viernes, 12 de julio de 2019

Desgobierno

Estoy convencido de que son pocas las coincidencias entre mis pensamientos y convicciones y los que se atribuyen al insigne Winston Churchill, con quien resulta absurda cualquier tentación comparativa, imposible de imaginar frente a tan abrumadora personalidad. Me he atrevido a referirme a él porque, más allá de la impostura que suele caracterizar el lenguaje de los políticos (inclusive el de gentes como Churchill), creo que sabía muy bien lo decía cuando aseguró sin ambages que "cada pueblo tiene el gobierno que se merece". Estoy plenamente de acuerdo con quien logró ser simultáneamente la persona más popular y la más criticada de su país, y tal vez el último de los grandes estadistas. Un político dedicado y pragmático que se recuerda, entre otras cosas, por su rara habilidad para predecir los acontecimientos, como hizo con el triunfo del nazismo al que luego debió combatir y vencer.

En más de una ocasión he leído y he oído que España es un país maldito porque sus gobernantes, al menos los que han regido sus destinos en las últimas décadas, han sido pésimos, injustos, corruptos y muy dañinos. La tesitura por la que hoy atraviesa el país redunda en anécdotas que alimentan ese discurso. Va para tres meses que se celebraron las últimas elecciones generales y ahí están los partidos, enzarzados en una interminable disputa, incapaces de conformar un gobierno y, por lo que parece, alimentando la posibilidad de repetir los comicios que, por otro lado, tengo el convencimiento –por cierto, bastante compartido– que arrojarían resultados parecidos a las tres convocatorias precedentes, cuyas secuelas a efectos de la gobernabilidad del país conocemos sobradamente.

Se quiera o no, estas semanas los ciudadanos vivimos una situación decepcionante por diferentes motivos. Da lo mismo que se haya votado a los partidos de la derecha o a los de la izquierda, que se haya apoyado a los presuntos regeneradores o a los políticos corruptos. Da igual que se haya otorgado el voto a las formaciones de siempre o a los partidos que han accedido recientemente al Parlamento. Unos están enfadados porque sus opciones perdieron las elecciones; otros lo están también porque las suyas, habiéndolas ganado, no logran gobernar. En todo caso, en mi opinión, la situación política general hace tiempo que perdió su carácter sistémico para adoptar la apariencia de una simple conjetura coyuntural, que se debilita progresivamente conformando un contexto precario, que es la cara visible de un andamiaje que hace aguas y que requiere abundantes apuntalamientos y parcheos. Un sistema que se ha ido desgastando a medida que han crecido los déficits democráticos, las injusticias, la indecencia y la ineficiencia; y que necesita de urgentes y profundas reformas.

Con nuestros votos hemos ido conformando a lo largo del período democrático unos parlamentos que no han sido capaces de controlar suficientemente a los poderes que emergen de ellos. De modo que se ha consentido mucho más de lo debido (todos hemos consentido, porque el parlamento somos todos) la impunidad de los poderosos y de los que lo son menos, se han transigido con las crecientes desigualdades ante a la ley y con el uso delictivo del dinero público, ha obtenido carta de naturaleza la compra de votos y de voluntades, el endeudamiento ostensivo, el engaño y la corrupción institucionales, en suma. Y todo ello ha ido acompañado de un desmesurado crecimiento del Estado, que alcanza dimensiones incosteables, al menos mientras las cosas de la hacienda pública (sistema impositivo, fraude fiscal, economía sumergida, etc.) sigan funcionando como lo vienen haciendo.

No me atreveré a calificar el sistema político nacido de la Constitución de 1978, pero sí diré que a menudo tengo la impresión de que es insuficientemente democrático y, lo que es peor, de que si bien es verdad que no las genera directamente hace poco por evitar las desigualdades, las mentiras, la marginación de los ciudadanos, las injusticias, y en definitiva el dispendio de los grandes valores que garantizan la convivencia y el progreso social. Estas y otras circunstancias han generado el creciente rechazo que muestra la ciudadanía hacia los políticos y hacia sus partidos. En España hay demasiada gente víctima de los abusos y las arbitrariedades de unos poderes públicos que han alejado a los ciudadanos de los lugares donde se toman las decisiones. Cuanto precede podría hacernos deducir que la realidad social que describo es el resultado de un mal gobierno endémico y/o del abuso del poder por parte de los gobernantes. Y no es así, al contrario, la realidad me parece que es otra bien distinta.

La última vez en la que el sistema electoral nacido de la Constitución de 1978 arrojó unos resultados coherentes con su trayectoria histórica fue en las elecciones celebradas en 2011. En ellas el PP obtuvo 186 diputados y el PSOE 110. Este fue el último acto del llamado bipartidismo en el Parlamento español. Los acontecimientos que siguieron a la crisis de 2008 y la emergencia de movimientos como el 15 M (2011) generaron una nueva realidad política que evidenciaron las elecciones generales celebradas en 2015, en las que los viejos partidos mayoritarios cosecharon resultados insuficientes para conformar las tradicionales mayorías: el PP obtuvo 123 diputados y el PSOE 90. Emergieron en el espacio político dos nuevas organizaciones políticas, llamadas teóricamente a ser los contrapesos e incluso los recambios de las viejas formaciones: Ciudadanos que obtuvo 40 escaños y Podemos que logró 69.

Las elecciones que se celebraron en 2016 pusieron fin a la legislatura más corta de la historia reciente, convocándose como consecuencia de que ningún candidato obtuvo la confianza parlamentaria en los dos meses posteriores a la primera votación de investidura. Arrojaron unos resultados parangonables a las anteriores obteniendo el PP 137 escaños y el PSOE, 85; Podemos logró 71 escaños y Ciudadanos 32. Se frustró otra vez el sorpasso, esta vez en la derecha, y persistieron las dificultades para conformar el gobierno. Tras una legislatura especialmente azarosa, con moción de censura incluida, llegamos a las últimas elecciones del 28 de abril de 2019, en las que volvió a repetirse el escenario político resultante, con alternancia en los papeles entre PSOE y PP. En este caso, el primero obtuvo 123 escaños y el segundo, que cosechó un fracaso estrepitoso, 66. Ciudadanos logró 57 escaños y se puso por delante de Unidas Podemos, que cayó a los 42.

¿Qué significado tiene esta nueva realidad política? Creo que la primera deducción que sugieren las distribuciones parlamentarias surgidas de las tres últimas citas electorales es que se acabó el tiempo de las mayorías absolutas y que se impone la cultura del pacto como procedimiento para asegurar la gobernabilidad. Una realidad obviada hasta hoy por todo el mundo. Nadie ha logrado concretar un pacto que asegure el gobierno de la nación. Ello se ha logrado únicamente en bastantes Comunidades Autónomas, singularmente en Aragón, Navarra, País Vasco y las Islas Canarias, pero también en las Baleares, País Valenciano, Galicia y Asturias. En todos estos territorios existe una mayor tradición de gobiernos de coalición, especialmente conformados por fuerzas políticas de la derecha. Paradójicamente, la izquierda, presuntamente más dialogante y coral, sigue remisa de cara a los pactos.

Otra característica de la nueva realidad política es su consistencia, o si se prefiere, su terquedad. Han sido tres confrontaciones electorales consecutivas arrojando morfologías parlamentarias similares, con parecidos contrapesos y ligeras diferencias de cara a la constitución de hipotéticos gobiernos. Me parece evidente que, más allá de las triquiñuelas subyacentes a la Ley d’Hont (que ya va siendo hora de que sean corregidas mediante una nueva ley electoral más proporcional), esta realidad replica bastante fielmente la que existe en la calle, sobre la que, por cierto, habría que hacer una consideración previa: el partido más votado es el de los abstencionistas, que representa entre el 25 y el 32% de la ciudadanía llamada los urnas, que opta por no ejercer su derecho al voto. No sirve excusarse con aquello de que es lo que sucede en nuestro entorno o que incluso lo mejora. En mi opinión, ninguna democracia puede aceptar sin más que uno de cada tres ciudadanos no participe en la configuración de su sistema de representación. Ello es todavía más lacerante si se repara en que en las últimas confrontaciones electorales las personas que apoyan la opción mayoritaria son aproximadamente el mismo número que las que se abstienen.

También cabe hacer alguna reflexión sobre las nuevas formaciones que, según han reiterado, han llegado al tablero político para regenerar la vida pública y poner en marcha nuevas formas de organización de la convivencia democrática. Sin embargo, en muy poco tiempo, han evidenciado varias cosas, algunas de ellas sorprendentes. La primera es la constatación de que si las propuestas que hacen no son del gusto de los ciudadanos, las cambian inmediatamente por otras. De manera que modifican continuamente sus programas en función de las apetencias que intuyen en el cuerpo electoral. Y ello es aplicable tanto a Ciudadanos como a Unidas Podemos. Ellos aseguran que también lo hacen los demás, pero no deberían olvidar que estos representan la vieja casta cuyas propensiones debían arrumbarse. Otro aspecto que llama la atención es la paradoja que supone que a los dirigentes de unas formaciones con estructuras orgánicas presuntamente muy horizontales y participativas les tiembla poco el pulso a la hora de cortar las cabezas de la disidencia, siguiendo la más acendrada costumbre de los partidos tradicionales. Y una tercera y última observación, para no hacerme pesado, , es que aquel casi olvidado mantra “programa, programa, programa”, o dicho de otro modo, confrontemos los proyectos que después elegiremos a las personas que los impulsarán, se revela como una gran mentira cada vez que se reaviva la oportunidad de participar en la concreción de los nuevos gobiernos. En todos los casos son los nombres de las personas que deben ocupar los cargos los que delimitan la prioridad  en las negociaciones.

De modo que, como decía, no creo que la realidad que existe en la calle sea la consecuencia de la actividad de nuestros políticos. Más bien considero que sucede al revés. Lo que hacen y dejan de hacer los políticos en las más altas magistraturas refleja bastante fidedignamente lo que sucede cotidianamente. ¿Qué puede esperar de sus políticos una sociedad que valora primordialmente la picaresca, la sinvergonzonería, el despilfarro, el saqueo de los recursos públicos, las corruptelas, la impunidad o las conductas vergonzantes? Incuestionablemente, tenía razón Churchill: “cada pueblo tiene el gobierno que se merece”.

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