El
humor siempre ha sido una forma original u ocurrente de decir algo que difícilmente
puede expresarse de otro modo. Recientemente se ha abierto paso una peculiar forma
de entenderlo, en este caso a través de las urnas, que se constata en variopintas
latitudes como Italia (Beppe Grillo) y
Ucrania (Volodímir Zelenski), pero también en Guatemala (Jimmy Morales) y en
los Estados Unidos de América (Arnold Schwarzenegger o Donald Trump) e incluso
en el Reino Unido (Boris Johnson).
Todo
el mundo sabe que los comediantes acostumbran a ser enemigos de la corrección
política y, en ocasiones, hasta fervientes opositores del poder. En esto,
curiosamente, coinciden con los populistas. De ahí que muchos conciudadanos piensen
que otorgar el voto a cómicos y/o a populistas equivale, en cierto modo, a compartir
y explicitar una actitud discrepante con la corrección y el poder establecidos.
Probablemente esta sea una de las razones que explican el auge de los políticos
cómicos en tantos lugares del mundo. Y es que no puede olvidarse que los
comediantes entienden intuitivamente el poder. Y como el humor es un dominio en
el que confiamos instintivamente, aunque se utilice cínicamente, somos
incapaces de resistirnos a su hechizo.
A poco que nos descuidemos, sucumbiremos a la tentación de asimilar estos curiosos
cómicos metidos a políticos con personajes de pacotilla, caracterizados por la
simpleza y la ineducación. Y en muchos casos no es así, ni mucho menos. Veamos,
si no, el último y notable ejemplo que personaliza el líder del partido
conservador británico y también primer ministro, Boris Johnson. Como se sabe, es
un individuo de buena familia, educado en Eton y Oxford, con un bagaje cultural
más que acreditado, que incluye desenvoltura en cinco idiomas (inglés, francés, italiano, español y latín)
y un reconocido background cultural y profesional. Sin embargo, cuando formula sus planteamientos políticos, orilla completamente la profundidad y los matices
que podría incorporar a su discurso y se limita a desgranar un mensaje simplista, en lenguaje sencillo, con el que traslada a la ciudadanía cuatro
ideas concretas, que repite cual mantras, relegando las complejidades a los márgenes de sus peroratas. Esta no es
una peculiaridad del singular político británico sino que se ha convertido en
una práctica política habitual en este tiempo de globalización.
De ahí
que algunos aseguren que estamos asistiendo a proliferación de la denominada “política
del espectáculo”. Se impone la figura del político clown, un personaje que se bambolea entre la pose del payaso (en su
versión más chabacana) y la del amenizador (en su formato más superficial), que
me recuerda a una vieja figura que estaba de moda en los años 60 denominada "mantenedor",
una especie de showman cutre,
responsable de conducir la puesta en escena de los casposos espectáculos
socioculturales del franquismo, fueran juegos florales, actos de proclamación
de las reinas de las fiestas o veladas en los paradores falleros.
En
España, me parece que el alumno más aventajado de esta saga es, sin duda,
Albert Rivera. Ofrece muestras de ello, especialmente en las últimas semanas, en las que, enfrascado en
su penúltima y fantasiosa carrera para intentar sorpassar al PP y de paso arruinar la investidura de Sánchez,
ensaya y repite hasta la extenuación ocurrencias que pretenden ser mantras, con
la idea de convertirlas en banderines de enganche de colectivos de ciudadanos ingenuos que atraviesan coyunturas que bien merecen alguna consideración.
En
las democracias occidentales es tan incuestionable que la política la gestionan
las élites como que estas no están dando respuesta a las aspiraciones de
ciertas capas sociales y colectivos excluidos, que han sido ninguneados y olvidados en esta
fase de capitalismo desbocado que concreta la globalización. Se trata de grupos
que habitan los pueblos “vaciados”, los municipios de mediano tamaño, las
pequeñas ciudades o las periferias de las grandes urbes. Un colectivo impreciso,
que hace un par de décadas se conocía como clase trabajadora, que ahora se autopercibe
desplazado de los espacios donde circula el dinero y las oportunidades, porque casi
todo se ha deslocalizado sin que hayan surgido alternativas viables que
sustenten su esperanza en materializar un proyecto de vida a medio plazo. Esa
es la gente que actualmente se rebela dando voz y apoyo a grupos como el 15M, los
chalecos amarillos franceses o los nuevos colectivos que están surgiendo en
Hispanoamérica bajo la tutela de las iglesias evangélicas, que han reforzado el peso de las opciones conservadoras en la zona, con la
elección en Brasil de Bolsonaro, o el papel jugado por el evangélico Partido Encuentro
Social, coaligado con López Obrador, en México.
La
globalización ha excluido a grandes masas de gente no solo del reparto
económico sino de las oportunidades y de la representación política. Se
han consolidado sistémicamente la desigualdad económica y el precariado
político. Millones de personas no pueden satisfacer sus necesidades básicas y ello
las aparta progresivamente de unas instituciones que perciben como ajenas, cuando no las visualizan como las
responsables de su exclusión. De ahí que aparezcan identidades emergentes, que
conforman, por ejemplo, colectivos de gentes sin vivienda ni domicilio, que no
pueden empadronarse y, en último término, tampoco votar. Naturalmente esta
gente reclama un espacio político propio que, obviamente, en ausencia de
respuesta institucional, alguien se ha propuesto ofrecerles.
Paradójicamente,
el “discurso oficial” insiste en que el mundo occidental está sembrado de
ciudades estupendas y maravillosas, donde los ciudadanos vivimos muy
sensibilizados y preocupados por problemas como la pobreza, la exclusión, el
cambio climático, etc. Triunfa una visión de la convivencia muy urbanocéntrica,
que encuentra una importante contestación a nivel planetario. No se trata de
una respuesta uniforme sino que, por el contrario, ofrece matices en los diferentes países, e incluso entre los territorios de un mismo estado.
Los chalecos amarillos franceses o los seguidores de Trump están radicados
fundamentalmente en las zonas rurales y más despobladas y, sin embargo, en
España, Ciudadanos, uno de los partidos que intenta capitalizar estos movimientos, tiene
su mayor implantación en las grandes ciudades.
Estas
nuevas realidades y las formas alternativas de hacer política que demandan no
pueden dejar indiferente a la clase política tradicional. Los ciudadanos
estamos preocupados por el impresionante avance tecnológico, por las nuevas realidades
y exclusiones que ha generado la globalización, por el imparable deterioro del
Planeta y por el incierto futuro de nuestros hijos y nietos. Todo ello genera un
clima amenazador, que para algunos colectivos ha trascendido ya la categoría de
amenaza para convertirse en realidad cotidiana. Quizá la clave está en
encontrar respuestas políticas a esas problemáticas antes de que calen en la
médula del español medio, que es un constructo difícil de caracterizar porque
lo integran una multiplicidad de perfiles, que van desde los repartidores de Deliveroo,
hasta los jubilados y prejubilados de la industria o los servicios, pasando por
los jóvenes sin oportunidades de la España despoblada, etc. El viejo mundo
obrero sobre el que siguen articulando sus deliberaciones las organizaciones
políticas se ha fragmentado en múltiples colectivos, es mucho más plural, y por
ello su cohesión es infinitamente menor.
De
modo que me parece que no se puede seguir concibiendo la sociedad como un
espacio uniforme. Ese viejo clisé no se corresponde con una realidad que ofrece
renovadas morfologías. Un ejemplo ilustrará lo que digo. Hasta hace pocos años,
Francia era un modelo paradigmático de las políticas de protección a la familia
o de apoyo a la vida rural a base de vehicular importantes ayudas de la PAC
(Política Agraria Común). Era un país con una estructura territorial sólida, pivotada
sobre poblaciones de tamaño medio, y con una importante provisión de recursos
para atender el gasto social. Paradójicamente, ese territorio es hoy el caldo
de cultivo que ha visto emerger y alimenta el movimiento de los chalecos
amarillos, que es lo mismo que decir la contestación al modelo del Estado que
han diseñado las élites parisinas. Estas son las cosas que nos deberían hacer
reflexionar a la hora de diseñar las políticas y analizar con mayor profundidad
las respuestas que exigen las nuevas necesidades. Y si no se hace desde el establishment, otros vendrán que lo
harán “a su manera” –ya lo están intentando– desde donde sea y con lo que sea: echando
mano de fake news, malabarismos y ocurrencias, o apelando a las más bajas pasiones de la condición humana para
articular sus programas políticos. Atención, pues, a lo que se nos puede venir
encima. Es tiempo de espabilar y ponerse a la tarea.