Cada
vez hay más evidencias del cambio climático, pese a que determinadas secuencias
astronómicas y atmosféricas siguen invariables. Hay señales inequívocas de que algunas
cosas son como siempre. Estos últimos días, por ejemplo, he percibido nuevamente
los albores de la primavera. Todos los años, cuando llegan estas fechas, afloran
indicios de que la nueva estación se acerca. Los apreciamos en variopintas
circunstancias: en los matices de la luz solar, en el aspecto de las plantas,
en los comportamientos de los animales, en nosotros mismos... Tenemos un reloj
biológico que nos avisa puntualmente de que se acerca la nueva estación,
independientemente de que lo anuncien los calendarios y la televisión, o lo
diga El Corte Inglés.
Desde
que recuerdo, tengo asociada la primavera a los pájaros. Sus cantos son la señal que me alerta de que está cerca.
Estos días, cuando salgo de casa, oigo más nítidamente que en las últimas semanas
el trino estridente, chirriante y repetitivo, de los verdecillos o gafarrones (serinus serinus), pequeños pájaros de
color amarillento, listados de gris, que aprendí a distinguir en la huerta de
mi pueblo. En estos tiempos de pueblos desiertos y huertos yermos, se han
adaptado a vivir en los jardines de las ciudades, inundándolos con los mismos cantos
con los que acostumbraban a acotar su pequeño territorio, recorrido una y mil
veces con leves vuelos entrecortados. Pese a la monotonía de su cantinela, cuando
éramos niños los capturábamos como aves de jaula, empeñados en una singular aventura
que denominábamos ‘enjaular’ nidos. Consistía en trepar a los árboles e
introducir nido y pajarillos recién nacidos (‘pelachonas’, los llamábamos) en
un remedo de jaula minúscula, que fabricábamos con una base de madera y tela
metálica de deshecho, cuyos agujeros permitían a los padres alimentar a los polluelos,
a la vez que impedía que se esfumasen de un día para otro. Mimetizábamos el pequeño
ingenio cuanto podíamos para evitar que otros lo descubrieran y nos lo
arrebataran. Cuando las crías estaban crecidas, y podían comer autónomamente,
las llevábamos a casa y las instalábamos en una jaula normal. Naturalmente, la
mayoría practicábamos tan inveterada costumbre. Puede imaginarse el trasiego
que había en los alrededores del pueblo cuando llegaba la primavera. Unos
enjaulando nidos mientras les espiaban otros y, los terceros, aprovechando la
coyuntura, se apropiaban del desvelo ajeno. En definitiva, un enorme guirigay
de idas y venidas, de enfados y
satisfacciones, de concordias y discordias, de vida a raudales.
No
solo los verdecillos pueblan los jardines. En los últimos años, una especie
invasora nos machaca con sus arrullos en todas las estaciones del año: la
tórtola turca (Streptopelia decaocto).
Ave grisácea, sedentaria, urbana y muy confiada. Según he leído, procede de lo
que antes conocíamos como Asia Menor. Por causas desconocidas, a mediados del
siglo XX, inició una expansión fulgurante por todo el mundo, igual que los
delincuentes financieros. Una diáspora que la hace presente en el Círculo Polar
Ártico y en la India, como lo está en Japón o en el Caribe. Algo que parece
increíble tratándose de una especie que no es migratoria. A nosotros nos
colonizó en los años 80, casi simultáneamente a que lo hicieran los pragmáticos
de la política y los cantautores ‘mindunguis’. Entretanto, la tórtola genuina (Streptopelia turtur) emprendió vergonzosa
retirada frente a su malévola parienta, cuyo nombre científico alude al número dieciocho,
que es lo que machaconamente parece repetir con su canto, en griego impecable.
Y es que cuentan en Grecia que, cuando Cristo agonizaba en la cruz, un soldado
romano se apiadó de él y quiso comprarle un cuenco de leche para aplacarle la sed.
Una vieja vendedora le pidió dieciocho monedas, pero el centurión tan sólo
tenía diecisiete. No hubo manera de que llegaran a un acuerdo porque ella
repetía machaconamente: dieciocho, dieciocho... Jesús la maldijo por ello,
convirtiéndola en esa tórtola que sólo sabe decir en griego: dieciocho,
dieciocho, dieciocho... Dice la tradición que cuando se avenga a razones, y
diga diecisiete, se convertirá de nuevo en un ser humano. Pero si se le ocurre
subir el precio a diecinueve, significará que el fin del mundo está cerca.
¡Qué
diferentes esas prolíficas parejas de otras, como las que componen los mirlos,
tradicionalmente tan comedidas! Esas duplas de exquisitos zorzales, que pasan
el invierno correteando entre la hojarasca de los jardines, alimentándose de insectos,
semillas y caracoles, que capturan con movimientos nerviosos, dando saltos y
carreras por los suelos o entre las ramas de los árboles. Esas parejas pizpiretas, compuestas por distinguidos
señores con frac y pico de color naranja, y discretas señoras vestidas de gris.
Ahora que llega la primavera, explotan su canto intenso y puro, de infinitos
registros para según qué circunstancia. Sonidos aflautados para saludar los
amaneceres y despedir los días, proclamando la tenencia del territorio desde
atalayas vegetales o minerales. Inquietos sonidos metálicos para anunciar el
peligro o la zozobra de otras alarmas.
Pardillos,
verderones, camachuelos, petirrojos, luganos, pinzones, herrerillos…, ninguno
como el jilguero, colorín o cagarnera (carduelis
carduelis), con su vestimenta inconfundible. Cara pintada de rojo,
blanco y negro. Pico y patas sonrosadas, alas negras con banda transversal
amarilla, pecho y flancos pardos y abdomen blanco. Un prodigio de atuendo que no desmerece de su espléndido canto de estrofas agudas y precipitadas, compuestas por reclamos interminables. Acróbata de los cardos, sobre cuyas inflorescencias se posa con maestría para alimentarse
de semillas que extrae y descascarilla con una habilidad prodigiosa. Nada
comparable a su canto líquido y fluido, que remeda el discurrir del
agua por arroyos y regatos, y que anuncia la primavera como ninguna otra cosa.