miércoles, 31 de julio de 2019

Política espectáculo, políticos clown

El humor siempre ha sido una forma original u ocurrente de decir algo que difícilmente puede expresarse de otro modo. Recientemente se ha abierto paso una peculiar forma de entenderlo, en este caso a través de las urnas, que se constata en variopintas latitudes como Italia (Beppe Grillo) y Ucrania (Volodímir Zelenski), pero también en Guatemala (Jimmy Morales) y en los Estados Unidos de América (Arnold Schwarzenegger o Donald Trump) e incluso en el Reino Unido (Boris Johnson).

Todo el mundo sabe que los comediantes acostumbran a ser enemigos de la corrección política y, en ocasiones, hasta fervientes opositores del poder. En esto, curiosamente, coinciden con los populistas. De ahí que muchos conciudadanos piensen que otorgar el voto a cómicos y/o a populistas equivale, en cierto modo, a compartir y explicitar una actitud discrepante con la corrección y el poder establecidos. Probablemente esta sea una de las razones que explican el auge de los políticos cómicos en tantos lugares del mundo. Y es que no puede olvidarse que los comediantes entienden intuitivamente el poder. Y como el humor es un dominio en el que confiamos instintivamente, aunque se utilice cínicamente, somos incapaces de resistirnos a su hechizo.

A poco que nos descuidemos, sucumbiremos a la tentación de asimilar estos curiosos cómicos metidos a políticos con personajes de pacotilla, caracterizados por la simpleza y la ineducación. Y en muchos casos no es así, ni mucho menos. Veamos, si no, el último y notable ejemplo que personaliza el líder del partido conservador británico y también primer ministro, Boris Johnson. Como se sabe, es un individuo de buena familia, educado en Eton y Oxford, con un bagaje cultural más que acreditado, que incluye desenvoltura en cinco idiomas (inglés, francés, italiano, español y latín) y un reconocido background cultural y profesional. Sin embargo, cuando formula sus planteamientos políticos, orilla completamente la profundidad y los matices que podría incorporar a su discurso y se limita a desgranar un mensaje simplista, en lenguaje sencillo, con el que traslada a la ciudadanía cuatro ideas concretas, que repite cual mantras, relegando las complejidades a los márgenes de sus peroratas. Esta no es una peculiaridad del singular político británico sino que se ha convertido en una práctica política habitual en este tiempo de globalización.

De ahí que algunos aseguren que estamos asistiendo a proliferación de la denominada “política del espectáculo”. Se impone la figura del político clown, un personaje que se bambolea entre la pose del payaso (en su versión más chabacana) y la del amenizador (en su formato más superficial), que me recuerda a una vieja figura que estaba de moda en los años 60 denominada "mantenedor", una especie de showman cutre, responsable de conducir la puesta en escena de los casposos espectáculos socioculturales del franquismo, fueran juegos florales, actos de proclamación de las reinas de las fiestas o veladas en los paradores falleros.

En España, me parece que el alumno más aventajado de esta saga es, sin duda, Albert Rivera. Ofrece muestras de ello, especialmente en las últimas semanas, en las que, enfrascado en su penúltima y fantasiosa carrera para intentar sorpassar al PP y de paso arruinar la investidura de Sánchez, ensaya y repite hasta la extenuación ocurrencias que pretenden ser mantras, con la idea de convertirlas en banderines de enganche de colectivos de ciudadanos ingenuos que atraviesan coyunturas que bien merecen alguna consideración.

En las democracias occidentales es tan incuestionable que la política la gestionan las élites como que estas no están dando respuesta a las aspiraciones de ciertas capas sociales y colectivos excluidos, que han sido ninguneados y olvidados en esta fase de capitalismo desbocado que concreta la globalización. Se trata de grupos que habitan los pueblos “vaciados”, los municipios de mediano tamaño, las pequeñas ciudades o las periferias de las grandes urbes. Un colectivo impreciso, que hace un par de décadas se conocía como clase trabajadora, que ahora se autopercibe desplazado de los espacios donde circula el dinero y las oportunidades, porque casi todo se ha deslocalizado sin que hayan surgido alternativas viables que sustenten su esperanza en materializar un proyecto de vida a medio plazo. Esa es la gente que actualmente se rebela dando voz y apoyo a grupos como el 15M, los chalecos amarillos franceses o los nuevos colectivos que están surgiendo en Hispanoamérica bajo la tutela de las iglesias evangélicas, que han reforzado el peso de las opciones conservadoras en la zona, con la elección en Brasil de Bolsonaro, o el papel jugado por el evangélico Partido Encuentro Social, coaligado con López Obrador, en México.

La globalización ha excluido a grandes masas de gente no solo del reparto económico sino de las oportunidades y de la representación política. Se han consolidado sistémicamente la desigualdad económica y el precariado político. Millones de personas no pueden satisfacer sus necesidades básicas y ello las aparta progresivamente de unas instituciones que perciben como ajenas, cuando no las visualizan como las responsables de su exclusión. De ahí que aparezcan identidades emergentes, que conforman, por ejemplo, colectivos de gentes sin vivienda ni domicilio, que no pueden empadronarse y, en último término, tampoco votar. Naturalmente esta gente reclama un espacio político propio que, obviamente, en ausencia de respuesta institucional, alguien se ha propuesto ofrecerles.

Paradójicamente, el “discurso oficial” insiste en que el mundo occidental está sembrado de ciudades estupendas y maravillosas, donde los ciudadanos vivimos muy sensibilizados y preocupados por problemas como la pobreza, la exclusión, el cambio climático, etc. Triunfa una visión de la convivencia muy urbanocéntrica, que encuentra una importante contestación a nivel planetario. No se trata de una respuesta uniforme sino que, por el contrario, ofrece matices en los diferentes países, e incluso entre los territorios de un mismo estado. Los chalecos amarillos franceses o los seguidores de Trump están radicados fundamentalmente en las zonas rurales y más despobladas y, sin embargo, en España, Ciudadanos, uno de los partidos que intenta capitalizar estos movimientos, tiene su mayor implantación en las grandes ciudades.

Estas nuevas realidades y las formas alternativas de hacer política que demandan no pueden dejar indiferente a la clase política tradicional. Los ciudadanos estamos preocupados por el impresionante avance tecnológico, por las nuevas realidades y exclusiones que ha generado la globalización, por el imparable deterioro del Planeta y por el incierto futuro de nuestros hijos y nietos. Todo ello genera un clima amenazador, que para algunos colectivos ha trascendido ya la categoría de amenaza para convertirse en realidad cotidiana. Quizá la clave está en encontrar respuestas políticas a esas problemáticas antes de que calen en la médula del español medio, que es un constructo difícil de caracterizar porque lo integran una multiplicidad de perfiles, que van desde los repartidores de Deliveroo, hasta los jubilados y prejubilados de la industria o los servicios, pasando por los jóvenes sin oportunidades de la España despoblada, etc. El viejo mundo obrero sobre el que siguen articulando sus deliberaciones las organizaciones políticas se ha fragmentado en múltiples colectivos, es mucho más plural, y por ello su cohesión es infinitamente menor.

De modo que me parece que no se puede seguir concibiendo la sociedad como un espacio uniforme. Ese viejo clisé no se corresponde con una realidad que ofrece renovadas morfologías. Un ejemplo ilustrará lo que digo. Hasta hace pocos años, Francia era un modelo paradigmático de las políticas de protección a la familia o de apoyo a la vida rural a base de vehicular importantes ayudas de la PAC (Política Agraria Común). Era un país con una estructura territorial sólida, pivotada sobre poblaciones de tamaño medio, y con una importante provisión de recursos para atender el gasto social. Paradójicamente, ese territorio es hoy el caldo de cultivo que ha visto emerger y alimenta el movimiento de los chalecos amarillos, que es lo mismo que decir la contestación al modelo del Estado que han diseñado las élites parisinas. Estas son las cosas que nos deberían hacer reflexionar a la hora de diseñar las políticas y analizar con mayor profundidad las respuestas que exigen las nuevas necesidades. Y si no se hace desde el establishment, otros vendrán que lo harán “a su manera” –ya lo están intentando– desde donde sea y con lo que sea: echando mano de fake news, malabarismos y ocurrencias, o apelando a las más bajas  pasiones de la condición humana para articular sus programas políticos. Atención, pues, a lo que se nos puede venir encima. Es tiempo de espabilar y ponerse a la tarea.

jueves, 25 de julio de 2019

Panorama de actualidad.

Tres meses después de las elecciones generales, en mi opinión, asistimos a una nueva y extemporánea disputa política motivada por la necesidad imperiosa de resolver la gobernabilidad del país. Unos y otros justifican con excusas variopintas la larga inactividad parlamentaria que la ha propiciado. Que si después de las elecciones generales se celebraron las locales, autonómicas y europeas, absorbiendo buena parte de las energías de la clase política; que si debían constituirse los gobiernos municipales y autonómicos; que si el Presidente del Gobierno tenía que atender dos importantes compromisos internacionales (Reunión del G20, en Osaka; y reparto del poder en las instituciones europeas, en Bruselas); que si se mira bien tampoco es que haya transcurrido tanto tiempo (¡tres meses, señores, tres meses!, cuando ahora se apremia a más no poder, asegurando que no se puede esperar a septiembre porque para entonces el país se habrá ido al garete o poco menos). Dicen y dicen, sin recato y con evidente descaro.

Por más que nos quieran convencer con tan peregrinos argumentos, la realidad es tozuda como ella sola y muestra a las claras que ha transcurrido en vano un trimestre desde que el país entero se pronunció respecto a la gobernabilidad que ansiaba. La misma noche electoral, una vez realizado el escrutinio y conocidos los resultados, los ciudadanos intuimos las gravosas consecuencias que tendría el multipartidismo resultante (por tercera vez consecutiva) a la hora de conformar las mayorías parlamentarias que asegurasen el soporte a un gobierno que estuviese en condiciones de dar respuesta al mandato ciudadano, normalizando la nueva realidad política del país. Lo supimos quienes ni nos ocupamos de tareas políticas ni sabemos de política. Mucho mejor debieron intuirlo quienes viven de ella. Y si no es así, mucho peor. Lo incuestionable es que se nos ha echado el tiempo encima y nos encontramos casi en el punto de partida. Con una importantísima salvedad, mañana se volverá a votar la candidatura de Pedro Sánchez a la Presidencia del Gobierno y solo pueden suceder dos cosas, que sea investido o que continúe la accidentalidad del Gobierno, a resultas de las diversas posibilidades que se abrirán en lo que resta de verano (nuevo pacto de investidura antes del 24 de septiembre, o nuevas elecciones el 10 de noviembre).

Inopinadamente, en apenas dos semanas se han precipitado los acontecimientos y nos ha caído encima una problemática que se intenta resolver inadecuadamente: con prisas, desde la improvisación y con injustificada precipitación. Tan es así que, a ratos, esta diatriba, o lo que de ella trasciende, se asemeja a las timbas que acogen los tugurios de medio pelo que se muestran en las películas, tanto en lo que hace a los roles de los protagonistas como en lo tocante a la supuesta escenografía. Lo que salga de aquí difícilmente será bueno o de calidad equiparable, salvo que medie intervención divina o una portentosa conjunción astral.

No parece que la inexorabilidad del tiempo, presionando implacablemente a quienes presuntamente negocian contra reloj sea la mejor compañera para encontrar las mejores soluciones. Prisas, pretextos, meteduras de pata y lamentaciones son compañeros frecuentes de las organizaciones ineficientes, huérfanas de planificación y previsión, y carentes de perspectiva. En mi opinión, la atención al repertorio de tareas que dicen los políticos que les han ocupado en las últimas semanas, que debían atenderse inexcusablemente, era perfectamente compatible con la activación de equipos negociadores, designados exprofeso que, conscientes de la perspectiva del tiempo y de que antes o después debería conformarse el Gobierno, podían haber avanzado muchísimo en la redacción, la discusión y hasta los preacuerdos en materia de programas, proyectos, equipos y recursos para echarlos adelante. En tal caso, estos últimos días se hubiesen reservado exclusivamente para cerrar flecos y dar los últimos retoques a unos compromisos largamente debatidos, argumentados y preacordados.

Cuanto digo se agrava si, como sucede, nos enfrentamos a una situación novedosa, difícil, y compleja, representada por los escenarios políticos que vienen conformando los resultados electorales desde 2015, cuando el pluripartidismo se instaló en el Parlamento. Cuatro años después a nadie nos cabe duda de que, de momento, se acabó el tiempo del bipartidismo porque las urnas lo han determinado reiteradamente. Y siendo así, no se entiende que nuestros políticos no se hayan cambiado de anteojos. Tampoco parece que quieran enterarse de que los problemas de la gobernabilidad deben enfocarse con una nueva óptica. Más, si cabe, cuando en España no existen precedentes de gobiernos de coalición (salvo que nos retrotraigamos a los tiempos de la II República) y, de consolidarse el pretendido de PSOE/Unidas Podemos, se trataría del primer gobierno coaligado de centro izquierda en la Europa contemporánea.

La imagen que están trasladando a la ciudadanía PSOE y Unidas Podemos es cuanto menos lamentable. El tira y afloja que sostienen no me gusta ni un pelo. A ratos se asemeja a un patio de vecindad y otras veces parece una partida de naipes, aireándose las trapacerías y multiplicándose los aspavientos. Un pacto es por definición un compromiso entre las partes nacido del diálogo y la negociación con el que todos los intervinientes ganan algo. Un pacto para asegurar la gobernabilidad de una nación es por naturaleza una actividad que debe acometerse desde la privacidad, la cautela y la discreción. Eso lo sabe cualquiera porque, de otra manera, es prácticamente imposible que se acuerde nada relevante. Al contrario, en lugar de imponerse las deliberaciones atinadas, aunque sean a cara de perro, lo que se traslucirá a la opinión pública será el simple “postureo” de los protagonistas, la exteriorización de los anecdotarios, exabruptos y poses, que mostrarán en directo y debidamente sazonadas con los comentarios de una legión de comentaristas a sueldo de las grandes corporaciones de medios de comunicación que, para desgracia general, parecen autoerigidas en los únicos reputados testigos y justos fedatarios de cuanto sucede sobre la faz de la Tierra.

Poco puedo añadir sobre los convidados de piedra que asisten a este relevante y a la vez decepcionante evento. Realmente no hay por donde cogerlos. A las derechas se les llena la boca con el patriotismo y la descalificación. Esas son sus principales banderas, que izan sobre una genuina concepción de la política que se asienta en un postulado primordial: mentir más que hablar y patrimonializar el poder. Solo les interesa la gobernabilidad cuando son los concernidos para protagonizarla, en los demás casos jamás moverán un pelo para facilitarla. Casado ha aprendido la lección acerca del escaso rédito que produce la intemperancia y la locuacidad desbocada y atraviesa una fase de enfriamiento, controlado por el aparato de su partido, que está viéndolas venir y esperando una hipotética convocatoria electoral en el otoño, que seguramente les beneficiará más que a ninguna otra fuerza política.

Por otro lado, qué decir de Albert Rivera. Es inagotable la capacidad de este hombre para dar la matraca “con su particular banda de mariachis dando la nota desde la tribuna”, como le dijo el otro día Aitor Esteban (PNV). A los cinco minutos de haber iniciado su réplica a Pedro Sánchez ya había aludido 22 veces a lo que llama el “plan de Sánchez y su banda”. Es como un disco rayado que diaria o semanalmente repite un mantra, del que se hace eco toda su corte partidista, que adereza con un léxico complementario entre catastrofista y patético (separatismo, Torra, Sánchez, habitación del pánico…).  En suma, una argumentación impropia de una organización que aspira a erigirse como adalid de la derecha, que ha optado por un lenguaje barriobajero, caracterizado por el exabrupto y la descalificación, no sé si para enmascarar sus auténticas propuestas políticas, que a veces colindan con las de Vox. Y precisamente a estos, a Abascal y compañía considero que les doy más que cumplido reconocimiento con mentarlos. Sin más comentarios.

Termino de escribir estas líneas cuando los medios de comunicación aseguran que La Moncloa da por “rotas totalmente” las negociaciones con Unidas Podemos. Tiempo habrá para saber, ver y reflexionar, aunque se constata por enésima vez que en este país la derecha tiene un seguro de vida con la izquierda. Tan es así que ni necesita combatirla, ella sola se autoderrota. Estoy convencido de que este patético rifirrafe no le va a resultar gratis a ninguno de sus protagonistas. Se lo han ganado a pulso. El problema es que no solo ellos serán los paganos del desaguisado. Los auténticos paganos, y los muy cabreados, somos los más de once millones de ciudadanos y ciudadanas que pusimos nuestra confianza en quienes no la merecían.
 

viernes, 19 de julio de 2019

Arizona, primer aniversario

En pocos días Arizona, nuestra nieta, celebrará su primer aniversario. ¿Quién diría que hace casi un año de su llegada al mundo en la madrugada del 7 de agosto? Una fecha que unas veces percibo lejana y otras tengo la impresión de que se quedó atrás hace pocas semanas. ¡Qué cosas estas de la vejez y de la memoria! Menos mal que el whatsup me recuerda, implacable, que han transcurrido bastantes más de trescientos días desde que su bip-bip nos avisó de la buena nueva. Efectivamente, los registros de la aplicación acreditan que eran las 3:03 de la madrugada cuando su padre, discretamente, nos comunicaba que minutos antes su hija había nacido como deseábamos todos (padres, abuelos, familiares y amigos): rápida y satisfactoriamente, sin menoscabos relevantes de su madre, con la que permanecía en ese momento “piel con piel”, desuniéndose ambas perezosamente: una, abriendo sus ojos a la vida autónoma; la otra, empezando a recuperarse del parto.

Obviamente, terminamos de preparar un mínimo equipaje y emprendimos el viaje hacia la villa y corte en el primer tren disponible. Era poco más del mediodía cuando entrábamos en el Hospital Universitario de La Moraleja para conocer a la nieta. Allí nos encontramos un bebé rubicundo, que pesó tres quilos y medio y midió 51 centímetros, con unos enormes ojos negros y una cabellera espectacular, también de color negro, pelo lacio y “de punta”. Su hermano también nació con mucho pelo, pero lo de la niña fue verdaderamente sorprendente; teníamos una pequeña “punky” en la familia.

Más allá de este simpático detalle  –que entonces motivó ocurrentes comentarios–, lo cierto es que las primeras horas y días de la vida de Arizona respondieron a la normalidad más absoluta, que es lo mejor que se puede desear en estos casos. Desde la celeridad con que expulsó el meconio hasta la rapidez con que se “agarró” a los biberones, inaugurando su costumbre de zampárselos prácticamente de un trago. Como se suele decir, vino al mundo con los mejores augurios y entre signos evidentes que anunciaban un más que probable desarrollo saludable y feliz. Así lo comprobamos en las visitas que aquellos primeros dos o tres días hicimos al hospital y se ratificó cuando llegó a casa.

Inicialmente, sus padres la colocaron en la terraza, al alcance de su hermano, para que la viese bien y la acogiese a su manera. También esto sucedió con la mayor espontaneidad. Cuando llegó, Fernandito, que contaba entonces poco más de dos añitos, ya sabía que debía compartir su casa porque sospechaba, tan intuitiva como fundadamente, que le habían surgido compañía y competencia, no en vano lo fueron aleccionando sus progenitores y familiares durante el embarazo de su madre. Pese a todo, ellos tenían cierta prevención y permanecían muy atentos a la reacción del niño, no en el hospital, territorio neutral donde, para compensar preventivamente sus hipotéticos quebrantos, recibió –de acuerdo con la usanza que se ha instituido para edulcorar tales acontecimientos– tantos regalos como su hermana, sino allí, en su casa. Para sorpresa y satisfacción de todos, se acercó enseguida al capazo donde dormía, apoyó su manita izquierda en el reborde y puso cuidadosamente la derecha sobre su cuerpo mientras la miraba atentamente como diciéndole: “bienvenida a casa hermanita, no te preocupes que aquí estoy yo para facilitarte la vida”. Ese escueto ceremonial, tan natural y tan sencillo, disipó la preocupación de sus padres, una inquietud que nosotros ya habíamos descartado al contrastar durante los días precedentes, mientras lo cuidábamos, detalles en su comportamiento que ofrecían pistas inequívocas de que el niño tenía asumida la nueva realidad familiar.

Arizona pasó el final del verano tomando abundantes biberones, durmiendo como un lirón, creciendo según la secuencia evolutiva que correspondía a su edad y dejando que su hermano le diese algún que otro biberón y ayudase a sus padres a facilitar sus eructos, golpeándole suavemente la espalda con su manita, mientras porfiaba íntima y discretamente por resolver sus dilemas; debatiéndose entre lo que le apetecía y lo que debía hacer, es decir, entre sucumbir a la tentación de los celos o emprender el duro camino de los afectos positivos. En definitiva, sobrellevando el obligado y doloroso trance que hemos sufrido cuantos tenemos hermanos menores. Entre tanto, Arizona a lo suyo, creciendo y creciendo, ajena a tan melindrosas cuitas.

Tras el primer viaje, después de pasar unos días de vacaciones en las playas de Alicante, se imponía el regreso a la cotidianeidad del hogar madrileño. Pronto llegaron las primeras semanas del otoño y, cuando visitamos a la familia durante el puente de la Pilarica, Arizona ya esbozaba lo que parecían sus primeras sonrisas, de la misma manera que seguía con la mirada a sus padres y a los objetos que se movían. Empezaba a interesarse por los colores y los dibujos de las series de TV, mientras perfeccionaba sus gorjeos y demandaba cada vez más atención y movimiento. Cuando terminaba octubre ya reía las gracias de su padre casi a mandíbula batiente y se dejaba acunar circunstancialmente en los brazos de su hermano. Estaba muy graciosa con su corte de pelo casi a cepillo, que había cercenado provisionalmente el vigor de sus erizados cabellos, y pasaba largos ratos balanceándose en su heredada hamaquita.

A mediados de noviembre la familia volvió a Alicante para pasar el fin de semana. Arizona lucía entonces hermosísima. Sonreía espontáneamente a las personas, excepto a las desconocidas, como los repartidores de Mercadona y Amazon y su abuelo, a los que saludaba con algunos pucheritos o llorando a lágrima viva. Yo, particularmente, disimulaba y me hacía el desentendido sabiendo que al rato cesarían los llantos y permitiría que me acercase a ella, que la tomase en mis brazos y que le diese unos cuantos arrechuchos. En aquellos días ya mantenía erguida la cabeza, reproducía algunos movimientos y fruncía el ceño. Balbuceaba como una charlatana, como queriendo comunicarse, e intentaba imitar algunos sonidos que escuchaba. Por otro lado, miraba con atención y tanteaba para alcanzar los juguetes. De vez en cuando alzaba su puño izquierdo, blandiéndolo “amenazadoramente”.  Por su parte, Fernandito disfrutaba en la terraza de nuestra casa haciendo miles de pompas de jabón con una endiablada máquina que le compró su abuela en el verano. Así fueron transcurriendo las semanas hasta que, cuando empezaba a despedirse el año 2018, Arizona era una niña risueña, simpática y buena. Fernandito, por otro lado, abandonaba progresivamente la fase tecnológica de sus juegos y crecía su interés por los dinosaurios.

Estaba cercana la Navidad cuando los padres consideraron que había llegado el momento de que el niño durmiese en su cama y la niña en la cuna que dejaba el otro. Algo aparentemente tan sencillo desató una crisis de sueño que todavía persiste y que le aqueja especialmente a él, aunque también ella participa de algunos episodios con sus ruiditos guturales y sus llantos nocturnos. Desde entonces los despertares a horas intempestivas y el cansancio acumulado hacen mella en sus padres, como sucede a toda familia con niños de semejantes edades. El día de Navidad Arizona conoció a sus parientes alicantinos y murcianos. Celebramos una comida familiar que merece recordarse en el restaurante Aldebarán del Club de Regatas a la que asistió como invitada especial, recorriendo la mesa de brazo en brazo para satisfacción y alegría de todos. Pronto llegó el año nuevo y con él los Reyes, a los que Fernandito regaló definitivamente su colección de chupetes, sus famosos “mamas” (mamasul, mamablanco…) a cambio de los juguetes que les pidió. Nunca más volvió a interesarse por ellos ni a ponerse tan solo uno en la boca. Tal vez por contagio ambiental, su padre retomaba esos días el montaje de maquetas de aviones, afición que compartía con su hijo, reverdeciendo viejos laureles, ahora auxiliado por el aerógrafo que sustituía al pincel. Otro nivel, como decía él. Arizona, entretanto, ya era capaz de permanecer sentada sin apoyo, empezaba a darse la vuelta al estar acostada y se mecía a buen ritmo en su hamaquita. Reconocía perfectamente las caras de sus familiares próximos, respondía a las emociones de los demás y parecía permanentemente feliz. También correspondía a los sonidos que oía, produciendo otros, que a veces eran muy agudos, como queriendo mostrar alegría o descontento. 

A mediados de febrero debutaba con su primera papilla, que rápidamente se incorporó rutinariamente a su dieta. Se aproximaba la primavera y Fernandito seguía entusiasmado con los dinosaurios mientras hacía sus pinitos con el orinal, controlando progresivamente sus esfínteres y asistiendo a clases de natación. Arizona ya se sentaba en la trona para comer, golpeaba con energía su bandeja y a veces hacía unas “pedorretas” espectaculares. Un nuevo viaje a Madrid a mediados de abril nos permitió constatar “en directo” estos y otros progresos. Posteriormente, las fotos y los vídeos que casi diariamente nos envían sus padres la muestran jugando con sus cosas, sentada en el parque infantil o sobre la manta que coloca sobre el césped de la terraza Mari Carmen (a la que Fernandito sigue llamando “Nane”), que es la persona que la cuida diariamente. En las últimas semanas hemos contemplado, tanto a través de las imágenes como durante la visita que hicimos a la familia en los días de Hogueras, la progresión de su crecimiento, la interminable sucesión de sus aprendizajes y las gratas sorpresas que han ido marcando el imparable desarrollo de la pequeña. Los dos incipientes dientecitos que luce en su encía superior y su perseverante gateo son los últimos jalones visibles de ese proceso.

En fin, como cualquier abuelo, no me canso de hablar de mis nietos. Llenaría páginas y páginas refiriéndome a ellos. Por no fatigar, renuncio frecuentemente a lo primero y me retraigo cuanto puedo en lo segundo. De modo que iré cerrando el cuaderno por hoy, no sin antes dejar constancia en él de la dicha que nos produce la compañía y el afecto de nuestros nietos. Porque ser abuelos es un rol familiar que se adquiere después de una larga historia de desempeño de otros roles. En nuestra cultura, la condición de abuelos no está definida por el ejercicio de determinados derechos y la observancia de concretas obligaciones. Cada persona la desarrollamos a nuestro aire, adaptándola a nuestras características y a las de nuestros nietos, aunque exista un sedimento común, ampliamente compartido, que cada cual personaliza a su manera. En este primer aniversario de Ari, aspiramos a que nuestra relación con ella y con Fernandito siga siendo tan bidireccional y tan satisfactoria como lo es hasta hoy. Y para lograrlo seguiremos ofreciéndoles nuestro afecto, nuestros cuidados, nuestros valores y nuestra experiencia. Les brindaremos siempre nuestro apoyo, nuestra comprensión y nuestra compañía, y les dedicaremos nuestro tiempo. Y no dudamos que ellos nos corresponderán como lo vienen haciendo: estimulándonos, entreteniéndonos, inspirándonos y queriéndonos.

¡Feliz cumpleaños, Arizona!

sábado, 13 de julio de 2019

Segunda semana de julio

Llega la segunda semana de julio y es imposible sustraerse a la repercusión del evento que aflora en los noticiarios y ocupa una hora larga en el principal canal de la televisión pública cuando son poco más de las 7:00 de la mañana. Obviamente me refiero a los sanfermines. Podría justificar mi interés por esas fiestas amparándome en los efectos que me producen los distractores que refiero, u otros señuelos mercadotécnicos que utilizan quienes gestionan tan provechoso negocio, pero me pregunto por qué hacerlo si realmente la auténtica razón de mi apego a ellas es el entusiasmo que me producen los toros, a pesar de la creciente contestación social que concitan los espectáculos taurinos y pese a lo difícil que resulta justificarlos y argumentarlos. Por otro lado, no puede olvidarse que los sanfermines son la feria del toro por antonomasia. En Pamplona, junto con Madrid y Bilbao, se ofrece cada año lo mejor que se cría en las dehesas: toros con enorme trapío y con unas impresionantes cabezas que transforman en seres excepcionales a los valientes que tienen la osadía de correr ante ellos o enfrentárseles en un ruedo.

Este año la feria de San Fermín se ha visto envuelta en una importante polémica que se inició la temporada pasada y que ha regresado con un encono especial, hasta el punto de que el jueves, 11 de julio, secundando una convocatoria que se fraguó la tarde anterior en las redes sociales, algunos corredores decidieron expresar su protesta haciendo una sentada en las calles por las que iba a discurrir el encierro, tres minutos antes de que saliesen de los corrales de Santo Domingo los toros de Victoriano del Río. La cuestión la han suscitado principalmente los cabestros que guían los toros hacia la plaza durante los encierros, que han sido entrenados para que reduzcan su peligrosidad y que, en opinión de los mozos, merman y llegan casi a anular su principal aliciente, que es la espectacularidad. De modo que parece que los cabestros, supongo que bien a su pesar y especialmente del de sus dueños, se han convertido en los verdaderos protagonistas de los encierros.

El día de San Juan partieron hacia Pamplona, desde la localidad madrileña de Estremera, veinte cabestros que están al cuidado del personal de José María López de la Torre (Casa Chopera), para aclimatarse al nuevo territorio con algunos días de antelación e intentar desempeñar eficientemente sus funciones en las distintas tareas que requiere el manejo de los toros. Es el segundo año que la ganadería “El Uno” está presente en los sanfermines. Además de responder a nombre tan altanero, está considerada una de las punteras en la crianza de cabestros para encierros y festejos populares, no en vano su apelativo es sinónimo de velocidad. El año pasado, sin ir más lejos, uno de sus cabestros, de nombre Ronaldo, contribuyó decisivamente a que todas las carreras de San Fermín durasen menos de tres minutos, algo que solo sucedía anteriormente de vez en cuando. Este año se ha sumado al anterior otro buey, que atiende por Messi, que es la nueva estrella de la parada y que, como el anterior, está cubierto por una capa berrenda en colorado y, caprichos del destino, luce en su costillar el número siete (recordemos, Cristiano Ronaldo, CR7), quizá para desafiar en cada carrera a su competidor.

La parada pasta en la finca “El Maquilón”, junto con un largo centenar de bueyes y también con toros bravos. Su preparación comienza cuando apenas son unos becerros y su desempeño como cabestros se extiende entre los 5 y los 10 años, aunque los hay de mayor edad. Alcanzan un peso entre 600 y 700 kilos y su entrenamiento incluye carreras de 4 ó 5 kilómetros que realizan en días alternos. Sus propietarios han salido al paso de opiniones infundadas que sostienen que tienen genética de toros. Ellos aseguran que son mansos, que se asustan y que salen corriendo cuando se les increpa, como no puede ser de otro modo ya que, como se sabe, los cabestros no adquieren tal condición por efecto de la castración sino por pertenecer a una raza diferente a los toros de lidia. Un cabestro no es otra cosa que un buey manso adiestrado para ser utilizado con fines específicos en las ganaderías bravas. Como se suele decir, todos los cabestros son bueyes, pero la mayoría de los bueyes no son cabestros.

Premonitoriamente, los propietarios de la ganadería pusieron a los cabestros que corren en San Fermín nombres que parecen replicar los de otras estrellas del espectáculo. A los de Ronaldo y Messi se añaden Generoso, Cariñoso, Chino, Corredor, Pistolero, Distraído, Elegante, Hortelano, Lancero, Lolo, Perezoso, Sevillano y Tabernero, que son los responsables de que, transcurridos seis encierros, los calificativos más comunes para referirse a ellos sean rápidos y limpios. El problema se suscita porque los cabestros permanecen en cabeza desde la salida de los corrales hasta la plaza, lo que facilita que la manada de los toros corra agrupada y protegida por ellos, haciendo que los mozos apenas pueden acercarse a ella. Por tanto, los 400 ó 500 corredores cuasi profesionales que participan cada día tienen escasas oportunidades de encontrar hueco, ponerse en la cara del toro, hacer la carrera y salir de ella. Sin embargo, el efecto positivo es que disminuye la tensión en el encierro y se reducen espectacularmente los heridos. De hecho, el año pasado se registró un número de corneados equiparable a los que hubo el año 1984, recordado como uno de los menos accidentados. Así pues, la rapidez de las carreras que promueven unos cabestros atléticos a los que ningún toro consigue rebasar, así como haber logrado que los animales no resbalen, cayéndose y disgregándose la manada, fundamentalmente como consecuencia del producto antideslizante con que se impregna en los últimos años la curva de entrada a la calle Estafeta, son los elementos que explican ese fenómeno.

La polémica ha llegado a tal extremo que los propietarios de la parada de cabestros –supongo que en connivencia con los responsables de la Casa de Misericordia– determinaron que Messi y Ronaldo no serían titulares en los encierros restantes, correspondientes a los días 12, 13 y 14. ¿Tiene ello fundamento? Lo desconozco. Sin embargo, aportaré algún detalle. No sé si como consecuencia de lo anterior o como simple fruto de la casualidad, lo cierto y verdad es que en el encierro de ayer, viernes, la manada de los toros de Núñez del Cuvillo se disgregó y los mozos pudieron protagonizar muy buenas carreras. Y hoy, los toros debutantes de La Palmosilla han hecho un encierro rapidísimo, rebasando algunos de ellos a los cabestros antes de culminar la cuesta de Santo Domingo, yendo en cabeza durante más de la mitad del encierro y propiciando que los mozos ensayaran múltiples carreras. Pese a todo, toros y cabestros han entrado a la plaza muy agrupados, casi “en un pañuelo”, como se dice en el argot. Habrá que ver lo que sucede mañana con los Miura que tienen fama de estar entre los más rápidos; de hecho lo fueron en los dos últimos años. Luego vendrán las valoraciones y volverán a plantearse los eternos dilemas entre la necesaria seguridad y el aseguramiento del espectáculo. Ya se verá.

Pero antes llegará la medianoche. La mayoría cantará el “Pobre de mi”, encenderá sus velas y se quitará el pañuelo en la Plaza del Ayuntamiento. Otros, singularmente los integrantes de las Peñas, tendrán su particular fin de fiesta en la Plaza el Castillo, pertrechados con sus pancartas y al son de las charangas. Y hasta terceros se encontrarán en la plaza del Consejo y cantarán y bailarán con el pañuelo en la mano. Las tracas en la Plaza de los Burgos anunciarán sonoramente el final de las fiestas y todo volverá a empezar porque… faltará menos para San Fermín 2020.

viernes, 12 de julio de 2019

Desgobierno

Estoy convencido de que son pocas las coincidencias entre mis pensamientos y convicciones y los que se atribuyen al insigne Winston Churchill, con quien resulta absurda cualquier tentación comparativa, imposible de imaginar frente a tan abrumadora personalidad. Me he atrevido a referirme a él porque, más allá de la impostura que suele caracterizar el lenguaje de los políticos (inclusive el de gentes como Churchill), creo que sabía muy bien lo decía cuando aseguró sin ambages que "cada pueblo tiene el gobierno que se merece". Estoy plenamente de acuerdo con quien logró ser simultáneamente la persona más popular y la más criticada de su país, y tal vez el último de los grandes estadistas. Un político dedicado y pragmático que se recuerda, entre otras cosas, por su rara habilidad para predecir los acontecimientos, como hizo con el triunfo del nazismo al que luego debió combatir y vencer.

En más de una ocasión he leído y he oído que España es un país maldito porque sus gobernantes, al menos los que han regido sus destinos en las últimas décadas, han sido pésimos, injustos, corruptos y muy dañinos. La tesitura por la que hoy atraviesa el país redunda en anécdotas que alimentan ese discurso. Va para tres meses que se celebraron las últimas elecciones generales y ahí están los partidos, enzarzados en una interminable disputa, incapaces de conformar un gobierno y, por lo que parece, alimentando la posibilidad de repetir los comicios que, por otro lado, tengo el convencimiento –por cierto, bastante compartido– que arrojarían resultados parecidos a las tres convocatorias precedentes, cuyas secuelas a efectos de la gobernabilidad del país conocemos sobradamente.

Se quiera o no, estas semanas los ciudadanos vivimos una situación decepcionante por diferentes motivos. Da lo mismo que se haya votado a los partidos de la derecha o a los de la izquierda, que se haya apoyado a los presuntos regeneradores o a los políticos corruptos. Da igual que se haya otorgado el voto a las formaciones de siempre o a los partidos que han accedido recientemente al Parlamento. Unos están enfadados porque sus opciones perdieron las elecciones; otros lo están también porque las suyas, habiéndolas ganado, no logran gobernar. En todo caso, en mi opinión, la situación política general hace tiempo que perdió su carácter sistémico para adoptar la apariencia de una simple conjetura coyuntural, que se debilita progresivamente conformando un contexto precario, que es la cara visible de un andamiaje que hace aguas y que requiere abundantes apuntalamientos y parcheos. Un sistema que se ha ido desgastando a medida que han crecido los déficits democráticos, las injusticias, la indecencia y la ineficiencia; y que necesita de urgentes y profundas reformas.

Con nuestros votos hemos ido conformando a lo largo del período democrático unos parlamentos que no han sido capaces de controlar suficientemente a los poderes que emergen de ellos. De modo que se ha consentido mucho más de lo debido (todos hemos consentido, porque el parlamento somos todos) la impunidad de los poderosos y de los que lo son menos, se han transigido con las crecientes desigualdades ante a la ley y con el uso delictivo del dinero público, ha obtenido carta de naturaleza la compra de votos y de voluntades, el endeudamiento ostensivo, el engaño y la corrupción institucionales, en suma. Y todo ello ha ido acompañado de un desmesurado crecimiento del Estado, que alcanza dimensiones incosteables, al menos mientras las cosas de la hacienda pública (sistema impositivo, fraude fiscal, economía sumergida, etc.) sigan funcionando como lo vienen haciendo.

No me atreveré a calificar el sistema político nacido de la Constitución de 1978, pero sí diré que a menudo tengo la impresión de que es insuficientemente democrático y, lo que es peor, de que si bien es verdad que no las genera directamente hace poco por evitar las desigualdades, las mentiras, la marginación de los ciudadanos, las injusticias, y en definitiva el dispendio de los grandes valores que garantizan la convivencia y el progreso social. Estas y otras circunstancias han generado el creciente rechazo que muestra la ciudadanía hacia los políticos y hacia sus partidos. En España hay demasiada gente víctima de los abusos y las arbitrariedades de unos poderes públicos que han alejado a los ciudadanos de los lugares donde se toman las decisiones. Cuanto precede podría hacernos deducir que la realidad social que describo es el resultado de un mal gobierno endémico y/o del abuso del poder por parte de los gobernantes. Y no es así, al contrario, la realidad me parece que es otra bien distinta.

La última vez en la que el sistema electoral nacido de la Constitución de 1978 arrojó unos resultados coherentes con su trayectoria histórica fue en las elecciones celebradas en 2011. En ellas el PP obtuvo 186 diputados y el PSOE 110. Este fue el último acto del llamado bipartidismo en el Parlamento español. Los acontecimientos que siguieron a la crisis de 2008 y la emergencia de movimientos como el 15 M (2011) generaron una nueva realidad política que evidenciaron las elecciones generales celebradas en 2015, en las que los viejos partidos mayoritarios cosecharon resultados insuficientes para conformar las tradicionales mayorías: el PP obtuvo 123 diputados y el PSOE 90. Emergieron en el espacio político dos nuevas organizaciones políticas, llamadas teóricamente a ser los contrapesos e incluso los recambios de las viejas formaciones: Ciudadanos que obtuvo 40 escaños y Podemos que logró 69.

Las elecciones que se celebraron en 2016 pusieron fin a la legislatura más corta de la historia reciente, convocándose como consecuencia de que ningún candidato obtuvo la confianza parlamentaria en los dos meses posteriores a la primera votación de investidura. Arrojaron unos resultados parangonables a las anteriores obteniendo el PP 137 escaños y el PSOE, 85; Podemos logró 71 escaños y Ciudadanos 32. Se frustró otra vez el sorpasso, esta vez en la derecha, y persistieron las dificultades para conformar el gobierno. Tras una legislatura especialmente azarosa, con moción de censura incluida, llegamos a las últimas elecciones del 28 de abril de 2019, en las que volvió a repetirse el escenario político resultante, con alternancia en los papeles entre PSOE y PP. En este caso, el primero obtuvo 123 escaños y el segundo, que cosechó un fracaso estrepitoso, 66. Ciudadanos logró 57 escaños y se puso por delante de Unidas Podemos, que cayó a los 42.

¿Qué significado tiene esta nueva realidad política? Creo que la primera deducción que sugieren las distribuciones parlamentarias surgidas de las tres últimas citas electorales es que se acabó el tiempo de las mayorías absolutas y que se impone la cultura del pacto como procedimiento para asegurar la gobernabilidad. Una realidad obviada hasta hoy por todo el mundo. Nadie ha logrado concretar un pacto que asegure el gobierno de la nación. Ello se ha logrado únicamente en bastantes Comunidades Autónomas, singularmente en Aragón, Navarra, País Vasco y las Islas Canarias, pero también en las Baleares, País Valenciano, Galicia y Asturias. En todos estos territorios existe una mayor tradición de gobiernos de coalición, especialmente conformados por fuerzas políticas de la derecha. Paradójicamente, la izquierda, presuntamente más dialogante y coral, sigue remisa de cara a los pactos.

Otra característica de la nueva realidad política es su consistencia, o si se prefiere, su terquedad. Han sido tres confrontaciones electorales consecutivas arrojando morfologías parlamentarias similares, con parecidos contrapesos y ligeras diferencias de cara a la constitución de hipotéticos gobiernos. Me parece evidente que, más allá de las triquiñuelas subyacentes a la Ley d’Hont (que ya va siendo hora de que sean corregidas mediante una nueva ley electoral más proporcional), esta realidad replica bastante fielmente la que existe en la calle, sobre la que, por cierto, habría que hacer una consideración previa: el partido más votado es el de los abstencionistas, que representa entre el 25 y el 32% de la ciudadanía llamada los urnas, que opta por no ejercer su derecho al voto. No sirve excusarse con aquello de que es lo que sucede en nuestro entorno o que incluso lo mejora. En mi opinión, ninguna democracia puede aceptar sin más que uno de cada tres ciudadanos no participe en la configuración de su sistema de representación. Ello es todavía más lacerante si se repara en que en las últimas confrontaciones electorales las personas que apoyan la opción mayoritaria son aproximadamente el mismo número que las que se abstienen.

También cabe hacer alguna reflexión sobre las nuevas formaciones que, según han reiterado, han llegado al tablero político para regenerar la vida pública y poner en marcha nuevas formas de organización de la convivencia democrática. Sin embargo, en muy poco tiempo, han evidenciado varias cosas, algunas de ellas sorprendentes. La primera es la constatación de que si las propuestas que hacen no son del gusto de los ciudadanos, las cambian inmediatamente por otras. De manera que modifican continuamente sus programas en función de las apetencias que intuyen en el cuerpo electoral. Y ello es aplicable tanto a Ciudadanos como a Unidas Podemos. Ellos aseguran que también lo hacen los demás, pero no deberían olvidar que estos representan la vieja casta cuyas propensiones debían arrumbarse. Otro aspecto que llama la atención es la paradoja que supone que a los dirigentes de unas formaciones con estructuras orgánicas presuntamente muy horizontales y participativas les tiembla poco el pulso a la hora de cortar las cabezas de la disidencia, siguiendo la más acendrada costumbre de los partidos tradicionales. Y una tercera y última observación, para no hacerme pesado, , es que aquel casi olvidado mantra “programa, programa, programa”, o dicho de otro modo, confrontemos los proyectos que después elegiremos a las personas que los impulsarán, se revela como una gran mentira cada vez que se reaviva la oportunidad de participar en la concreción de los nuevos gobiernos. En todos los casos son los nombres de las personas que deben ocupar los cargos los que delimitan la prioridad  en las negociaciones.

De modo que, como decía, no creo que la realidad que existe en la calle sea la consecuencia de la actividad de nuestros políticos. Más bien considero que sucede al revés. Lo que hacen y dejan de hacer los políticos en las más altas magistraturas refleja bastante fidedignamente lo que sucede cotidianamente. ¿Qué puede esperar de sus políticos una sociedad que valora primordialmente la picaresca, la sinvergonzonería, el despilfarro, el saqueo de los recursos públicos, las corruptelas, la impunidad o las conductas vergonzantes? Incuestionablemente, tenía razón Churchill: “cada pueblo tiene el gobierno que se merece”.

lunes, 1 de julio de 2019

Distopías

A medida que contrasto el significativo crecimiento del número de personas que consideran innecesario vivir en un régimen democrático percibo más cerca las distopías que imaginaron Huxley y Orwell. No sé si la tiranía que nos amenaza elegirá el camino de la represión, instigando y empujando a la obediencia, como propugnaba el modelo de Orwell; o si, por el contrario, se impondrá la autocracia apoyada en la sugestión y en la seducción que promovía el modelo Huxley. Hasta es posible que las nuevas formas de dominación adopten otros formatos. En todo caso percibo la creciente cercanía de los modelos sociales calamitosos no sus ficticias y literarias representaciones, que acabarán materializando la alienación definitiva de los humanos.

La democracia liberal es un concepto tan manido y sencillo como difícil de llevar a la práctica. A los ciudadanos del primer mundo, acostumbrados a convivir rutinariamente bajo su ingrávido paraguas, se nos olvida muy a menudo su significado, que se resume, nada más y nada menos, en la proclamación de la igualdad política de todos los ciudadanos y el respeto a la autonomía, que debe garantizarse mediante la protección de los derechos individuales, el pluralismo y el control del poder político. Obviamente, a ello debe añadirse el aseguramiento de su capacidad para poder participar en las decisiones que les afectan.

Hace ya dos siglos y medio que el liberalismo nació como una trinchera contra el miedo. En su origen supuso un auténtico dique de contención que protegía la heterodoxia de los disidentes religiosos y su patrimonio frente a los todopoderosos soberanos. El liberalismo nació como una estrategia de las minorías puritanas para preservar su catecismo calvinista en el contexto de las guerras religiosas que sacudían Europa. Esa iniciativa se transformó en revolucionaria cuando, de la mano de la Ilustración, desarrolló un compromiso universal con la mayoría de edad política de los hombres frente a los poderes políticos, económicos y sociales. Como consecuencia de ello, el liberalismo adoptó un compromiso institucional a favor de la razón, del gobierno limitado y del progreso humano a través de la democracia deliberativa y el reformismo social.

A lo largo del larguísimo periodo transcurrido desde su alumbramiento se han sucedido diferentes prácticas e instituciones que se identifican con la democracia liberal, todas ellas representan las modulaciones históricas con las que se han pretendido materializar los principios liberales. Tras ese largo intervalo parece que resurge el miedo que tan eficazmente supo desactivar el liberalismo en el pasado. Parece que la incertidumbre que han generado la globalización y las crisis que la acompañan está llevando a las sociedades democráticas a despreciar la cultura liberal de los derechos y a añorar un orden social autoritario. Parece, en suma, que la democracia desplaza su eje de legitimación desde el liberalismo al populismo.

Hace tiempo que algunos de los elementos instrumentales de la democracia liberal, como la división de poderes, el sistema de representación partidista o la gobernabilidad empezaron a hacer aguas. Y lo que es todavía peor, el “poder” ha ido desplazándose desde las instancias institucionales a otros actores anónimos como los mercados o las grandes empresas y lobbies. La globalización y las nuevas interdependencias han ido ahondando progresivamente los déficits de soberanía y han impulsado las crisis de gobernanza.

Vivimos tiempos preocupantes en los que prima el miedo al futuro frente a la confianza en él; en los que el desclasamiento vence a la pertenencia y empuja a buscar la seguridad tras el rearme del Estado; tiempos en los que tememos a la inmigración y a la inestabilidad existencial reforzándose así las pulsiones más endogámicas y nacionalistas. Los discursos del odio sustituyen crecientemente a las propuestas solidarias, señalándose con una ligereza y un  desparpajo intolerables a los enemigos interiores y exteriores; vuelve de nuevo el resentimiento como pasión dominante. En suma, se impone la “lógica de la horda”, que ahora muta la vieja fisonomía de las masas en la calle por el disfraz que concreta el formato “enjambre en las RRSS”.

La historia demuestra que las oleadas populistas han enfatizado la participación directa de la sociedad a través de distintos mecanismos, alterando el equilibrio triangular del poder entre representantes, representados y líderes, característica de las democracias representativas, en favor de una relación bilateral entre dirigentes y ciudadanía. En estas propuestas alternativas los representantes pierden su intrínseca relevancia porque todo se fundamenta en un vínculo directo entre el líder y el pueblo: sólo la ciudadanía puede controlar a sus dirigentes, sin necesidad de órganos interpuestos o de representación. Los controles horizontales se revelan claramente como innecesarios.

Sabemos por experiencia que la relación bilateral a que aludíamos se basa en una ficción. En los intersticios de los presuntos nexos sin intermediación entre los líderes y la ciudadanía arraigan siempre “emprendedores políticos”, llámense medios de comunicación, grupos de interés, etc., que, no siendo elegidos democráticamente, tienen un papel fundamental porque condicionan y/u orientan la formación de la opinión pública. De tal manera que los creadores de opinión pasan a ser los auténticos intermediarios. Y paralelamente, los representantes elegidos democráticamente –que a menudo son descalificados y orillados con el argumento de que no representan a la ciudadanía– pasan a ocupar una posición secundaria. No puede negarse que estos generadores de opinión/intérpretes de la realidad siempre han tenido un papel fundamental en nuestras sociedades, pero su poder ha sido especialmente relevante en los periodos en los que se ha diluido el papel de los intermediarios entre la ciudadanía y los líderes.

Así pues, aunque se plantean como una práctica de empoderamiento de la ciudadanía, paradójicamente, las corrientes populistas suelen acabar debilitándola y confiriendo relevancia a instancias que no han sido elegidas democráticamente. Debilitar a los representantes y a la idea de representación en defensa del control directo de los líderes por parte del pueblo es uno de los caminos que conducen al debilitamiento del ejercicio democrático. En mi opinión, en la sociedad actual, recular en la idea de la representación política equivale a socavar los principios de la democracia: el hombre medio deja de gobernarse a sí mismo para estar gobernado por agentes y grupos no elegidos democráticamente.

Existe, además, otro problema. Frente al ideal republicano de democracia, que enfatiza la deliberación como fuente de información y  sustento de los convencimientos, las nuevas formas de hacer política han dado paso a las imágenes y a las emociones como instrumentos de seducción. La democracia se vacía de contenido presuponiendo que el hombre medio no está preparado para ejercitarla, dado que es incapaz de argumentar, respondiendo exclusivamente a las imágenes y a las pulsiones emocionales. Se claudica así frente a una errónea visión de la política y del hombre medio, obviando que las virtudes cívicas que posibilitan la plena ciudadanía no se concretan en atesorar una gran sabiduría, sino en tener una concepción de la sociedad fundamentada en valores como la razón, el progreso y la moral. Definitivamente, ser ciudadano en una democracia no es una cuestión de conocimientos, sino de valores.

Si la política democrática se organiza a partir de la libre expresión de las preferencias individuales, cuando de verdad peligrará la democracia es cuando esa voluntad esté controlada sutilmente por poderes anónimos. En las dictaduras clásicas todos sabemos identificar al enemigo y luchar contra él. Cuidado, pues. La eficacia del nuevo sometimiento que nos amenaza radica en que ignoremos que nos lo están aplicando. Atención porque ya se está propiciando que disfrutemos, “felices”, de un mundo hiperconsumista y seductor. Vuelve la receta clásica: panem et circenses, ahora con el formato de renta mínima para las clases superfluas e industria del entretenimiento para todos. De nosotros depende que sea, finalmente, la (i)realidad futura.