jueves, 30 de octubre de 2014

Correspondencia.

La palabra correspondencia tiene siete acepciones en el diccionario de la Real Academia.  La disposición taxonómica del diccionario, que me parece caprichosa (aunque seguro que no lo es y que habrá un cúmulo de sesudos estudios y rebuscados argumentos lingüísticos para demostrarlo), hace que la primera de ellas la defina, en su sentido más amplio, como “la acción y el efecto de corresponder o corresponderse”. Sin embargo, desde hace casi cincuenta años, yo la tengo indisolublemente asociada con la cuarta, que la define como la “relación que realmente existe o convencionalmente se establece entre los elementos de distintos conjuntos o colecciones”. Ello lo debo a un profesor de matemáticas, D. Luis Marín, que me dio clase cuando estudiaba Magisterio. Aquel buen hombre intentaba que aprendiésemos los rudimentos de lo que entonces se denominaba “matemática moderna”, que no sé si era tal, pero aseguro que era un embolado que por arte de birlibirloque se nos vino encima a alumnos y profesores. Es probable que el capricho interesado de algún excelso profesor universitario, con influencia en el Ministerio, lograra colar de rondón en los currículos escolares una moda efímera, que apenas sobrevivió una década, desapareciendo por el mismo arte de ensalmo que la alumbró. ¡Cuánto debió sufrir el pobre D. Luis esforzándose en explicarnos algo que ni entendía! ¡Y cuánto sufrimos los demás para lograr aprenderlo, siquiera de memoria, y contárselo en los exámenes! Porque para otra cosa no servía.

Correspondencia entre conjuntos
Cuando, profundizando en la teoría de conjuntos, D. Luis llegaba a las correspondencias, recuerdo que las definía como las relaciones que existen o se establecen entre los elementos de los conjuntos, siempre que además de ser unívocas sean recíprocas; es decir, cuando a cada elemento del segundo conjunto corresponde sin ambigüedad uno del primero. Esta claro, ¿no? Por si acaso, de una manera más sintética, aseguraba que una correspondencia es una relación binaria entre dos conjuntos. Incluso llegaba a decir que es un subconjunto del producto cartesiano de dichos conjuntos. Ésa era realmente la síntesis final de su explicación, que debíamos reproducir en los exámenes con su correspondiente ejemplo gráfico. Inefable.

Sin embargo, hoy no me referiré a este recurrente significado sino a otro que, como tantas personas de mi generación y anteriores, tengo grabado a fuego desde niño, mucho antes de recibir las clases del Sr. Marín. Los niños que vivimos en la España de los años cincuenta y sesenta teníamos cincelada indeleblemente en nuestra mente la palabra correspondencia, con un significado tan simple como inequívoco, vinculado a la primera acepción del verbo de referencia: si te hacían un favor o te obsequiaban con algo, debías corresponder. Y si no tenías capacidad de hacerlo porque carecías de recursos, o porque no querías, agradecías el ofrecimiento pero no lo aceptabas. Por otro lado, debía evitarse ofrecer regalos a las personas que no podían corresponderlos, para no ofenderlas o crearles un cargo de conciencia. Recuerdo docenas de anécdotas referidas a las embarazosas situaciones que vivían las gentes cuando, al ser obsequiadas con algún presente por familiares o conocidos que volvían de un viaje o giraban una visita, se veían imposibilitadas de corresponderles por carecer de recursos. Cuántos apuros pasaban en aquellas situaciones en las que, involuntariamente y hasta con la mejor intención, se les ponía en el brete de quebrar esa relación unívoca y recíproca a que alude el lenguaje matemático. También es verdad que, en otros muchos casos, esas correspondencias propiciaban intercambios de dádivas nimias, que sin embargo eran valiosísimas y espléndidas, porque subsumían todo el potencial que poseía la persona que las proporcionaba.

Hoy, treinta o cuarenta años después, se ha perdido prácticamente el significado de esta acepción. Diría que casi no existen razones para mantenerla en el diccionario. Se ha esfumado el sentido moral subyacente a la ética pública y social que sostenía en buena medida las relaciones interpersonales. El desarrollismo y la globalización lo han invadido todo y han desvertebrado las viejas estructuras sociales, llevándose por delante grandes principios de la ética social, como la autoexigencia, que hacían innecesario extremar los controles sociales para acomodar las conductas de las personas a las pautas cívicas fundamentales.

Hace años que sintonizar los informativos y sentir náuseas es lo mismo, que se han generalizado unos comportamientos públicos y privados inadmisibles, que no solo practican las nuevas generaciones sino otras muchas personas que crecieron y se educaron en unas familias que respetaban los principios aludidos. Personas cuya edad, experiencia y formación sólo les han servido para renegar u olvidar las premisas que seguramente alguien intentó inculcarles cuanto eran niños o jóvenes. Gentes que hacen avergonzarse a sus organizaciones y a la ciudadanía general, y que están haciendo un daño irreparable. Por desgracia, no hemos perseverado en los buenos principios, como los que incluye la última acepción comentada de la palabra correspondencia, que ejemplifica magníficamente Luis Landero en su última novela, El balcón en invierno. Casi llegando a su final, relata cómo una sencilla mujer de pueblo recibe la visita de sus familiares que viven en la capital. Le traen un pequeño obsequio, que no tiene con qué corresponder y, por toda respuesta, se dirige a la alcoba, toma de un recipiente un par de naranjas y se las ofrece a los niños visitantes, que las cogen con tanta sorpresa como perplejidad. Tras la visita, su padre les explica que probablemente sea el regalo más generoso y espléndido que recibirán en su vida.

Antes de que mueran definitivamente a manos del olvido, los ciudadanos deberíamos hacer un penúltimo esfuerzo para asegurarnos de que todos o casi todos –también los mangantes que nos rodean- reaprenderemos y practicaremos estas y otras olvidadas enseñanzas, en lugar de la egolatría, la vanidad y el narcisismo. Si así fuera, probablemente lograríamos ser menos pobres y bastante más felices. 

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