lunes, 24 de marzo de 2014

Primavera.

Cada vez hay más evidencias del cambio climático, pese a que determinadas secuencias astronómicas y atmosféricas siguen invariables. Hay señales inequívocas de que algunas cosas son como siempre. Estos últimos días, por ejemplo, he percibido nuevamente los albores de la primavera. Todos los años, cuando llegan estas fechas, afloran indicios de que la nueva estación se acerca. Los apreciamos en variopintas circunstancias: en los matices de la luz solar, en el aspecto de las plantas, en los comportamientos de los animales, en nosotros mismos... Tenemos un reloj biológico que nos avisa puntualmente de que se acerca la nueva estación, independientemente de que lo anuncien los calendarios y la televisión, o lo diga El Corte Inglés. 

Desde que recuerdo, tengo asociada la primavera a los pájaros. Sus cantos  son la señal que me alerta de que está cerca. Estos días, cuando salgo de casa, oigo más nítidamente que en las últimas semanas el trino estridente, chirriante y repetitivo, de los verdecillos o gafarrones (serinus serinus), pequeños pájaros de color amarillento, listados de gris, que aprendí a distinguir en la huerta de mi pueblo. En estos tiempos de pueblos desiertos y huertos yermos, se han adaptado a vivir en los jardines de las ciudades, inundándolos con los mismos cantos con los que acostumbraban a acotar su pequeño territorio, recorrido una y mil veces con leves vuelos entrecortados. Pese a la monotonía de su cantinela, cuando éramos niños los capturábamos como aves de jaula, empeñados en una singular aventura que denominábamos ‘enjaular’ nidos. Consistía en trepar a los árboles e introducir nido y pajarillos recién nacidos (‘pelachonas’, los llamábamos) en un remedo de jaula minúscula, que fabricábamos con una base de madera y tela metálica de deshecho, cuyos agujeros permitían a los padres alimentar a los polluelos, a la vez que impedía que se esfumasen de un día para otro. Mimetizábamos el pequeño ingenio cuanto podíamos para evitar que otros lo descubrieran y nos lo arrebataran. Cuando las crías estaban crecidas, y podían comer autónomamente, las llevábamos a casa y las instalábamos en una jaula normal. Naturalmente, la mayoría practicábamos tan inveterada costumbre. Puede imaginarse el trasiego que había en los alrededores del pueblo cuando llegaba la primavera. Unos enjaulando nidos mientras les espiaban otros y, los terceros, aprovechando la coyuntura, se apropiaban del desvelo ajeno. En definitiva, un enorme guirigay de idas y venidas, de enfados y  satisfacciones, de concordias y discordias, de vida a raudales.

No solo los verdecillos pueblan los jardines. En los últimos años, una especie invasora nos machaca con sus arrullos en todas las estaciones del año: la tórtola turca (Streptopelia decaocto). Ave grisácea, sedentaria, urbana y muy confiada. Según he leído, procede de lo que antes conocíamos como Asia Menor. Por causas desconocidas, a mediados del siglo XX, inició una expansión fulgurante por todo el mundo, igual que los delincuentes financieros. Una diáspora que la hace presente en el Círculo Polar Ártico y en la India, como lo está en Japón o en el Caribe. Algo que parece increíble tratándose de una especie que no es migratoria. A nosotros nos colonizó en los años 80, casi simultáneamente a que lo hicieran los pragmáticos de la política y los cantautores ‘mindunguis’. Entretanto, la tórtola genuina (Streptopelia turtur) emprendió vergonzosa retirada frente a su malévola parienta, cuyo nombre científico alude al número dieciocho, que es lo que machaconamente parece repetir con su canto, en griego impecable. Y es que cuentan en Grecia que, cuando Cristo agonizaba en la cruz, un soldado romano se apiadó de él y quiso comprarle un cuenco de leche para aplacarle la sed. Una vieja vendedora le pidió dieciocho monedas, pero el centurión tan sólo tenía diecisiete. No hubo manera de que llegaran a un acuerdo porque ella repetía machaconamente: dieciocho, dieciocho... Jesús la maldijo por ello, convirtiéndola en esa tórtola que sólo sabe decir en griego: dieciocho, dieciocho, dieciocho... Dice la tradición que cuando se avenga a razones, y diga diecisiete, se convertirá de nuevo en un ser humano. Pero si se le ocurre subir el precio a diecinueve, significará que el fin del mundo está cerca.

¡Qué diferentes esas prolíficas parejas de otras, como las que componen los mirlos, tradicionalmente tan comedidas! Esas duplas de exquisitos zorzales, que pasan el invierno correteando entre la hojarasca de los jardines, alimentándose de insectos, semillas y caracoles, que capturan con movimientos nerviosos, dando saltos y carreras por los suelos o entre las ramas de los árboles. Esas parejas pizpiretas, compuestas por distinguidos señores con frac y pico de color naranja, y discretas señoras vestidas de gris. Ahora que llega la primavera, explotan su canto intenso y puro, de infinitos registros para según qué circunstancia. Sonidos aflautados para saludar los amaneceres y despedir los días, proclamando la tenencia del territorio desde atalayas vegetales o minerales. Inquietos sonidos metálicos para anunciar el peligro o la zozobra de otras alarmas.

Pardillos, verderones, camachuelos, petirrojos, luganos, pinzones, herrerillos…, ninguno como el jilguero, colorín o cagarnera (carduelis carduelis), con su vestimenta inconfundible. Cara pintada de rojo, blanco y negro. Pico y patas sonrosadas, alas negras con banda transversal amarilla, pecho y flancos pardos y abdomen blanco. Un prodigio de atuendo que no desmerece de su espléndido canto de estrofas agudas y precipitadas, compuestas por reclamos interminables. Acróbata de los cardos, sobre cuyas inflorescencias se posa con maestría para alimentarse de semillas que extrae y descascarilla con una habilidad prodigiosa. Nada comparable a su canto líquido y fluido, que remeda el discurrir del agua por arroyos y regatos, y que anuncia la primavera como ninguna otra cosa.


domingo, 16 de marzo de 2014

La piedra filosofal.

Ya he referido que pasé un quinquenio de mi vida académica en un pueblo colindante con el mío: Chiva. Allí estudié el bachiller elemental y un año del superior. Lo hice en un centro de titularidad municipal recién estrenado, el Colegio Libre Adoptado Luis Vives, autorizado por el Ministerio de Educación Nacional en abril de 1961, haciéndolo depender por cercanía geográfica del Instituto Nacional de Enseñanza Media de Requena (lamento las redundancias, pero así era la nomenclatura: “nacional”, como el Movimiento) y, pocos meses después, del Instituto de Enseñanza Media Luis Vives de Valencia, a petición del consistorio. Supongo que era la fórmula administrativa que se utilizaba entonces para dotar de servicios públicos a poblaciones con demanda sostenida, pero insuficiente para justificar mayores inversiones estatales.

Los profesores eran jóvenes licenciados y profesionales colaboradores. Al menos esos son los perfiles que recuerdo, algunos con nombre, y otros también con apellido: doña Amparito, Fernando Galarza, doña Maruja, don José Morera, Manolo Mora, Edelmira, don Juan… Ellos, y bastantes más, nos ayudaron a aprender lo que entonces se enseñaba y a defendernos de los tribunales inquisitoriales que venían desde Valencia a final de cada curso para comprobar nuestros progresos, sometiéndonos a un tercer grado, que ahora se denomina evaluación externa, para validar lo obvio: los resultados de los exámenes previamente realizados con nuestros mentores naturales. ¡Qué poco hemos cambiado, aunque parezca lo contrario!
Barranco de Chiva

En ese pequeño colegio (así me gusta evocarlo) viví la pubertad y eclosionó mi adolescencia. Allí me enamoré de casi todas mis compañeras, a las que conocí ya adolescentes. Debo decir que la enseñanza no era segregada por sexos, como en casi todos los demás centros, sino que chicos y chicas compartíamos las mismas aulas, seguramente más por la escasez de la demanda que por razones pedagógicas o ideológicas. Sin duda, ello ayudó a que me cautivasen –platónicamente- muchas de  mis condiscípulas: Matilde, Silvia, Maricarmen, Mercedes, María Luisa…, todas mayores que yo, sempiterno benjamín, cautivo de amores imposibles y por quincenas, preso del arrebatado impulso adolescente varado en un escenario vital tan novedoso como seductor. Pero no sólo de pan vive el hombre. También hice amigos que me duraron muchos años. Algunos todavía perduran: Aniceto y Paco Herráez, Juan Vicente Muñoz, José Vicente García, José Morea, Armando Boullosa... Aunque hoy no toca hablar de ellos, sino de uno de nuestros profesores: don José Morera Forriol.

Don José, que llegó a ser director, era un químico que regentaba una industria a las afueras del pueblo en la que se fabricaban productos fitosanitarios. Supongo que le ofrecieron la oportunidad de dar clase y aceptó bien por presión ambiental, bien por convicción profesional, o bien por otras razones que desconozco. Mis recuerdos refrendan que tenía poca idea de enseñar, pero que le apasionaba su profesión. Sin saberlo, probablemente atesoraba dos de las cualidades que caracterizan a los buenos profesores: conocer profundamente su materia y ser capaz de trasmitir a los demás su entusiasmo por ella. Con escasos argumentos didácticos, y quizá no sabiendo muy bien lo que hacía, logró cautivarnos con sus explicaciones, imbuyéndonos su interés por los compuestos orgánicos e inorgánicos, por las leyes físicas y por el compendio de ciencia que envuelve nuestras vidas, bregando entre el negro de las pizarras de pared, la estulticia adolescente y las volutas del cigarrillo “jean” emboquillado que aspiraba ansiosamente, mientras consumía las barras de tiza delatado por un incontinente torrente de guiños nerviosos.

Experiencias como elaborar pólvora con clorato potásico, azufre y polvo de carbón, hacer disoluciones que ardían tan espectacularmente como milagrosamente se apagaban sin causar estragos, entre otros experimentos, fueron ejercicios inolvidables para unos iletrados muchachos ‘de pueblo’. Don José nos trasmitió a algunos el gusanillo por las ciencias experimentales y por las prácticas de laboratorio sin haber conocido semejante recurso, con apenas cuatro burdos remedos que preparó en el aula. Y tan así fue que, más allá de lo que sucedía en ella, experimentábamos autónomamente algunos de los ‘grandes inventos’ que nos mostraba. Fabricábamos la pólvora doméstica y, con ella, ‘carretillas’ artesanales, sputniks de mentira, bromas pesadas… Incluso llegamos a creer que habíamos descubierto la piedra filosofal.

En aquel fragor adolescente, falto de gimnasios, actividades extraescolares, iphones, wiis, juegos de rol, etc., acostumbrábamos a hacer cabañas en los recovecos del cauce del barranco que atraviesa el pueblo, donde guardábamos los artilugios que hacíamos y escondíamos nuestros más preciados secretos y fantasmagorías. Allí hacíamos fuego en las tardes-noches, emulando viajes imaginarios a las chozas de la humanidad primitiva. Para nuestra sorpresa, uno de esos días las piedras que contorneaban la fogata comenzaron a arder espectacularmente. Por momentos, creímos que estábamos en otro mundo, que habíamos descubierto algo excepcional. Y nos acojonamos. Pero éramos curiosos y seguimos los consejos científicos de don José: replicamos el fenómeno una y otra vez, ensayando con varias piedras, hasta convencernos de que, efectivamente, todas ardían. ¡Habíamos descubierto la piedra filosofal!

Puede imaginarse la noche que pasamos, atribulados y nerviosos por comunicar el descubrimiento a nuestro mentor. Así lo hicimos al día siguiente. El acogió con cautela nuestro entusiasmo y, sin pronunciarse,  nos pidió un trozo de piedra para analizarlo. No me explayaré en las explicaciones que nos dio días después, tras sus averiguaciones. En síntesis, nos vino a decir que las piedras no ardieron por arte de ensalmo, que no era una cuestión mágica o sobrenatural. Todo lo contrario, fue perfectamente normal y lógico que ardiesen porque eran residuos petrificados de aceites y colas, procedentes de una vieja fábrica de barnices que había al lado del barranco, cerca del lugar donde hacíamos las cabañas. Inicialmente, aquello nos dejó absolutamente desencantados, pero con el tiempo valoramos que fue una experiencia maravillosa porque resumía la pasión por el conocimiento que un buen profesor puede incitar en sus estudiantes, aun sin disponer de los medios didácticos deseables.

Por ello, agradezco a don José sus enseñanzas y su pasión por la química, aunque no fueran por tales derroteros mis posteriores inquietudes intelectuales. Otro profesor del colegio (un mal profesor, cuyo nombré olvidé) y un error imperdonable de aquellos veedores que venían de Valencia a supervisarnos me disuadieron de la vocación científica y me decantaron hacia las vertientes literarias. Pese a todo, y aun habiendo pasado la vida entre las letras, me sigue gustando la química.

miércoles, 12 de marzo de 2014

Algunos ingredientes de la buena educación.

Lo ideal sería tener el corazón en la cabeza y el cerebro en el pecho.
Así pensaríamos con amor y amaríamos con sabiduría.
(Anónimo)

Inmemorialmente, la educación ha sido un tema que ha preocupado a las familias con recurrencia e intensidad. Sin embargo, parece como si ahora, más que nunca, la educación de los niños alarmase especialmente a la sociedad. Tal vez la razón estribe en que los hemos convertido en el nudo gordiano del universo vital. Quizá por ello, son habituales las ‘conversaciones educativas’ de los jóvenes conciudadanos en las puertas de los colegios, en las paradas del autobús escolar, en los centros comerciales y, en general, en cualquier lugar. Mamás y papás se inquietan y se agitan desasosegados. Dialogan, discuten y muestran su zozobra frente a las dificultades que encierra la educación de sus hijos, tratando de evitarles a toda costa daños físicos y morales, y conflictos emocionales. En las reuniones familiares y amistosas también son comunes las diatribas acerca de lo que es aconsejable o no para educar a los niños, para abordar con ellos determinados temas, para reprenderlos u orientarlos, etc. Un mundo de especulaciones, comentarios, opiniones e incluso desatinos, que muchas veces se sustentan únicamente en cotilleos, consejas de las revistas del corazón, comentarios oídos en la peluquería, etc.

Hace años que al abrigo de esas inquietudes emergieron iniciativas como las escuelas de padres, los gabinetes de orientación, los servicios psicopedagógicos, las webs, los grupos de trabajo y apoyo, etc. Un montón de iniciativas dirigidas a enseñar a los padres y a las madres a serlo con propiedad. Nada que objetar a tales actividades que, en sí mismas, no tienen reparo. Lo que sí es cuestionable es que se fie exclusivamente a esos recursos la provisión del recetario de la buena educación. Dicho de otro modo: es más que discutible que cuando aparece un problema con un hijo (o nos lo parece) su solución pase por ir al gabinete, a la escuela de padres o a cualquier otro recurso para obtener la receta con que resolverlo. Educar a los hijos es algo más complejo que ir de compras al Corte Inglés. 

La petulancia no es uno de mis atributos, aunque en este caso creo que merece la pena arriesgarme a que se me califique de presuntuoso. Considero que mi larga experiencia como educador me ha proporcionado una buena perspectiva para sugerir algunos principios básicos para enfocar la educación de los niños y de los jóvenes. Insisto en que ni me mueve la vanidad ni la pedantería. Solo aspiro a contribuir a mitigar el estrés que percibo en los jóvenes progenitores y a tranquilizarlos, para que encaren con el necesario sosiego una responsabilidad que les atañe ineludiblemente.

Los tres principios que propongo no son nada novedosos (¿existe algo que realmente lo sea?) Nuestros abuelos y padres, y aún antes los suyos, los pusieron en práctica, aunque desconociesen su dimensión epistemológica. Diré, pues, que tengo la plena convicción de que la principal base de la buena educación es el afecto. Nadie puede educarse armoniosamente en o desde el desapego y la desafección. Todo ser humano (me atrevería a decir que todo ser vivo) necesita el cariño de quienes le rodean para desarrollarse en sus dimensiones individual y social. Por tanto, la primera garantía que debe ofrecer toda familia a sus hijos es el afecto, su disposición permanente a quererlos y a demostrárselo diariamente con sus conductas.

El segundo principio es la seguridad. Los seres inmaduros y/o desvalidos, carentes de los recursos que proporcionan la autonomía vital, son incapaces de desarrollarse convenientemente sin la protección que les suministran las referencias y la ayuda de sus congéneres adultos. Con el término seguridad aludo a la existencia de indicios concretos e inequívocos, a las normas y pautas de conducta que permiten saber lo que es previsible que suceda o lo que va a seguir a un determinado comportamiento. Tales recursos deben orientarse a garantizar la satisfacción sistemática de sus necesidades básicas (alimento, descanso, juego…), emocionales (sistema de estímulos y disuasiones, de gozos y congojas…) y sociales (normas de convivencia). Todo ello les permite saber dónde están en cada momento, qué se espera de ellos y qué pueden recibir de los demás en cada situación. Esta provisión de seguridad exige establecer límites, pactar y acordar normas, sostener su vigencia en el tiempo, etc. Y, sobre todo, reclama constancia, paciencia, dedicación, esfuerzo y continuidad. Obviamente, ello es incompatible con algunos comportamientos familiares. Este complejo normativo, silencioso y a la vez firme, exigente pero amoroso, referente y sugerente, exige sacrificio, voluntad y persistencia. Y es incompatible con un statu quo que posibilita que un día las cosas sean de un modo y al siguiente del contrario.

El tercer principio a que me refería es el sentido común. Es innecesaria la formación universitaria para discernir las cosas que tienen o responden al sentido común. Nuestros padres y nuestros abuelos lo sabían, pese a su condición mayoritaria de analfabetos. Nosotros, que no lo somos, tenemos mayor obligación de saberlo. Ciertamente, parece irrisorio mencionar este extremo refiriéndonos a la educación de los hijos, pero aseguro que no lo es. Algo tan evidente como que un bebé no puede estar en un bar de copas o en pub a medianoche, o que su alimentación o descanso no puede supeditase al disfrute que obtienen sus progenitores participando en un evento social, son algunos ejemplos de sinsentidos que observamos asiduamente.

Activando sistemáticamente los tres principios enumerados tendremos una tasa muy alta de probabilidades de éxito en la educación de nuestros hijos. Por tanto, la empresa no parece especialmente difícil. Lo que me parece bastante más complicado es convencer a muchas familias para que dediquen su tiempo y su esfuerzo a practicarlos. Es evidente que no se puede ser padres a ratitos. Tampoco se pueden situar las necesidades de los padres a la altura de las de los niños, porque son asuntos diferentes y asimétricos, aunque sea conveniente compatibilizarlos, que no es lo mismo que ponerlos al mismo nivel. Las exigencias y las necesidades de la educación de los niños están por encima de las apetencias de los adultos. O estamos dispuestos a supeditar unas a las otras o, seguramente, estaremos equivocando el camino. Porque, como es obvio, adultos y niños no somos iguales. Por ello, de la misma manera que en la escuela las necesidades y demandas de los niños se anteponen a las necesidades y deseos de los profesores, así debe suceder en la familia. Atender la educación de los niños tiene prioridad sobre la satisfacción de las apetencias y los gustos de los adultos. Puede argüirse que ser maestro es una profesión y que ser padres no lo es, pero lo que no puede sostenerse es que los primeros tengan mayor responsabilidad sobre la educación de los niños que sus progenitores. Y si el antecedente es irrefutable, el consecuente se deduce solo.

En fin, así es como lo veo, pero… doctores tiene la iglesia.

lunes, 10 de marzo de 2014

Motivación y aprendizaje.

La semana pasada hubo jornada futbolística internacional. Numerosas selecciones disputaron partidos amistosos, aparentemente destinados a preparar el inmediato campeonato mundial, pero fundamentalmente orientados a lograr un objetivo más prosaico y magro: “hacer caja”. Debe de ser que jugadores, directivos y federaciones ganan poco con las ligas regulares, traspasos, primas, venta de camisetas, derechos televisivos… y están necesitados. España disputó y ganó su encuentro con Italia. Se aprovechó la circunstancia de que se jugaba en el Calderón para homenajear a Luis Aragonés, recientemente fallecido, considerado por muchos jugadores el míster que mejor ha sabido motivarlos. En muchas ocasiones, este tema de la motivación me ha hecho recordar a mi padre.

Psicólogos y filósofos nos han enseñado que la motivación es una noción asociada al carácter y al interés, que puede definirse como la voluntad que estimula a esforzarse para alcanzar determinadas metas. Las disciplinas académicas han acotado el amplio elenco de las motivaciones, estableciendo que las hay directas e indirectas, innatas y adquiridas, intrínsecas y extrínsecas, conscientes e inconscientes, positivas y negativas,  primarias y secundarias,  etc., etc.

Todas las personas, y especialmente las que somos profesionales de la educación, sabemos que la motivación es un elemento esencial del aprendizaje. La incitación a aprender que sentimos los humanos está condicionada por factores personales y contextuales. Entre los primeros destacan la tipología de metas que se buscan, la adecuación de las estrategias utilizadas para aprender, la capacidad para autorregular ese proceso, etc. Entre los elementos contextuales sobresalen la relevancia de los contenidos, de las actividades y de los objetivos que se aprenden, las metodologías que utilizan los profesores, las relaciones que les vinculan con los aprendices, etc. Por otro lado, hay mucha literatura alusiva a los principios que ayudan a organizar el aprendizaje de una manera motivada. Sabemos que ello se consigue asegurando que quienes estudian perciben bien la relevancia de lo que aprenden, centrando la enseñanza no solo en explicaciones sino también en desarrollar la capacidad de analizar y resolver problemas, diseñando planes de trabajo que permitan a los estudiantes regular bien su esfuerzo, autoevaluarse y ser conscientes de su progreso, etc.

Mi padre era un pequeño agricultor, nacido y criado en un pueblo de apenas mil habitantes. Era una persona sin ninguna cultura formal porque empezó a trabajar siendo un niño de diez años. No tuvo oportunidad alguna para estudiar. Jamás leyó estudios psicológicos o filosóficos, desconociendo por tanto cualquier elaboración académica sobre las facetas de la motivación. Digo esto porque, cuando yo era niño, como entonces le sucedía a la mayoría, no me gustaba nada estudiar. Creo que había dos razones para explicar esa desgana. La primera era una cuestión ambiental. Vivíamos en una población agraria, carente de estímulos culturales y/o educativos. Nada ayudaba a que nos interesásemos por el estudio y la cultura, excepto la machaconería de nuestras familias insistiéndonos en que debíamos esforzarnos en aprender lo que los maestros nos enseñaban en las escuelas, que eran el único foco ilustrado en un pueblo sin biblioteca, centro cultural, o algo parecido o equiparable. Nuestros padres insistían en que lo que aprendiésemos en aquella escuela del nacional-catolicismo nos haría mañana hombres y mujeres “de provecho”, aunque nosotros no entendiésemos ni lo que ello significaba ni qué tenia que ver una cosa con la otra.

La segunda razón la deduje bastantes años después. Era lo que los maestros, profesores y adultos en general pretendían que aprendiésemos y, especialmente, cómo debíamos asimilarlo. Realmente, aprender y reproducir de carrerilla los partidos judiciales o las comarcas de cada una de las provincias españolas, la lista de los reyes godos o las reglas del silogismo aristotélico no parece la mejor manera de motivar a estudiantes desincentivados. Por otro lado, niños, jóvenes y adultos sabemos por experiencia que estudiar no es un divertimento, que cuesta trabajo, y a algunos más que a otros. De modo que mantener el interés de un estudiante con escaso apego a lo que debe aprender y falto de estímulos para hacerlo no era sencillo. Por eso tiene mucho más mérito haberlo conseguido sin tener formación específica, ni conocer los  resortes idóneos para activar el aprendizaje. Aunque ello no es exactamente así, porque sí sabían, al menos por intuición, que determinadas prácticas favorecen el aprendizaje o desincentivan determinadas conductas. Lo que no alcanzaban era a argumentar formalmente por qué.  

Yo era estudiante de bachillerato en un pueblo cercano al mío, desde el que volvía a casa algunos fines de semana. Cada cierto tiempo le decía a mi padre que no quería seguir estudiando porque prefería ser agricultor, como él. Ya he referido que el hombre no era persona letrada, pero sí tenía buen juicio y, por ello, utilizó conmigo elementos de motivación o de disuasión, como se prefiera, muy eficientes.

Seguro de que cada cierto tiempo volvería a escuchar la mencionada cantinela, tenía permanentemente dispuesta una parcela rebosante de maleza, que no había regado durante meses para que la tierra estuviese tan dura como una calle adoquinada. De modo que, cuando se la planteaba, me decía: “De acuerdo. Quieres ser agricultor, pues adelante. Esto ya sabes cómo es”. E inmediatamente su primer encargo era pertrecharme de azada y enviarme a desbrozar la parcela de turno, utilizando como argumento que había que prepararla para una inminente plantación. Tras varios días sudando y sufriendo, callada y esforzadamente (al fin y al cabo era mi elección y debía hacer bien mi trabajo), me destrozaba y llagaba las manos y conseguía que no hubiese músculo en mi cuerpo que hubiese logrado evitar las agujetas.

Otra de las ocupaciones que me reservaba era acompañarle a realizar una tarea que denominábamos 'hacer cama'. Se trataba de segar maleza que, una vez seca, se depositaba en el suelo de los corrales donde se encerraba el ganado trashumante por las noches. Servía para absorber sus excrementos y mantener "secos" a los animales. Ese conglomerado de excrementos y maleza se trocaba en estiércol, que los pastores nos cedían a cambio de permitirles encerrar los animales en nuestros corrales, y que aprovechábamos para abonar las labores. Ello exigía ir a los montes, a los aledaños de  fuentes y manantiales, y segar juncos, zarzamoras y demás matorrales. Puede imaginarse el efecto de pinchos, hojas laceradas, etc. en las lechosas manos de un estudiante de bachiller que, antes que después, se llenaban de heridas, pinchazos, restos sanguinolientos y mugre, que casi las inutilizan para cualquier tarea. Recuerdo que volvía a casa destrozado, mucho más que mi padre que entonces ya era cincuentón. Y también las reprimendas que le daba mi madre, que no servían para nada porque siempre le respondía: “¿No quiere ser agricultor?, pues que aprenda lo que significa”. Y al día siguiente… más de lo mismo.

Como puede intuirse, eran experiencias auténticas, en el puesto de trabajo, sin réplicas ni simulacros. Eran comprobaciones in situ del significado que tenía la profesión, que producían un efecto disuasorio inmediato. A los pocas días, me dirigía a mi progenitor y le decía mohíno: “Padre, creo que me voy a ir de nuevo a estudiar”. Él siempre me respondía del mismo modo: “Como tú prefieras. Haz lo que te parezca mejor. La tierra no se va a mover de donde está, aquí te esperará. Si decides volver, ya sabes lo que hay”. Y así logró motivarme por el estudio, incluso por aprender aquellas cosas que no me interesaban casi nada. Y vaya suerte la mía y, desgraciadamente, qué mala suerte tienen hoy muchos niños y jóvenes que, a pesar de vivir en contextos en los que si algo sobra es la abundancia y los recursos, apenas encuentran algo auténtico que los motive o disuada y, lo que es peor, casi nadie se esfuerza para que así sea.

miércoles, 5 de marzo de 2014

La buena muerte.

¿Puede haber en la vida algo más tremendo que enfrentarse a la muerte? Sólo el miedo y la amenaza del dolor, provengan de donde sea, me parecen coacciones comparables. Sufrir el dolor físico insoportable, experimentar el estremecimiento que produce el miedo auténtico, sentir el daño moral que infringe la percepción de la propia degradación son realidades que probablemente superen los retos que plantea el desafío de enfrentarse a la muerte.

Por suerte, tenemos una nutrida nómina de conciudadanos valientes, generosos y excepcionales que no solamente han adoptado una actitud dignísima frente a la muerte y sus circunstancias, sino que nos han legado sus experiencias, contadas en primera persona, sin otro interés que reivindicar sus convicciones y exonerar de responsabilidad a las personas y organizaciones que les han querido y/o ayudado a morir con la misma dignidad que seguramente vivieron.

Hace unas semanas nos dejó José Luis Sagüés, un navarro, madrileño de adopción, autocalificado ateo, republicano y comunista, que es el penúltimo integrante de la saga de seres valerosos que incluye personas como Ramón Sampedro, cuya vida y muerte remedó tan acertadamente Javier Bardem en la película Mar adentro, poniendo en el candelero una realidad tan común como desconocida. Una larga lista de personas como Madeleine Z, que sufría una enfermedad paralizante, y que se suicidó en 2007 ingiriendo voluntariamente una combinación de fármacos recomendada por los médicos (El suicidio médicamente asistido solo está permitido en Suiza). O como Pedro Martínez, que sufría esclerosis lateral amiotrófica y murió en 2011, tras recibir una sedación terminal (que es legal) como José Luis. O como Inmaculada Echevarría, que, en 2007, logró que le retiraran la respiración asistida que la mantenía con vida (la cesación del esfuerzo terapéutico a voluntad del paciente también es legal y se considera una buena práctica médica).

Pocos días antes de morir, en unas declaraciones al diario El País, José Luis decía: “Quiero morir porque amo la vida”. Y apostillaba: “Quiero decidir cuándo me muero, porque me consumo, pero no les parece suficiente”. ¡Qué paradoja y qué verdades tan escalofriantes! ¡Cómo me alegra que al final consiguiese lo que ansiaba! Y todavía me complace más que lo hiciese con los suyos, “después de tomar un vino”. Qué razón la suya cuando dijo “¿por qué hay quien se cree con el derecho a salvarte si tú no quieres que te salven?”

Inmenso su mensaje final: “Que haya discursos los justos. Yo ya me habré despedido. Ya les he dicho lo que quiero cuando me vaya. Primero habrá que dejar pasar un tiempo, hasta que se supere el duelo. Y luego, el 14 de abril, me gustaría que vayamos al mismo bar donde celebramos la boda y hagamos una fiesta. Yo les pediría que canten la Internacional, por lo menos la primera estrofa, que es la única que se saben todos". E inefable su despedida: “Hasta siempre, y no os olvidéis de sonreír. Gracias y un abrazo. Estas cosas, mejor hacerlas cortas, ¿no?”

Uno de los médicos que le atendieron asegura que lo consiguió. “Fue como en la película Las invasiones bárbaras, con toda la familia alrededor. Nos hicimos fotos y brindamos. Se despidió y luego le sedamos”.

¡Felicidades por tu buena muerte, José Luis!

¡Larga vida a los valientes!

lunes, 3 de marzo de 2014

Sociedad de Montes de Gestalgar (2)

En un post anterior me comprometí a abordar el comentario de las Bases y el Reglamento de la Sociedad de Montes de Gestalgar. De modo que relataré algunos de los principales aspectos del inicio de la trayectoria de una institución secular, que pervive actualmente, y cuya historia está jalonada de actuaciones orientadas al bienestar económico, cultural y social del municipio. Sus innumerables actuaciones, más allá de acreditar la adecuada administración del patrimonio de los vecinos, testimonian la vocación de servicio público que ha tenido siempre la Sociedad de Montes, haciéndose cargo y supliendo con eficiencia las carencias de servicios y atenciones cuya provisión compete a las administraciones públicas. Intervenciones para la construcción y mejora de caminos vecinales, carreteras locales y puentes, trazado y reparación de infraestructuras diversas (acequias, eras...), pago de salarios a los maestros, reparaciones de las escuelas o intervenciones para la adaptación y el embellecimiento del casco urbano son ejemplos que acreditan lo dicho.

La Sociedad de Montes de Gestalgar se dotó de unas Bases y un Reglamento para su funcionamiento, que fueron aprobados el treinta y uno de enero de mil ochocientos ochenta. Por sorprendente que pueda parecer, en este pueblo recóndito de la geografía valenciana, en plena época de la Restauración, del peculiar régimen monárquico basado en el sufragio censitario y en la alternancia de los partidos conservador y liberal, disponíamos de una sociedad con una organización plenamente moderna y un funcionamiento ejemplarmente democrático.

Cuatro eran las bases reguladoras de la Sociedad, en virtud de las cuales todos sus miembros se comprometían a ceder los pastos (yerbas) de sus respectivas propiedades para que se arrendasen mancomunadamente con los de los montes, hasta pagar lo que se debía por su adquisición. Los productos de esos arrendamientos integraban un único fondo, que debía destinarse a satisfacer los plazos adeudados, los gastos generados por la extracción de los productos y los ocasionados por la administración corporativa. Una Junta Directiva (integrada por un Presidente, dos Vicepresidentes, un Depositario, dos Vocales y un Secretario) administraría los montes, disponiendo de amplias facultades para representar los derechos de la Sociedad ante los tribunales de justicia, las autoridades administrativas y los particulares. La Junta se renovaría el ocho de diciembre de cada año, tras rendir las cuentas justificativas a la Junta General, que podía aprobarlas o no, exigiendo las correspondientes responsabilidades.

El Reglamento constaba de cuatro secciones: arriendo de los pastos, daños producidos por el ganado, regulación del aprovechamiento de los montes y régimen de funcionamiento de la Junta Directiva. Se estructuraba en dieciséis artículos y una disposición transitoria, que determinaba que ni las Bases ni el Reglamento podrían alterarse mientras se adeudase un solo plazo del precio de los montes. Establecía, asimismo, que cuando la deuda se hubiese satisfecho por completo la Junta General acordaría la forma y manera en que debía gobernarse en lo sucesivo, destinando las utilidades que produjesen los montes al objeto que creyese más conveniente, adoptando para ello las disposiciones oportunas.

En el Reglamento se contienen disposiciones curiosas. El artículo uno alude a la protección de las viñas jóvenes (majuelos) y las cosechas pendientes de recolección, permitiendo que los ganados puedan recorrer todos los campos, excepto los majuelos menores de tres años y las fincas en que existan cosechas pendientes de recolección. Se compatibiliza de este modo la explotación de las tierras comunales y los barbechos con la preservación de los intereses privativos sobre las labores. En el artículo seis, se dice que todo condueño de los montes podrá utilizar sus productos sin necesidad de licencia, siempre que no los extraiga del término municipal y los utilice en beneficio de cualquier vecino. Ese trato preferente a la vecindad se refuerza en el artículo diez, por el que se autoriza a los tejeros y horneros de la villa para que extraigan de los montes la leña que necesiten para sostener sus respectivas industrias, siempre que no suban el precio de sus productos. En ambos casos se aprecia que la intención societaria es orientar el aprovechamiento de los montes a la mejora de las economías domésticas y de las industrias de los artesanos locales.

Peña María, sobre el río Turia

También llaman la atención algunos preceptos relativos al funcionamiento de la Junta Directiva. En el artículo once, se prescribe al presidente la obligación de presidir todas las sesiones. Y en el trece, se establece que el depositario llevará un libro foliado donde debe consignar las entradas y salidas diariamente, expresando los conceptos a que pertenezcan. Se le prohíbe pagar cantidad alguna sin que el documento o recibo lleve el páguese del presidente y conste estar intervenido por el secretario. De todo ello se deduce una firme voluntad de asegurar la dedicación de los miembros de la Junta a sus obligaciones estatutarias, así como garantizar la corresponsabilización en el control del gasto societario.

El artículo catorce mandata al Secretario la obligación de redactar todas las actas en un libro que se abrirá cada año, y de anotar en el libro de intervención los fondos que ingresen en depositaría, así como las cantidades que haya de satisfacer por los diferentes conceptos que correspondan. Tendrá a su cargo el archivo, donde se conservarán con las debidas precauciones cuantos documentos interesen a la Sociedad, de los cuales formará un inventario por duplicado todos los años, visado por el Presidente. Preceptos todos ellos que tienen plena vigencia en el derecho administrativo actual.

En el artículo quince se  establece que para que los acuerdos de la Junta Directiva sean ejecutivos deben ser discutidos y votados por la mayoría simple de sus integrantes. Llama especialmente la atención el contenido del artículo dieciséis, en el que se lee: “la falta de asistencia injustificada a las sesiones, sin causa legítima que lo impida, se castigará por cada vez con una peseta de multa, que se entregará al depositario”. Muchas sociedades actuales deberían tomar buena nota del celo que aquí se aprecia.

Algunos años después, una vez satisfechas las deudas, se reunieron los propietarios, miembros de la Sociedad, los días seis al ocho de mayo de mil ochocientos ochenta y ocho tomando el acuerdo de aprobar las Variantes complementarias de las Bases y del Reglamento.

La primera de ellas establece que la Sociedad constituida tiene carácter civil y es particular, ya que tiene por objeto la explotación de los montes que quedan deslindados, que es lo que constituye su capital social. La Sociedad continuará a pesar de la muerte de los asociados, denominándose Sociedad de los Montes de Gestalgar y, como tal, se inscribirán sus bienes en el Registro de la Propiedad.

La segunda modificaba la homónima anterior, en el sentido de que los productos de los montes se destinarán a partir de ahora a la construcción de un puente de hierro sobre el río Turia y a mejoras de interés general para los asociados vecinos: embellecimiento de la población, caminos vecinales y otras de idéntica naturaleza.

Se modifica la composición de la Junta Directiva que debe administrar los montes. Desde ahora la integrarán: el Presidente, dos Vicepresidentes, un Depositario, un Secretario y siete Vocales, elegidos anualmente por mayoría de asistentes a la Junta y habrán de salir elegidos tres individuos de cada una de las cuatro clases que se formarán de todos los asociados vecinos. Los doce individuos elegidos elegirán por sufragio de entre los mismos a los que han de desempeñar los cargos de presidente, vicepresidentes, depositario y secretario-contador, siendo condición indispensable que los que hayan de desempeñar estos cinco cargos en la directiva sepan leer y escribir. Así pues, pocos reparos democráticos pueden hacerse al funcionamiento de la sociedad.

Se reglamenta que el depositario y el secretario percibirán una retribución del uno por ciento cada uno de ellos, de los ingresos que tenga la Sociedad durante el desempeño de sus cargos. Todos los demás cargos serán gratuitos y obligatorios.

Se cambia la fecha de renovación anual de la Junta, que pasa a ser el primer día festivo del mes de abril de cada año. La Junta saliente presentará cuentas justificativas de su administración, que no podrán demorarse bajo ningún pretexto por más de quince días y que debe aprobar la Junta General.


En mi opinión las características, la trayectoria y las vicisitudes de la Sociedad de Montes de Gestalgar merecen estudiarse con rigor, exhaustivamente y en profundidad. Es lo menos que los gestalguinos debemos a una institución centenaria, que nos pertenece. Y esta es una invitación que creo que concierne especialmente a las nuevas generaciones porque, como dijo Cicerón, Historia magistra vitae est.