeros compases. ¡Qué no serán capaces de hacer cuando llegue el clímax de la función! Quizá influido por mi talante y mi condición de educador siempre me he considerado más cerca del pensamiento de Rousseau que del de Hobbes en lo que respecta a la condición humana, aunque hace algún tiempo que empecé a pensar que tal vez he estado buena parte de mi vida generosamente equivocado.



martes, 17 de marzo de 2020

Hoy por hoy

No sé si saldré vivo de esta, pero, de hacerlo, intuyo que la catástrofe que tan vertiginosamente se ha cernido en los últimos meses sobre la salud de la Humanidad me va a hacer reflexionar bastante de hecho ya lo está consiguiendo, pues entreveo que muy probablemente nos obligará a muchos a cambiar radicalmente de vida en poco tiempo. Me atrevo a vaticinar que un amplio muestrario de cosas diferirá de lo acostumbrado, incluso llegará más lejos de lo que algunos pudimos imaginar, esperemos que para bien. Por otro lado, por encima de las chanzas y ocurrencias que monopolizan las redes sociales, de las lecturas, los juegos y las conversaciones con los que intentamos entretenernos y sobrellevar este tiempo de inaudita clausura, estoy seguro que tales percepciones no son de mi exclusivo patrimonio. Sé que estos días muchas, muchísimas personas intuimos y discurrimos sobre las múltiples versiones de lo que sucedió, y también acerca de lo que está sucediendo o puede suceder, y hasta sobre la realidad de nuestras vidas, o sobre lo que recordamos de ellas porque, en cierta manera, aunque resulte paradójico, a todos nos guía la probabilidad y la incertidumbre de las propias percepciones.

Hoy todas las incógnitas están sobre la mesa, como hacía décadas que no sucedía en el primer mundo. Y al frente de todas ellas destacan dos: la angustia general frente a lo que acontece y el miedo a que la novísima enfermedad se nos lleve por delante. Inmediatamente detrás aparece la ansiedad que produce conjeturar sobre el paisaje que pasadas algunas semanas o meses aguarda a los supervivientes, entre quienes el instinto nos incluye. Escenarios casi olvidados, parientes del territorio de la perplejidad. Un contexto que ejemplifican los millones de miradas confluyentes en un estremecedor macrojuego de espejos, que se desarrolla frente a una descomunal platea y que se rige por dos certezas: la ignorancia y las dudas. Una especie de quimera que solo alcanza a proponer a la legión de forzosos espectadores las arenas movedizas que representan la realidad de hoy y los dilemas como contingencia para mañana. Problematizar la realidad, movilizar la energía dramática, desatar las emociones. No se puede negar que hay materia más que suficiente para conformar un buen guión, bien para una película o para una función teatral, e incluso para enhebrar el argumento de un nuevo relato que ahonde en las distopías, más verosímiles que nunca. En fin, amanecerá y veremos, dijo el ciego.

viernes, 13 de marzo de 2020

Coronavirus de cada día

Cada día que pasa entiendo menos lo que sucede. Leo a las 12:15 de hoy, 12 de marzo, que la NBA ha suspendido la temporada por tiempo indefinido, después de saberse que el pívot francés Rudy Gobert ha dado positivo en las pruebas de coronavirus. Dicen los columnistas que la suspensión del match entre Oklahoma City y Utah Jazz se ha producido cuando ya estaban preparados ambos equipos para dar el salto inicial y empezar el partido. Justo en ese momento, parece que el jefe médico de los Thunder ha avisado a los árbitros de la primicia y estos han determinado aplazar el inicio para hacer las oportunas gestiones. Entretanto, las celebérrimas y sufridas animadoras se han afanado cuanto han podido para entretener a un público atónito, que asistía a los prolegómenos del encuentro sin entender casi nada de cuanto acontecía en la cancha.

Además del impacto que ha producido per se que minutos después se haya tomado la insólita decisión de suspender un partido de la NBA, es indudable que las circunstancias en que se ha llevado a cabo hacen que pueda considerarse una de las decisiones más drásticas e impactantes de cuantas se recuerdan relacionadas con las cancelaciones de eventos multitudinarios en aquel país. Una decisión, a la que hay que añadir la suspensión de la temporada de la NBA por tiempo indefinido, que revela por sí misma que empieza a calar en la conciencia de los ciudadanos norteamericanos que también están concernido por el coronavirus, y que deberán afrontar en breve su expansión descontrolada. Y apostillo que no se lo toman de cualquier manera porque, desde el 11S, saben que no están a salvo de lo que sucede en el resto del mundo.

Curiosamente, este anuncio de la NBA llegaba minutos después de que el mismo Donald Trump se dirigiera solemnemente a la nación, en horario de máxima audiencia, intentando, como es costumbre en aquellos lares y como suelen decir, “preparar al país para que acepte medidas contundentes sin precedentes para hacer frente a la nueva amenaza”. En este caso, parece que la primera de todas ellas ha sido suspender durante 30 días todos los viajes con Europa, excepto con el Reino Unido, que como todos sabemos ya no forma parte institucional de ella.

Como decía, la NBA ha suspendido todos los partidos hasta nuevo aviso. Un paréntesis que, en teoría, aprovecharán para avanzar en la concreción de la estrategia que deberán desplegar para hacer frente a la pandemia del coronavirus. No puede ser de otro modo porque son muchos los dólares que están en juego. De momento, el primer eslabón de esa encadenamiento tan inopinadamente desencadenado es que tanto los jugadores de Utah Jazz como los de Oklahoma City deberán estar en cuarentena. Y ello no sólo afecta a estos equipos sino también a los de Cleveland, Nueva York, Boston, Detroit y Toronto. Y a todo lo que mueven en aquel inmenso país.

Esto es lo que empieza a suceder a 6000 km .de aquí, Atlántico mediante, en un territorio donde, cuando escribo esto, apenas hay un millar de enfermos y treinta fallecidos por coronavirus y que, sin embargo, empieza a temblar con lo que se le viene encima. Paradójicamente, aunque es verdad que cada día que pasa se aprecia el incremento de la inquietud, el vaciamiento progresivo de las calles, y mucho más de los víveres y otras cosas en los establecimientos comerciales, en cierto modo parece que estamos como “viéndolas venir”. Unos timoratos, otros desentendidos, algunos valentorros, otros dubitativos, incluso algunos que parecen decir “esto no va conmigo porque es simplemente un invento y ya escampará”. Y si atendemos al comportamiento de algunos gobiernos autonómicos y ciertas administraciones públicas, ¿qué decir?

Estoy de acuerdo con que las más altas instancias deben impedir que se soliviante a la población por ser ello manifiestamente contraproducente. Creo que se impone la cautela que, en mi opinión, no está reñida con la más enérgica determinación para divulgar y aplicar las medidas necesarias para preservar la salud pública, de acuerdo con los criterios consensuados por la comunidad científica, sean populares o impopulares, gusten o disgusten. Es hora de llamar a las cosas por su nombre, de ponerse serios, de adoptar actitudes y medidas rigurosas, que deben explicarse machaconamente a la población, con la misma reiteración que intransigencia debe observarse en su ejecución, pues no en vano nos va la vida en ello a mucha gente. Estamos frente a una pandemia que se llevará por delante muchísimas personas y nadie puede tomarse a la ligera lo que está sucediendo. No es de recibo que los ciudadanos opinemos sin recato que nos corresponde privativamente determinar si viajaremos el fin de semana a nuestras localidades de origen, lo pasaremos con los amigos en el balneario de Archena, en el Mar Menor, en Fuerteventura o en Milán. Y mucho menos que los medios de comunicación muestren sin tapujos estas actitudes, sin censurarlas enérgicamente, porque, según aseguran quienes saben, son temeridades que vamos a pagar todos, no solo quienes las protagonizan.

Como alguien ha escrito, por si faltaba algo, el Covid-19 ha mutado en España en infección política. El agravamiento de la epidemia y el creciente nerviosismo social parece que han actuado como acicate para que al jefe de la oposición le haya faltado tiempo para atacar al Gobierno, acusándolo de haber perdido la iniciativa y de intentar afrontar solamente con buenos consejos una enorme alarma sanitaria. Una vieja cantata que recuerda a la que interpretaron sus ancestros, en 2008, cuando lograron llevarse por delante el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero. El nuevo (viejo) mantra es claro y “constructivo”: el PSOE minusvalora las crisis y no sabe salir de ellas, y menos conducir el país como y a donde corresponde. Para variar, volvemos a poner el foco en una supuesta imprevisión, en el derrotismo, en la descalificación… Mientras la situación empeora por momentos, pese al esfuerzo institucional por mantener la calma, graduar las medidas de emergencia, evitar el pánico y que se colapse el servicio público de salud…, y que todavía empeore más la situación económica.

España se aproxima al fantasmagórico escenario italiano a gran velocidad. El Gobierno sigue creyendo en el valor político de la calma. El Partido Popular resucita el fantasma de la crisis del 2008 e intenta evitar algo que parece inevitable, que el Gobierno Autonómico de Madrid –su postrera tabla de salvación política– se vea desbordado. Campaña en las redes en favor de la nacionalización de la sanidad privada. ¿Cuánto tardará en proponerse el gobierno de concentración nacional?. De derechas, claro. De nuevo, las viejas ideas, los vetustos conceptos reverdecen los tiempos pretéritos: otra “causa nacional” (luego fue “general” y, en este caso, universal), Antonio Maura, gobiernos de concentración, crisis existencial, refundar la capacidad de actuación gubernamental y asegurar la estabilidad, renuncia retórica al espíritu y obediencia de partido (de algunos), concentración pluripartidista supervisada, con la aquiescencia de las formaciones “imprescindibles”. Sí, volverá de nuevo la propuesta del gobierno de concentración nacional para tratar de evitar la debacle pero… ¡cuidado! No es oro cuanto reluce.


lunes, 9 de marzo de 2020

¿Tiempo de crisis o de oportunidad?

Mi desconocido, y sin embargo admirado periodista John Carlin, escribía hace un par de días su columna en la Vanguardia, titulándola “Tiempo de oportunidad”. Pese al tono escéptico de sus reflexiones, reivindicaba su optimismo existencial asegurando que veía el coronavirus como una bendición que, si bien ha desencadenado una inmensa crisis, paradójicamente puede inaugurar un espléndido tiempo de oportunidades.

La ciencia médica tiene pocas cosas claras acerca de la epidemia y, por lo que parece, pasará bastante tiempo hasta que sepamos con certeza su alcance y  dimensiones. De momento, se impone el miedo a lo desconocido y se suceden las inevitables consecuencias personales, sociales, económicas, políticas, etc. Nada que me parezca injustificado, añado, porque, como argumenta Carlin, no es demasiado aventurado suponer que acabaremos enfermando casi todos, como viene sucediendo con los virus de la gripe y otros. La mayoría de los científicos calculan que moriremos del uno al dos por ciento de la población y, aunque la mayoría seamos la gente de setenta años o más, estamos hablando de entre 77 y 154 millones de fallecidos. Por entendernos, el doble de los que produjo la II Guerra Mundial.

Justo en este punto de su reflexión, el periodista se inclina por la deriva optimista y aventura que la nueva enfermedad ofrece un antídoto a otro terrible virus que recorre el mundo, la polarización (buenos, malos, unionistas, independentistas, brexistas, europeístas, trumpianos, bolivarianos…).  Por otro lado, alude a que los aviones están dejando de volar, a que China se paraliza y a que las emisiones de carbono se reducen radicalmente. Llega a decir, ocurrentemente, que tal vez, sin haberlo planeado, estamos dando un paso importante en la evolución natural de la especie. Y especula acerca de que quizá el coronavirus haya llegado como un fenómeno redentor para salvarnos de nosotros mismos, para evitar que nos matemos unos a otros, que el planeta nos queme vivos, o para que respiremos oxígeno limpio y vivamos mejor. Apostilla finalmente que, si en el peor de los casos los adultos nos morimos todos, la juventud tendrá la oportunidad de empezar de nuevo e intentar hacerlo mejor.

Me parece que la reflexión de Carlin debe interpretarse desde el registro un tanto impostado que fluye en ocasiones del discurso periodístico. Con todo respeto a sus opiniones, y más allá de la irónica, estudiada o displicente retórica con la que tras la descripción de los hechos aborda la apreciación de sus consecuencias, no me parece que la pandemia que se cierne sobre la Humanidad sea precisamente motivo para el anuncio de un tiempo de prosperidad. Con lo que leo, veo e intuyo no veo otra cosa que las alarmantes consecuencias del funcionamiento de un sistema económico y social desbocado e insostenible que, en los albores del siglo XXI, se revela incapaz de afrontar contingencias y escenarios pretéritos, que con infinitos menores recursos encontraron las mismas insolventes respuestas que parecen existir ahora para combatir algunas de las plagas que debían haberse erradicado hace décadas.

Hemos logrado llegar a la Luna y alcanzaremos Marte e incluso planetas más lejanos. Somos capaces de prever el comportamiento electoral de un país con cien millones de habitantes o de regular los suministros que necesita una macrourbe con treinta o cuarenta millones de ciudadanos. Y sin embargo,  de manera incomprensible, hemos permanecido ciegos e inanes frente a epidemias y plagas que sabíamos que nos amenazarían desde hace cientos de años. Parece que no hemos aprendido casi nada de las viejas catástrofes. Cuesta creer, si no lo viésemos diariamente, que en los albores del siglo XXI tenemos casi la misma capacidad de defensa que tenían las gentes de la Edad Media frente a un ínfimo y desconocido microbio

Contrasto lo que está sucediendo en China, lo que acaece ahora mismo en el norte de Italia y lo que está empezando a producirse en España y en otros muchos países occidentales. Imagino lo que previsiblemente sucederá durante el invierno que llega a los países del hemisferio sur. Y no entiendo cómo hemos sido tan irresponsablemente imprevisores, cómo hemos obviado simular o replicar escenarios catastróficos que ni siquiera había que imaginar o rastrear en la literatura. Lo que nos acontece, con sus peculiaridades, es una reproducción fidedigna de otras calamidades históricas, que han causado enormes tragedias y de las que parece que nos hemos olvidado.

Me deja atónito que nos sorprenda una nueva pandemia, que vuelve a ponernos  en cueros y a la intemperie, como si estuviésemos en los albores de la historia de la Humanidad, absolutamente indefensos ante un microorganismo imperceptible, que se propaga no como la peste sino mucho más rápidamente y que, a poco que nos descuidemos, desbordará todos los sistemas sanitarios del Planeta. No puedo evitar preguntarme cómo somos capaces de movilizar ejércitos integrados por millones de personas de un extremo a otro de la Tierra, cómo hemos logrado cambiar la faz de muchos de sus amplísimos territorios, cómo hemos llegado a modificar el clima o la genética de animales y plantas, y no nos hemos aplicado a resolver algunos de los problemas más elementales de la existencia. De nuevo se toca a rebato, se cuestiona lo que parecía incuestionable, se pone todo en cuarentena, cunde la desazón y la intranquilidad porque se constata, por enésima vez, que no es que seamos muy vulnerables, sino que simplemente representamos una insignificancia.

Y quizá es justamente aquí donde radica el auténtico problema. Seguramente nos hemos  entretenido con las bagatelas  y las frivolidades y hemos descuidado lo esencial: hacer posible la buena vida, que es lo mismo que la existencia saludable, sostenible, pacífica y solidaria, articulada sobre la buena alimentación y la salud de todos. Y ese es el problema que estamos sufriendo. ¿A quiénes interesa que eso sea así? ¿Quiénes son los beneficiarios de una situación como la que vivimos? La respuesta es incontrovertible: la inmensa mayoría de los ciudadanos, no.

Amigo Carlin, ni sabes de mi existencia ni me leerás. Si lo hicieras comprobarías que soy bastante más pesimista que tú. De cuanto nos sucede no extraigo más que consecuencias negativas. No me parece que será el coronavirus el redentor que evitará que nos matemos unos a otros o que el planeta nos socarre vivos, tampoco el que propiciará que respiremos oxígeno limpio o que vivamos mejor. Aunque los adultos nos muramos, la juventud tendrá complicado lograrlo. Pese a todo, ojalá tu aciertes y yo me equivoque porque quiero seguir soñando con un planeta azul en el que mis nietos, y los millones de nietos del mundo, puedan vivir más tranquilos que estamos nosotros y al menos tan felices como lo hemos sido muchos. Deseo que la historia de la Humanidad no tenga límites y que se avance radicalmente en el titánico combate contra el egoísmo y la insolidaridad de las personas. Ansío que los jóvenes aprendan por fin a vivir decentemente, sin estridencias, sin que otros les inventen infinitas y falaces necesidades, y les confundan sus mentes. Y me temo que ello no será cosa del coronavirus, sino de lo que ellos mismos resuelvan, o puedan, hacer.

jueves, 5 de marzo de 2020

Desorientación

Han transcurrido siete semanas desde que se conformó el Gobierno de coalición. Tras ocho meses de bloqueo político, el trece de enero, un ejecutivo integrado por ministros del PSOE y de Unidas Podemos tomó posesión en el palacio de la Zarzuela, visibilizando el resultado de las elecciones generales del diez de noviembre, segundas celebradas en 2019, tras la imposibilidad de formar gobierno después de las primeras. Como era de esperar en un país con una derecha tan reaccionaria e impaciente –y ahora tan venturosamente segmentada–, todavía no habían tomado posesión de sus cargos los nuevos ministros y ya debían encresparse los ánimos con las críticas más agrias, presuntamente estimuladas por la que llaman espuria alianza gobernante. La derechita cobarde, la derechona infumable y la que no es  ni “carn ni peix”, porque depende de cómo amanece el día, vociferaban ansiosas y sulfuradas, reclamando el poder que solo a ellas pertenece, pues no en vano lo han ejercido toda la vida.

Apenas han transcurrido dos meses desde la toma de posesión del Gobierno y parece que empieza a sumarse el fuego “amigo” al que no han cejado de propalar sus opositores naturales. ¡Qué verdad aquella que encierra el viejo adagio: líbreme Dios de mis amigos, que de mis enemigos ya me ocupo yo! Viene todo esto a cuento de que los periódicos recogen estos días que desde la Moncloa se subraya que es el Ministerio de Sanidad, que dirige el socialista Illa, el único responsable de la gestión de la epidemia del archifamoso coronavirus, tras hacerse pública por parte del Ministerio de Trabajo, que dirige la podemita Yolanda Díaz, una guía de actuación para afrontar la enfermedad. Difundida el pasado miércoles, en ella se aconseja, entre otras cosas, "paralizar la actividad laboral" en las empresas con "riesgo grave e inminente" de contagio. Esta pequeña fricción, que ha trascendido públicamente, se añade a otras dos anteriores, acontecidas a propósito del anteproyecto de ley de libertad sexual y del recurso contra la sentencia que obliga al Estado a indemnizar a la familia de José Couso, cámara muerto en la guerra de Irak.

Añaden algunos medios que la batalla por el liderazgo del feminismo también está erosionando e incluso agrietando, dicen otros, la coalición de gobierno. Apuntan a la pelea entre la vicepresidenta Calvo y la ministra Montero que, según aseguran, ha abierto heridas lacerantes, que la oposición se apresta a profundizar en busca del correspondiente rédito político. Estamos a seis de marzo y en el inmediato horizonte está el ocho, avistándose la batalla de fondo por el liderazgo del feminismo. En este caso la exministra socialista de Igualdad, persona muy vinculada a este movimiento, brega con la actual ministra podemita, responsable institucional del ramo. No cabe duda de que Igualdad ha sido un recurrente punto de tensión entre PSOE y Unidas Podemos. Incluso en el interior del movimiento feminista se libra una intensa batalla que refleja las visiones, a veces contrapuestas, de unas y otras. En el fondo lo que se disputa es el liderazgo de un movimiento que no sólo es crecientemente masivo, sino que tiene un enorme peso político porque impulsa el voto femenino, claramente decisivo en cualquier contienda electoral.

Esta postrera fricción en el seno del Ejecutivo es la que hoy por hoy ocupa buena parte de la agenda política. Sin embargo, desde Unidas Podemos insisten en que no tiene nada que ver con las otras, es más, aseguran que no existe ninguna discusión de fondo ni ideológica, y que se trata de un incidente puntual que ya está resuelto. Más o menos lo mismo viene a decirse por parte de sus socios socialistas.

A la vista de todo ello, me pregunto: ¿cuánto tiempo necesita la izquierda para asimilar que, políticamente hablando, al enemigo no se le proporciona ni agua? ¿Qué hacen ofreciéndole oxígeno a un adversario que, dividido y desnortado, probablemente se encuentra en uno de sus peores momentos? ¿Cómo es posible que cuatro semanas hayan logrado empezar a diluir los saludabilísimos propósitos que se anunciaban para la legislatura? Porque debemos recordar aquello de: “El proyecto político es tan ilusionante que supera cualquier tipo de desencuentro que hayamos tenido”. “Vamos a trabajar por el progreso de España. Lo único que no cabrá en el futuro Gobierno será el odio”. “Agradezco a Pablo Iglesias su predisposición y generosidad” [Pedro Sánchez]. Y, por su parte, apostillaba Pablo Iglesias: “lo que en abril era una oportunidad histórica se ha convertido en una necesidad histórica”. “Sánchez puede contar con la total lealtad  de todo mi partido, ya que es el momento de aunar la experiencia del PSOE con la valentía de Podemos. Es el momento de trabajar codo con codo y dejar atrás cualquier reproche”.

Pues eso, que no nos vale aquello de: “Es que…”. Señores, ni es que, ni es ca. ¡A la tarea!. Pues eso, amigos, justamente eso. No perdamos también nosotros el norte. Es posible que la principal amenaza de la democracia no sea la violencia, ni siquiera la corrupción o la ineficiencia. Tal vez, como dice el profesor Innerarity, sea la simplicidad. De modo que, como él, abogo por exigir a nuestros representantes que trabajen intensamente para transformar el sistema político que, hoy por hoy, parece incapaz de atender y gestionar la creciente complejidad de nuestras vidas. Y lo que es peor, se muestra impotente frente a quienes, desde el populismo, ofrecen simplificaciones tranquilizadoras, que realmente son altamente preocupantes. Seguramente, la política, que opera hoy en entornos de exigente complejidad, desconoce la teoría democrática sobre la que debe sustentarse. Y esa es la tarea que deben acometer los políticos si de verdad quieren poner en pie un andamiaje socioinstitucional que responda a los actuales desafíos. Ardua, sí, pero a la vez ilusionantísima tarea. Al menos, así lo veo yo.

miércoles, 4 de marzo de 2020

68 tacos

Hoy hace sesenta y ocho años que mi madre me parió sobre la mesa del comedor de su casa, como se acostumbraba entonces, asistida por la tía Rufina, una formidable partera, supervisada por don Ricardo, el médico del pueblo, con fama de rudo y expeditivo. Me contó que no me parió sin dolor, pese a que certifico que era persona sufrida. Aquello no debió ser una cuestión de trámite, especialmente para ella. Y aquí sigo, superviviente del cólera infantil y de las miserias de la posguerra, disfrutando del mejor regalo que me han hecho jamás, y que ella me hizo entender mejor que nadie con un bofetón que no olvidaré.

Voy aproximándome a la frontera psicológica de los setenta, en la que viven buena parte de mis amigos. Por cierto, jóvenes en su mayoría. Y es que me parece que lo de ser viejo, lo de sentirse joven o viejo, es cuestión absolutamente subjetiva. Uno es una u otra cosa según se percibe o se siente. Y no todos nos sentimos y nos percibimos igual. Es más, ello depende mucho de la particular psicología y de la generación a la que se pertenece y, también, del contexto en que se vive o se ha vivido. Además, no todos los días nos sentimos o nos percibimos del mismo modo. Por tanto, propongo que nos acomodemos en el territorio de lo razonable y que establezcamos como punto de partida algo tan igualmente sensato como que ser viejo no deja de ser, en el mejor de los casos, una circunstancia.

Porque, ¿acaso podemos sustraernos a la realidad en la que vivimos? Yo, desde luego, me declaro incapaz. Me percibo como afortunado partícipe de las excelencias de la sociedad occidental, el paradisíaco mundo que nos hemos confeccionado apropiándonos en buena medida del esfuerzo de otras muchas personas, que viven y malviven en territorios menos dichosos, empeñando precozmente sus propias vidas, como no solemos hacer nosotros. Tal vez aquí radica nuestra propensión a recocernos en nuestro propio caldo, alimentando contradicciones de toda naturaleza –políticas, económicas, sociales, personales, etc.– para justificar lo injustificable, buscando también razones para argumentar lo irracional: que unos deben vivir peor para que otros lo podamos hacer mejor. No es este espacio para abordar tal diatriba, aunque me resisto a no dejar algún comentario. Sé de lo que hablo porque, aunque asimétricamente, he sido habitante de ambas orillas.

Nuestra sociedad valora ampliamente la longevidad, una de las mayores conquistas de la Humanidad. Nada más trascendental que la prolongación del tránsito de las personas por este mundo. Sin embargo, es una constatación que para algunos –me atrevería a decir que incluso para buena parte de las nuevas generaciones– los mayores sobramos, o casi. En general, es tan evidente que todo el mundo ansía llegar a viejo, como que los viejos molestamos. Tal paradoja pone ante nuestros ojos un problema existencial: por más que algunos lo deseen, es imposible desvincular las generaciones. Un contexto civilizado no puede eludir las complicidades intergeneracionales porque son imprescindibles para asegurar los puentes que unirán los actuales habitantes del Planeta con quienes les sucederán. Quienes lo vean de otro modo se equivocan o, lo que es peor, atropellan sin miramiento el primordial instinto de supervivencia. Ellos sabrán lo que hacen.

De otra parte, se constata otra incongruencia. Una importante cantidad de personas requiere a sus progenitores para que se ocupen del cuidado de sus nietos. Por simple razón de edad, a algunos les sobreviene a su vez la necesidad de ser cuidados. Llegados a tal punto, surge el problema de quién cuida al cuidador. Y la cruda realidad es que quienes les requirieron para que les echasen una mano carecen ahora de disponibilidad para procurarles los cuidados que precisan que, como parece natural, priorizan ofrecerlos a sus hijos. Otra contradicción que en mi opinión también debería resolverse, por complejo que resulte hacerlo en ocasiones.

En síntesis, creo que una de las virtudes que conviene asociar con la vejez es la calma, porque ni las piernas ni las fuerzas suelen acompañar para andar con prisas. Así pues, a medida que cumplimos años interesa incrementar los niveles de tolerancia con los demás y con nosotros mismos. A tal efecto, no viene mal recordar que MacArthur decía que se es viejo cuando se deja de soñar y que un proverbio hindú nos advierte de que la vejez empieza cuando el recuerdo es más intenso que la esperanza. Por otra parte, estoy de acuerdo con Rojas Marcos, que asegura que la edad no debe verse como una puerta cerrada sino como una ventana abierta a la vida. Y así conviene contemplarla, como una nueva y definitiva oportunidad para encontrarnos o reencontrarnos y aceptar las cosas como son, o lo que viene a ser lo mismo, interiorizar la inexorabilidad de la finitud de la vida.

Haciendo ese camino, que espero sea duradero, hoy quiero felicitar metafóricamente a los 1292 compatriotas que compartimos aniversario. Sí, somos exactamente 1293 las personas que nacimos un día como hoy hace sesenta y ocho años. Me lo asegura la nueva herramienta que facilita el Instituto Nacional de Estadística –INE–(https://public.tableau.com/views/infografia_cumple/Dashboard12?:showVizHome=no&:embed=true), que con un simple clic permite saber cuántas personas hemos nacido en una determinada fecha, el mes en que nacieron más bebés o la evolución de la natalidad a lo largo de los años. Por tanto, conocemos a ciencia cierta que nuestro día de nacimiento ocupa el número 115 en el ranking de cumpleaños de los nacidos en tal año, muy cercano a uno de los líderes absolutos del periodo, que no es otro que el día uno del mismo mes.  Felicidades a todas y a todos y… ¡a por el siguiente!

lunes, 2 de marzo de 2020

Lapiceros

En casa abundan los lápices porque no en vano son los utensilios de escritura que más me agradan. Hoy no sabía qué escribir y determiné afilarlos, cosa que hago cada cierto tiempo tras utilizarlos a discreción, aunque en esta ocasión tal vez tentaba inconscientemente que me inspirasen. Con la parsimonia que suelo desplegar para este cometido, los dispuse sobre la mesa y fui embocando ordenada y pausadamente sus cabezas en el sacapuntas para asegurarme de que el afilado fuese perfecto. Siempre lo hago así. Mientras la diminuta cuchilla las aguza, cada uno de ellos me vuelve a ofrecer su peculiar morfología, recordándome algunas de las historias a las que los tengo asociados. Porque cada lápiz tiene su quimera y tal vez otro día cuente algunas de ellas.

Entre la variada tipología de lapiceros existentes, me cautivan especialmente los blandos. Su trazo desigual, nunca tan limpio como el de los duros, ofrece como contrapartida una tonalidad oscura e intensa que asegura la fluidez y la sedosidad de su trazo. Pero no solo tengo lápices blandos. En mis botes pueden encontrarse piezas que representan a casi todos los segmentos de la escala que gradúa la dureza de sus minas, con sus múltiples formatos y coloraciones. Tengo lapiceros cortos y largos, cilíndricos y prismáticos, grandes, medianos y pequeños; azules, rojos, negros, amarillos y verdes, listados, entreverados, anodinos… Hasta puede descubrirse, perdida en el fondo de cualquier recipiente, alguna diminuta lapicera, como denominaba mi padre a los reducidos y despuntados ejemplares que se utilizaban entonces para hacer cuentas y apostillas, curiosamente parecidos a los que obsequia Ikea a la entrada de sus tiendas, para que anotemos los artículos que nos interesan mientras recorremos sus laberínticas dependencias, guiados por un ineludible y ladino itinerario ideado para estimular las compras.

A veces imagino los lápices como criaturas animadas, ansiosamente instaladas entre los dedos de las mentes pensantes, reclamándoles que les dicten historias para garabatearlas y contarlas. Los imagino pidiéndoles con carantoñas y sutilezas que les inspiren narraciones que remeden la realidad cotidiana, o los enigmas que conjeturan ciencias y conciencias. Los percibo anhelantes, ansiosos por modelar frases y párrafos que distraigan, que emocionen, o que simplemente ayuden a la gente a entender lo que pasa a su alrededor.

Sin embargo, hoy, mi mente traicionó a mis lapiceros: nada les sugirió de cuanto ansiaban. Hoy, el recién estrenado marzo, el fausto mes en que nací, se muestra especialmente empecinado en hacer honor a las vetustas e infaustas tradiciones: “año bisiesto, año funesto”, “¡cuídate de los idus de marzo!" Hoy solo es noticia que España registra alrededor de 115 casos de coronavirus, según ha señalado el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias. Este lunes se han anunciado nuevos contagios en Cataluña, Castilla-La Mancha y Castilla y León, Madrid y Cantabria. El Centro Europeo de Control de Enfermedades ha elevado de moderado a alto el nivel de riesgo por el coronavirus, según dijo Úrsula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea. Hoy es noticia que la OCDE prevé que la economía mundial crecerá la mitad si la crisis del coronavirus se alarga y agrava. Y, también, que se murió Ernesto Cardenal, la voz moral de la revolución sandinista y el crítico más implacable del repugnante Daniel Ortega. Hoy, pese a todo, 15.000 refugiados que se agolpan a lo largo de la frontera turco-griega ansiando entrar en la Europa del coronavirus.

Parece que regresamos a la Edad Media. Se acumulan los motivos para que impere el miedo, el malestar y la involución. Si el pasado verano entronizó el apocalipsis climático, el invierno nos abruma con la lacra del Covid-19. Ni clima ni virus –¿acaso son cosas diferentes o diferenciadas?– respetan las fronteras; al contrario, campean a sus anchas sobre un mundo globalizado que no hemos elegido. Una razón más para insistir en aquello de: quo vadis nacionalismos? De nuevo la constatación recurrente: autoridades estatales, males (delincuencia incluida) planetarios. Sabemos qué grandes problemas nos acechan, pero no disponemos de instrumentos para afrontarlos.

Se impone nuevamente una de las grandes paradojas de nuestro tiempo: la dificultad de estar informado en la era de la información. La comunicación es tan intensa que esencialmente produce ruido. Se trivializan las noticias, se saturan las redes, se impone la confusión y la parálisis comunicativa. Lo sabemos todo y no sabemos nada. Los expertos en comunicación insisten en que tan solo hay dos maneras de captar la atención mediática: reiterar y vociferar.

En los últimos años, el éxito de cualquier noticia, tuit, canción o vídeo tiene un adjetivo: viral. El triunfo comunicativo se identifica con la propagación masiva y obsesiva de los virus. Tal vez ese es el secreto del coronavirus, cuyo éxito reiterado no solo sintetiza su realidad sino que metaforiza la comunicación actual. El Covid-19 asusta y fascina simultáneamente porque rige imperialmente el planeta. Quizá por ello luce corona.