Estoy
convencido de que son pocas las coincidencias entre mis pensamientos y
convicciones y los que se atribuyen al insigne Winston Churchill, con quien resulta
absurda cualquier tentación comparativa, imposible de imaginar frente a tan abrumadora
personalidad. Me he atrevido a referirme a él porque, más allá de la impostura
que suele caracterizar el lenguaje de los políticos (inclusive el de gentes
como Churchill), creo que sabía muy bien lo decía cuando aseguró sin ambages que
"cada pueblo tiene el gobierno que se merece". Estoy plenamente de
acuerdo con quien logró ser simultáneamente la persona más popular y la más
criticada de su país, y tal vez el último de los grandes estadistas. Un
político dedicado y pragmático que se recuerda, entre otras cosas, por su rara
habilidad para predecir los acontecimientos, como hizo con el triunfo del
nazismo al que luego debió combatir y vencer.
En
más de una ocasión he leído y he oído que España es un país maldito porque sus
gobernantes, al menos los que han regido sus destinos en las últimas décadas,
han sido pésimos, injustos, corruptos y muy dañinos. La tesitura por la que hoy
atraviesa el país redunda en anécdotas que alimentan ese discurso. Va para tres
meses que se celebraron las últimas elecciones generales y ahí están los
partidos, enzarzados en una interminable
disputa, incapaces de conformar un gobierno y, por lo que parece, alimentando
la posibilidad de repetir los comicios que, por otro lado, tengo el
convencimiento –por cierto, bastante compartido– que arrojarían resultados
parecidos a las tres convocatorias precedentes, cuyas secuelas a efectos de la
gobernabilidad del país conocemos sobradamente.
Se
quiera o no, estas semanas los ciudadanos vivimos una situación decepcionante
por diferentes motivos. Da lo mismo que se haya votado a los partidos de la derecha
o a los de la izquierda, que se haya apoyado a los presuntos regeneradores o a los
políticos corruptos. Da igual que se haya otorgado el voto a las formaciones de
siempre o a los partidos que han accedido recientemente al Parlamento. Unos
están enfadados porque sus opciones perdieron las elecciones; otros lo están
también porque las suyas, habiéndolas ganado, no logran gobernar. En todo caso,
en mi opinión, la situación política general hace tiempo que perdió su carácter
sistémico para adoptar la apariencia de una simple conjetura coyuntural, que se
debilita progresivamente conformando un contexto precario, que es la cara
visible de un andamiaje que hace aguas y que requiere abundantes apuntalamientos
y parcheos. Un sistema que se ha ido desgastando a medida que han crecido los
déficits democráticos, las injusticias, la indecencia y la ineficiencia; y que
necesita de urgentes y profundas reformas.
Con
nuestros votos hemos ido conformando a lo largo del período democrático unos
parlamentos que no han sido capaces de controlar suficientemente a los poderes que
emergen de ellos. De modo que se ha consentido mucho más de lo debido (todos
hemos consentido, porque el parlamento somos todos) la impunidad de los
poderosos y de los que lo son menos, se han transigido con las crecientes desigualdades
ante a la ley y con el uso delictivo del dinero público, ha obtenido carta de
naturaleza la compra de votos y de voluntades, el endeudamiento ostensivo, el
engaño y la corrupción institucionales, en suma. Y todo ello ha ido acompañado
de un desmesurado crecimiento del Estado, que alcanza dimensiones incosteables,
al menos mientras las cosas de la hacienda pública (sistema impositivo, fraude
fiscal, economía sumergida, etc.) sigan funcionando como lo vienen haciendo.
No
me atreveré a calificar el sistema político nacido de la Constitución de 1978,
pero sí diré que a menudo tengo la impresión de que es insuficientemente
democrático y, lo que es peor, de que si bien es verdad que no las genera
directamente hace poco por evitar las desigualdades, las mentiras, la
marginación de los ciudadanos, las injusticias, y en definitiva el dispendio de
los grandes valores que garantizan la convivencia y el progreso social. Estas y
otras circunstancias han generado el creciente rechazo que muestra la
ciudadanía hacia los políticos y hacia sus partidos. En España hay demasiada
gente víctima de los abusos y las arbitrariedades de unos poderes públicos que
han alejado a los ciudadanos de los lugares donde se toman las decisiones. Cuanto
precede podría hacernos deducir que la realidad social que describo es el
resultado de un mal gobierno endémico y/o del abuso del poder por parte de los
gobernantes. Y no es así, al contrario, la realidad me parece que es otra bien
distinta.
La
última vez en la que el sistema electoral nacido de la Constitución de 1978 arrojó
unos resultados coherentes con su trayectoria histórica fue en las elecciones
celebradas en 2011. En ellas el PP obtuvo 186 diputados y el PSOE 110. Este fue
el último acto del llamado bipartidismo en el Parlamento español. Los
acontecimientos que siguieron a la crisis de 2008 y la emergencia de
movimientos como el 15 M (2011) generaron una nueva realidad política que evidenciaron
las elecciones generales celebradas en 2015, en las que los viejos partidos
mayoritarios cosecharon resultados insuficientes para conformar las
tradicionales mayorías: el PP obtuvo 123 diputados y el PSOE 90. Emergieron en
el espacio político dos nuevas organizaciones políticas, llamadas teóricamente a
ser los contrapesos e incluso los recambios de las viejas formaciones: Ciudadanos
que obtuvo 40 escaños y Podemos que logró 69.
Las elecciones que se celebraron en 2016 pusieron fin a la legislatura más corta
de la historia reciente, convocándose como consecuencia de que ningún candidato
obtuvo la confianza parlamentaria en los dos meses posteriores a la primera
votación de investidura. Arrojaron unos resultados parangonables a las
anteriores obteniendo el PP 137 escaños y el PSOE, 85; Podemos logró 71 escaños
y Ciudadanos 32. Se frustró otra vez el sorpasso,
esta vez en la derecha, y
persistieron las dificultades para conformar el gobierno. Tras una legislatura
especialmente azarosa, con moción de censura incluida, llegamos a las últimas elecciones
del 28 de abril de 2019, en las que volvió a repetirse el escenario político
resultante, con alternancia en los papeles entre PSOE y PP. En este caso, el primero
obtuvo 123 escaños y el segundo, que cosechó un fracaso estrepitoso, 66. Ciudadanos
logró 57 escaños y se puso por delante de Unidas Podemos, que cayó a los 42.
¿Qué significado tiene esta nueva realidad política? Creo que la primera
deducción que sugieren las distribuciones parlamentarias surgidas de las tres
últimas citas electorales es que se acabó el tiempo de las mayorías absolutas y
que se impone la cultura del pacto como procedimiento para asegurar la
gobernabilidad. Una realidad obviada hasta hoy por todo el mundo. Nadie ha
logrado concretar un pacto que asegure el gobierno de la nación. Ello se ha
logrado únicamente en bastantes Comunidades Autónomas, singularmente en Aragón,
Navarra, País Vasco y las Islas Canarias, pero también en las Baleares, País
Valenciano, Galicia y Asturias. En todos estos territorios existe una mayor
tradición de gobiernos de coalición, especialmente conformados por fuerzas
políticas de la derecha. Paradójicamente, la izquierda, presuntamente más
dialogante y coral, sigue remisa de cara a los pactos.
Otra
característica de la nueva realidad política es su consistencia, o si se
prefiere, su terquedad. Han sido tres confrontaciones electorales consecutivas arrojando
morfologías parlamentarias similares, con parecidos contrapesos y ligeras
diferencias de cara a la constitución de hipotéticos gobiernos. Me parece
evidente que, más allá de las triquiñuelas subyacentes a la Ley d’Hont (que ya
va siendo hora de que sean corregidas mediante una nueva ley electoral más
proporcional), esta realidad replica bastante fielmente la que existe en la
calle, sobre la que, por cierto, habría que hacer una consideración previa: el
partido más votado es el de los abstencionistas, que representa entre el 25 y el
32% de la ciudadanía llamada los urnas, que opta por no ejercer su derecho al
voto. No sirve excusarse con aquello de que es lo que sucede en nuestro entorno
o que incluso lo mejora. En mi opinión, ninguna democracia puede aceptar sin
más que uno de cada tres ciudadanos no participe en la configuración de su
sistema de representación. Ello es todavía más lacerante si se repara en que en
las últimas confrontaciones electorales las personas que apoyan la opción
mayoritaria son aproximadamente el mismo número que las que se abstienen.
También
cabe hacer alguna reflexión sobre las nuevas formaciones que, según han
reiterado, han llegado al tablero político para regenerar la vida pública y
poner en marcha nuevas formas de organización de la convivencia democrática. Sin embargo, en muy poco tiempo, han
evidenciado varias cosas, algunas de ellas sorprendentes. La primera es la
constatación de que si las propuestas que hacen no son del gusto de los
ciudadanos, las cambian inmediatamente por otras. De manera que modifican
continuamente sus programas en función de las apetencias que intuyen en el
cuerpo electoral. Y ello es aplicable tanto a Ciudadanos como a Unidas Podemos.
Ellos aseguran que también lo hacen los demás, pero no deberían olvidar que
estos representan la vieja casta cuyas propensiones debían arrumbarse. Otro
aspecto que llama la atención es la paradoja que supone que a los dirigentes de
unas formaciones con estructuras orgánicas presuntamente muy horizontales y
participativas les tiembla poco el pulso a la hora de cortar las cabezas de la
disidencia, siguiendo la más acendrada costumbre de los partidos tradicionales.
Y una tercera y última observación, para no hacerme pesado, , es que aquel casi
olvidado mantra “programa, programa, programa”, o dicho de otro modo,
confrontemos los proyectos que después elegiremos a las personas que los impulsarán,
se revela como una gran mentira cada vez que se reaviva la oportunidad de participar
en la concreción de los nuevos gobiernos. En todos los casos son los nombres de
las personas que deben ocupar los cargos los que delimitan la prioridad en las negociaciones.
De modo que, como decía, no creo que la realidad que existe en la calle sea la consecuencia
de la actividad de nuestros políticos. Más bien considero que sucede al revés.
Lo que hacen y dejan de hacer los políticos en las más altas magistraturas refleja
bastante fidedignamente lo que sucede cotidianamente. ¿Qué puede esperar de sus
políticos una sociedad que valora primordialmente la picaresca, la sinvergonzonería,
el despilfarro, el saqueo de los recursos públicos, las corruptelas, la impunidad
o las conductas vergonzantes? Incuestionablemente, tenía razón Churchill: “cada
pueblo tiene el gobierno que se merece”.
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