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jueves, 11 de septiembre de 2025

Cuando la crianza se convierte en excusa

Ser madre o padre implica un sinfín de responsabilidades, pero también sirve de coartada para explicar nuestras decisiones. Una de las más comunes —y a veces más problemáticas— se resume en la frase «es que los niños no me dejan» o su variante «lo hacemos por los niños». Detrás de esta aparente justificación se esconden dinámicas complejas: desde la evasión de responsabilidades hasta la manipulación emocional. 

Una de las formas más explícitas de estos comportamientos se produce cuando los padres utilizan a los hijos como excusa, es decir, como argumento para evitar hacer algo que en realidad no desean. En la vida cotidiana es habitual escuchar frases como: «No puedo ir al gimnasio porque los niños no me dejan», «no viajamos porque con los niños es imposible» o «dejé de estudiar porque tengo que estar con ellos».

Naturalmente, criar a los hijos exige tiempo y energía, y conlleva limitaciones reales. Sin embargo, como señalan los psicólogos familiares, a menudo frases como las mencionadas encubren una verdad más incómoda: no quiero hacerlo, no me interesa o no sé cómo hacerlo. La excusa de los niños funciona entonces como un «pararrayos» que desvía eventuales críticas externas.

Un ejemplo ilustrativo que ha utilizado algún profesional es el de una madre de dos niños pequeños, que decía habitualmente que no retomaba sus clases de inglés porque «los niños absorbían todo su tiempo». Sin embargo, cuando comenzaron a ir a la escuela, ella siguió posponiendo el proyecto. En conversación con una amiga, reconoció finalmente: «La verdad es que me da miedo enfrentarme a algo que siento que ya olvidé». Los hijos eran, en realidad, una coartada para tapar su inseguridad.

El sociólogo François de Singly, profesor de sociología en la Facultad de Ciencias Humanas y Sociales de la Sorbona, Universidad de París Descartes, explica que en la vida familiar «los niños se convierten en un recurso simbólico que los adultos utilizan para legitimar decisiones propias». Es decir, no solo son objeto de cuidados, sino también de discursos que facilitan justificar elecciones personales.

Pero, más allá de la excusa, también se constata otra dinámica cuando los padres proyectan sus propios intereses encubriéndolos bajo la máscara del bienestar infantil. La frase «lo hacemos por los niños» a menudo encubre la satisfacción de deseos adultos.

Un ejemplo frecuente tiene que ver con la elección de los lugares de vacaciones. Una determinada familia decide pasar una semana en un complejo turístico «porque es perfecto para los niños». Sin embargo, en la práctica, ellos terminan aburridos haciendo actividades que conocen sobradamente o poco adaptadas a sus edades, mientras los adultos disfrutan del spa, de largas cenas o de interminables sobremesas. En este caso, la justificación infantil legitima la búsqueda de comodidad por parte de los padres.

Algo similar sucede en contextos más sustanciales, como las expectativas laborales. Hay padres que afirman que mantienen un empleo estresante «para dar lo mejor a sus hijos», cuando en realidad en su decisión pesa tanto o más que ello el deseo personal de estatus, éxito profesional o altos ingresos. Obviamente, esto no desmerece la legítima aspiración de querer prosperar, pero lo que sí es problemático es ocultar la verdadera motivación tras el argumento de la crianza.

A la postre, este fenómeno puede generar tensiones en la familia. Como ha argumentado la prestigiosa psicóloga M. Jesús Álava Reyes: «Cuando los hijos perciben que se utilizan como excusa, sienten que no son vistos como sujetos, sino como instrumentos». En otras palabras, los niños acaban siendo un escudo retórico más que personas con voz propia.

La utilización de los hijos como excusa revela, en el fondo, un déficit de comunicación honesta. Decir abiertamente «no quiero» o «no puedo» puede resultar incómodo porque implica reconocer límites, aceptar vulnerabilidades o exponerse a críticas. La crianza, en cambio, ofrece argumentos que es difícil que sean cuestionados. ¿Quién se atrevería a reprochar a una madre o a un padre que priorice a sus hijos?

Sin embargo, esta dinámica erosiona la confianza. En la pareja, puede generar resentimiento: si uno de los dos siempre justifica decisiones apelando a los niños, se dificulta discutir en igualdad. En la relación con los hijos, los efectos son aún más delicados. Cuando crecen y empiezan a notar la incoherencia entre lo que se dice y lo que realmente ocurre, pueden sentirse manipulados.

Un caso citado con frecuencia en investigaciones de psicología familiar es el de adolescentes que rechazan participar en ciertas actividades «familiares» porque sienten que en realidad se trata de planes pensados para satisfacer a los adultos. El mensaje implícito que reciben es: «Nuestros padres no nos dicen la verdad, nos usan como argumento».

El insigne pedagogo, investigador y dibujante italiano Francesco Tonucci insiste en la importancia de dar voz real a los niños: «Los adultos suelen decidir por ellos pensando que saben lo que es mejor, pero muchas veces responden a sus propios intereses». La honestidad en la comunicación, incluso con los más pequeños, resulta esencial para construir confianza y autonomía.

¿Cómo se puede evitar caer en estas trampas? No se trata de dejar de lado a los hijos en las decisiones familiares, sino de asumir con sinceridad las propias motivaciones. Algunas estrategias útiles incluyen:

Aludir a los verdaderos deseos. En lugar de decir «no voy a la reunión porque los niños están cansados», se puede decir «estoy cansado y prefiero no ir». Reconocer la responsabilidad personal es un acto de madurez.

Diferenciar necesidades de deseos. Los hijos tienen necesidades objetivas (cuidado, afecto, educación), pero no todas las elecciones de los padres responden a ellas. Ser capaces de distinguir cuándo una decisión es por ellos y cuándo es por nosotros ayuda a mantener la claridad.

Escuchar a los niños. Darles voz en decisiones que les afectan directamente permite reducir la instrumentalización. Incluso los más pequeños pueden expresar preferencias que orienten a los padres.

Fomentar la transparencia en la pareja. Hablar abiertamente de miedos, cansancio o deseos evita recurrir al «paraguas» de los hijos como excusa.

En definitiva, la frase «es por los niños» refleja una paradoja: al mismo tiempo que reconoce la importancia de la crianza, puede ocultar la falta de honestidad en las relaciones adultas. Los hijos, convertidos en excusa, pasan de ser sujetos de derechos a convertirse en un recurso retórico. Al priorizar los propios deseos disfrazados de cuidado infantil y al evitar la comunicación directa, los padres corren el riesgo de dañar la confianza tanto en la pareja como con los propios hijos.

Aceptar que no siempre queremos o podemos hacer algo, y atrevernos a decirlo sin excusas, es un paso hacia una crianza más auténtica y una vida familiar más sana. Como recuerda la psicóloga Brené Brown, profesora e investigadora de la Universidad de Houston, «la vulnerabilidad es la esencia de la conexión humana». Quizá el mayor regalo que podemos dar a nuestros hijos no sea ponerlos como excusa, sino mostrarles, con honestidad, que ser adulto también significa aprender a decir la verdad.


 

miércoles, 27 de agosto de 2025

¿Mejorar la memoria?

Uno de los grandes hándicaps que afligen a la gente de mi edad –aunque no solamente a ella– es la pérdida de memoria. Frecuentemente, nos quejamos de que nos «patinan» las neuronas o hacemos chistes facilones con el nombre de ese médico alemán que no mentamos por si acaso, no vaya a ser que... Y todo ello pese a que está acreditado que la capacidad de recordar lo que se ve, se escucha o se estudia es una habilidad clave para el aprendizaje, incluso para el que llevamos a cabo las personas adultas. Sin embargo, muchos percibimos que olvidamos fácilmente la información que adquirimos y, consecuentemente, nos hacemos la pregunta del millón: ¿existe alguna solución para contrarrestar ese olvido?

Está acreditado que la memoria humana es un proceso complejo, dinámico y altamente selectivo. Pese a que consideramos que podemos recordar cualquier cosa que nos propongamos, la realidad es muy distinta. Como asegura el neurocientífico norteamericano Charan Ranganath (Por qué recordamos, 2024), pionero en el uso de resonancias magnéticas funcionales (IRMf) para estudiar cómo recordamos, el cerebro está biológicamente programado para olvidar la información poco relevante para la supervivencia o para tomar las decisiones cotidianas. Esta capacidad de «olvidar selectivamente» lo protege de la sobrecarga cognitiva, pero plantea paralelamente una problemática significativa en los procesos de aprendizaje. De ahí que Ranganath aborde en su obra una cuestión esencial y enigmática, que el psicólogo alemán H. Ebbinghaus (1850-1909) ya planteó hace más de un siglo: «Gran parte de lo que experimentamos hoy se perderá en menos de un día. ¿Por qué?».

Para dar respuesta a esa pregunta, un estudiante llamado Hilel ideó una estrategia para mejorar la retención de la información, la llamada «Regla del 2-7-30», un método basado en la investigación de Ebbinghaus, pionero en el estudio empírico de la memoria. Este enfoque ha sido respaldado por la neurociencia moderna y se basa en los principios de la repetición espaciada, una técnica comprobada para consolidar conocimientos en la memoria a largo plazo.

El mencionado Ranganath explica en su obra que el cerebro funciona regido por un principio de eficiencia: prioriza la retención de la información que considera significativa y desecha el resto. De ello deduce que «La memoria es esencialmente un proceso competitivo». Es decir, que los recuerdos compiten por ser almacenados, y aquellos que no se refuerzan acaban desvaneciéndose con el tiempo. Este fenómeno fue estudiado en el siglo XIX por Ebbinghaus, quien descubrió lo que se conoce como la curva del olvido. Según sus experimentos, tras adquirir un determinado aprendizaje, se produce una rápida pérdida del recuerdo en los primeros días y, si no media repaso o refuerzo alguno, al cabo de un mes solo se retiene entre el 20 % y el 30 % de lo aprendido.

La curva del olvido representa gráficamente ese deterioro progresivo de la memoria. Sin embargo, Ebbinghaus demostró que es posible modificarla mediante la repetición espaciada, es decir, repasando la información en intervalos de tiempo crecientes.

Este principio ha sido retomado en investigaciones más recientes, que confirman que la repetición distribuida activa los mecanismos neuronales que favorecen la consolidación de recuerdos en el hipocampo y otras estructuras cerebrales implicadas en la memoria a largo plazo (Karpicke & Roediger, 2008).

La regla del 2-7-30 es una aplicación práctica de la repetición espaciada. Consiste en repasar una información clave —ya sea una lectura, un concepto o un conjunto de datos— tres veces después de la primera exposición:

1. A los 2 días: Primer repaso breve, si es posible con técnicas activas como escribir un resumen o hacer una autoevaluación.

2. A los 7 días: Segundo repaso, más profundo, reforzando lo aprendido y ampliando detalles.

3. A los 30 días: Tercer repaso final, que sirve para consolidar el contenido en la memoria a largo plazo.

Este patrón de revisión ha mostrado ser eficaz tanto en el ámbito educativo como en el profesional. Por ejemplo, para aprender vocabulario en un idioma extranjero, se recomienda revisar las nuevas palabras siguiendo estos intervalos. Del mismo modo, si se trata de recordar el contenido de un libro, es útil redactar un resumen tras la primera lectura y revisarlo según el calendario 2-7-30.

La efectividad de la regla del 2-7-30 está respaldada por estudios en psicología cognitiva. En particular, el mencionado trabajo de Karpicke y Roediger (2008) sobre el «efecto del testeo» (https://web.mit.edu/jbelcher/www/learner/retrieval.pdf) demostró que el acto de recordar activamente la información —más que releerla, simplemente— mejora significativamente la retención a largo plazo. La repetición espaciada potencia este efecto, pues obliga al cerebro a reconectar con la información justo cuando está a punto de olvidarla, lo que fortalece las redes neuronales asociadas.

Además, investigaciones más recientes han mostrado que técnicas como la recuperación activa, combinadas con intervalos óptimos de repaso, mejoran la comprensión profunda y la transferencia del conocimiento a nuevas situaciones (Brown, Roediger & McDaniel, 2014; consulta el 14/07/2025 en https://www.hup.harvard.edu/file/feeds/PDF/9780674729018_sample.pdf).

Para aplicar eficazmente la regla del 2-7-30, se pueden seguir estos pasos:

Planificación: Tras leer o estudiar un tema, programar recordatorios para los días 2, 7 y 30 posteriores.

Revisión activa: Evitar releer, simplemente, el material. En su lugar, hacerse preguntas, escribir resúmenes, crear mapas conceptuales o explicar el contenido en voz alta.

Evaluación: En el tercer repaso (día 30), intentar reconstruir el contenido sin ayuda del material original. Ello servirá para medir cuánto se ha retenido realmente.

Variación del contexto: Repasar, en lugares y momentos distintos, ayuda a que el recuerdo sea más robusto, según estudios realizados sobre la variabilidad del contexto.

La regla del 2-7-30 no es una moda ni una técnica de productividad más. Es una herramienta respaldada por más de un siglo de investigación en psicología de la memoria y neurociencia cognitiva. Frente a un mundo donde la sobrecarga de información es constante, recordar de manera eficaz requiere estrategia y método. Esta regla ofrece una forma simple, pero eficiente, de mejorar la memoria y asegurar que el esfuerzo de aprender tenga un impacto duradero. Como dijo Ebbinghaus: «Con la práctica adecuada, el olvido puede ser controlado». En ese sentido, volver a lo clásico no solo es una elección inteligente, sino también profundamente efectiva.



miércoles, 20 de agosto de 2025

El fraude científico y sus amenazas

Va para tres lustros que abandoné las tareas académicas con motivo de mi jubilación como profesor e investigador de la Universidad de Alicante. Este prolongado distanciamiento me da perspectiva para reflexionar sobre algunas de las vertientes de la actividad académica. En este caso concreto, acerca del fraude científico, un fenómeno que ni es novedoso ni se erradicará definitivamente, pero que conviene que se conozca para que se puedan combatir con firmeza y tenacidad las prácticas indignas que amenazan gravemente el futuro de la ciencia y de las universidades, y también las trayectorias profesionales de los académicos.

Quienes conocemos el mundo universitario sabemos que, en las últimas décadas, una creciente amenaza ha sacudido el contexto académico: el fraude científico sistematizado. Lo que antes eran incidentes aislados han evolucionado hacia una industria organizada que carcome los cimientos de la investigación legítima. Un recentísimo estudio, firmado por los investigadores de la Universidad de Northwestern (USA) Richardson, R., Yang, J., & Evans, J. A. (2025). The global rise of fraudulent scientific publications, en Proceedings of the National Academy of Sciences, 122(32), e2402938121. [https://doi.org/10.1073/pnas.2420092122], ha puesto en evidencia la magnitud del problema, revelando que mafias internacionales se dedican a fabricar artículos falsos, vender autorías y manipular citas con fines lucrativos.

Estas redes operan como verdaderas factorías de producción de supuesto conocimiento, que es fraudulento. Según el estudio, existen organizaciones que redactan artículos científicos de baja calidad con datos ficticios, imágenes manipuladas o plagios encubiertos. Posteriormente, los ponen a la venta en el mercado negro académico, donde los investigadores interesados pagan por aparecer como autores. La tarifa varía según la posición que se ocupe. Obviamente, ser primer autor cuesta más que aparecer en el último lugar de la lista.

Si estas prácticas resultan execrables, todavía es más alarmante el hecho de que muchas de las publicaciones referidas logran superar los filtros editoriales y son indexadas en las bases de datos científicas internacionales. Es más, algunos brokers incluso garantizan la aceptación automática mediante falsos procesos de revisión por pares. Esto ha convertido al fraude en un sistema de producción en masa, que ya crece a una velocidad superior a la de la ciencia legítima.

Uno de los ejemplos más notorios es el caso de la revista Bioengineered, gestionada por la editorial Taylor & Francis. Tras detectarse la publicación de miles de artículos potencialmente fraudulentos, la editorial suspendió temporalmente los envíos. Concretamente, entre 2010 y 2023, se identificaron cerca de 9.000 artículos sospechosos en su catálogo, aunque solo 35 han sido oficialmente objeto de retracto y, por tanto, revocados formalmente.

Otro caso destacable es el secuestro de revistas académicas por parte de grupos de delincuentes. Estas mafias adquieren publicaciones que han dejado de operar legítimamente por diferentes razones y las reactivan con el mismo nombre, publicando miles de artículos falsos en pocos meses. De esta forma, logran aprovechar la reputación previa de las revistas para dar una pátina de credibilidad a sus actuales ediciones.

En algunos países, como China, India y Rusia, se ha documentado la existencia de «empresas de servicios académicos» que ofrecen paquetes completos que incluyen redacción del artículo, simulación de datos, manipulación de imágenes, envío a revistas y garantía de publicación. Estos paquetes pueden costar entre 500 y 10.000 dólares.

Por otra parte, la irrupción de herramientas de inteligencia artificial generativa, como los modelos de lenguaje y los generadores de imágenes, ha intensificado el problema. Estas tecnologías pueden automatizar la generación de artículos completos, fabricando texto con apariencia coherente, referencias bibliográficas ficticias y hasta visualizaciones «verosímiles». Esto no solo facilita la proliferación de investigaciones falsas, sino que contamina la literatura científica, afectando incluso a los metaanálisis y a los modelos de IA entrenados sobre corpus bibliográficos. Como señalan los autores del estudio de la Northwestern University, este efecto cascada puede comprometer el avance científico real, al basarse en conclusiones erróneas extraídas de datos inexistentes.

Frente a esta crítica situación, los expertos proponen estrategias para detectar y minimizar el fraude científico, como las que siguen:

1. Fortalecimiento de la revisión por pares, implementando procesos de revisión doble ciego más rigurosos, con verificación cruzada de datos y análisis estadísticos independientes.

2. Uso de herramientas automáticas de detección, desarrollando software especializado en revelar plagio, duplicación de imágenes, inconsistencias en los datos, y referencias falsas. Herramientas como ImageTwin o Statcheck ya están siendo usadas a tal efecto con relativo éxito.

3. Transparencia de datos y códigos, exigiendo a los autores que publiquen los conjuntos de datos originales y los scripts de análisis, fomentando la reproducibilidad y verificación independiente.

4. Desindexación de revistas fraudulentas, eliminándolas de las bases de datos científicas.

5. Reformulación de los incentivos académicos, cuestionando y revisando los sistemas de evaluación de méritos basados exclusivamente en la cantidad de publicaciones o en su factor de impacto. Esto incentiva la productividad a toda costa, aun comprometiendo la calidad o colisionando con la ética.

6. Educación en ética científica, incluyendo formación obligatoria en integridad académica en todos los niveles universitarios y de investigación.

El fraude científico no es solo un problema de deshonestidad individual e institucional, sino una amenaza estructural para el sistema de producción del conocimiento. Cuando los artículos falsos ingresan en las bases de datos y se citan en trabajos posteriores, generan una red de desinformación que puede afectar a decisiones clínicas, políticas públicas o desarrollos tecnológicos.

El estudio de la Universidad de Northwestern no solo denuncia esta situación, sino que hace un llamamiento urgente a la acción coordinada entre editoriales, universidades, agencias de financiación y gobiernos. Concuerdo con lo que se dice, asegurando que solo mediante un esfuerzo conjunto se podrá frenar esta industria del fraude y restaurar la confianza en la ciencia. La transparencia, la rigurosidad metodológica y la ética deben volver a ocupar el centro del quehacer científico. El combate contra el fraude no es, pues, un asunto opcional; es una condición para que la ciencia siga siendo una herramienta válida para comprender y transformar el mundo.



sábado, 2 de agosto de 2025

Valor educativo del aburrimiento

Cuando el curso escolar termina y las actividades extraescolares se detienen, muchos niños se enfrentan a un espacio inesperado: el tiempo libre. Ajeno a los horarios repletos de obligaciones y compromisos, el verano ofrece un terreno fértil para algo que muchos padres temen: el aburrimiento. Sin embargo, lejos de ser un enemigo, puede convertirse en una poderosa herramienta de desarrollo emocional y creativo.

Los psicólogos aseguran que «el aburrimiento no es una carencia, sino una oportunidad para descubrir, explorar e imaginar, porque cuando a los niños se les permite no hacer nada, aprenden a llenar ese vacío con su mundo interior». Esta afirmación cobra especial relevancia en una era donde el exceso de estímulos y la «sobreprogramación» han jibarizado el margen de espontaneidad en la infancia. Muchos padres sienten la presión de mantener a sus hijos constantemente ocupados, temiendo que el aburrimiento derive en conflictos o frustración. Sin embargo, permitir que los niños atraviesen momentos de inactividad favorece la aparición del juego libre, la creatividad y la resolución autónoma de problemas.

La neurocientífica inglesa Susan Greenfield sostiene que «la creatividad florece cuando la mente no está centrada en una tarea específica, sino cuando tiene espacio para divagar». En este sentido, el verano puede ser el mejor escenario para fomentar ese estado mental abierto, sin la presión de los resultados o la productividad. Los niños, al no tener una agenda fija, pueden experimentar con ideas, materiales, historias o juegos que surgen de su propia curiosidad. Es en esos momentos, considerados pérdidas de tiempo en muchas ocasiones, donde nacen los descubrimientos más sorprendentes.

No se trata de dejar que los niños se aburran indefinidamente, sino de ofrecerles un entorno propicio para el juego libre y la creatividad. De lo que se trata es de activar algunas estrategias sencillas y efectivas como:

a) Crear «cajas de aburrimiento»: Se puede preparar una caja con materiales diversos (cartulinas, botones, lanas, revistas viejas, rollos de papel, pegamento, etc.) para que el/la niño/a explore libremente y cree sus propios inventos.

b) O proponer retos creativos semanales: Por ejemplo, construir un refugio con mantas, escribir una historia de detectives, crear una obra de teatro con marionetas hechas a mano o diseñar un juego de mesa casero.

c) Cuando sea posible, se puede fomentar el contacto con la naturaleza: Pasar tiempo al aire libre (en parques, playas, bosques o incluso terrazas) estimula la imaginación, la observación y el movimiento espontáneo.

d) Pueden organizarse «días temáticos»: Elegir un tema (piratas, espacio, dinosaurios, cocina, etc.) y organizar pequeñas actividades alrededor de él, siempre con espacio para que el/la niño/a proponga sus propias ideas.

e) E incluso ofrecer materiales sin instrucciones. En lugar de juguetes con funciones predeterminadas, apostar por elementos abiertos como bloques, telas, cajas, pintura o barro.

f) Es más, hasta se puede respetar el tiempo de no hacer nada: A veces, simplemente mirar por la ventana o tumbarse en el suelo puede ser el inicio de una gran idea.

Una de las claves para que el ocio creativo florezca es que los adultos se conviertan en facilitadores más que en directores de la actividad. Ello implica observar, escuchar y estar disponibles sin invadir el proceso creativo de los niños.

Es importante también revisar nuestras propias expectativas y la tolerancia que tenemos al silencio o al «no hacer nada». Muchas veces, la incomodidad frente al aburrimiento infantil lo que refleja realmente es nuestra dificultad como adultos para desconectarnos del ritmo acelerado que impone la vida moderna.

Aprender a aburrirse sin angustia enseña a los niños tolerancia a la frustración, capacidad de espera y autorregulación emocional. Estas competencias son esenciales para su desarrollo integral. «Los niños necesitan vacíos para llenarlos con lo que ellos son, no con lo que nosotros queremos que hagan», argumenta la pedagoga Elena Piñero. Y añade; «Un niño que se aburre es un niño que está a punto de inventar algo».

Conclusión: Lejos de representar un problema, el aburrimiento en verano puede significar una gran oportunidad. Es en esos momentos sin estructuras ni exigencias cuando los niños conectan con su mundo interior, experimentan el juego sin objetivos y desarrollan habilidades fundamentales para la vida. Como adultos, podemos ofrecer un entorno rico en posibilidades, pero libre de presión. Y sobre todo, confiar en que el aburrimiento no es el fin de la diversión, sino el inicio de algo mucho más valioso: el descubrimiento de uno mismo.



martes, 10 de junio de 2025

El permanente debate sobre la educación

La educación suele considerarse uno de los pilares fundamentales sobre los que se construye cualquier sociedad. Por tanto, no debe extrañar que sea materia de permanente debate, pues los cambios educativos son el correlato de las transformaciones e incertidumbres características de la vida social. En España, hace décadas que el debate sobre el estado de la educación se muestra polarizado: unos apoyan diagnósticos alarmistas que la describen como un sistema casi ruinoso, mientras otros defienden posturas que idealizan la realidad, presuponiendo que se han allanado prácticamente todos los escollos. Sin embargo, por encima de estas visiones extremistas, se impone un análisis equilibrado que permita reconocer los avances y las carencias del sistema. Porque la salud de la educación no es un asunto cerrado y pasivo, sino un reto colectivo y permanente, que apela a todos los actores concernidos.

Al abordar el estado de la educación, uno de los problemas más relevantes es la monotonía vocal imperante en el debate público. A menudo, las decisiones educativas se toman desde despachos alejados de las aulas, desoyendo la experiencia de quienes conviven y trabajan diariamente con los estudiantes. Padres, madres, expertos y, sobre todo, profesores, deberían ser mucho más protagonistas en el diálogo educativo. Hace años que suena la cantinela de que el profesorado es la piedra angular de cualquier reforma educativa, porque desempeña un papel esencial en la formación de ciudadanos críticos y comprometidos. Sin embargo, su voz suele ser postergada, relegándose a un segundo plano, opacada por los intereses políticos o por la presión de discursos mediáticos, que poco tienen que ver con lo que sucede cotidianamente en las aulas.

La escuela debe concebirse como una comunidad viva, que se nutre de la diversidad y responde a ella inclusivamente. Hoy más que nunca vivimos en un país plural y heterogéneo. La inmigración, la desigualdad económica y las nuevas formas de convivencia demandan un sistema educativo capaz de adaptarse a las diferentes realidades del alumnado. La diversidad cultural y socioeconómica no debe considerarse un obstáculo, sino una oportunidad para aprender de la diferencia y construir una sociedad más cohesionada.

La inclusión no puede quedar en un simple lema, ha de ser una práctica cotidiana que traspase los diversos aspectos de la educación: desde el diseño del currículo hasta las metodologías empleadas en el aula. Ello implica, por ejemplo, reconocer que no todos los estudiantes parten de las mismas condiciones materiales y culturales. Las políticas educativas deben garantizar que los recursos lleguen a quienes más los necesitan, para que nadie quede excluido de la posibilidad de aprender y desarrollarse plenamente.

En este sentido, es clave el fortalecimiento de la educación pública. Las escuelas públicas son un espacio privilegiado de encuentro y de igualdad de oportunidades. Frente a la creciente segregación escolar derivada de factores socioeconómicos —que a menudo se intensifica en el ámbito urbano—, la defensa de una educación pública de calidad es una tarea necesaria. No se trata de despreciar a la educación concertada o privada, sino de reconocer que la escuela pública es la única garante de que ningún niño o niña se quede atrás.

Obviamente, esto exige un compromiso decidido por parte de las administraciones: inversión suficiente, recursos adecuados, apoyo a los centros educativos y, sobre todo, reconocimiento y dignificación de la labor docente. No podemos pedir a los profesores que sean la pieza clave de la educación y, al mismo tiempo, tratarlos como meros ejecutores de políticas diseñadas por entes burocráticos y agentes espurios. Su formación, sus condiciones de trabajo y su voz al tomar las decisiones deben ser prioridades en cualquier reforma educativa que pretenda tener éxito.

Como se ha dicho al principio, es importante subrayar que la educación no es un ámbito aislado del resto de la sociedad. Su robustez está profundamente conectada con otros factores: la situación económica de las familias, el acceso a la cultura, las oportunidades laborales y las desigualdades estructurales que afectan a amplios sectores de la población. No podemos exigir a la escuela que solucione todos los problemas sociales, pero sí debemos considerarla un espacio privilegiado para combatir la desigualdad y fomentar la convivencia democrática.

Es también esencial evitar la tentación de adoptar soluciones simplistas o recetas mágicas. A menudo se escuchan propuestas que prometen arreglarlo todo con algunas simples medidas, sea una nueva ley, un nuevo currículo o una nueva herramienta tecnológica. Quienes hemos dedicado nuestra vida laboral a la educación sabemos que es un proceso complejo, dependiente de muchos factores, y que requiere tiempo y paciencia para dar frutos. De ahí que las reformas deben ser el resultado de un diálogo persistente y no de la imposición de modas pasajeras o de intereses partidistas.

La evaluación del sistema educativo debe ser igualmente una tarea rigurosa y equilibrada, sin alharacas ni reduccionismos. No se trata de negar los problemas reales —que los hay, y algunos son graves—, pero tampoco de caer en el desaliento y la desgana. Existen indicadores que muestran avances significativos en la educación española: tasas de escolarización altas, reducción del abandono escolar temprano y una mayor conciencia sobre la importancia de la inclusión. Sin embargo, persisten retos como la desigual calidad de los centros, la falta de atención a la diversidad, la presión excesiva sobre el profesorado o el desfase entre la escuela y las necesidades de la sociedad actual.

Por eso, más que dialogar sobre la supuesta «crisis de la educación», probablemente deberíamos abordar los desafíos que enfrenta y las oportunidades que ofrece para transformarse. La pandemia de la COVID-19, por ejemplo, puso en evidencia las carencias del sistema, pero también mostró la capacidad de adaptación y la creatividad de muchos docentes y centros escolares. Hoy tenemos la oportunidad de aprender de esa y otras experiencias complejas y repensar la escuela como un espacio más flexible, abierto a la innovación y atento a las necesidades reales del alumnado.

Otro aspecto clave es la relación entre la escuela y la sociedad. La educación no puede limitarse a la transmisión de contenidos académicos: debe formar ciudadanos capaces de pensar críticamente, de convivir con los demás y de comprometerse con el bien común. Esto exige replantear el currículo y dar más espacio a materias que fomenten la reflexión ética, la creatividad, la educación emocional y la participación democrática. La escuela debe ser un lugar donde se aprenda a pensar, pero también a ser y a convivir.

En conclusión, la salud de la educación en España no es tan mala como algunos proclaman, pero tampoco tan buena como quisiéramos. Su estado aconseja una mirada crítica y, sobre todo, un compromiso colectivo para mejorarla. Debe escucharse más a los docentes, apoyar más a las familias y, sobre todo, creer en la capacidad transformadora de la escuela. La educación no es solo un derecho, sino la base de las sociedades que aspiren a ser justas, libres y democráticas. Por ello, el reto no consiste en repetir viejas recetas o en imponer soluciones desde arriba, sino en construir juntos un sistema educativo que responda a los desafíos del presente y prepare a nuestros jóvenes para el futuro.




sábado, 7 de junio de 2025

Hoy no había clase

Aquí estamos, juntos de nuevo, pese a que ha transcurrido más de media vida desde que dejamos aquellas clases llenas de risas y desafíos. Manolo, Jorge y Vicente, los profes que un día nos vieron crecer, ya han sobrepasado los setenta. Y nosotros: Valeriano, Consuelo, José Manuel Bermúdez, Juana, Antonio Maciá, Coronado, Palmira, Eleuterio, Miguel Amorós, Rafa, Mari Ángeles, Pili, Fela, Villaescusa, M. Carmen Picó, Juanma Cascales, Antonia Pagán y Cristóbal Villar, rozamos los sesenta. Pero hoy, entre las brasas chisporroteantes y las bromas que vuelan como cuarenta años atrás, nos sentimos nuevamente como aquellos chavales que fuimos, cuando éramos alumnos en el Colegio Ruperto Chapí, igual que lo fueron otros más jóvenes, como Yolanda Bermúdez y José V. Campayo que también nos acompañaban.

Es justo que agradezcamos la esplendidez de Consuelo, que nos ha abierto las puertas de su casa familiar en El Moralet, una partida rural del término municipal de Alicante, colindante con El Verdegás y La Cañada del Fenollar, cuyo nombre se considera relacionado con los viejos cultivos de moreras, vinculados a la producción de la seda en el pasado. Históricamente, ha formado parte de un corredor que conectaba las tierras de Alicante con las de San Vicente del Raspeig, por donde discurre la línea del ferrocarril Alicante – La Encina, que a lo largo del siglo pasado facilitó el transporte de mercancías agrarias y pétreas. Con anterioridad era un territorio de secano poblado de almendros, olivos y algarrobos. También contaba con pequeñas explotaciones de esparto y algunas canteras de piedra que abastecían a las construcciones locales.

Los vecinos de El Moralet han tenido siempre una importante vinculación con los de las partidas vecinas y sus tradiciones, como es el caso de las fiestas patronales de La Alcoraya o de las romerías de Fontcalent. Por otro lado, era habitual que los habitantes de distintas partidas se ayudasen en la recolección de la almendra o de la oliva, estrechando y reforzando los lazos comunitarios. Hoy en día, El Moralet sigue siendo un lugar donde el pasado rural se percibe con nitidez: senderos antiguos, campos estructurados en terrazas y un paisaje que recuerda que esta tierra siempre fue generosa con quienes la cuidaron.

Las brasas crepitando y el humo que se ensortija con el aire parecen acercar consigo los recuerdos. Vicente recorre los corrillos, pregunta por nuestros privativos asuntos y atiende interesado las respuestas, que se enredan con las bromas y comentarios que se suscitan. Manolo gesticula ostentosamente cuando se afana en contar su última ocurrencia, cosa que hace con el mismo esmero y vehemencia con que explicaba los intríngulis gramaticales en sus clases. Jorge, que siempre supo ver más allá de los libros, levanta la copa y, con voz trémula, brinda por los muchos años que no nos han separado… y por los que nos quedan por compartir.

Brindis improvisados fragmentan la barrera del tiempo. Entre bocados y carcajadas, emergen recuerdos y nostalgias del mismo modo que se reavivan las brasas. Valeriano, que no ha perdido su energía ni sus ganas de batallar, parlotea igual que lo hacía en clase para defender a un compañero o rebatir los argumentos de sus profesores. Su mirada sigue siendo la misma, cargada de una curiosidad ilimitada.

Con su risa clara y contagiosa, Consuelo «se burla» de su hermano José Manuel, igual que lo hacía cuando compartían banco en las aulas. «¿Te acuerdas cómo copiabas de mis libretas?», le dice entre carcajadas. Y él, con su sonrisa pícara, le responde: «¡Y lo bien que se me daba, que los profes ni se enteraban!». Ambos no pueden eludir mirarse con el afecto de quienes han compartido casa, familia, confidencias y barrabasadas.

Juana se aproxima con un plato de pinchos morunos. Coronado le comenta que se nota que lo de asar es un arte que domina. Y ella, con su actitud tranquila, se encoge de hombros y sonríe: «No es tan distinto de cuando ayudaba en mi casa o a los profes con las cosas del cole. Todo es cuestión de paciencia», apostilla, sabiendo que ha sido el secreto de sus mejores momentos.

Palmira y Eleuterio (Lute, cariñosamente para todos) fueron en su día dos peculiares outsider, cada uno a su manera. Hoy ella no está con nosotros, pero los imaginamos recordando aquella ocasión en que él se quedó dormido durante una excursión y casi lo dejamos olvidado. Cuando despertó, riéndose, repetía: «¡Sí, siempre llegaba tarde, pero al final llegaba!». Y ese «siempre llegaba» es algo que hoy parece que cobra especial sentido en su caso.

Miguel Amorós y Rafa están junto a la barbacoa, como si fueran dos pinchadiscos controlando la música de la noche. Miguel se acuerda de sus  casi olvidadas charlas, de cuando soñaba con tocar la guitarra en un grupo y Rafa lo inundaba de «cassettes» que le «guindaba» a no recuerdo quién. Hoy, entre brasas y cerveza, siguen discutiendo sobre las canciones que no pueden faltar en un buen concierto, o sobre cualquier cosa, pero desisten inmediatamente porque no quieren desaprovechar un solo segundo del buen rollo que embarga a todo el mundo.

Mari Ángeles nos sigue desde la distancia a través del whatsup, sin perderse detalle. Ha prometido concurrir a la próxima. Y Pili, siempre tan vital, se encarga de que nadie se quede sin probar las viandas y terciar en el encuentro. «No me hagas correr más, que ya no tengo veinte años», se le oye decir, aunque lo desmienta una vitalidad que apenas ha sufrido merma. Fela, con su sonrisa dulce y esa voz que calma, cuenta anécdotas que parecen de otro tiempo. «¿Os acordáis de aquel viaje a la playa en el que nos perdimos?», pregunta. Y todos asentimos porque ese día acabó en risas y canciones que aún hoy, al cerrar los ojos, podemos escuchar.

M. Carmen Picó sigue sin sorprendernos: ni está, ni se le espera: Tampoco vinieron hoy García Villaescusa, ni Juanma Cascales, al que imaginamos con su impostada seriedad, el recurso con que se las ingenia para hacernos reír a todos. Finalmente recordamos a Antonia Pagán y a Villar. Como otras veces, nos preguntamos qué será de ellos.

Vicente zascandilea de aquí para allá, observándonos a todos. Su mirada refleja el mismo afecto que proyectaban sus ojos cuando éramos adolescentes. «Verlos aquí, juntos, tantos años después, me llena de gozo», se oye que le dice a Manolo con voz queda. Y este, que nunca fue de grandes discursos, asiente y añade con esa dicción cavernosa tan particularmente suya: «No lo olvidéis: lo importante no es solo que el fuego esté encendido, sino que lo compartamos». Sentencia que espolea a Jorge que, con su peculiar gracejo, levanta la copa y dice: «¡Por nosotros! Por los que fuimos, por los que somos, y por los que seguiremos siendo mientras el cuerpo aguante».

Proliferan las risas y las miradas cómplices. Cada historia que se cuenta, cada anécdota que se revive, es como un abrazo que no se ve, pero se siente. Sonreímos al recordar aquella vez que Antonio Maciá se presentó en clase con un poema para el día de la madre. Estaba tan emocionado que casi se le escapan las lágrimas. Hoy, con la copa en la mano, se ríe de sí mismo mientras asegura que «lo recitaría otra vez, si no se me trabara la lengua».

Los recuerdos se entrelazan con el aroma de las viandas y el regusto del vino. El murmullo de las conversaciones asemeja una música de fondo. Cada sonrisa esconde la certeza de que la vida nos ha regalado un valioso tesoro. Porque celebramos la suerte de haber convertido aquellos años en un imaginario refugio que todavía nos acoge, y que podemos compartir. Y aunque hayan cambiado las fisonomías, aunque arrugas y canas certifiquen el paso de los años, lo esencial sigue intacto: el cariño, la complicidad y esa sensación de que, en el fondo, seguimos siendo los mismos entusiastas profesores e idénticos risueños y fogosos alumnos adolescentes.

Así que alzamos de nuevo las copas y brindamos: «Por los profes, que nos enseñaron mucho más que los libros. Por nosotros, que hemos aprendido que lo más importante no es el tiempo pasado, sino las ganas de seguir coincidiendo. Por este encuentro, que nos recuerda que, a pesar de los años, todavía sabemos cómo pasarlo bien y cómo querernos. Y por Consuelo, la anfitriona, por su enorme generosidad y por su afecto».

En el Moralet, a 7 de junio de 2025

 



sábado, 8 de febrero de 2025

Educar en y para la paciencia

«Paciencia» es un cultismo, etimológicamente derivado del vocablo «padecer», proveniente del término latino «pati», que es a su vez herencia del griego «pathos», que significa «sufrir», «soportar». El DRAE ofrece para él siete acepciones, de las que me interesan hoy las cuatro primeras, a saber: 1. Capacidad de padecer o soportar algo sin alterarse; 2. Capacidad para hacer cosas pesadas o minuciosas; 3. Facultad de saber esperar cuando algo se desea mucho; y 4. Lentitud para hacer algo.

Por tanto, puede deducirse que tener paciencia equivale a poseer la capacidad de saber esperar a que los hechos sucedan, sin anticiparse o angustiarse en exceso y sin prorrumpir en alharacas o aspavientos innecesarios. Es una postura activa frente a los acontecimientos que se desea que ocurran, y una actitud alternativa a la apatía, la comodidad o la depresión. La paciencia es, además, uno de los valores primordiales del ser humano, que es necesario para crecer como individuo y para vivir armoniosamente en sociedad. Pese a ello, es una cualidad que no se valora socialmente como se debiera. Las precariedades e inmediateces asociadas a la era digital han deteriorado algunas capacidades básicas de las personas, como la paciencia, la perseverancia, la tolerancia a la frustración o la memoria. Ello y otros factores han impulsado la emergencia de generaciones subyugadas por la inmediación, niños y jóvenes que desconocen o desdeñan sin más el esfuerzo y la perseverancia, que son valores necesarios para alcanzar muchas de las metas que nos proponemos en la vida.

En general, sabemos que la educación es una tarea compleja, que se complica cuando hay que llevarla a cabo con niños que tienen «mucho carácter», que más coloquialmente calificamos de maleducados. Suelen ser chiquillos y muchachos que actúan de manera inadecuada e impetuosa, se expresan con ademanes desmedidos y acostumbran a imponer su voluntad. Sus comportamientos incluyen rabietas, cambios de humor y malos modos, así como dificultades para seguir las instrucciones o respetar las normas que se les dan. Intentan contumazmente hacer lo que les apetece, desentendiéndose de las necesidades de los demás. En fin, desafían a los adultos hasta conseguir lo que desean, pues ni saben afrontar la frustración, ni identifican y gestionan adecuadamente sus emociones, ni las de quienes les rodean.

Cuando se equivocan y no se les da la razón, o se les impide hacer lo que quieren, reaccionan con una ira desmesurada que exteriorizan con rabietas, lloros y destrozos, o con violencia física y verbal. Exigen saber el porqué de las cosas, obtener respuesta inmediata a sus inquietudes y sentir que controlan a los demás. Si no lo consiguen, se enfadan y se muestran irrespetuosos e imprudentes. Y todo ello complica extraordinariamente su vida familiar y social.

Sin embargo, un niño de voluntad firme, o con carácter, no tiene por qué ser una persona mala o maleducada, pues lo que condiciona el desajuste de sus actuaciones y el enfrentamiento continuo con los adultos es su temperamento. Este es la base biológica que influencia la conducta y está condicionado por procesos fisiológicos y factores genéticos. Es innato y, a su vez, es la materia prima sobre la que se modela el carácter a través de la interacción con el entorno y con los demás. De manera que con el temperamento nacemos, porque es la parte instintiva que nos hace reaccionar de determinada manera, que nadie nos enseña. Es un modo espontáneo y natural de reaccionar desde la emoción. Es la capa instintivo-afectiva de la personalidad, sobre la que interactúan la inteligencia, la voluntad y las influencias ambientales a lo largo de la vida, moldeando los rasgos que nos caracterizan y diferencian, nuestra peculiar forma de pensar, de sentir y de actuar. En suma, el temperamento es el sustrato sobre el que construimos nuestro carácter, que no heredamos sino que aprendemos.

Por tanto, en la tarea educativa, es esencial que los adultos (padres y educadores, fundamentalmente) conozcan las características específicas del temperamento de un determinado niño o joven, porque ello les permitirá entender sus reacciones sin perder la serenidad. También es esencial forjar sólidos vínculos con ellos a base de empatizar con sus inquietudes, intentar contagiarles la tranquilidad y dar respuesta a sus necesidades emocionales, En todo caso, las relaciones deben sustentarse en el afecto y el respeto mutuos, elementos que ayudan significativamente a modular progresivamente su comportamiento.

A cuanto antecede debe añadirse que el fulgurante estilo de vida actual, dominante abrumadoramente en las ciudades, donde vive más de la mitad de la población, hace que niños y jóvenes crezcan envueltos en un sinfín de rutinas llenas de actividades y estén gobernados por horarios repletos de planes, que estimulan continuamente prisas e impaciencias. No es necesario insistir en la importancia que tiene la coherencia entre el mensaje que se ofrece a los menores sobre el valor de la paciencia y el que observan y viven, para que puedan integrarlo de manera adecuada y funcional. Algo que en la sociedad globalizada no es nada sencillo. Sin embargo, como sabemos, la vida, además de requerir paciencia, nos obliga a hacer elecciones continuamente. Y debemos observar atentamente lo que nos rodea, ponderar los condicionantes, elegir los objetivos y disponernos a actuar con los recursos disponibles para lograrlos, sabiendo de antemano que toda elección responsable y coherente exigirá esfuerzos y renuncias en el corto plazo, de la misma manera que con toda probabilidad aportará beneficios en diferido.

Llegados a este punto, podemos preguntarnos por qué es importante educar la paciencia, con paciencia. Y la respuesta es categórica: porque esta cualidad permite adquirir de manera concatenada múltiples valores. La paciencia aporta perseverancia, y esta permite adquirir nuevas habilidades, ser creativos y razonar, hasta conseguir los objetivos propuestos. Potenciar la constancia ayuda a forjar personas agradecidas y satisfechas consigo mismas, pues coadyuva a que tomen conciencia del esfuerzo que se requiere para alcanzar las metas y del proceso necesario para conseguirlas. Las personas pacientes se desenvuelven mejor a nivel social porque saben escuchar e intervenir cuando les corresponde, y disfrutar de las interacciones grupales sin que les embargue la desazón o el estrés.

Existen diferentes maneras de favorecer esta virtud, que es un valor que no solo debe trabajarse en la infancia, sino que puede y debe potenciarse a lo largo de la vida. El primer requisito para educar la paciencia es practicarla: el ejemplo es el mejor estimulante de la imitación. El modelo que se ofrece discreta y perseverantemente supera la eficacia de la mejor orden, instrucción o consejo.

Otra estrategia para educar la paciencia es integrarla en las rutinas diarias, como un valor más de la vida, haciendo entender a niños y jóvenes que los turnos y las esperas son parte de la cotidianeidad. No todo puede lograrse de inmediato. Es más, ni siquiera es conveniente que así sea, puesto que muchas aspiraciones escapan a nuestro alcance. Las emociones que genera la espera, como la frustración, la inseguridad o la incertidumbre, deben ser objetivos fundamentales del aprendizaje.

Más aún, es aconsejable que se incorpore con naturalidad al comportamiento cotidiano la expresión, la demostración y la compartición de las emociones que se experimentan. Tanto de las placenteras (alegría, ilusión...), como de las incómodas o desagradables (frustración, miedo, envidia...). Evidentemente, ello requiere práctica, reiteración, toma de conciencia y aprendizaje. Y también exige, obviamente, esfuerzo continuado y paciente por parte de los adultos que guían y orientan a niños y jóvenes. Porque ello les obliga a ofrecer disponibilidad, escucha y validación de sus emociones, a  acompañarlos incondicionalmente y a ser ejemplos de conductas adecuadas a cada situación.

No lo olvidemos, patientia est mater omnium virtutum.



jueves, 14 de noviembre de 2024

La sociedad de la desconfianza y de la sospecha

He escrito en alguna otra ocasión que las denominadas emociones básicas contribuyen a facilitar el equilibrio personal y a asegurar la adaptación social, aspectos ambos transcendentales para la vida. Una de esas emociones es la confianza, que no es sino la esperanza firme que se tiene en alguien y la certidumbre depositada en su respuesta. La confianza es un recurso muy valioso que facilita las relaciones interpersonales y ayuda a entenderlas. Sabemos por experiencia que cuando confiamos en alguien no albergamos duda de que cumplirá sus compromisos. Y eso nunca ha tenido precio, y menos aún lo tiene en estos tiempos.

La confianza puede analizarse desde el punto de vista individual y desde una perspectiva sociológica. Por un lado, está contrastado que cuanta más confianza tenemos en nosotros mismos más fácilmente logramos lo que nos proponemos. Por otro, se sabe que el sentimiento de confianza es un recurso fundamental para cualquier grupo social porque, aunque es un bien intangible, no deja de ser un elemento real y provechoso que constituye un activo importantísimo del capital social de una determinada colectividad. De hecho, cuanto más abunda en ella más rica se considera, pues donde predomina la confianza es más fácil cooperar, emprender, hacer negocios o impulsar iniciativas sociales que donde prima la desconfianza.

Pese a ello, cada vez más gente cree en los bulos, sin que resienta su fe la reiterada demostración de que son meras falacias. A quienes han determinado creer y han llegado a la conclusión de que a ellos no les van a engañar no les convence argumento alguno. Como alguien dijo muy acertadamente, la batalla de los hechos está perdida para quienes han decidido creer. No solo aceptan sin reparo las noticias falsas que se difunden involuntariamente con apariencia de ciertas, sino lo que es mucho peor, admiten a pies juntillas las informaciones deliberadas que provocan el miedo o el odio, con el inconfesable objetivo de contribuir a la subversión del orden legítimamente establecido.

Los bulos son un vetustísimo recurso, ahí está el refranero para atestarlo. Ofrecen explicaciones rápidas y falsas que alimentan la sospecha muy eficientemente. Incluso es probable que esta sea su auténtica esencia, por encima de su vocación de ser creídos. Tal vez su finalidad última sea lograr que la gente ya no crea nada más, que sospeche, que recele, que no haya verdades y que la incertidumbre solo pueda combatirse a base de sospechas. Parece que estamos construyendo una sociedad desconfiada y recelosa, que alimenta una oleada reaccionaria para aplastar los presuntos excesos democráticos y sociales de las últimas décadas, una sociedad que destierra lo que pervive del espíritu universalista y emancipador que predicaba el relato de la modernidad.

A menudo tengo la impresión de que se acallaron casi definitivamente las voces de los más sabios, de que los más capaces ni saben ni pueden hacer lo necesario para combatir tanto desafuero. El sunami reaccionario y negacionista enmudece los mensajes sobre la imperiosa necesidad de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y de combatir el cambio climático, de defender a los más vulnerables y de preservar a las frágiles instituciones democráticas. Se está imponiendo la doctrina de la dominación jerárquica, de la posibilidad falaz de unirse al bando ganador, de cercenar hasta el límite de lo posible la capacidad de respuesta de la ciudadanía, de desmontar el estado del bienestar y favorecer a los que más tienen, de elegir a los peores gobernantes justo en el momento en que las gigantescas crisis naturales y convivenciales existentes en el planeta requieren la concurrencia de los mejores.

Se impone la idea del Estado como protector y botín para los propios y como instrumento para disciplinar y arruinar a los extraños, que son mis enemigos. Las instituciones no deben regular, ni proteger ni contribuir a que los ciudadanos y la sociedad avancen y estén protegidos, sino para garantizar que cada uno permanezca en su sitio, donde le corresponde por derecho natural. Se impone el sálvese quien pueda, el gobierno de los negacionistas, la gobernanza de los incompetentes.

En esta tesitura apenas se oye el mensaje desesperado de quienes pensamos que si aspiramos a sobrevivir como especie necesitamos impulsar sin demora un colosal esfuerzo de mitigación climática, antes de que sea imposible revertir la situación. Necesitamos una sociedad civil y unas instituciones más robustas, unos sindicatos más fuertes, unos partidos más audaces y un Estado que coordine y proteja frente a las crecientes amenazas y catástrofes. Percibo que, poco a poco, el fascismo y la crisis climática se entremezclan y erigen en una única y definitiva amenaza, jamás en una solución. Frente a ello, en mi humilde opinión, no cabe persistir en el perfeccionamiento ad aeternum de los mensajes, sino en reinventarlos, en reconstruir los mensajeros y los medios para hacerlos llegar efectivamente a sus destinatarios.

Si la confianza contribuye al enriquecimiento personal y al incremento del bienestar general, como es evidente que la desconfianza conlleva importantes costes personales y sociales, ¿cuál es la razón para que sea tan común la segunda? Básicamente, la desconfianza es un mecanismo de autoprotección. Cuando nos percibimos indefensos frente a algo o a alguien tendemos a desconfiar mucho más que cuando nos sentimos fuertes y seguros. De ahí que la desconfianza sea un dudoso patrimonio, compañero de la inseguridad, originado en el miedo a no saber defenderse de las amenazas sean reales o imaginadas. Los desconfiados acostumbran a ser personas temerosas, con baja autoestima, que se sienten vulnerables y se protegen de todo y en cualquier situación. La tensión que acumulan y el círculo vicioso en el que se desenvuelven no hacen sino empeorar su situación porque, al desconfiar sistemáticamente de los demás, motivan que adopten comportamientos reactivos que coadyuvan a que sientan verificadas sus hipótesis, fortaleciendo sus ideas acerca de la desconfianza.

No deja de ser paradójico contrastar que llegamos a la vida sintiendo las emociones de los demás con naturalidad, con plena empatía. Los primeros pasos de cualquier ser humano son esencialmente emocionales y, sin embargo, esa concurrencia casi universal se pierde en el olvido en un escasísimo intervalo de tiempo. Anteponemos la educación de los sentidos o de la razón a la educación de la emoción y del deseo, olvidando una cautela esencial: la educación emocional es sustancial para la crianza tanto en el ámbito doméstico como en el escolar y social.

Una persona que perfecciona la educación emocional crece confiada y confiando en sí misma, es capaz de percibir sus capacidades y déficits, aprende de sus errores, tiene autoestima y es asertiva, posee habilidades sociales y recursos para resolver los conflictos, es capaz de enfrentarse a los desafíos diarios y se comunica con los demás exitosamente. No en vano las emociones condicionan el modo como afrontamos la vida; y de ahí la radical importancia de su educación. Abogo tajantemente por la educación emocional como prerrequisito de cualquier aprendizaje exitoso, sea personal, social o académico. La reivindico como quimera educativa. Como alguien dijo en cierta ocasión, la confianza de un pájaro no está en que la rama sobre la que se posa no se rompa, está en sus propias alas.



martes, 26 de septiembre de 2023

Contra la desidia educativa

La semana pasada leí con asombro una columna titulada «Vienen a por nuestros hijos», en el diario El País, firmada por Najat El Hachmi, una colaboradora habitual del periódico. En ella afirmaba con rotundidad que estamos dejando que los niños sean educados por desconocidos que se cuelan en sus móviles. Aseguraba, con razón, que los chiquillos europeos no son «dickensianos» porque no tienen que apañárselas para sobrevivir autónomamente en la realidad material, pero contrariamente sí están desamparados y solos ante el peligrosísimo espejo que es el móvil. Y es que, según parece, el acceso a la pornografía se inicia a los ocho años porque el omnipotente aparato suele ser un regalo típico que se hace con motivo de la primera comunión. Frente a ello, Najat se preguntaba con angustia: «¿De verdad a alguien le puede parecer sensato que le demos a un ser humano que necesita de sus padres para alimentarse y vestirse un artilugio que lo aboca a una realidad abisal en la que incluso a los adultos nos cuesta identificar a los lobos?».

Según he podido averiguar, el 50% de los niños y niñas entre 11 y 13 años han visto pornografía en internet, pues las plataformas de contenidos pornográficos no exigen verificación de edad. El vídeo porno on line más visto suma 225 millones de visitas y recrea una brutal violación en grupo, que se puede visualizar con un par de clics aun teniendo solo nueve años… Mientras tanto, la mayoría de madres y padres siguen pensando que los menores que ven porno son siempre los hijos de los demás. Y despreocupadamente olvidan, como lo hacemos casi todos, algo fundamental: la responsabilidad hacia la infancia incluye a todas las niñas y niños, y nos atañe a todos, tanto si somos padres o madres, abuelas o abuelos, como si no tenemos esa condición.

Por otro lado, y para completar el panorama, la última revolución del tecno-porno infantil ya está aquí. No es otra cosa que el uso de inteligencia artificial para generar de manera ágil e impune contenido pornográfico protagonizado por menores. Como nos cuentan últimamente en los telediarios, los creadores de este novedoso porno son niños (inimputables cuando son menores de 14 años) que crean los contenidos a través de apps al alcance de cualquiera. Se inspiran en el porno duro que consumen en plataformas en las que no existe la verificación de edad y los difunden en aplicaciones como WhatsApp, donde los mensajes están cifrados de extremo a extremo. Es decir, donde nadie (ni siquiera WhatsApp) puede leer o escuchar lo que se envía. Obviamente, las plataformas no se responsabilizan del contenido que generan ni del que difunden. Paradójicamente, los agresores (y a la vez víctimas) son niños y niñas, hijas del último tsunami feminista, víctimas de violencia sexual en un contexto de absoluta desprotección.

No debe extrañar, por tanto, la crudeza de los datos que se contrastan en la estadística de condenados menores, que difunde el Instituto Nacional de Estadística (INE). En concreto, el Registro Central de Delincuentes Sexuales, que contiene la información relativa de los condenados en sentencia firme por cualquier delito tipificado por la ley como sexual, refleja 3.201 condenados adultos por estos delitos para el año 2022, lo que supone un 0,2% más que el año anterior. El 97,0% fueron varones y el 3,0% mujeres. En el caso de los menores, hubo 501 condenados por delitos sexuales, un 14,1% más que el año anterior. El 97,0% fueron varones y el 3,0% mujeres. Los adultos cometieron 3.835 delitos, un 3,2% menos que en 2021. De este total, 762 fueron considerados abuso y agresión sexual a menores de 16 años, 1.458 abuso sexual, y 462 agresión sexual, de las que 46 fueron consideradas violación. Por su parte, los menores cometieron 636 delitos, un 4,4% más que en 2021. De este total, 389 fueron considerados abuso y agresión sexual a menores de 16 años, 134 abuso sexual, y 27 agresión sexual, de las que cuatro fueron consideradas violación.

De manera que es hora de gritar que los derechos de la infancia se incumplen en Europa de manera generalizada. Es hora de exigir que Europa se ponga las pilas y lidere una regulación capaz de adaptarse al ritmo que la tecnología exige. Es hora de reclamar a los ciudadanos europeos (padres y madres, abuelas y abuelos; y a quienes no son una cosa ni otra) que se tomen en serio la educación de las nuevas generaciones. Porque mientras tanto, seamos claros, ningún menor está a salvo.



miércoles, 9 de agosto de 2023

Imagen de los maestros rurales

Durante los pasados días he leído la tesis doctoral que compuso y defendió José Antonio Leal Canales en la Universidad de Extremadura, en 2014, con el rótulo El maestro de escuela rural en la narrativa del siglo XX. El autor fue maestro de escuela rural en los inicios de su carrera profesional y explicita su añeja atracción por un personaje con el que se identifica. Por otro lado, aunque no lo dice expresamente, me parece que no son ajenos a su proyecto otros acontecimientos acaecidos en los primeros años del actual milenio, entre ellos, el estreno de películas y documentales sobre los maestros de la II República (Las maestras de la República, de Pilar Pérez Solano, 2013, entre otros) y la publicación de algunos libros sobre los fusilamientos y torturas que sufrieron muchos por el mero hecho de haberse identificado con una idea de la educación y de la vida que, por lo general, fue más pedagógica que política. Es el caso del libro de María Antonia Iglesias, Maestros de la República. Los otros santos, los otros mártires (2006).

Leal Canales inicia su trabajo de investigación asegurando que el personaje del maestro rural no ha recibido mucha atención por parte de los narradores, probablemente porque nunca encarnó las características del héroe. Tal vez por ello, en la mayoría de las obras suele aparecer como actor secundario. Solo en determinados momentos históricos logró concitar un especial interés, que generalmente se vincula a un cierto sesgo político. Ocurre esto, singularmente, en las obras narrativas ambientadas en el periodo de la Segunda República y también en los años previos e inmediatamente posteriores.

El objetivo del autor es mostrar al personaje del maestro rural a base de rastrearlo y analizarlo en docenas de obras, mayoritariamente novelas, dejando constancia de cómo aparece descrito en ellas. Su trabajo, que se extiende por espacio de casi 700 páginas, lo estructura en cuatro grandes apartados, subdivididos en prolijos sub-apartados. Los cuatro grandes epígrafes a los que aludo son: la introducción, en la que aborda los precedentes y la situación del maestro rural en el marco histórico, político y educativo del siglo XX, así como su contextualización en la narrativa española del periodo. Un segundo apartado en el que expone la evolución novelística, desglosando autores y tendencias. Un tercer epígrafe en el que aborda la figura del maestro rural como persona y como personaje literario. Y en el último capítulo de la obra desglosa las conclusiones de su investigación, acompañándolas de una exhaustiva bibliografía, tanto de obras de carácter general como de otras, específicamente narrativas. Entre las conclusiones a las que llega el autor, destacaría especialmente las que siguen.

Los maestros de escuela rural, en tanto que personajes literarios, han interesado poco a los narradores españoles del siglo XX. Sin embargo, con relativa frecuencia aparecen en las novelas como personajes secundarios. Solo adquieren una relevancia protagonista en las novelas centradas en la Segunda República, probablemente porque, tomados de la propia realidad política del momento, resultan ser figuras trágicas. Emergen así perfiles humanos y profesionales bien conformados que se tornan en mártires, como Ezequiel (Historia de una maestra), fusilado ante las tapias de un cementerio, o como don Gregorio (La lengua de las mariposas), cuyo destino es evidente, una vez detenido y obligado a subir al camión junto con otros republicanos. También revisten cierto interés para los narradores los personajes que sufren las consecuencias de la guerra, aunque no hayan sido condenados a muerte, como es el caso de Gabriela, esposa de Ezequiel o de Irene Gal (Diario de una maestra).

La mayor parte de los narradores que se interesan por el maestro rural han tenido alguna relación con la enseñanza. Así sucede con la novela que describe más ampliamente el personaje (Historia de una maestra), cuya autora, Josefina Rodríguez Aldecoa, estuvo muy relacionada con la educación, pues dirigió el colegio Estilo, de Madrid, inspirándose en teorías educativas que había aprendido en Inglaterra y Estados Unidos, así como en el krausismo y en la Institución Libre de Enseñanza. Sabemos, también, que el personaje de Gabriela está inspirado en la biografía de su madre, que fue maestra. Por su parte, la autora de Diario de una maestra, Dolores Medio, estudió Magisterio y ejerció como maestra rural. De hecho, su novela es en gran medida una recreación de su propia vida, abarcando desde los estudios en la Escuela Normal hasta su depuración tras la guerra civil.

Como decía, en muy pocos casos los maestros aparecen como protagonistas de las novelas. Y cuando sucede, suelen ser mujeres. Sin embargo, habitualmente emergen enredados entre los personajes secundarios, casi como elementos decorativos que dan color al paisanaje local y animan tópicos del mundo rural. En ocasiones se presentan como seres temidos que violentan y maltratan a los alumnos, mostrándose en otros casos, paradójicamente, como figuras deseadas, con perfiles que suelen corresponder a mujeres jóvenes y bellas. El autor refrenda estas y otras afirmaciones sobre la caracterización y la tipología de los maestros y maestras rurales con profusión de ejemplos concretos.

Respecto a la evolución del personaje, solo parece existir una novela que ofrece una amplia panorámica del mismo, desde sus inicios, como profesional destinado en una aldea, hasta la vejez. Se trata de la trilogía de Josefina Rodríguez Aldecoa, integrada por las novelas Historias de una maestra, Mujeres de negro y La fuerza del destino. En ellas se aprecia como la protagonista, Gabriela, ha ido evolucionando desde la ingenuidad de la maestra joven, recién egresada de la Escuela Normal, entusiasta y vocacional, hasta la desesperanza que se describe en la última novela, en la que una mujer ya jubilada, tras su exilio mexicano, vuelve a Madrid a pasar la última etapa de su vida, y analiza lo que han sido todos los años que dedicó a la profesión.

Por otro lado, al margen del personaje contextualizado en el breve periodo que supuso la Segunda República, del análisis de las obras narrativas estudiadas, se concluye que el maestro ha estado siempre politizado en mayor o menor medida. Así, por un lado, estuvo sometido al poder de los caciques rurales, de quiénes dependía económicamente, como se explicita en algunas novelas ambientadas en el primer tercio del siglo XX (El médico rural, Doña Mesalina, Los gozos y las sombras). Y lo mismo sucedió tras el paréntesis republicano con la dictadura franquista, que impondrá un tipo de profesional sumiso con el régimen (El florido pensil, Escenas del cine mudo, Entre líneas).

Interrumpiré la recensión que vengo desgranando porque está lejos de mi ánimo arruinar el interés que pudiera tener la investigación para cualquier lector. De modo que concluiré diciendo que me parece que estamos ante un trabajo interesante, que complementa otros estudios sobre el magisterio de carácter socio-histórico, quizá más documentados y rigurosos, que tal vez alleguen una aproximación más certera de la realidad sobre la que versan, pero probablemente lo hacen de manera mucho más fría que la que ofrece el análisis textual al que me refiero, que seguramente permite entender mejor cómo era la vida de los maestros rurales durante el siglo XX. En todo caso, se puede recurrir a una amplia bibliografía referenciada en el trabajo de investigación

Concluiré con una mención a Aristóteles, que el autor ofrece a modo de corolario de su tesis y que, a mi juicio, resume plenamente sus intenciones: «La ficción es más verdadera y más universal que la historia». Pese a todo, si algún lector está interesado en conocer íntegramente el trabajo mencionado, puede hacerlo a través del siguiente enlace:

https://www.educacion.gob.es/teseo/mostrarRef.do?ref=1113288#



sábado, 15 de julio de 2023

Yo estuve allí

15 de julio, por fin llegó el gran día, una ardorosa jornada para completar otra semana canicular. Atrás quedaron momentos de nerviosismo, de impaciente espera del ansiado reencuentro acordado por un nutrido grupo de personas, que nacieron cuando se iniciaba la década de los 70 y que finalizaron la EGB mediada la de los 80. La cita era a las 14:00 h. en el restaurante Rincón del Polío, de San Vicent del Raspeig. Hacía días que la emoción estaba a flor de piel. A medida que iban llegando, unos se reconocían a primera vista y se apresuraban a abrazarse y besarse alborozadamente. Otros, más timoratos o confusos, reiteraban a quienes encontraban la misma pregunta: «¿Te acuerdas de mí?». Tras las lógicas vacilaciones, reaccionaban con efusivas muestras de afecto y adoptaban actitudes de innegable complacencia. Los profesores abrazábamos a unos, besábamos a otros y los mirábamos a todos, porfiando por identificar y poner nombre a cada rostro, asociándolo con las imágenes que todavía retenemos de su infancia. Ciertamente, eran unos chiquillos cuando los conocimos y, después de tantos años, cuesta reconocerlos escudriñando en la fisonomía de personas en plenitud, que fueron en su día nuestros alumnos en el extinto Colegio Público Ruperto Chapí.

Proliferaban los piropos entre compañeras y compañeros. Por momentos, las risas y expresiones de satisfacción se adueñaban del ambiente. Algunos apenas podían controlar la emoción y contener las lágrimas. Otros confesaban haberse desvelado la noche anterior, imaginando los detalles del feliz reencuentro. Los profes estrujábamos las neuronas para lograr reconocer las vetustas siluetas y rostros infantiles en las fisonomías actuales, intentando colocar a cada cual en el imaginario pupitre de su clase.

Seguro que se me olvidará alguien — si así fuere, aquí tienen los omitidos mis disculpas por anticipado—, pero creo recordar que allí estuvieron Juan Carlos Almagro, Santiago Vera, José V. Campayo, Miguel Ángel Cubí, José Ignacio Ros, Isabel Fernández, Javier Ramírez, José A. Sánchez (Toño), Asunción Martí, Toñi Aracil, M. Mar Richart, Carmen Cana, Jaime Sarrión, David García, Rafa Forner, Alberto Guzmán, María Cristina Sánchez, María José Muela, Pedro M. Amat, Juan Carlos Blanco, Ubaldo Martínez, Bernardo Esquiva, Yolanda Pomares, M. Cristina Soro, Leopoldo Gumpert, David Cubí y Agustín Congost. También Manolo y Vicente, en representación de los profesores. Una amplia y cualificada muestra del más de medio centenar de chicas y chicos que integraron la promoción que concluyó la EGB el año 1985, si no me falla la memoria.

Nos aplicamos a dar buena cuenta del menú negociado por los organizadores —es justo que destaque aquí el afán y los buenos oficios desplegados por Miguel Ángel Cubí y Cristina Soro, y el apoyo de J. Ramírez—, integrado por aperitivos varios tales como tostas con tomate y alioli, jamón de reserva y queso manchego, dúo de croquetas de jamón, queso fresco frito con mermelada casera de tomate, calamares a la andaluza y gambas al ajillo. Como plato principal se ofrecía arroz del señoret (seco, o meloso con verduras), bacalao al horno gratinado con alioli y solomillo a la pimienta. Obviamente, todo ello bien regado con refrescos, cervezas y vino. Naturalmente, dimos cumplida cuenta de las viandas, pero lo auténticamente relevante fueron los prolegómenos y la sobremesa, en los que compartimos infinidad de anécdotas, vivencias, risas y muchos, muchos recuerdos.

Rememoramos las danzas y las canciones, los juegos y los deportes, la cantina y los murales…, las excursiones y los viajes de fin de curso. Las envidias y pelusas que generaban los destellos del «Ruperto» entre los colegios vecinos: Emilio Varela, Lucentum, La Paz… Tiempo para el recuerdo y para las pequeñas nostalgias, ¿por qué no? Reminiscencias de las contingencias y acontecimientos que vivimos en aquella pretérita época. Escenarios lejanos y complacientes que sirvieron de telón de fondo a la gratificante travesía que significó nuestro paso por el Colegio. Hechos acontecidos y aspiraciones imaginadas. Anécdotas y vivencias que recordamos con ternura e incluso con cierta melancolía. Materia inagotable para las improvisadas tertulias, abigarradas de temas y profusión de inquietudes; demasiadas cosas para abordarlas en tan poco tiempo. Diálogos a una, a dos y hasta a tres bandas. Nostalgia, filosofía de la cotidianidad, recuerdos enhebrados con expresiones benévolas y azucaradas, mientras se consumen cafés, aguas minerales y algún cubata.

Cerrar el encuentro fue difícil porque a nadie le apetecía marcharse. A los profesores nos hubiese gustado concluirlo con un pronunciamiento y un deseo imaginarios: «¡Gracias por volver al Colegio! ¡Como siempre, os esperamos de nuevo con las puertas y los brazos abiertos!». Pretensiones que, como sabemos, era imposible materializar. No obstante, podéis estar seguros, como lo estamos nosotros, de que encontraréis otros espacios igualmente gratificantes —como lo habéis hecho hoy— y de que surgirán nuevas oportunidades para reencontrarnos en el futuro. Finalmente, permitidme que concluya esta apresurada crónica con unas postreras reflexiones sobre aquel tiempo feliz que compartimos en el barrio Virgen del Remedio, donde transcurrió vuestra infancia.

En aquellos años, en aquel distrito de la ciudad donde vivíais con vuestras familias, como tantas otras gentes humildes y laboriosas, una legión de niños y muchachos consumíais la niñez y estrenabais la adolescencia. Nosotros, los maestros, nos afanábamos para transmitiros nuestro mejor legado, empecinados como estábamos en que prosperaseis y en ayudaros a crecer y a ser ciudadanos responsables, participantes activos en la construcción de la nueva sociedad que reestrenaba la democracia, en la que debían prevalecer la decencia, la solidaridad y el civismo.

Siempre he tenido el convencimiento de que, en el precario e improvisado contexto que representó el desaparecido colegio Ruperto Chapí, todos juntos cocinamos un menú especial. Los chavales y las familias aportasteis llaneza, disposición, energía, actitud y, por encima de todo ello, generosidad. Nosotros, los profesores, pusimos sobre la mesa y os ofrecimos esfuerzo y dedicación, aderezados con nuestro compromiso, saber profesional y afecto. Nos parecía que eran los mejores ingredientes para ejercer el oficio de maestro, sin duda una forma decente de ganarse la vida pero, sobre todo, una manera de ganar la vida de los otros, como ha subrayado en alguna ocasión Emilio Lledó, uno de nuestros últimos filósofos y sabios vivos. Así pienso que fue entonces y así considero que lo es ahora. Maestros y alumnos, alumnos y maestros conviviendo estrecha y apasionadamente en los apretados territorios de las aulas. Inventando y rentabilizando los recursos, exprimiéndolos en esos efímeros y verosímiles escenarios, donde unos intentan ayudar a otros para que todos aprendan a ser y a estar, a vivir y a convivir. Allí germinan las semillas, crecen las raigambres, se tejen las relaciones y se conforman urdimbres que perduran años y años. Nada, ni los privativos espacios familiares, ni las fructíferas trayectorias personales, ni los éxitos o sinsabores profesionales y vitales atenúa el brío de los viejos vínculos, de las intensas complicidades que se forjaron. Bien al contrario, los aprendizajes, los afectos, las anécdotas, los recuerdos, las reelaboradas conciliaciones que se fraguaron durante aquellos años se mantienen vivos en la memoria de quienes fuimos sus protagonistas. Hoy hemos disfrutado de una excelente oportunidad para comprobarlo. Gracias, chavales, por hacerlo posible. Salud y progreso para todas y para todos.


PROMOCIÓN DE 1985 (C. P. RUPERTO CHAPÍ)

Grupo A

Matilde Albaladejo Pastor

Juan Carlos Almagro Ruiz

Isabel Alonso Lozano

Gregorio Alonso Osma

Francisco Álvarez Pareja

Pedro M. Amat Fernández

Antonia Aracil Marcos

Antonio Aragón Gómez

Mª Fuensanta Argilés Lucas

José Asensi Sánchez

José Luis Barriga Parra

Miguel Barrull Díaz

Juan Carlos Blanco García

Ana María Callado Hernández

José Vicente Campayo Martínez

Carmen Cana Herreros

Mª Isabel Carrasco Grimaldos

Agustín Congost Doménech

David Coronado Vives

Miguel Ángel Cubí Aracil

Ricardo Díaz Moreno

Mª Isabel Fernández Mérida

Mª José Fernández Moresi

Adela Ferrero Díaz

Rafael Forner Navalón

Jesús Miguel García Cano

David José García Ferrol

Javier Gómez García

Eva Izquierdo López

Mª Asunción Jaén Harinero


Grupo B


David CubÍ AraciL

Bernardo Esquiva García

Leopoldo Gumpert Jiménez

Alberto Guzmán Martínez

Ana Hernández García

José C. Lahoz Benito

Manuel J. López Martínez

Gregorio A. Lucas Pedroche

Carlos Marco Bonilla

Mª Asunción Martí Jiménez

Roberto Martín Fernández

Ubaldo Martínez Calvo

Mª José Muela Rosado

Rafael Pascual García

Mª Dolores Piqueras Ortíz

Yolanda Pomares Rico

Javier Ramírez Cruz

María del Mar Richart Carrasco

José Juan Rodríguez Sánchez

José Ignacio Ros Puche

Mª del Mar Samper Soriano

Cristina Sánchez Bustos

Juan Antonio Sánchez Ibarra

Jaime Sarrión Santamaría

Vicente Sarrión Santamaría

Javier Solís Cárdenas

María Cristina Soro Martínez

José Manuel Jiménez Valdivieso






martes, 18 de agosto de 2020

Libros, tablas de salvación

Toda biblioteca es un viaje; 
todo libro es un pasaporte sin caducidad.
(Irene Vallejo, "El infinito en un junco”)

La historia de la humanidad es tan maravillosa como sorprendente. Cualquiera de nosotros, tras perfeccionar innumerables lecturas y aprendizajes, después de atesorar centenares de experiencias y lecciones de vida, creemos saber algo de ella. Y, sin embargo, con poca atención que prestemos a lo que sucede a nuestro alrededor, descubrimos facetas y ángulos de la realidad que nos sorprenden como si fuésemos muchachos imberbes.

Cuando allá por los años setenta estudiaba Geografía e Historia en la Universidad de Alicante escuché de boca de algunos de mis profesores algunos vocablos, escasamente inteligibles entonces que, años después, a través de lecturas más sosegadas, asocié con el programa político que activó la administración Roosevelt entre 1933 y 1938 con el triple objetivo de ayudar a las capas más desfavorecidas de la población norteamericana, reformar los mercados financieros y, finalmente, dinamizar la economía de aquel país tras la Gran Depresión originada por la crisis de 1929. Me refiero, entre otros, al llamado New Deal (Nuevo Trato), una iniciativa política marcadamente intervencionista que, ventajas e inconvenientes aparte, que de todo tuvo, incluyó proyectos ingeniosos. Uno de ellos fue el denominado Pack Horse Library Project que incidió especialmente en el estado de Kentucky y contó con el apoyo explícito de la señora Roosevelt. Para materializarlo se creó una brigada de bibliotecarias a caballo –no podía ser de otro modo en un territorio con semejante tradición en crianza y competición equina– que recorrió la franja este, una zona montañosa en plenos Montes Apalaches cuyos habitantes habían sido especialmente golpeados por la crisis y tenían escasa conexión con el resto de los Estados Unidos.

Kentucky ha sido tradicionalmente, y sigue siéndolo, un estado agrícola y ganadero, aunque en las últimas décadas las manufacturas industriales y el turismo tienen un peso creciente en su PIB. En los años 30 del pasado siglo, el proyecto mencionado para llevar la cultura a las zonas aisladas y desfavorecidas atrajo el interés de muchas bibliotecarias, estableciéndose en las poblaciones remotas un servicio de préstamo de libros a caballo. Además de atenderlo, las visitas de las singulares amazonas servían para difundir noticias y transmitir mensajes a las personas de las diferentes localidades, reduciendo su endémico aislamiento. Al principio, como sucede casi universalmente en los territorios mal comunicados, los lugareños recibieron el programa recelosos y escépticos, pero las gentiles y esforzadas bibliotecarias consiguieron vencer las resistencias e impulsar la demanda de libros y revistas, hasta el punto de verse desbordadas por las solicitudes en ciertas ocasiones. Algunas organizaciones locales participaron en la iniciativa con contribuciones dispares: lo mismo compraban nuevos libros que ampliaban la red de préstamos. El trabajo de las amazonas les exigía dedicación total cualquiera que fuese la época del año. Para atender los servicios comprometidos debían afrontar fríos, caminos en pésimo estado y dificultades formidables. Todo ello a cambio de un salario que apenas alcanzaba los 30 dólares al mes, que en la actualidad equivaldrían aproximadamente a unos 400.

Pese a tan cicateras retribuciones, a principios de la década de los 40 se habían sumado al programa alrededor de treinta bibliotecas que prestaban libros a unos 100.000 habitantes. En 1943 se cerró el grifo de la financiación y el proyecto finiquitó. Para entonces ya se había puesto en marcha un ambicioso plan de infraestructuras que había impulsado la construcción de modernas carreteras. De ahí que comenzasen a aparecer por los recónditos territorios de Kentucky los bibliobuses, esas bibliotecas ambulantes de larga tradición en los Estados Unidos que siguieron activas hasta bien entrada la década de los 50. En resumen, durante los ocho años que duró el Pack Horse Library Project fue una herramienta fundamental para promover la cultura y luchar contra el analfabetismo en estas áreas casi perdidas de un Estado en las que casi nadie podía ir a la escuela.

Cuando conocí la labor de las aguerridas bibliotecarias “kentuckyanas” no pude evitar recordar una iniciativa autóctona, también pionera y casi coincidente con aquella en el tiempo y en las motivaciones. Me refiero a las bibliotecas que promovieron las Misiones Pedagógicas por especial empeño de uno de sus fundadores, Bartolomé Cossío, para el que no había nada mejor que educar deleitando. De ahí el objetivo republicano de difundir por toda España el placer de leer. Por cierto, una pretensión que noventa años después sigue teniendo rabiosa actualidad. Marcelino Domingo, ministro de instrucción pública en los albores de la II República, advertía de que no era suficiente construir escuelas para asegurar el desarrollo cultural que España necesitaba sino que urgía divulgar y extender el libro. Además de dotar de escuelas públicas a todos los pueblos de España, reconocía que era imprescindible crear pequeñas bibliotecas rurales que despertasen el amor y el afán por la lectura, haciendo asequibles y deseables los libros y poniéndolos al alcance de todas las manos.

Para el ideal republicano la biblioteca podía llegar a ser un instrumento de cultura tan eficaz o más que la escuela. Muy especialmente en el medio rural, donde sus gentes, sobre todo las personas adultas, nunca habían ido ni tendrían oportunidad de ir a la escuela, ni de aprender a leer. Por ello, la lectura en voz alta de los misioneros y, después, de los hijos escolarizados de los campesinos, les abrirían las puertas de su imaginación y de otras realidades y les proporcionarían conocimientos que de otro modo nunca adquirirían, descubriendo el placer, no de leer, pero sí de escuchar lo que cuentan los libros en la voz de sus hijos. Los niños y jóvenes del mundo rural sí podrían experimentar por sí mismos el placer de la lectura porque descubrirían los tesoros ocultos en las páginas de los libros, dando rienda suelta a su imaginación y a su fantasía. Nada de todo ello sería posible sin una biblioteca escolar que sirviese de agencia de lectura pública y posibilitase el préstamo a todos los vecinos, fuesen niños o mayores, mujeres u hombres. La biblioteca rural iba a convertirse en un instrumento eficientísimo para lograr la máxima republicana de “acercar la ciudad al campo con objeto de alegrarlo, humanizarlo y civilizarlo”.

Más allá del atraso secular o coyuntural de cualquier territorio, la historia de la Humanidad está plagada de desdichas vinculadas a situaciones dramáticas y desesperadas (persecuciones religiosas, dictaduras sanguinarias, exterminios raciales…). Pero, como ha dicho Mónica Zgustova (Vestidas para un baile en la nieve), incluso en los abismos de la vida “somos criaturas sedientas de historias”. Probablemente por esa razón llevamos libros con nosotros, o dentro de nosotros, a todas partes; también a los territorios del espanto, como si se tratase de eficaces botiquines contra la desesperanza. De manera que abogo porque, como viene sucediendo en los últimos seis u ocho mil años (da igual el formato con el que se han revestido en cada época), los libros sigan ayudándonos a sobrevivir en las grandes, en las históricas catástrofes, pero también en las pequeñas tragedias de nuestras vidas.