domingo, 30 de abril de 2017

Crónicas de la amistad: Alcoleja (18)

El viernes, 28 de abril, fiesta de San Vital, patrón de la Rávena de Teodorico, amaneció torvo y oscuro. Alfonso era el anfitrión, y como tal ofició. Encantador y húmedo recibimiento en su casa de Benilloba: fabes acabadetes de collir, sobrassada de la bona, hueva de tonyina, ni blaneta ni encostrada, cerveseta i bon vi… Más allá de paladear en el breve almuerzo tan magníficas y apetitosas viandas, ante todo, tres virtudes de la casa: hospitalidad, afecto y amistad. Manjares impagables.

De una casa pasamos a la de al lado, no sin antes saludar a Alfonso junior y a su abuela, y a Alicia, su inseparable compañera. Todo ello con permiso de Sacha, un airedale terrier tan educado que no aparenta ser can. Los cuatro forzosamente aherrojados en una templada estancia, al amparo de las inclemencias atmosféricas, por mor de este día insolente y gris, intruso en la primavera. Apenas docena y media de pasos sirvieron para atravesar, tan apresurada como inmerecidamente, la planta baja de una magnífica morada, la de los padres de Paqui, colindante a la casa que habita Maria Català, que queríamos ver para admirar el valioso legado de Pepe Julià. Dos excepcionales hogares, con mérito sobrado para exigir ser recorridos con despaciosidad y atención, atributos ambos de los que carecíamos quienes los transitábamos.

Casa museu de Pepe Julià i Maria Català
Todos los días son diferentes. El de anteayer fue uno de esos que parecen hechos ex profeso para recorrer caminos angostos y sinuosos, de los que se parecen a los senderos de tierra apelmazados por el transcurso del tiempo y los rigores del clima. Esos que secularmente han compactado los chapines, abarcas y borceguíes de los humanos y las herraduras de las bestias, que a veces, inesperadamente, nos llevan al corazón de la tierra y nos empujan a perdernos imaginariamente entre las oquedades que deja la niebla en la maraña que perfilan arboledas y matojos. Sugerentes sendas y atajos que galantemente nos ofrecen  el disfrute de las fuentes, manantiales, runares y selvas que se desparraman generosamente en sus rebordes.

Sí, el viernes fue día propicio para entretener la mirada en esos pagos, para imaginar largos y remotos caminos, desgalichados y desvaídos en su trazado por las nubles bajas, que abrazaban la montaña y que desvelaban el olvido de los antiguos y obligados caminantes, y también la reverencia escasamente hacendosa que les profesan los nuevos y voluntariosos andarines. Ahí continúan, impertérritos, en sus inconfundibles tálamos, garabateando caprichosamente con sus aristas las vertientes de las imponentes moles calcáreas que cincelan el añil que remata nuestros primaverales paisajes.

Volvíamos ascendiendo la insustancial carretera que lleva desde Alcoleja a Sella a través del Port dels Tudons. La Vila era el destino de Tomás y nosotros sus acompañantes. Todavía henchidos pese a consumir el relajo que nos proporcionaron las postreras copas y cancionesde la opípara e interminable comida que descerrajamos en el bar Aitana, admirábamos con ojos como platos la riqueza paisajística que se ofrecía a ambos lados de la carretera. Observábamos atónitos las reliquias que dejó la laboriosa vida de quienes domeñaron con su esfuerzo estos escarpados territorios, preñados de riscos y muelas, de barrancos y vertientes imposibles, que conquistaron para la supervivencia.

Apenas habíamos rebasado el Port dels Tudons y emprendido el abrupto descenso, perdida la mirada en los oscuros barrancos, antes de que se revelara el horizonte que anuncia la mar cada mañana con el despuntar del día, acordonado entre los mil recodos y arrullado por el imaginario canto de inexistentes ruiseñores y cardelinas, adulterado por el runrún del motor del vehículo que conducía Pascual, me perdí definitivamente. Llevado de mi propio frenesí, me adentré en el sendero que sugería una rama torcida del arbusto que empavesaba el penúltimo recodo del camino. Allí descubrí una oquedad portentosa por la que accedí a un paraíso perdido, habitado por las hadas y los duendes que alimentan la infinita curiosidad y la capacidad de sorprenderse que tienen los niños, y la imprescindible magia de la vida, que esta tarde noche me enseñaron dos viejos amigos: Gloria Fuertes y Miguel Hernández. Armado con el valor que me infundieron, me disfracé de vate y me imaginé junto a ellos –vaya atrevimiento el mío– y, aunque en arte menor, aquí os dejo, amigos, este pequeño homenaje.

Auca de los amigos

Dichoso aquel día, amigos,
que en la mar coincidimos
venidos de cien postigos,
de los que humildes partimos.

Cada cual con su por qué,
cada uno con su historia,
todas, vidas que encontré
de manera aleatoria

Pese a gozarlo felices
fue tiempo de azulete y sal,
de pavor y cicatrices  
por culpa de un general

Pronto aprendimos a ver
las cosas de otra manera
y a interesarnos por ser
astillas de otra madera.

Nos inculcaron las ciencias,
la música y la religión
con pueriles naderías,
sin seso ni imaginación

Hubo próceres más doctos
que destaparon esencias
con discursos ortodoxos
y avezadas experiencias.

Cultivábamos las mentes
y ensanchábamos los cuerpos
practicando los deportes,
sin desdeñar otros fueros.

De la empollada al guateque
se esfumaban las semanas,
apenas en un periquete
cundieron las desbandadas.

Casi todos emprendimos,
con suerte contradictoria,
el oficio que aprendimos
con menos pena o más gloria.

Y así transcurrían los años,
cada cual en su camino.
A veces con desengaños,
otras forzando el destino.

Fue la necesidad virtud
al navegar los desvelos.
Encontramos la quietud
en los años venideros

Bendigo que todavía
perviva nuestra amistad,
y, a la vez, me descojona
disfrutarla de verdad.

martes, 18 de abril de 2017

Horizonte 2050.

Sabemos que los economistas son una especie de versión instruida de los antiguos visionarios. En cierto modo, son los nuevos iluminados, en tanto que adivinadores del futuro. Hace muchos años que estos chamanes ilustrados, supuestamente especializados en descifrar el sentido de los ires y venires de la Economía, alertan a los agentes sociales, a las instituciones, a los gobiernos y a la ciudadanía, del futuro que se avecina, de lo que acaecerá inevitablemente si no se actúa sobre determinadas cosas.

Uno de esos insignes gurús, con especial predicamento, es Robert Skidelsky, el mejor biógrafo del célebre John M. Keynes y, quizá por ello, uno de los más fervientes creyentes en una de sus profecías, aquella que aseguraba, allá por los años treinta del pasado siglo, que sus nietos trabajarían quince horas semanales en lugar de las sesenta o setenta que debían completar los trabajadores de entonces.

Concuerdo con Skidelsky en que la tecnologización del mundo se está produciendo a una velocidad vertiginosa, infinitamente mayor que la propagación de cualquier avance tecnológico anterior, siendo por ello mucho más destructiva que las innovaciones acontecidas a lo largo y ancho de la historia de la humanidad. Para explicarlo tomaré prestado un ejemplo del mencionado economista. Asegura, y creo que tiene razón, que la aparición del coche o del ferrocarril significó una mejora muy importante para la movilidad de las personas porque supuso un adelanto espectacular respecto a las posibilidades que ofrecía la utilización de la fuerza de los animales. Ahora bien, este avance era justa y solamente eso, un significativo progreso propiciado por un nuevo sistema de transporte que se reveló mucho más eficiente para rentabilizar la actividad humana. Pero lo que ahora sucede es diferente. Hoy la inteligencia artificial ha conseguido computarizar, además de cuantiosísimos trabajos escasamente cualificados, ingentes cantidades del denominado “empleo cognitivo”, es decir, de las capacidades que proveen de contenido a muchas de las ocupaciones que desempeñan las clases medias, que en pocos años serán plenamente automatizables. Dicho de otro modo, se han disipado los obstáculos para mecanizar muchas de las tareas –poco cualificadas y muy cualificadas– que han constituido la esencia del trabajo desempeñado por decenas y decenas de generaciones a lo largo de la historia.

Así de rotunda es la nueva situación: la tecnología se ha revelado como un artificio excepcional para destruir empleo y para generar nuevos condicionamientos económicos que, en los próximos años, afectarán tanto a los desempeños profesionales como a las relaciones laborales, e incluso al ordenamiento estructural de la sociedad. En cierto modo, está sucediendo algo parecido a lo que ocurrió en otras épocas. Se avecina un crecimiento exponencial del desempleo, que de hecho ya se está manifestando, solapándose y confundiéndose con los efectos de la última crisis económica, pero que irá mucho más allá de su conclusión. Probablemente estemos viviendo el inicio de una tendencia de destrucción del empleo formidable, que alcanzará una intensidad y dimensiones jamás experimentadas antes en la historia de la humanidad. Y con una diferencia, que es a la vez una dificultad añadida, que las viejas recetas para reconducir la situación ya no sirven. La historia demuestra que la sociedad ha resuelto las grandes crisis del desempleo fundamentalmente con dos recursos: las guerras o la emigración de millones de personas a territorios por colonizar, llámense Sudamérica, Norteamérica o Australia. El problema es que esos lugares mínimamente habitables, y por tanto susceptibles de poblarse con legiones de desocupados, escasean en la Tierra. Se dirá que los astrónomos nos sorprendían hace unas semanas con el descubrimiento de nuevas estrellas y planetas, que se presume que pueden remedar las condiciones terrestres y que, por tanto, serían susceptibles de ser poblados por humanos. Sin negar que ello sea una eventualidad verosímil, todavía deben transcurrir unas cuantas décadas para que se convierta en una realidad plausible. Sin embargo, la revolución tecnológica ya está aquí, haciendo su trabajo, tan imparable como incapaz de esperar los años necesarios para descubrir definitivamente y comprobar que esos hipotéticos nuevos territorios pueden acoger a las víctimas de la desocupación, del cambio climático, o de ambas cosas, para que reorienten o reinventen sus vidas en ellos.

Frente a una realidad tan categórica, Skidelsky lanza una idea que me parece interesante: ¿por qué no ralentizar la tecnologización? Al fin y al cabo, ¿qué prisa tenemos?, se pregunta. Y añado, efectivamente, ¿qué urgencia tenemos en autodestruirnos, en declararnos inútiles absolutos, o en convertirnos en los nuevos parias de la tierra? Se me dirá que la evolución de la humanidad es imparable, que las personas somos insaciables, que no renunciamos a nada de lo conseguido o de lo que ansiamos lograr, que esto no tiene remedio, etc., etc. Se dirá que el trabajo a cambio de un salario es la forma canónica de articular las relaciones laborales y que la aspiración de cualquiera es ganar cada vez más para lograr tener más. Naturalmente, replicaré que esa es la lógica de la sociedad consumista impulsada por el capitalismo de última generación, que en la penúltima pirueta de su paroxismo conduce a que algunos de sus principales beneficiarios no sepan ni siquiera los recursos poseen.

Obviamente, semejante dislate puede combatirse desde diferentes perspectivas. Quizá la más sencilla, y a la vez menos aparentemente revolucionaria, sea aquella que enuncia este interrogante: ¿por qué no reinventar una nueva “sociedad del trabajo y del ocio”, en la que vivir con menores recursos pero con mayor felicidad? O, dicho de otro modo, ¿por qué no repartir una ocupación crecientemente menguante, trabajar y cobrar menos, y recuperar e inventar formas de disfrute vital alternativas al feroz consumismo, que sean compatibles con ritmos de vida naturalizados y con actitudes y comportamientos respetuosos con el desarrollo sostenible, sin comprometer los derechos y la satisfacción de las necesidades propios y los de las futuras generaciones? 

Lo que se plantea a continuación es cómo financiar esta nueva perspectiva vital que combina el desarrollo sostenible con las nuevas formas de redistribución del trabajo y de la riqueza. Evidentemente, el punto de partida no puede ser otro que la gravedad de que lo que está en juego, es decir, la supervivencia de todos, inclusive la de quiénes lo poseen casi todo. Y ellos lo saben. Y por eso, cada vez resuenan con mayor intensidad en los mentideros económicos las propuestas para asegurar una renta básica universal, que emerge como un complemento imprescindible de los componentes fundamentales de la sociedad del bienestar (salud, educación, derechos sociales) que se acompaña de la propuesta de una jornada laboral de 15 horas semanales (que refrenda vieja profecía keynesiana).

Sé que cuanto antecede podría encuadrarse en el llamado “decrecentismo económico” de la izquierda ecologista que, por cierto, poco a poco va siendo más común entre las gentes de Silicon Valley, donde muchos insignes ingenieros retoman y transforman ciertas ideas de los sesenta, asegurando que hoy la tecnología puede hacer que consumamos menos recursos, que se produzcan menos emisiones contaminantes, que la mayoría de los bienes se fabriquen solos y que los precios de los productos bajen enormemente. En definitiva, la tecnología puede conseguir que aumente nuestra calidad de vida y que, paradójicamente, nuestras necesidades de trabajo vayan poco a poco tendiendo a cero.

Naturalmente, hay mucho que debatir, pero resuenan con intensidad las voces en torno a un mismo axioma: si los robots acaban con parte de los empleos y muchos de los parados no consiguen volver al mercado laboral, la implantación de una renta básica es una opción que, como poco, debe tomarse en consideración. Mucho que debatir, desde luego. Eso sí, sin pretendidos monopolios doctrinales por parte de los economistas. La política (con mayúsculas) y los ciudadanos tenemos mucho que decir y que hacer al respecto.

martes, 11 de abril de 2017

¡Ay, de los viandantes!

Decía Wittgenstein que los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo. Por otro lado, Habermas asegura que el hombre es sujeto de palabra y acción, y de ahí su argumentada "razón comunicativa", fundamental en el carácter intersubjetivo y consensual del saber que, en su opinión, devuelve a la sociedad el control crítico y la orientación consciente de los fines y valores respecto de sus propios procesos. Esencialmente, estoy de acuerdo con ambos. Es más, creo que están en lo cierto y me atrevo a concluir que la riqueza del vocabulario es una ayuda imprescindible para apreciar los infinitos matices de la vida que tan a menudo se esfuman imperceptiblemente. Mencionaré un solo ejemplo: el gallego incluye más de setenta vocablos para designar la lluvia, ¿cuántos conocemos? O, lo que todavía es peor, ¿cuántos desconocen los propios gallegos? Obviamente, este ejemplo no es la única anomalía. El castellano, sin ir más lejos, ofrece centenares de términos tan bellos como ignotos. Existen quinientos millones de hispanohablantes, ¿cuántos de ellos conocerán el significado de palabras como nefelibata, ataraxia, limerencia, arrebol, serendipia, inmarcesible, calistenia, mandrágora o conticinio?, por mencionar algunas. Dejo la respuesta al albur de la imaginación de cada cual.

Pero no es mi intención enfrascarme en diatribas semánticas o filosóficas porque lo que deseo es situarme a pie de calle. Y para ello nada mejor que echar mano de uno de esos preciosos vocablos a los que me refería: viandante. El DRAE contempla tres acepciones para él. La primera alude a la persona que viaja a pie; la segunda lo hace sinónimo de peatón (término más común en la actualidad); y la tercera lo equipara con vagabundo, es decir, con la persona que pasa la mayor parte del tiempo por los caminos. Viandante es palabra que me parece campechana y amable, además de ser muy antigua en nuestras lenguas romances. Tan es así que existen registros de ella desde el siglo XIII. Posteriormente, aparece reseñada, por ejemplo, en el Diccionario latino-español, de Nebrija (1495), que la define como viator, viatoris. También se contempla, bajo la forma “viandant” en otras lenguas romances como el occitano, el catalán, el portugués o el italiano.

Desde que apareció sobre la Tierra el Homo erectus o, lo que es lo mismo, desde hace dos millones de años, la condición natural de los homínidos, y la de los propios humanos, es la de viandantes. Todos somos  seres que viajamos a pie, peatones, o como se prefiera, de manera característica y diferencial a como lo hacen la mayoría de las criaturas existentes. Bien es verdad que siempre ha sido una ansiada aspiración de los humanos desplazarse con recursos que remedan los característicos de otras especies, sea volando, nadando o propulsados por motores o detonaciones, y cualesquiera otros. Hemos llevado hasta tal punto la obsesión por utilizar modos extraordinarios para movernos que hoy en día ejercitar la primigenia condición de viandantes se ha convertido en una experiencia ciertamente arriesgada, particularmente en las ciudades y poblaciones de alguna entidad.

Tan es así que los municipios ya instalan en sus calles pasos de peatones inteligentes, que funcionan con sensores de presión y detectan a las personas que se acercan con intención de cruzar, encendiendo en tal caso unas luces LED situadas en placas verticales o sobre el asfalto, alertando a los conductores para que paren y eviten atropellarlos. En otras ciudades, en las que han proliferado percances graves provocados por el inadecuado proceder de los peatones, la policía local sanciona con multas cuantiosas a quienes atraviesan los pasos con el semáforo en rojo o transitan las vías por zonas no habilitadas específicamente. Por otro lado, especialmente en los últimos y críticos años, en pueblos y ciudades son patentes algunas zonas de tránsito pobladas de indigentes que voluntaria e involuntariamente generan incidentes con los viandantes. No es inhabitual verlos hacer sus necesidades en plena calle, ser reprendidos por ello y, a partir de ahí, desencadenarse un rosario de increpaciones, insultos, desavenencias, etc., que suelen concluir con la intervención de las llamadas fuerzas del orden.

Hasta hace relativamente poco tiempo, los conflictos que afectaban a los ciudadanos viandantes se reducían prácticamente a estos esporádicos rifirrafes. Pero están surgiendo nuevas formas de riesgo y conflictividad. Muchas de ellas ocasionadas por el uso inadecuado de las aceras y otros espacios peatonales por parte de los ciclistas, que están induciendo un cambio sustancial en el concepto de espacio peatonal por la vía de los hechos .

La crisis económica, la conciencia mediambiental y otras motivaciones han impulsado la eclosión de una legión de nuevos usuarios de la bicicleta, con poca o nula experiencia, que timoratos, por inexpertos en el uso de las nuevas formas de movilidad, tienden a eludir los espacios que perciben como peligrosos, sustituyendo las calzadas por las aceras en determinados tramos de sus recorridos circulando por estas como si estuviesen en aquellas y viceversa.  Es cierto que la mayoría de las ciudades no están preparadas para acoger a estos nuevos actores de la movilidad, dado que el trazado de los viales responde a ideas y comportamientos motorizados de velocidades mayores, de la misma manera que hay que reconocer la escasa sensibilidad de los demás actores para acoger a los nuevos vehículos. La realidad es que, entre unos y otros, ejercer la vieja condición de viandante en muchas de nuestras ciudades es una auténtica apuesta por el riesgo. Cada día suceden multitud de atropellos causados por ciclistas, a veces con consecuencias gravísimas. Y se criminaliza a estos como se reprochan los comportamientos de los peatones, que pronto perderán, si es que no lo han hecho ya, su derecho a deambular despistadamente por las aceras, so pena de invadir un carril bici y ser víctimas de la impericia de algún ciclista inexperto o innecesariamente veloz.

Debe reconocerse que la incidencia de la movilidad en bicicleta es escasamente relevante en conjunto del tráfico urbano, alcanzando tasas que apenas representan el 5 % de los desplazamientos en el mejor de los casos. Pero al tráfico ciclista se han añadido nuevas modalidades de desplazamiento mecanizado que invaden los espacios tradicionalmente reservados a los viandantes. Monopatines, patinetes, magic wheel, sillas motorizadas, motoristas, etc. Gentes sobre artilugios variopintos que han surgido en cantidad y calidad; unos espontáneamente, otros al amparo de presuntas nuevas concepciones de la vida ciudadana, como las smart cities, o ciudades inteligentes.

En fin, en estos tiempos las cosas corren que se las pelan. Y, por unas u otras razones, ejercitar algo tan sencillo como la primigenia condición de viandante se hace cada vez más complicado. Tal vez estamos más próximos de lo que creemos a  alcanzar las viejas aspiraciones de Ícaro o de los hombres torpedo. Aunque lo consigamos saltando por los aires cualquier soleada mañana, mientras paseamos distraídamente nuestra doliente osamenta por una acera o por el sendero de un parque.

domingo, 9 de abril de 2017

Aquellos maravillosos años.

He dicho más de una vez que hay ocasiones en las que sobran las palabras porque las miradas son más que suficientes para expresar el caudal de emociones y argumentaciones que aúna a las personas y a las colectividades. Las miradas nunca mienten. Encuentros como el que vivimos ayer son la demostración de lo que digo. Tres o cuatro personas acodadas en la barra de un bar, dos más que se aproximan y, en un santiamén, como por arte de ensalmo, estalla un espontáneo cruce de miradas en tanto que un sinfín de gestos cómplices se entrelaza con ruidosas exclamaciones. Nace así la propensión irrefrenable al abrazo, eclosiona una cercanía ineludible que nos lleva a ceñir el preciado don de la amistad, uno de los tesoros que acoge la abigarrada y corpórea geografía que exudamos la mayoría de quienes compartimos empieza a hacer ya muchos años una parte importante de nuestro respectivo existir.

Apenas se necesitan cuatro palabras, dos ocurrencias, un improperio y tres chascarrillos para desencadenar un torrente de risas y complicidades, un raudal de emociones, un arrollador revivir de recuerdos pretéritos, que no se ofrecen entre actitudes melancolicas y ñonas sino envueltos en papeles de celofán, transparentes, coloreados y variopintos, como la vida misma, a la que remedan y con cuyos significados propician que nos reencontremos.

Cervecería Los maños, abril 2017
Como es costumbre en casi todas las tierras del mundo conocido, siempre existe un mostrador displicente que acoge generosamente los encuentros amistosos. Una mesa, más o menos grande, en la que se suelen preparar opíparos víveres que, paradójicamente y para su desdicha, suelen ser los grandes olvidados mientras duran las celebraciones. Muchos de ellos permanecen tal cual los dispusieron en fuentes, escudillas, platos y bandejas, ajenos a los diálogos y a las complicidades de los comensales y a los timoratos vaivenes de sus mandíbulas, huérfanos de un apetito sorprendentemente retraído. En estos casos interesa mucho más alimentar el espíritu que las tripas porque lo que realmente importa es aprovechar ese pequeño y fugaz resquicio de pocas horas, habilitado al hilo del mediodía, para tejer otra aventura colaborativa, que abone el flujo de los afectos y que alimente la supervivencia de nuestra ya vieja amistad.

Ayer fraguamos un nuevo reencuentro –que ya es el tercero– ante una mesa abundantemente servida, en un local decoroso y amenizado por una sonora, abrupta y excesiva clientela, que ejemplificaba a la perfección el eufórico, insensible e insolidario tropel que circunstancialmente puebla los alrededores del Mercado Central los fines de semana, para desdicha de su vecindario. Allí estuvimos una parte de quienes nos conocimos en los años 80: Valeriano, Coronado, Fela, Pili, Consuelo, Antonio, Amorós, Manolo y quien suscribe. Siete alumnos y dos profesores. Faltó la mitad de aquella cohorte. Unos por razones de fuerza mayor, otros por compromisos sobrevenidos. Algunos, los menos, no estaban porque sus entornos vitales se tornaron divergentes y no hemos vuelto a encontrarlos. Incluso hubo quiénes no estando allí, estuvieron. ¡Qué alegría escuchar, siquiera por teléfono, las voces de Rafa y Eleuterio! Claro que estuvieron con nosotros, aunque fuese en la distancia, Juana, Juan Manuel Cascales y José Manuel Bermúdez, el Fanta. También Mariángeles, desde su Almería pero siempre tan cercana. Todas y todos, corazones palpitando al unísono, sintonizados con el tiempo que compartimos tan estrechamente cuando ellos estrenaban la adolescencia y nosotros nos afanábamos en darles lo mejor que teníamos, empecinados como estábamos en hacerles prosperar, en ayudarles a crecer y a convertirse en ciudadanos responsables y participativos en una sociedad que estrenaba de nuevo la democracia, haciéndoles practicar la decencia, la solidaridad y el civismo.

En aquel precario e improvisado contexto que significó el desaparecido Colegio Ruperto Chapí cocinamos el singular menú que paladeamos conjuntamente. Ellos, los muchachos y sus familias, aportaron la sencillez y su disposición, su energía, su actitud, la simplicidad de sus comportamientos, la precariedad de sus procedencias y sus recursos, su generosidad. Nosotros ofrecimos cuanta dedicación y esfuerzo fuimos capaces de acopiar y, también, nuestro compromiso, saber profesional y afecto. En suma, lo que creíamos que eran los mejores ingredientes para ejercer el oficio de maestro.

Así fue, y creo que lo sigue siendo. Maestros y alumnos, alumnos y maestros. Seres que conviven estrecha y apasionadamente en los reducidos territorios de las aulas. En esos precarios escenarios en los que, sorprendentemente y en poco tiempo, se echan raigambres compartidas, se tejen relaciones y se conforman urdimbres que perduran indeleblemente a lo largo de los años. Nada, ni los privativos escenarios familiares, ni las respectivas trayectorias personales, ni los éxitos o sinsabores profesionales y vitales,  atenúa el vigor de los vetustos vínculos y de las extremas complicidades que los aseguran que, bien al contrario, las anécdotas, los desvaídos recuerdos o las reinventadas pequeñas grandes aventuras de aquellos años mozos mantienen vivos en la memoria de cuantos fuimos sus protagonistas.

Si fuese creyente os diría aquello de "¡Dios os bendiga!", pero como no lo soy, os diré, simplemente: gracias, muchas gracias por hacerme feliz. Eso, salud y felicidad es lo que os deseo a todas y a todos.