sábado, 22 de noviembre de 2014

Euskadi.

Hace unos días que volvimos del País Vasco. Participamos en un pequeño viaje integrado en los circuitos culturales que oferta el IMSERSO. Ha sido una escapadita satisfactoria, bien organizada, con unas prestaciones muy ajustadas a lo que se ofertaba y a un precio inmejorable. El conjunto de los viajeros conformábamos un grupo inusualmente educado, tanto que nadie protagonizó un solo retraso o salida de tono durante los seis días que duró el periplo. Un primor de civismo que reconforta lo suyo, especialmente si lo contrastamos con las manifestaciones de la reiterada bazofia mediática y arrabalera que nos circunda.

Pero, tal vez, lo más satisfactorio del viaje haya sido la propia experiencia de revisitar Euskadi. Creo recordar que la última ocasión en que estuvimos allí fue durante el verano de 2005. Parece que fue ayer y, sin embargo, no hay duda alguna de que eran otros tiempos. Basten unos cuantos detalles para refrescar la memoria. Entonces, en muchas localidades, algunos bares y tabernas eran literalmente intransitables. Las banderas, las pancartas y las pintadas alusivas a los presos y a la situación sociopolítica abarrotaban los balcones y los muros. Cuando recorríamos lugares y espacios públicos, sentíamos sobre nosotros las miradas inquisitoriales de muchos lugareños, que nos escudriñaban desconfiadas. Intimidaban los ojos agazapados entre los grupos de personas que poblaban las tabernas, las plazas o los muelles, que nos miraban desafiantes y hasta amenazadores. Probablemente veíamos más de lo que realmente se mostraba ante nosotros, pero no podíamos evitarlo.

Contrariamente, en esta ocasión hemos encontrado una Euskadi mucho más relajada. Hemos visitado las tres capitales de provincia y hemos recorrido pueblos emblemáticos de las comarcas interiores, como el Duranguesado, el Goierri o el Alto Deva. En muchos de estos lugares gobiernan las fuerzas abertzales. Hemos paseado tranquilamente por las calles y plazas de esos pueblos y villas confundiéndonos entre los visitantes y la multitud de niños, jóvenes y mayores que paseaban, jugaban, compraban, charlaban o tomaban chiquitos, distendida y relajadamente, con la misma apariencia de normalidad con que lo hacemos aquí.

Bilbao. Guggenheim y Puente de La Salve.
Es verdad que todavía penden de algunos balcones oficiales -y de otros particulares- pancartas y enseñas que reclaman el acercamiento de los presos etarras y que, en algunos casos, expresan la solidaridad con el independentismo catalán. Sin embargo, nuestra impresión es que por primera vez en muchos años algo esta cambiando allí, y para bien. Naturalmente, la normalidad no es plena porque es imposible que una sociedad que ha vivido tantos años de horror y crispación se normalice en tan breve espacio. Sin embargo, percibimos que se ha avanzado significativamente en la pacificación. Y aunque la crisis se nota, como en todos los rincones del Estado, parece relegada a sus propias secuelas, sin que adquiera mayores dimensiones por causa del efecto multiplicador que produce la violencia.

Según dicen, el turismo es uno de los elementos que evidencia el cambio de tendencia a que aludimos. Aseguran que fue en el verano de 2009 cuando empezó la mudanza, año y medio antes de que ETA declarase la tregua indefinida.  Es evidente que la mayoría de los atractivos naturales y culturales de Euskadi siempre estuvieron allí. Lo que ha cambiado es la manera de venderlos y la potenciación y creación de nuevos iconos, como el Guggenheim, que han ayudado a componer el esperanzador panorama actual. Pero, sobre todo, de lo que no existe duda es de que la ausencia de violencia es el factor que más ha contribuido a lograr que el País Vasco se visualice definitivamente como un destino atractivo.

Euskadi vive en la actualidad un auténtico boom turístico, que sobrepasa la recurrente Donosti afectando a todas las capitales, comarcas y lugares del territorio. Una tendencia que está dinamizando amplias zonas lastradas por la reconversión industrial de las últimas décadas del siglo XX, impulsada esencialmente por la práctica desaparición de los atentados y de los actos de kale borroka. El ambiente tranquilo que hemos disfrutado estos días es uno de los factores que influyen decisivamente en que el País Vasco ocupe un lugar destacado en los mapas de los viajeros, como destino ineludible. Obviamente, no es el único condicionante. Algunos factores que también están favoreciendo el impulso turístico son la apuesta de los emprendedores por la calidad, la estrategia unificada de las distintas instituciones y el resurgimiento del turismo urbano, entre otros.

De hecho, tampoco es ajena a esta pujanza la influencia de otras actuaciones, como las que auspicia el Plan de Paz y Convivencia 2013-2016, cuyo objetivo es crear un marco en el que quepan las inquietudes democráticas de todas las sensibilidades políticas. El Plan diseña un proceso de paz y normalización de la convivencia, que parece que ha iniciado un camino irreversible puesto que concita las voluntades sociales mayoritarias. El primer informe del seguimiento de su gestión y ejecución ofrecía un balance muy positivo, tanto desde una perspectiva global, como específicamente en cada una de las actuaciones que prevé.

De modo que, además de disfrutar de nuestro viaje comprobando el magnífico espacio urbano que es Vitoria, viendo la transformación radical de Bilbao, gozando de nuevo las maravillas de Donosti, “descubriendo” los santuarios vizcaínos y guipuzcoanos y el enorme patrimonio natural y cultural que atesoran las comarcas interiores, volvemos esperanzados y contentos por el triunfo de la civilidad que parece imponerse, y que tanto necesita y merece aquel hermoso país.  

martes, 18 de noviembre de 2014

Ocho millones y medio de ideas.

Hay varias decenas de calificativos que pueden adjetivar justamente nuestra sociedad. Mencionaré exclusivamente uno que, a mi juicio, la retrata primorosamente: despilfarradora.  No tengo duda de que vivimos en una sociedad manirrota y dada a los excesos. Posiblemente, muchos considerarán un despropósito utilizar semejante calificativo para caracterizar un contexto crítico, que está ofreciendo una vida extremadamente difícil a muchos ciudadanos. Y no les falta razón a quienes así opinen, como tampoco me falta a mí.

A poco que reflexionemos, constataremos que en la vida cotidiana conviven paradójicamente la precariedad y el despilfarro. Hay infinitas situaciones que lo demuestran: decenas de miles de familias no pueden llegar a fin de mes, mientras unas pocas no saben ni el dinero que tienen; hay centenares de pisos vacíos, expropiados por bancos con dueños anónimos, mientras los que fueron sus dueños malviven acogidos por sus familias o en centros de caridad y siguen pagando hipotecas que gravan propiedades que les arrebataron; dilapidamos energía cara y ajena, mientras desaprovechamos las fuentes energéticas limpias y baratas que tenemos a nuestro alcance; producimos diariamente más de un kilo de basura per cápita, mientras tenemos vacíos los bancos de alimentos; nos quejamos del precio de los libros, los medicamentos o las entradas del teatro, mientras pagamos alegremente productos insalubres y/o indecentes que nos ofrecen los bares y establecimientos de los centros comerciales, que ni siquiera necesitamos. Por resumir: somos un país que cierra plantas y quirófanos en los hospitales, mientras construye y mantiene aeropuertos sin aviones, museos sin exposiciones e infraestructuras sin transeúntes. ¿Se puede despilfarrar más?

Pero hoy no quiero analizar estas realidades, sino reflexionar sobre el derroche de talento que produce diariamente este país, que acabará arruinándolo por completo. Dejo de lado, intencionadamente, el caudal enorme que representan los miles de universitarios que han emigrado y seguirán haciéndolo, cuya formación nos ha costado un dineral y que, en contra de su voluntad, están condenados a ser productivos en territorios que nada han invertido en su educación. Hoy me interesa el ejército de jubilados y prejubilados que hay en el país: una friolera de casi ocho millones y medio de personas, cuyo talento, competencias, ganas de cooperar y participar, profesionalidad, etc., estamos malgastando miserablemente, empujándolos sin más a entretenerse aprendiendo idiomas o informática, asistiendo a los cursos de las universidades de mayores, viajando con el IMSERSO o El Corte Inglés, jugando a las cartas en los hogares del jubilado o en los bares de los pueblos y, en el mejor de los casos, preparando y pagando la comida y los cuidados que necesitan hijos y nietos. La inmensa mayoría de estas personas estaría encantada de poner su experiencia, sus habilidades, sus capacidades y su inteligencia al servicio de la sociedad, y hasta llegaría a confesar sin ser cierto que lo hace por un móvil exclusivamente egoísta: asegurarse las pensiones y vivir sin sobresaltos la edad de la jubilación.

Se me ocurre un ejemplo que ilustra bien lo que digo. Imaginemos lo que significaría disponer de ocho millones y medio de opiniones sobre cómo afrontar la crisis que atraviesa el país. El descrédito actual en los partidos políticos y en las instituciones democráticas es el mayor que hemos conocido desde que se reinstauró la democracia. Esta situación ha hecho eclosionar nuevas propuestas y nuevas formaciones políticas, que dicen auspiciar formas más auténticas de participación social. En esa línea de activación de la implicación ciudadana, ¿se imaginan lo que supondría una realidad de ocho millones y medio de personas dando ideas acerca de cómo salir de la crisis? Aún suponiendo que la mitad optase por no participar, todavía quedarían más de cuatro millones, a quienes se les pediría, simplemente, que facilitasen una sola idea para lograr tan loable propósito. Dispondríamos de miles de ellas distribuidas por todo el espectro vital. Desde la economía doméstica hasta la economía política, desde el gobierno ciudadano hasta el consumo energético, desde la reconversión productiva hasta los nuevos lechos de empleo. Más de cuatro millones de ideas expresadas escuetamente para facilitar su procesamiento: un renglón para cada propuesta. O dicho de otro modo: cuatro millones de renglones, que son aproximadamente ciento catorce mil páginas, de treinta y cinco renglones. Lo que equivale a casi cuatrocientos libros de trescientas páginas o, si se prefiere, a doscientos libros de quinientas. Naturalmente en ese sinfín de ideas habrá decenas de miles repetidas. Ello no es ningún obstáculo. Existen recursos digitales para depurarlas y agruparlas con un coste más que razonable si lo comparamos con el rendimiento que puede obtenerse. ¿Se imaginan la tormenta de pensamientos que se generaría? Realmente, sería un tsunami morrocotudo, una gigantesca aportación de conocimiento, multidimensional, plural y transversal al conjunto de la sociedad. Una cosecha excepcional en la que no sería difícil identificar una docena de ideas geniales para solucionar la debacle que vivimos.

¿Cuánto costaría un experimento de tal naturaleza? Pienso que apenas nada. Recientemente hemos conocido la sencillez con que se han activado algunas fiestas multitudinarias, ciertas plataformas reivindicativas o consultas plebiscitarias aprovechando los dispositivos que utilizan las redes sociales. Cualquiera de ellos (sms, twiter, whatsup…) podrían servir para la finalidad propuesta, o cualquier otro mecanismo cuyo coste sería ínfimo en comparación con el beneficio que se obtendría.

Va siendo hora de ir llamando a las cosas por su nombre y de acabar con muchas falsedades que no se sostienen. Una de ellas es la socorrida cantinela de que los viejos se tienen que marchar del sistema productivo porque hay que dejar espacio a los jóvenes. Hace años que es una gran mentira porque los viejos que se van se llevan consigo sus puestos de trabajo. No hay reposición del empleo, nadie ocupa el hueco que dejaron los precedentes. Y no parece que haya visos de que algo esté cambiando en tal sentido.

En España, la población envejece a toda prisa. Las últimas proyecciones del Instituto Nacional de Estadística indican que, dentro de 50 años, el 18 % actual de mayores de 65 años se convertirá en el 38 %. Un auténtico vuelco demográfico, que está poco estudiado y que cuando se ha abordado, generalmente se ha enfocado con perspectivas sesgadas, que priorizan determinados aspectos, olvidando otros que son también interesantes. Se suele estudiar, por ejemplo, la repercusión del envejecimiento sobre las pensiones o sobre el sistema de salud, pero apenas se presta atención a las oportunidades que ofrece la sociedad a los jubilados, que aspiran, como los demás ciudadanos, a participar, a ser escuchados y a ser respetados. En España, hay un desaprovechamiento casi absoluto del know how y del talento de las personas mayores. Carece de fundamento jubilarlas socialmente porque muchísimas de ellas disfrutan de unas condiciones físicas e intelectuales que les hacen susceptibles de aportar muchas cosas en ámbitos como el voluntariado, el apoyo al emprendedurismo, la educación, los servicios sociales, la política, etc.

También en estos aspectos estamos todavía muy lejos de Europa. Según el Eurobarómetro, solo un 12% de los mayores de 55 años practica el voluntariado mientras que en Europa lo hace el 27%. Es más, la Estrategia Europa 2020, que diseña un crecimiento sostenible para ese horizonte, considera que la vejez es clave para mantener la competitividad y prioritaria para las políticas europeas de innovación. Y lo asegura basándose en evidencias tales como que las necesidades de la creciente cohorte de mayores se transforman en fuentes de negocio, surgiendo necesidades en la tecnología, en la asistencia personal, en la sanidad, en las infraestructuras o en las finanzas. Todo ello representa nichos para la iniciativa y para el acogimiento de empresas, que todavía no existen pero que deberán existir y que llegarán inevitablemente.

La generación que se está jubilando ahora es la que nació en torno a los años cincuenta del pasado siglo. Somos las personas que luchamos por los derechos y las libertades, los que las estrenamos y seguimos ejerciéndolas en la medida que nos dejan. Quienes peleamos y logramos instaurar el divorcio, la píldora o el aborto. Los nuevos viejos no nos vamos a conformar con ir de vacaciones a Benidorm, con el IMSERSO, a tomar el sol y bailar “los pajaritos”. Los nuevos viejos somos gente más formada, más solvente, económicamente más autónoma y seguramente más longeva y más peleona. Y, además, muchísimos tenemos claro que nuestra identidad se la debemos menos a nuestra edad que al estilo de vida que practicamos. Así que aquí estamos, preparados y dispuestos para lo que haga falta… si nos dejan.

martes, 4 de noviembre de 2014

Halloween.

¿Cómo podían imaginar los druidas que el Samhain o Fiesta del Sol, una de sus principales festividades, generaría una actividad económica tan desorbitada? Este año 2014, se estima que solo en Estados Unidos el negocio vinculado con Halloween ha alcanzado un volumen de 7.400 millones de dólares (alrededor de 6.000 millones de euros), distribuidos entre disfraces, caramelos, desfiles, elementos decorativos, etc. No dispongo de datos sobre Europa, pero las 70.000 fiestas que se programaron en España permiten hacerse una idea de la repercusión del fenómeno por estas latitudes.

Se ha impuesto la celebración de la céltica y secular Noche de las Brujas, que los irlandeses llevaron consigo a Norteamérica cuando emigraron empujados por la hambruna que asoló su país a mediados del siglo XIX, con las catastróficas y conocidas secuelas demográficas, sociales, políticas y económicas. De este modo, una festividad históricamente circunscrita a los países anglosajones, donde se asociaba con bromas macabras, lectura de historias de miedo o con el visionado de películas de terror, se ha convertido en un fenómeno de masas casi universal, que combina las tradiciones celtas y cristianas con el folklore y las leyendas urbanas.

Según algunas interpretaciones, la comunidad celta de Irlanda ligó la celebración del Samhain con el regreso de los espíritus incorpóreos de las personas fallecidas durante el año precedente, buscando cuerpos vivientes para encarnarse en ellos durante un año más, en tanto que única esperanza para lograr la vida eterna. Todo un mundo vinculado con una de las principales emociones de los seres vivos: el miedo. Una emoción primaria caracterizada por una intensa sensación, habitualmente desagradable, provocada por la percepción de un peligro, real o supuesto, presente o futuro, e incluso pretérito. Es un estado afectivo que manifiestan los animales y las personas, que proviene de su aversión natural al riesgo o a la amenaza y que se ha estudiado desde diferentes perspectivas: biológica, neurológica, psicológica, social, cultural... No cabe duda de que el miedo es un fenómeno inherente a la sociedad y de que juega un papel importantísimo en el proceso de socialización de los ciudadanos, siendo, además, un elemento que subyace a la mayoría de los sistemas educativos. Una sencilla constatación evidencia lo dicho: gran parte del sistema normativo de cualquier sociedad se articula sobre el miedo, como se comprueba con una revisión somera de las disposiciones de su derecho penal.

Por otro lado, la filosofía y la ciencia política han señalado el miedo como una característica definitoria de la denominada sociedad posmoderna. Ulrich Beck, uno de los teóricos que ha estudiado este asunto, ha calificado a la sociedad contemporánea como la sociedad del riesgo, argumentando en sus libros que por primera vez en su historia la especie humana se enfrenta a la posibilidad de su propia extinción. Desde la perspectiva antropológica, se ha constatado que el miedo está presente en los textos fundacionales de las diferentes confesiones religiosas. Algunos estudiosos aseguran que las religiones no son generadoras de temor por sí mismas. Segun ellos, lo que lo induce son los discursos políticos a los que apelan para generar el adoctrinamiento. Los miedos emergen, así, como narrativas protectoras que prohíben ciertas prácticas y fomentan otras. Muy especialmente, las religiones monoteístas refuerzan el importante papel del miedo devoto, que denominan “temor de Dios”, desarrollando teologías específicas a tal efecto. Algunas recurren, incluso, a adoctrinar durante el periodo de aprendizaje en la infancia, amenazando con el sufrimiento infinito y eterno si no se cree en sus postulados o no se cumplen sus normas. Otras, especialmente las politeístas, defienden la necesidad de evitar el dolor y el sufrimiento, que es una manera indirecta de abordar las relaciones de las personas con el miedo.

En nuestro contexto, la influencia secular del catolicismo ha hecho que el miedo haya estado y esté presente continuamente en nuestras vidas y que lo percibamos como una gran amenaza. La vida cotidiana estuvo y está permanentemente amenazada, impregnada de un miedo primario y difuso. Lo hemos sentido en infinidad de ocasiones, incluso sin identificar qué lo genera o a quién debemos temer. Cuando era niño, oía hablar a mi familia y a mis convecinos de sus miedos. Temían las tormentas cuando se aproximaba el tiempo de las cosechas, temían las plagas que las arruinaban, les amedrentaban las crecidas del río, les asustaba el granizo y la sequía… La gente tenía miedo a las enfermedades porque arruinaban la vida o la arrebataban, tenía miedo a los desconocidos porque traían malas noticias o porque nada bueno venían a hacer, tenía miedo a las amenazas de los curas en los púlpitos, a los engaños de los tratantes de ganado, a los intermediarios que se llevaban las cosechas y no volvían a pagarlas, etc. Por tener, se tenía miedo hasta de las mudanzas. Nada debía cambiarse, todo debía permanecer como siempre, como era su modo natural, conforme a la ley antigua. Como alguien dijo, en nuestra sociedad muchísimas personas hemos crecido bajo el magisterio del temor. Antes eran unos los motivos y ahora son otros, pero el miedo no ceja. Y tal vez de ahí provenga nuestra escasa capacidad para ser felices, para entregarnos a un presente que, según nos adoctrinaron, nos conducirá indefectiblemente a un futuro que será casi inevitablemente atroz.

El miedo ha sido uno de los aliados más fieles del poder, que intenta siempre que la población viva inmersa en él porque, cuando anida en el cerebro, quebranta la resistencia y paraliza la disidencia. Cuanto más totalitario es el poder, más priva a las personas de libertad porque engendra el temor. En realidad, todos los movimientos de liberación auténticos han sido tentativas para erradicar el miedo que sienten los pueblos.

Hoy no solo perviven los temores tradicionales a la muerte, el infierno, la enfermedad, la vejez, la indefensión, el terrorismo, la guerra, el hambre, las radiaciones nucleares, los desastres naturales o las catástrofes ambientales. A ellos se ha añadido el miedo a los mercados y a su singular ‘dictadura’, que avasalla las costosas conquistas sociales; el miedo a reducir nuestro poder adquisitivo, a quedarnos sin trabajo, al subempleo, a la marginación económica y social. Las nuevas estructuras del poder carecen de rostro y de identidad; y por eso son invulnerables y no cesan de crecer, siendo menos ostentosas que en el pasado pero mucho más omnipresentes.

El miedo contemporáneo nos hace a todos susceptibles de ser dominados por los pocos que poseen la capacidad de generarlo, que nos someten a la legión de miedosos, inyectándonos pasividad a raudales, privatizando nuestras vidas, culpabilizándonos de la involución social y haciéndonos descender cada vez más en la pirámide social que ellos culminan. Recientes estudios sociológicos concluían que la población española está asustada, que el miedo al futuro puede convertirse en una auténtica paralización, asegurando que del pavor podría pasarse a la desesperanza y, desde ella, a la rabia social, que podría agravar exponencialmente el problema. El paso del tiempo no hace sino confirmar tales presagios.

Por desgracia, el miedo auténtico es infinitamente más dramático, habitual y familiar que los disfraces o las bromas en Halloween. Es el producto de una ideología perfectamente estructurada por diseñadores expertos en meter miedo, que tienen acceso pleno a los medios de comunicación y a la información y propaganda que se transmite a través de Internet. Para combatirlo yo no veo otra alternativa que educar en la valentía desde edades tempranas. De ese modo los ciudadanos adquieren e interiorizan actitudes vitales que les capacitan para dominar su afectividad y sus miedos, enfrentándose a las causas que los producen y evitando que les hagan sufrir y adocenarse. En este sentido, tenemos por delante una ardua tarea porque el camino prácticamente está por empezar.

jueves, 30 de octubre de 2014

Correspondencia.

La palabra correspondencia tiene siete acepciones en el diccionario de la Real Academia.  La disposición taxonómica del diccionario, que me parece caprichosa (aunque seguro que no lo es y que habrá un cúmulo de sesudos estudios y rebuscados argumentos lingüísticos para demostrarlo), hace que la primera de ellas la defina, en su sentido más amplio, como “la acción y el efecto de corresponder o corresponderse”. Sin embargo, desde hace casi cincuenta años, yo la tengo indisolublemente asociada con la cuarta, que la define como la “relación que realmente existe o convencionalmente se establece entre los elementos de distintos conjuntos o colecciones”. Ello lo debo a un profesor de matemáticas, D. Luis Marín, que me dio clase cuando estudiaba Magisterio. Aquel buen hombre intentaba que aprendiésemos los rudimentos de lo que entonces se denominaba “matemática moderna”, que no sé si era tal, pero aseguro que era un embolado que por arte de birlibirloque se nos vino encima a alumnos y profesores. Es probable que el capricho interesado de algún excelso profesor universitario, con influencia en el Ministerio, lograra colar de rondón en los currículos escolares una moda efímera, que apenas sobrevivió una década, desapareciendo por el mismo arte de ensalmo que la alumbró. ¡Cuánto debió sufrir el pobre D. Luis esforzándose en explicarnos algo que ni entendía! ¡Y cuánto sufrimos los demás para lograr aprenderlo, siquiera de memoria, y contárselo en los exámenes! Porque para otra cosa no servía.

Correspondencia entre conjuntos
Cuando, profundizando en la teoría de conjuntos, D. Luis llegaba a las correspondencias, recuerdo que las definía como las relaciones que existen o se establecen entre los elementos de los conjuntos, siempre que además de ser unívocas sean recíprocas; es decir, cuando a cada elemento del segundo conjunto corresponde sin ambigüedad uno del primero. Esta claro, ¿no? Por si acaso, de una manera más sintética, aseguraba que una correspondencia es una relación binaria entre dos conjuntos. Incluso llegaba a decir que es un subconjunto del producto cartesiano de dichos conjuntos. Ésa era realmente la síntesis final de su explicación, que debíamos reproducir en los exámenes con su correspondiente ejemplo gráfico. Inefable.

Sin embargo, hoy no me referiré a este recurrente significado sino a otro que, como tantas personas de mi generación y anteriores, tengo grabado a fuego desde niño, mucho antes de recibir las clases del Sr. Marín. Los niños que vivimos en la España de los años cincuenta y sesenta teníamos cincelada indeleblemente en nuestra mente la palabra correspondencia, con un significado tan simple como inequívoco, vinculado a la primera acepción del verbo de referencia: si te hacían un favor o te obsequiaban con algo, debías corresponder. Y si no tenías capacidad de hacerlo porque carecías de recursos, o porque no querías, agradecías el ofrecimiento pero no lo aceptabas. Por otro lado, debía evitarse ofrecer regalos a las personas que no podían corresponderlos, para no ofenderlas o crearles un cargo de conciencia. Recuerdo docenas de anécdotas referidas a las embarazosas situaciones que vivían las gentes cuando, al ser obsequiadas con algún presente por familiares o conocidos que volvían de un viaje o giraban una visita, se veían imposibilitadas de corresponderles por carecer de recursos. Cuántos apuros pasaban en aquellas situaciones en las que, involuntariamente y hasta con la mejor intención, se les ponía en el brete de quebrar esa relación unívoca y recíproca a que alude el lenguaje matemático. También es verdad que, en otros muchos casos, esas correspondencias propiciaban intercambios de dádivas nimias, que sin embargo eran valiosísimas y espléndidas, porque subsumían todo el potencial que poseía la persona que las proporcionaba.

Hoy, treinta o cuarenta años después, se ha perdido prácticamente el significado de esta acepción. Diría que casi no existen razones para mantenerla en el diccionario. Se ha esfumado el sentido moral subyacente a la ética pública y social que sostenía en buena medida las relaciones interpersonales. El desarrollismo y la globalización lo han invadido todo y han desvertebrado las viejas estructuras sociales, llevándose por delante grandes principios de la ética social, como la autoexigencia, que hacían innecesario extremar los controles sociales para acomodar las conductas de las personas a las pautas cívicas fundamentales.

Hace años que sintonizar los informativos y sentir náuseas es lo mismo, que se han generalizado unos comportamientos públicos y privados inadmisibles, que no solo practican las nuevas generaciones sino otras muchas personas que crecieron y se educaron en unas familias que respetaban los principios aludidos. Personas cuya edad, experiencia y formación sólo les han servido para renegar u olvidar las premisas que seguramente alguien intentó inculcarles cuanto eran niños o jóvenes. Gentes que hacen avergonzarse a sus organizaciones y a la ciudadanía general, y que están haciendo un daño irreparable. Por desgracia, no hemos perseverado en los buenos principios, como los que incluye la última acepción comentada de la palabra correspondencia, que ejemplifica magníficamente Luis Landero en su última novela, El balcón en invierno. Casi llegando a su final, relata cómo una sencilla mujer de pueblo recibe la visita de sus familiares que viven en la capital. Le traen un pequeño obsequio, que no tiene con qué corresponder y, por toda respuesta, se dirige a la alcoba, toma de un recipiente un par de naranjas y se las ofrece a los niños visitantes, que las cogen con tanta sorpresa como perplejidad. Tras la visita, su padre les explica que probablemente sea el regalo más generoso y espléndido que recibirán en su vida.

Antes de que mueran definitivamente a manos del olvido, los ciudadanos deberíamos hacer un penúltimo esfuerzo para asegurarnos de que todos o casi todos –también los mangantes que nos rodean- reaprenderemos y practicaremos estas y otras olvidadas enseñanzas, en lugar de la egolatría, la vanidad y el narcisismo. Si así fuera, probablemente lograríamos ser menos pobres y bastante más felices. 

domingo, 26 de octubre de 2014

La cuchipanda.

El pasado viernes estuvimos cenando en casa de unos amigos. Evitamos prolongar la velada porque el sábado debíamos “madrugar”. Nos esperaba un día especial que mi mujer y mi cuñada programaron hace algunos meses, cuando decidieron aumentar las concurrencias de los integrantes de esta rama familiar. Ciertamente, ello no es especialmente complejo porque la nuestra es una familia corta. El parentesco consanguíneo apenas alcanza la docena de personas, y el político se cuenta, de momento, con los dedos de una mano. Así que somos pocos y relativamente bien avenidos, aunque un tanto desperdigados por Murcia, Alicante, Madrid y Cataluña.

Las hermanas -siempre pragmáticas- decidieron que la Navidad era un tiempo insuficiente para compartir los afectos familiares y acordaron incrementarlo con la aquiescencia de todos. De modo que, hasta nueva disposición, se han previsto al menos tres grandes cónclaves a lo largo del año. El ya instituido en Navidad y dos más, espaciados en los meses restantes, para celebrar los cumpleaños de quienes componemos las dos mitades en que se ha dividido la familia de acuerdo con las fechas de nacimiento.

Para este primer capítulo nos emplazamos en Torre de la Horadada, lugar donde mis cuñados tienen un pequeño chalet en el que veranean y pasan muchos fines de semana desde hace varias décadas. Un marco idóneo para estas reuniones por su espaciosidad y su proximidad a la playa, que facilitan los preparativos de los ágapes y la comodidad de niños y mayores, al permitir otros esparcimientos. Allí estábamos citados a media mañana.

Por eso, aún no eran las diez y las dos parejas que conformamos la familia alicantina ya estábamos tomando la entrada a la autovía A7 en dirección a Murcia. Al contrario que entre semana, la carretera estaba muy descongestionada. Una vez rebasado Crevillente, tomamos el ramal de la AP 7 hasta la salida de Los Montesinos, desde donde nos dirigimos por la CV-941 a San Miguel de Salinas. Tras atravesar la población y recorrer pocos kilómetros, la carretera se adentra en algunos restos de las antiguas dehesas que han escapado de la especulación. Su trazado sorprende a los más jóvenes, que lo transitan por primera vez, describiendo un recorrido difícilmente atribuible a estas latitudes, trufado de curvas y ‘contracurvas’, que acaba depositando a los viajeros en la N-332, que ha dejado atrás la Dehesa de Campoamor y sigue ribeteando la costa hasta el Mar Menor.

Torre de la Horadada
Eran poco más de las once cuando llegamos a casa de nuestros parientes, sin apenas darles tiempo a organizarse. Solo estaban allí mis cuñados, aunque casi inmediatamente fueron apareciendo los jóvenes a cortos intervalos. Mari Ángeles y Fernando con la pequeña Nerea, circunstancialmente vergonzosa y timorata; después Lola y, finalmente, Javier. De modo que, alrededor de las doce, el cónclave estaba constituido con todos sus integrantes presentes. Y empezaban los prolegómenos. Los anfitriones habían dispuesto buena parte de la infraestructura necesaria para elaborar el ágape, que hoy se componía de una multitud de aperitivos (como siempre), una paella de conejo y pollo de corral a la leña y un postre especial. Una vez estuvo todo dispuesto, se iniciaron las conversaciones distendidas, a pares, a tríos y hasta a cuádruplas, los paseos en pareja junto a la playa, los juegos en el parque infantil con Nerea, las fotos robadas y consentidas a la pequeña en el patio de la casa con su anticipado disfraz de Halloween, etc.

Sin apenas apercibirnos transcurrieron un par de horas, echándose encima el momento de preparar la comida. En tanto que María Fernanda y Amalia organizaban los aperitivos y la mesa auxiliadas por los jóvenes, Paco y yo oficiábamos simultáneamente de pinche y cocinero. Mientras él apañaba la lumbre en el hogar, yo freía un conejo y un pollo de corral, criados primorosamente por mi sobrino Fernando. Una delicia de carnes que maridaban perfectamente en una paella a leña, elaborada y condimentada mayoritariamente con productos naturales de cosecha propia, incluidos los caracoles.

En tanto que nosotros rematábamos la faena en el fogón, el personal iba dando buena cuenta de la ingente cantidad de aperitivos que había sobre la mesa. Una vez estuvo lista la paella, mientras reposaba el arroz durante unos minutos, nos sentamos para terminar de despenar los entrantes. Llegó, por fin, el momento de degustarla, cosa que hicimos todos con satisfacción, no faltando los pequeños reparos, como no podía ser de otro modo: que si estaba un poco sosa, que si la carne estaba poco cocida, etc. En fin, las cosas del arroz.

Acabada la paella, llegó el momento de la tarta. En esta ocasión preparada por la cuñada de Mari Ángeles, como Dios manda, a la usanza tradicional: con galletas María, flanín Royal y chocolate, una receta que no falla, espectacular y suculentísima. Montaje de velitas, encendido sorteando la brisa a base de malabarismos, cantos desafinados y soplos de los cuatro homenajeados: María Fernanda, Amalia, Lola y Fernando. Aplausos finales.

Comprobamos cómo ha crecido Nerea, que habitualmente suele ser el centro de las reuniones familiares, monopolizando la atención de todos durante las comidas. Esta vez, como si supiese que los protagonistas eran otros, después de “marranear“ con los aperitivos, sin que nos percatásemos, autónomamente, se dirigió al sofá, se acostó y casi inmediatamente dormía una larguísima siesta, que nos permitió comer tranquilamente y disfrutar de una extensa sobremesa en la que, como no podía ser de otro modo, abundaron los chascarrillos, los proyectos inmediatos, las perspectivas viajeras, algún deslizamiento hacia la actualidad sociopolítica y todo lo que suele ser habitual en estos casos.

El minúsculo reloj solar que pende de uno de los muros de la casa señalaba las cuatro de la tarde cuando decidimos levantar la sesión. Mientras la familia murciana se preparaba para volver a casa, nosotros, los dos Vicentes, María y Amalia, tomábamos las primeras curvas de la carretera que nos devolvería a la nuestra recorriendo a la inversa el itinerario matinal. Aún no habíamos dejado la nacional 332, cuando Neymar Jr. enmudeció provisionalmente al Bernabeu. No podía existir mejor broche para la jornada.

jueves, 23 de octubre de 2014

Crónicas de la amistad: Benilloba (7).

El incesante periplo de nuestra amistad nos llevó esta soleada mañana de mediados de octubre a la Venta Nadal, cerca de Benilloba, junto al castillo de Penella, que es realmente una casa señorial fortificada de la primera época cristiana, allá por el último tercio del siglo XIII. Se construyó con autorización real porque los monarcas querían reforzar las zonas limítrofes con las aljamas fronterizas, que en esta zona eran particularmente importantes y combativas, protagonizando revueltas que encabezó muchas veces el mítico Ojos Azules (Al-Azraq). Alfonso encargó aquí, en su terreno, una opípara comida a base de abundantísimos y sabrosísimos aperitivos (dacsa, fetge, pericana, embotit casolà, verdures torrades…) y unes xulles a la brasa espectaculares, bien regado todo ello con un excelente vino de la casa y café licor, según gustos. De modo que, apenas había pasado el mediodía, y ya estábamos todos allí, urdiendo un nuevo conciliábulo, tras los habituales efusivos y sinceros saludos. Se materializaba otra oportunidad para asegurar nuestra supervivencia.

Porque todos estamos en la vida pendientes de un hilo, como los equilibristas, especialmente en este periodo tan extremadamente crítico. Necesitamos compensarnos, nivelarnos, con nosotros mismos y con lo que nos rodea, con lo que tenemos y con lo que deseamos. Acostumbramos a decir que el equilibrio personal es un estado emocional que logramos cuando alcanzamos grandes principios o estados de ánimo, como la felicidad, la libertad, la justicia, etc. Pienso que la grandilocuencia de tales palabras nubla el entendimiento y dificulta explicar –y entender- cómo hemos logrado acopiar los atributos que les pertenecen. Me parece más evidente que la armonía personal depende de los pequeños logros y placeres diarios, gracias a los cuales conseguimos y nos mantenemos en un cierto equilibrio vital. Para mí que los grandes provechos -como las grandes virtudes- se desglosan en pequeñas satisfacciones, tal vez menos trascendentales pero igualmente imprescindibles. Realmente, creo que son las pequeñas obras cotidianas y los caprichos que nos damos de vez en cuando los que nos hacen respirar hondo y decir con el alma: ¡Qué gozada! Hoy, por ejemplo, nos hemos dado un pequeño gran homenaje, en la sencilla terraza de una venta, con un telón de fondo espectacular, que ha enmarcado una magnífica función de varietés, trufada de ilusionismo (político), dramatismo (social), picardía y finezza (de algunos figurantes) y hasta ‘musicalité’. ¿Qué más se puede pedir?

Sobremesa en la Venta Nadal
Hace unos años, un escritor francés, Philippe Delerm, publicó un librito titulado El primer trago de cerveza y otros pequeños placeres de la vida, que es un canto a la individualidad y al goce por la existencia. En sus treinta y cuatro brevísimas narraciones sobre otras tantos minúsculos placeres, narra exquisitamente algunas situaciones comunes, que se deslizan por nuestras vidas sin que les prestemos atención, pese a que sintetizan el germen del buen vivir. El autor demuestra su ‘expertidad’ en no dejar escapar una sola oportunidad para aprovechar tales momentos, compartiendo su experiencia con los lectores e incitándonos a que reconozcamos nuestros propios instantes de gozo. Yo ya hice la labor introspectiva y sé que uno de mis pequeños grandes placeres es el cultivo del afecto, esa inclinación del ánimo indispensable en todas las etapas de la vida, que surge de la interacción social y que es un requisito ineludible del progreso.

Aunque parezca una perogrullada, insistiré nuevamente en que las personas no podemos sobrevivir sin la ayuda de los demás, de la que dependemos críticamente durante toda la vida. Comúnmente, a esa ayuda la denominamos afecto, que no es una entelequia espiritual –como pudiera parecer- sino un requisito imprescindible para la supervivencia. Y no es gratuita ni está disponible ilimitadamente porque ayudar significa realizar un trabajo en beneficio de otro u otros, cediendo parte de la propia energía. De modo que nuestras capacidades afectivas están limitadas por la energía que tenemos, por el trabajo que podemos realizar y por los problemas que somos capaces de resolver. La mayoría de los mortales quisiéramos inundar de afecto el planeta, pero carecemos del brío y de la capacidad para lograrlo. Deseamos querer mucho, pero podemos hacerlo más bien poco.

No he reflexionado suficientemente sobre el modo en que todo ello influye en las satisfacciones que percibo. No obstante, de lo que no tengo dudas -y no es un juego de palabras- es de que el afecto siempre tiene efectos: para quienes lo dan y para quienes lo reciben. Aunque, en la mayoría de los casos, suele ser camino de ida y vuelta. Por ejemplo, cuando se acerca la fecha de un encuentro con los amigos, me ilusiona prepararlo durante los días previos y hasta me impacienta la espera. Me pica el gusanillo de quedar con alguno de ellos para desplazarme al lugar de la cita y conversar distendidamente durante el trayecto. Me emocionan los abrazos, los apretones de manos, las palabras y, a veces, hasta los silencios de nuestras reuniones. Me hace feliz tener la oportunidad de mirarlos a los ojos con sinceridad, compartir mesa con ellos, saber cómo les van las cosas, entretener el tiempo hilvanando conversaciones trascendentes e intrascendentes, ocurrencias y recuerdos, anécdotas o remembranzas. Incluso ‘malcantar’ al alimón viejas canciones de los Panchos, de Sabina o de Atahualpa Yupanqui, mientras apuramos un par de copas en la sobremesa. Y creo que a ellos les sucede lo mismo.

El tiempo otoñal, plácido y ‘oropelado’ que vivimos, que difumina los contornos y matiza perezosamente los rigores del estío, es idóneo para compartir las mejores cosechas que nos ha proporcionado la vida. Se desvanecieron definitivamente el frenesí y la prisa, triunfaron el sosiego y la plenitud y se anunció, por fin, que es  hora de dar y recibir afectos, y de disfrutar sin recato la alegría de vivir. ¡Y que sea así por largo tiempo!

lunes, 13 de octubre de 2014

Pescar.

Decía Plutarco que disfrutar de todos los placeres es insensato; y evitarlos, insensible. Yo confieso que, como la mayoría, soy sensato, pero no insensible. En un articulito que leí, Fernando Savater reflexionaba sobre los gozos, asegurando que los grandes placeres dependen de las necesidades y los pequeños de las aficiones. Decía, además, que los primeros, tanto en el sentido físico  y material como en el espiritual y sublime, los compartimos casi todos y, por ello, nos individualizan poco. Y creo que tiene razón porque toda persona que se precie ansía ser libre o feliz, de la misma manera que juzga extraordinario deleitarse con un gran cuadro, una obra de la literatura universal o un concierto excepcional. En cambio, los pequeños placeres son distintos para cada uno de nosotros, y no menos importantes que los otros porque, si lo meditamos bien, en el fondo, los grandes sentimientos gozosos se descomponen en pequeños deleites. ¡Cuantas veces las cosas importantes de la vida están relacionadas con anécdotas cotidianas o ínfimas! ¿Acaso no lo son la satisfacción que produce que nos sirvan el desayuno en la cama, el olor de la tierra mojada que acompaña a las primeras gotas de lluvia, o encontrar en un centro comercial una ganga con la que ni soñábamos? ¿O tal vez lo son menos acurrucarnos en un sofá con un buen libro una tarde de invierno, despertar en una habitación de una casa perdida en el campo o cantar a pleno pulmón mientras conducimos un vehículo, sin importarnos lo que piensen quienes nos ven? Sin duda, cualquiera de estas pequeñas realidades contribuye a hacernos felices, al menos por un instante e incluso durante algunos minutos.

Uno de mis pequeños grandes placeres es la pesca, aunque cada vez sea más complicado encontrar un rincón decente para practicar tal afición. Hoy todo está esquilmado y hallar un lugar que garantice mínimamente el entretenimiento exige desplazamientos de bastantes kilómetros. Sin embargo, no hace mucho tiempo que cualquier trozo de roca en la orilla de una cala era lugar apropiado para practicar una actividad que entusiasma a niños, jóvenes, adultos y viejos. Eso se acabó por estas tierras.

Siempre me gustó pescar. Aprendí a hacerlo en el pueblo, cuando apenas era un niño. Allí me enseñaron a ensamblar aparejos sencillos que prendíamos de una caña, con la que pasábamos las tardes veraniegas. Recuerdo con nitidez la tienda de la tía Angelita, que era el único establecimiento donde se vendían los pequeños anzuelos y el sedal (hilo de pescar, le llamábamos entonces). En aquél ecosistema en el que todo era artesanal y reciclable, la construcción del aparejo empezaba por la elección de una caña común, bien recta y seca, que seleccionábamos en cualquier cañar de las orillas del río. La pelábamos  y alisábamos con esmero para evitar pincharnos, asegurar su elasticidad y -¿por qué no confesarlo?-, para presumir de ella ante los convecinos. Anudábamos a su extremo más delgado un trozo de hilo de palomar (que era más barato y estaba disponible en cualquier casa) porque el presupuesto no alcanzaba para comprar todo el sedal necesario. La longitud del hilo variaba en función de la que tenía la caña. En su extremo libre añadíamos alrededor de un metro de sedal, que era suficiente para salvar la profundidad del río. Lo hacíamos pasar previamente por el flotador y los pequeños plomos en espiral que lo mantenían enhiesto sobre la superficie del agua, anudando finalmente el anzuelo, que era tarea nada sencilla, que exigía entrenamiento, pero que todos conseguíamos aprender.

Preparado el aparejo, sólo faltaba disponer los cebos. El más habitual era la masilla, una mezcla de harina y agua, a la que añadíamos unas briznas de colorante alimentario, que le daba un color amarillento que, según creíamos, la hacía más atractiva para los peces. No sé si realmente era así porque, cuando no lo encontrábamos en la cocina, utilizábamos masilla sin colorante y los resultados eran parecidos. También empleábamos lombrices de tierra que buscábamos en las zonas de los bancales colindantes con las acequias, en las que abundaban por ser más húmedas. Las disponíamos en botes de hojalata, en los que habíamos introducido previamente un poco de barro, a los que no terminábamos de cortar la tapadera para doblarla y conseguir que conservasen mejor la humedad. Los muchachos adolescentes tenían mayores pretensiones y se planteaban retos más importantes. Para lograrlos elegían cebos de mayor enjundia, como los “gatos cebolleros”, unos insectos ortópteros parecidos a los grillos, cuyo nombre correcto es alacrán cebollero o cortón. Eran cebos que utilizaban para la pesca de grandes piezas, fundamentalmente barbos y anguilas. Por último, los pescadores adultos, habitualmente gentes “ligeras de cascos”, aprovechaban las avenidas del río e instalaban sus “corduchos” cuando bajaban las aguas achocolatadas. Eran unas artes ilegales, que dejaban amarradas en los arbustos de las riberas, que cebaban con menudillos o despojos de aves y conejos, y que tenían como destinatarias las anguilas. Era común que algunas de ellas quedasen prendidas en estos artificios.

Cuando era niño, me divertía extraordinariamente pasar las tardes de los veranos pescando en el río centenares de “madrijas” (chondrostoma turiense es su nombre científico) y algunos barbos, que ensartábamos en juncos, haciéndolos pasar por las agallas hasta la boca. Cuando despuntaba la tarde, un tropel de niños pescadores llenaba las riberas del río, alineándose en ellas y practicando inmóviles una afición compartida que -todo sea dicho- no tenía mucha competencia entre las alternativas que les ofrecía entonces aquel lugar. Cuando llegaba el ocaso, nuestras madres nos veían volver a casa con la sarta diaria de peces, con los que ya no sabían qué hacer para no desairarnos, dado que tenían muchas espinas y un comer desagradable. Al final, los gatos eran habitualmente quienes se daban el banquete. Era una manera sana, ecológica, placentera y social de pasar las tardes en las que no nos requerían nuestras familias para colaborar en las tareas agropecuarias.

Hoy me sigue complaciendo pescar. Apenas han cambiado las artes, aunque han mejorado los materiales con los que se fabrican, su versatilidad y su alcance. Tampoco lo han hecho los cebos, solamente en que ahora los adquirimos en los establecimientos del ramo en lugar de tomarlos directamente de su espacio natural. En definitiva, preparar la pequeña aventura que significa cada jornada de pesca sigue teniendo el mismo interés y demanda parecidos preparativos: comprar la lombriz, recoger a algún amigo, desplazarnos unas decenas de kilómetros, seleccionar una cala recóndita, apostarnos en una roca desde la que no se divise otra cosa que no sea la mar, preparar y lanzar los aparejos, esperar la picada de las pequeñas presas (esparrallones, vacas, tordos, vidriadas, doncellas, sargos…), atraparlas, recogerlas y guardarlas para elaborar los caldos que acompañan algunas de nuestras paellas o arroces a banda. Igual que cuando me apostaba en las riberas del Turia, las estancias distendidas y absortas a la orilla de la mar, sin otro pensamiento que no sea elegir el mejor anzuelo o cebo para atrapar los diminutos peces, tomando el sol mientras me refresca la brisa, es algo que no tiene precio y que me relaja hasta límites insospechados. Estas son las pequeñas anécdotas a que me refería, que hoy, como ayer, me siguen haciendo disfrutar como un niño.

jueves, 9 de octubre de 2014

El (des)gobierno que no merezco.

Hay una frase lapidaria, atribuida a Maquiavelo, que reza literalmente: “Cada pueblo tiene el gobierno que se merece”. Realmente, su autor fue Joseph de Maistre (1753-1821), un filósofo, diplomático, abogado, teólogo y político saboyano, conservador y activo combatiente de los fundamentos ideológicos de la Revolución Francesa y de la Ilustración. En sus obras defiende enconadamente la monarquía, proponiendo un orden político autoritario y teocrático, basado en una escala institucional jerárquica en cuya cima sitúa al Papa. La frase en cuestión forma parte de una carta que escribió en San Petersburgo, dirigida a un caballero anónimo. Posteriormente, ya entrado el siglo XX, André Malraux la enmendó, asegurando que no es que “Los pueblos tengan los gobiernos que se merecen, sino que la gente tiene los gobernantes que se le parecen”. Suena mejor, pero resulta igualmente injusta y trágica.

Así que es una sentencia que provoca rechazos muy airados, que hay que reconocer que son más viscerales que racionales, particularmente evidentes entre quienes todavía practicamos algo la reflexión y habitamos países, regiones y localidades en los que las cosas hace tiempo que van de mal en peor. Hoy, por ejemplo, el detonante de mi cabreo ha sido la lectura de un titular, atribuido hace unos días al Presidente del Gobierno que, a la vista de los indicadores socioeconómicos del momento, aseguraba con una desfachatez exasperante que "podemos ver el futuro de una manera diferente". 

Ciertamente, tengo una tendencia natural a negar crédito a la frase a que aludo, que considero una estulticia sin motivación pese a la contundencia de los cientos de evidencias que parecen avalarla. Tal vez porque me resisto a ser incluido en la interminable nómina de los involuntarios destinatarios de las sandeces de nuestros gobernantes. Basta con escudriñar un poco las hemerotecas para descubrir centenares de ellas que, más allá de las deformaciones interesadas que incluyen a veces los titulares de los medios de comunicación, retratan a sus autores con meridiana claridad.
Forges (Diario El País)

Recordemos, si no, algunas de las perlas que en los últimos meses han salido de la boca del 'pizpireto' Sr. Rajoy. En noviembre de 2012, durante la cumbre para negociar los presupuestos de la UE para el periodo 2014-2020, mantuvo una reunión bilateral y distendida con el Sr. Cameron en la que le espetó aquello de "It's very difficult todo esto", exhibiendo para sorpresa de todos y con una naturalidad que le es impropia su dominio del spanglish. En febrero de 2013, en plena cumbre Rajoy-Merkel, en Berlín, se destapó el caso Bárcenas. Sus primeras declaraciones fueron para asegurar a los periodistas, sin que se le torciese el gesto, que: “Todo lo que se refiere a mí y a mis compañeros de partido no es cierto salvo alguna cosa”. Pero hay más, en junio de 2012, en una sesión de control al Gobierno en el Congreso, dijo con relación al rescate bancario: “No es un rescate. Es un crédito en condiciones ventajosas, que va a pagar la banca”. En fin, por no fatigar, añadiré solo algunas perlas más: “A veces la mejor decisión es no tomar ninguna decisión, y eso es también una decisión” (febrero de 2013. Reunión plenaria del Grupo Popular del Congreso, previa a la petición del rescate). “Las decisiones se toman en el momento de tomarse” (Lisboa, mayo de 2012, ante la inminente nacionalización de Bankia). “Me gustan los catalanes porque hacen cosas” (2012, vídeos promocionales del PP catalán).

En fin, como olvidar aquello de: “Siempre estaré detrás de ti, o delante, o a un lado” (requiebro dedicado al President  Francisco Camps, en 2009, durante el mítin de cierre de campaña de las elecciones europeas). O, "Cuanto más sepáis de todo, mejor. Por saber muchísimo no os va a pasar nada malo, luego ya veremos. Si uno es ingeniero o futbolista, se le abren todas las puertas del mundo" (junio de 2013. Acto del PP en Peñíscola, comentando las cifras de desempleo juvenil). Tampoco son mancas aquellas de “España tiene, sobre todo, españoles” (julio 2012, clausura del XIII Congreso del Partido Popular de Andalucía) o "Estoy peleando duro para estudiar inglés. Le dedico tres horas a la semana y luego voy por ahí practicando en coches y aviones" (abril de 2011). Sin olvidar su encomiable confesión, cuando con actitud contrita aseguró “No he cumplido con mis promesas electorales, pero al menos tengo la sensación de haber cumplido con mi deber" (seminario organizado por el semanario británico The Economist, en febrero de 2013). Creo que no hay mejor mención para dar cierre a esta pequeña glosa que aquella en que aseguraba que “Al final, los seres humanos somos sobre todo personas con alma y sentimientos y esto es muy bonito”, rematada con una alusión devota a su famosa “niña”, en la campaña de las elecciones generales de 2008.

Hay docenas de referencias, innecesarias para argumentar lo que han dejado palmariamente claro las precedentes: ni mis conciudadanos ni yo merecemos ni nos parecemos a este señor, ni a los que con él van, que a menudo lo mejoran. De modo que contrariaré a los señores Maistre y Malraux negando de plano sus argumentos y especialmente la jerarquizada visión sociopolítica del primero, sin acritud ni enojo, pero con determinación y sobradas razones. Como ha dicho Pérez Reverte, los políticos se han construido un país sólo para ellos en el que medran y se acuchillan, aunque luego se van a comer (o a lo que se tercie, añado) juntos, tras el espectáculo parlamentario. Y ello es indignante e intolerable. Hace tiempo que los ciudadanos debimos recuperar la dignidad poniendo fin a una farsa tan vanamente edificante. 

martes, 7 de octubre de 2014

Capitalismo 4.0.

El capitalismo es una de tantas creaciones humanas que, deliberadamente o no,  replican los caracteres de algunos seres biológicos. Yo lo compararía con las hidras, esos animales milimétricos y depredadores que tienen un asombroso poder de regeneración y que, aunque carecen de cerebro reconocible, poseen un sistema nervioso reticular estructuralmente simple, si lo comparamos con el de los mamíferos, que, sin embargo, es tan efectivo o más que el de éstos.

Tal vez con una convicción parecida, Anatole Kaletski escribió en 2010 un libro interesante con el rótulo que encabeza esta entrada. Kaletski era entonces redactor económico en The Times of London y su obra nació influenciada por las crisis de las hipotecas subprime. La tesis que defiende se basa en la falibilidad del capitalismo, que para él no es un conjunto estático de instituciones, sino un sistema evolutivo que se ‘autorreinventa’ y revigoriza a través de crisis sucesivas. Para argumentar su opinión distingue tres estadios consecutivos, que titula con el lenguaje digital al uso.

El primero, que  denomina Capitalismo 1.0, abarcaría desde el siglo XVIII hasta la Gran Depresión. Es la etapa de la fundación de las economías de mercado y del gran despegue del comercio mundial. La lógica subyacente a este periodo seminal se resume en dejar en manos del mercado las grandes decisiones económicas para promover el comercio y la prosperidad. Esta manera de entender la economía hizo crisis con la depresión iniciada en 1929, que evidenció que los mercados podían actuar irracionalmente y destruir la riqueza con una virulencia desconocida hasta entonces.  

El segundo estadio, que etiqueta como Capitalismo 2.0, corresponde al periodo inspirado en lo que posteriormente se llamó economía keynesiana, cuya lógica es la necesidad de la intervención reguladora del Estado en los asuntos económicos. Corresponde a los años que incluyen las décadas de los 30 a los 60 del pasado siglo, época durante la que se construyeron en occidente los sistemas de protección social a base de expandir el gasto público. Algunos economistas consideran que tal expansión originó la denominada crisis fiscal del Estado, que estalló en la década de los 70 y que abrió paso al Capitalismo 3.0, caracterizado en lo político por la era Thatcher-Reagan y por la caída del muro de Berlín, y en lo económico por la emergencia de China como mercado mundial. De nuevo, se relega al Estado de los asuntos económicos y se amplia el espacio del mercado. La historia volvió a repetirse en 2008, año que alumbra la crisis en que estamos inmersos, sin que nadie haya propuesto hasta hoy reformas profundas que den un estatus propio a la nueva encrucijada, que Kaletsky denomina Capitalismo 4.0, en la que la sociedad global se debate entre dos opciones contradictorias e igualmente fracasadas: la preeminencia del mercado y el exceso de intervencionismo. Una etapa que, como alguien ha dicho, es un tiempo sin dioses, plagado de trepas y seres corruptos, en el que el capitalismo financiero, con la complicidad de los gobiernos conservadores y la pasividad de los socialdemócratas, ha ido acabando con el Estado de bienestar.

El Roto (Diario El País, mayo 2012)
En su libro, Kaletsky combate radicalmente las teorías económicas que apuestan por los mercados libres, sin regulaciones ni intervención estatal, atacando con especial virulencia el principio de las “expectativas racionales” sustentado en la “hipótesis de los mercados eficientes”. Pero es en la esfera política en la que el autor británico vuelca de manera especial el caudal de sus convicciones. Aventura que el Capitalismo 4.0 será una etapa en la que prevalecerá como valor el pragmatismo, la experimentación y el método de ensayo y error. Entiende que las ideologías deben ceder el paso al sentido común, aunque ello implique incertidumbre, ambigüedad e inconsistencia. Tal y como lo describe, el nuevo capitalismo parece una síntesis hegeliana de sus predecesores 2.0 y 3.0, aderezado con un punto de darwinismo. Asegura que el mundo encara una transición que reconoce la propensión a errar tanto de los mercados como de los gobiernos y defiende que, como esos errores resultan fatales, ambos deben colaborar. Según él, corresponde a los últimos evaluar pragmáticamente, caso por caso, la acción de los mercados, asignando diversos pesos a la regulación según las circunstancias. Esa es la apuesta del autor, con la que estoy solo parcialmente de acuerdo. El tiempo dirá.

Lo cierto es que, a la vista de la realidad socioeconómica, las viejas teorías de los padres del capitalismo, insistiendo en poner la economía al servicio de las personas y no al revés, se revelan de una candidez extraordinaria. Por otro lado, sorprende igualmente la ingenuidad de dos de los principales espejismos del siglo XX: el llamado capitalismo con rostro humano y la idea de que Europa exportaría al resto del planeta su modelo de desarrollo y de progreso social equilibrado. Concuerdo con algunos economistas que argumentan que el modelo europeo de bienestar fue posible, entre otras razones, porque se basaba en satisfacer a una minoría de los habitantes del planeta, que vivía en la riqueza a costa de la pobreza de la inmensa mayoría. Evidentemente, eso ni es viable ni es justo. Sin embargo, considero que no deberían desdeñarse las enseñanzas que ofrece este modelo, especialmente las relativas a que los poderes económicos y financieros pueden y deben sujetarse a un estado de derecho que persiga la justicia y el bien común, propiciando la creación de riqueza y su redistribución.

Desgraciadamente se ha impuesto en el planeta una mezcla de capitalismo neocon anglosajón y de comunismo capitalista chino. De seguir por este camino, todo indica que en pocos años el resultado será un mundo donde el uno o el dos por ciento de la población viva en la abundancia (no sabemos si aquí o en Marte) y el resto entre la precariedad y el miedo a perder hasta la miseria. Entiendo que no cabe la resignación ante lo que sucede. Es inaplazable combatir este capitalismo financiero, especulativo y atroz, que ni crea riqueza ni tiene en cuenta el interés de la mayoría. Y creo que ello puede lograrse con la regeneración democrática. Sólo un sistema verdaderamente democrático puede anteponer a cualquier otro objetivo la dignidad de las personas; sólo una democracia profunda puede imponerse al resto de poderes fácticos.

La mayoría de los sabios económicos que escriben libros y colaboran con los periódicos piensan que hoy ya no es posible otro sistema económico-político que el capitalismo voraz y salvaje que vivimos y sufrimos. Yo discrepo y prefiero quedarme con las palabras del entrañable humanista José Luis Sampedro, que son al mismo tiempo una seria advertencia y un reto cargado de esperanza: “el sistema está roto y perdido, por eso tenéis (tenemos) futuro”. Espero y deseo que no se equivocase.

martes, 30 de septiembre de 2014

Flashback.

Leo en el diario Información una tribuna que firma Emilio Soler anunciando la presentación de un pequeño opúsculo, elaborado por Mario Martínez, que lo titula Donde da la vuelta el río. Dice Emilio, amigo del autor desde casi siempre, que es una edición no venal y que cuenta algunas de las historias que Mario y sus conciudadanos vivieron en su infancia y adolescencia, allá por los años cincuenta y primeros sesenta del pasado siglo.

No he tenido la oportunidad de ojear el libro, aunque espero hacerlo pronto. Por lo que dice su glosador, parece que en él se relata un viaje placentero por un tiempo desaparecido, al que se mira con la perspectiva que dan los años. Un periplo y una óptica que me resultan familiares y de los que me parece que soy cómplice a menudo. Y me agrada conocer que otras personas practican esa actividad recurrente. Tengo la impresión de que somos más de los que creía quienes tenemos inquietud o tendencia a dejar reflejadas en páginas de papel o digitales algunas de las cosas que nos sucedieron en la vida. Tal vez porque las consideramos interesantes (a veces, creo que hasta importantes), o simplemente porque sentimos la necesidad de evocarlas y compartirlas. Quizás por eso, a ratos, me sumerjo en esa especie de viajes de regreso al pasado, matizados y tergiversados involuntariamente, en los que redescubro y reflexiono sobre los acontecimientos y las vicisitudes de mi infancia y adolescencia. Y confieso que me magnetiza volver a recorrer el territorio que ambas delinean, una especie de patria auténtica,  en la que me reconozco plenamente, como escribió Juan Marsé.

La crónica-reclamo de Emilio, anunciando la presentación del libro en Sax la tarde del pasado sábado, está salpicada de las pullas cariñosamente hirientes con que se obsequian ambos amigos cuando comparecen públicamente, a la vez que hace un recorrido expedito, y sin embargo exhaustivo, por los hitos del panorama de aquellos años juveniles en la década de los 50 y los primeros 60, que todavía compartimos tantos, en todo o en parte. Las lecturas de las novelas de la editorial Bruguera que escribían Marcial Lafuente Estefanía o Silver Kane. El tiempo de los tebeos, con las historietas americanas del Hombre Enmascarado, Flash Gordon, Tarzán o El Príncipe Valiente, y sus réplicas carpetovetónicas de El Coyote, Diego Valor, Pantera Negra o El Capitán Trueno. No faltan las alusiones a las radionovelas lacrimógenas de Doroteo Martí y Guillermo Sautier Casaseca; ni tampoco a Alberto Oliveras, la estrella indiscutible de las noches  radiofónicas con Ustedes son formidables. Tampoco se olvidan Carrusel deportivo y el circo de los Hermanos Tonetti, ni el Teatro Chino de Manolita Chen y los cines de verano, que tanto idolatra el glosador, ni las alusiones a la épica torera de El Tino y Pacorro, para concluir con las referencias musicales de Cliff Richard, Sylvie Vartan y Rita Pavone, tres de los fetiches del exégeta.

Me imagino que Mario hablará de todo ello, seguramente desde una perspectiva más elaborada, ácida y socarrona, como suele ser su prosa. Así que tengo curiosidad por ojear su libro para disfrutar lo que haya dado de sí su ágil y afilada pluma, generalmente más caracterizada por su brillantez que por su tesón. Me gustará conocer cómo enfoca el reencuentro con las vivencias pretéritas; las propias y las de los sesentones que forman la Cuadrilla de la Boina, que antaño fueron sus compañeros de viaje en Sax.

Desconozco si coincidiremos en algunos enfoques o serán parecidas las temáticas que nos inquietan. En todo caso, sé que me enfrentaré a una propuesta ingeniosa y brillante, de la que estoy seguro que aprenderé. Ya contaré mis impresiones tras la lectura, aunque diré que, antes de empezarla, ya me produce agrado imaginar la concomitancia de intereses y la compartida necesidad de dejar constancia de la pequeña historia, la que prefiguran las historias personales con nombre propio. Todas ellas, juntas e imbricadas, conforman la Historia con mayúsculas, que recogen los libros serios. No obstante, para algunos, escribir las pequeñas historias y sus intrahistorias resulta una tarea necesaria, que nos satisface. Por eso, saludo con optimismo la contribución de Mario y agradezco a Emilio su difusión. Estoy seguro que la merece.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Chilín.

El habitante de mi casa que mejor vive se llama Chilín. Lo recogió de la intemperie una mujer conocida. Su madre lo debió dejar allí porque no tendría nada mejor que ofrecerle o, simplemente, porque no tuvo otra opción. Así es la vida. Afortunadamente para él, aquella mañana se cruzó en su camino esa mujer de mediana edad y corazón blando a la que conmovió con sus lastimosos gemidos. Lo cierto es que ella ya tenía predisposición para la acogida, pero los lamentos de un ser con apenas unos días de vida, pidiendo auxilio, comida o Dios sabe qué, la determinaron a rescatarlo de la implacable vida callejera. Se agachó junto al vehículo bajo el que se encontraba, cogió aquella pequeña bolita de peluche, sucia, pelirroja e inválida, y se la llevó a casa.

A los pocos días, mi hijo, que es amigo de uno de los suyos, estuvo de visita en su casa que entonces era un espacio donde abundaban los animales, particularmente los gatos. De eso debe hacer aproximadamente quince años. No es que él fuera muy amigo de tales criaturas, pero era sabedor del aprecio que les tenía su madre desde la infancia. Aquellos días, ella convalecía de una intervención delicada y pensó en sorprenderla con un detalle que le levantase el ánimo. Lo compartió con su anfitriona y en pocos minutos tenía a Eric en una caja de zapatos, dispuesto para trasladarse de domicilio. Y así apareció en casa aquel mediodía, para dicha de mi mujer.

Si existe una persona idolatrada por mi hijo, sin duda es Eric Clapton (Clapton is God, suele decir, replicando la famosa frase rotulada a mediados de los sesenta en la estación de metro de Islinton). De modo que se puede imaginar la razón subyacente al primer nombre que tuvo nuestro protagonista. Un homenaje en toda regla que tal vez, subrepticiamente, escondía unas altas expectativas para su vida en nuestro hogar. Tras someterse a un chequeo básico en el veterinario, la adaptación de la criatura al nuevo domicilio fue brevísima. En pocos días se familiarizó con un desconocido espacio vital y se lo apropió. Ya saben que los felinos no son animales gregarios sino profundamente independientes porque, a estas alturas del relato, ya habrán deducido que Eric es nuestro gato. Aquel pequeño animal alegró entonces la vida a mi mujer con sus alocadas carreras persiguiendo a cuanto se movía, saltando e intentando capturar al vuelo las moscas y las pequeñas mariposas que revoloteaban por la terraza, enredando los ovillos de lana o las bobinas de hilo a poco que nos distrajésemos, etc. Ciertamente, se afilaba las uñas en algunos lugares donde no debía y también trepó circunstancialmente por los tejidos de alguna cortina o del sofá, pero afortunadamente abandonó pronto esas “asalvajadas” costumbres y, lo cierto, es que apenas ha causado destrozos en nuestros enseres.

Eric creció rápidamente y en pocos meses se transformó en un mozalbete rubio y lustroso, que disfrutaba jugando con pequeñas bolas de papel o pelotitas de goma que le proporcionábamos. A menudo parecía que nos ponía delante esos juguetes para que nos dirigiésemos al pasillo y se los lanzásemos por los aires, como si estuviésemos entrenando a un portero de fútbol. No lo creerán, pero hacía unas paradas portentosas. Le lanzabas la pelota a más de un metro de altura y saltaba, como impulsado por un resorte, para atraparla con sus patas delanteras y caer al suelo con ella, sujetándola inicialmente y abandonándola a continuación, como provocándonos para que repitiésemos la jugada desde el otro extremo del pasillo.

Como casi todos los miembros de la familia felina, en aquel tiempo de su juventud, en el que yo empecé a llamarle Chilín (el nombre por el que finalmente lo conocemos) tenía un cuerpo musculoso y muy flexible, pese a llevar una vida absolutamente sedentaria; eso sí, bien alimentado (el pobre no conoce otro manjar que no sea el pienso seco bajo en calorías) y tratado a cuerpo de rey. Pese a los cuidados con la dieta (que sólo quiebra su dueña obsequiándole con una pequeña lata de atún al natural un par de veces por semana o en ocasiones especiales), el paso de los años ha hecho de él un venerable y lustroso anciano, con carnes menos enjutas y más de ocho quilos de peso, que mueven sus patas con dificultad creciente.

En su juventud y madurez, Chilin viajaba con nosotros cuando íbamos al pueblo o nos mudábamos circunstancialmente de domicilio durante las vacaciones o con motivo de las reformas que hacíamos en casa. Lo instalábamos en su transporting y, aunque nunca le gustaron esos trasiegos, acababa aceptándolos tras refunfuñar un poquito, acomodándose en pocas horas a los nuevos espacios. Conforme se ha ido haciendo mayor se ha rebelado más, hasta el punto de que hace cuatro o cinco años que ya no sale de casa porque los viajes le producen un gran estrés, angustiándole y haciéndole descontrolar sus esfínteres, algo inaudito en los gatos, que suelen observar una higiene exquisita. Desde entonces evitamos que se desplace. De modo que los amigos y la familia atienden sus necesidades cuando estamos fuera. Por cierto, bien que nos riñe con sus maullidos a la vuelta, como reprobando nuestro abandono y aireando su enfado porque no puede dejarnos y largarse con quienes le procuran los cuidados en nuestra ausencia. Ya saben que un gato jamás se considera un invitado en la casa donde vive; al contrario, los dueños son sus invitados, eso sí mientras le provean de comida, cuidados y mimos.

Vemos a Chilín caminar cada vez con mayor dificultad, de la misma manera que observamos que va abandonando progresivamente las alturas que frecuentaba (camas, sillones de la terraza, estantes de las librerías, etc.) porque ya no tiene fuerza para impulsarse y subirse a ellas. Y, aunque sigue lustroso y tiene buena salud, su edad nos alerta de que tal vez su vida no dé para mucho más. No sé si el intenso contacto que tuve con los animales en la infancia me proporcionó mecanismos para restringir los vínculos emocionales con ellos. Lo que sí sé es que el día que concluya su vida será aciago para mi mujer y tampoco será grato para mí porque, más allá de lo dicho y escrito sobre la independencia y la escasa fidelidad de los gatos, el nuestro es indudablemente una de las excepciones de la regla. Hemos mantenido con él una relación intensa, gregaria y fiel, de la que todos hemos sacado provecho. Ya nos hubiese gustado que todas nuestras interacciones con las personas se hubiesen caracterizado por la misma reciprocidad.

Por ello, esta es una mención de reconocimiento a la diminuta bolita de peluche, transformada hoy en orondo, previsible y dócil acompañante, que nos regala sus ronroneos y su compañía. Ni todo el tiempo hará que se esfume su memoria.

viernes, 19 de septiembre de 2014

Septiembre.

Hemos llegado al ecuador de septiembre y la verdad es que estamos viviendo un mes raro, que tiene mayor parecido con la canícula agosteña que con la templada y plácida antesala del otoño al que lo tenemos asociado. Aunque a poco que hurguemos en la hemeroteca, comprobaremos que ya hace algunos años que los veranos, y sus finales, nos traen importantes accidentes climatológicos. No solo en nuestro país, sino también en Europa. El año 2002, le tocó a la República Checa que, en pleno mes de agosto, vivió unas inundaciones que son su mayor desastre natural en 500 años. En junio del año pasado, unas copiosas y persistentes lluvias paralizaron varios países de Europa central, provocando graves inundaciones en la República Checa, Polonia, Alemania, Suiza y Austria. Este año los aguaceros se han cebado con Croacia y el sur de Francia, acarreándoles graves daños personales y económicos. Recordaremos, en fin, que en la mañana del 30 de septiembre de 1997 cayó sobre Alicante una tromba que alcanzó los 156 litros por metro cuadrado, desbordando todas las infraestructuras y cobrándose la vida de cinco personas. Tal vez empiezan a resultarnos familiares algunas de las manifestaciones del denostado cambio climático, que parece tan imparable como devastador resultará para la humanidad. Al ritmo que avanza la agresión ambiental y con la perspectiva anunciada por la ONU de que la población mundial alcanzará los 11.000 millones de personas a finales de siglo, no parece muy aventurado prever gravísimas consecuencias en el impacto ambiental y también en el agotamiento de los recursos naturales, en el desempleo y en la inestabilidad social.

Panteón de la Real Basílica de San Isidoro (León)
No obstante, pese a la involución atmosférica, niños y jóvenes se han incorporado a las escuelas y a los institutos apenas comenzado el mes. Algo que no sucedía en estas tierras desde hace al menos cinco décadas. Y no parece que haya sido una decisión acertada. Desconocemos por qué se ha empezado tan temprano y con tanto estrépito. Tal vez se ha pretendido, demagógicamente, contentar a las familias, hartas de aguantar niños durante el largo verano, sin recursos personales ni institucionales con los que entretenerlos (educándolos), y deseosas de que se abriesen las escuelas. O quizá, abundando en la demagogia, se han aumentado unos días de clase (no importa para qué, ni en qué condiciones) solo como justificación de que se hacen esfuerzos para remediar las insoportables tasas de fracaso escolar del sistema educativo valenciano. Realmente, lo que han hecho estas semanas los niños y jóvenes en las escuelas e institutos ha sido poco más que pasar mucho calor, protestar, enfadar a maestros, profesores y padres y, lo que es peor, perder el tiempo desde el punto de vista educativo.

Políticamente hablando, también septiembre está siendo un mes raro en Europa. El envite de los escoceses reclamando la independencia del Reino Unido ha puesto en vilo a la clase política europea. Al final, no se ha producido la secesión escocesa. Todo queda más o menos como estaba. Y todos parecen satisfechos, como suele suceder al día siguiente de celebrarse cualquier sufragio. Los unionistas consideran que ha primado la cordura y la lógica. Los mercados han refrendado esa convicción, recibiendo con alzas el rechazo a la secesión. Por otro lado, los europeístas del continente están contentos porque consideran que el no escocés es un freno importante a otros posibles contagios que, según ellos, obstaculizarían sacar adelante un proyecto europeo que tiene ante sí retos importantísimos, como la recuperación económica y la mejora de las condiciones sociales y de la competitividad en la sociedad global. Los independentistas escoceses afirman que han arrancado a Londres mayores cotas de autonomía y han incrementado el crédito de Escocia como país. Como se ve, todos ganan, aunque ello sea matemáticamente imposible. En España, septiembre también se presenta políticamente alterado por la presión continuada del plan soberanista de los nacionalistas catalanes, que están llevando la situación a un vericueto complejo, en el que se debate entre la oportunidad de la consulta y la oposición a llevarla a cabo, y sus consecuencias. Veremos finalmente en qué queda todo este batiburrillo, que tal vez pudo evitarse a su tiempo, y sus circunstanciales aderezos (corrupciones, delitos fiscales, frentismos…)

Solo la vida política alicantina sigue ajena a estas turbulencias y a las rarezas que asedian la actualidad nacional e internacional, y hasta las condiciones climáticas. Aquí no pasa nada. Se imputa a la alcaldesa de Alicante por un nuevo delito (¿cuántos son ya?) y ella, por toda respuesta, calla y se atrinchera en su despacho del ayuntamiento. Sus congéneres ideológicos presionan en torno suyo para que se vaya (y ponerse otro en su lugar), pero ella guarda silencio sepulcral. La oposición mayoritaria, ¿existe? La oposición testimonial, pues eso, dando testimonio. Aquí todo sigue igual. Ya lo decía Julio Iglesias en Benidorm, el año 68; por cierto, también un año rarillo… en Europa. En fin, será el “menfotisme dels alacantins”.