Ser madre o padre implica un sinfín de responsabilidades, pero también sirve de coartada para explicar nuestras decisiones. Una de las más comunes —y a veces más problemáticas— se resume en la frase «es que los niños no me dejan» o su variante «lo hacemos por los niños». Detrás de esta aparente justificación se esconden dinámicas complejas: desde la evasión de responsabilidades hasta la manipulación emocional.
Una de las formas más explícitas de estos comportamientos se produce cuando los padres utilizan a los hijos como excusa, es decir, como argumento para evitar hacer algo que en realidad no desean. En la vida cotidiana es habitual escuchar frases como: «No puedo ir al gimnasio porque los niños no me dejan», «no viajamos porque con los niños es imposible» o «dejé de estudiar porque tengo que estar con ellos».
Naturalmente, criar a los hijos exige tiempo y energía, y conlleva limitaciones reales. Sin embargo, como señalan los psicólogos familiares, a menudo frases como las mencionadas encubren una verdad más incómoda: no quiero hacerlo, no me interesa o no sé cómo hacerlo. La excusa de los niños funciona entonces como un «pararrayos» que desvía eventuales críticas externas.
Un ejemplo ilustrativo que ha utilizado algún profesional es el de una madre de dos niños pequeños, que decía habitualmente que no retomaba sus clases de inglés porque «los niños absorbían todo su tiempo». Sin embargo, cuando comenzaron a ir a la escuela, ella siguió posponiendo el proyecto. En conversación con una amiga, reconoció finalmente: «La verdad es que me da miedo enfrentarme a algo que siento que ya olvidé». Los hijos eran, en realidad, una coartada para tapar su inseguridad.
El sociólogo François de Singly, profesor de sociología en la Facultad de Ciencias Humanas y Sociales de la Sorbona, Universidad de París Descartes, explica que en la vida familiar «los niños se convierten en un recurso simbólico que los adultos utilizan para legitimar decisiones propias». Es decir, no solo son objeto de cuidados, sino también de discursos que facilitan justificar elecciones personales.
Pero, más allá de la excusa, también se constata otra dinámica cuando los padres proyectan sus propios intereses encubriéndolos bajo la máscara del bienestar infantil. La frase «lo hacemos por los niños» a menudo encubre la satisfacción de deseos adultos.
Un ejemplo frecuente tiene que ver con la elección de los lugares de vacaciones. Una determinada familia decide pasar una semana en un complejo turístico «porque es perfecto para los niños». Sin embargo, en la práctica, ellos terminan aburridos haciendo actividades que conocen sobradamente o poco adaptadas a sus edades, mientras los adultos disfrutan del spa, de largas cenas o de interminables sobremesas. En este caso, la justificación infantil legitima la búsqueda de comodidad por parte de los padres.
Algo similar sucede en contextos más sustanciales, como las expectativas laborales. Hay padres que afirman que mantienen un empleo estresante «para dar lo mejor a sus hijos», cuando en realidad en su decisión pesa tanto o más que ello el deseo personal de estatus, éxito profesional o altos ingresos. Obviamente, esto no desmerece la legítima aspiración de querer prosperar, pero lo que sí es problemático es ocultar la verdadera motivación tras el argumento de la crianza.
A la postre, este fenómeno puede generar tensiones en la familia. Como ha argumentado la prestigiosa psicóloga M. Jesús Álava Reyes: «Cuando los hijos perciben que se utilizan como excusa, sienten que no son vistos como sujetos, sino como instrumentos». En otras palabras, los niños acaban siendo un escudo retórico más que personas con voz propia.
La utilización de los hijos como excusa revela, en el fondo, un déficit de comunicación honesta. Decir abiertamente «no quiero» o «no puedo» puede resultar incómodo porque implica reconocer límites, aceptar vulnerabilidades o exponerse a críticas. La crianza, en cambio, ofrece argumentos que es difícil que sean cuestionados. ¿Quién se atrevería a reprochar a una madre o a un padre que priorice a sus hijos?
Sin embargo, esta dinámica erosiona la confianza. En la pareja, puede generar resentimiento: si uno de los dos siempre justifica decisiones apelando a los niños, se dificulta discutir en igualdad. En la relación con los hijos, los efectos son aún más delicados. Cuando crecen y empiezan a notar la incoherencia entre lo que se dice y lo que realmente ocurre, pueden sentirse manipulados.
Un caso citado con frecuencia en investigaciones de psicología familiar es el de adolescentes que rechazan participar en ciertas actividades «familiares» porque sienten que en realidad se trata de planes pensados para satisfacer a los adultos. El mensaje implícito que reciben es: «Nuestros padres no nos dicen la verdad, nos usan como argumento».
El insigne pedagogo, investigador y dibujante italiano Francesco Tonucci insiste en la importancia de dar voz real a los niños: «Los adultos suelen decidir por ellos pensando que saben lo que es mejor, pero muchas veces responden a sus propios intereses». La honestidad en la comunicación, incluso con los más pequeños, resulta esencial para construir confianza y autonomía.
¿Cómo se puede evitar caer en estas trampas? No se trata de dejar de lado a los hijos en las decisiones familiares, sino de asumir con sinceridad las propias motivaciones. Algunas estrategias útiles incluyen:
• Aludir a los verdaderos deseos. En lugar de decir «no voy a la reunión porque los niños están cansados», se puede decir «estoy cansado y prefiero no ir». Reconocer la responsabilidad personal es un acto de madurez.
• Diferenciar necesidades de deseos. Los hijos tienen necesidades objetivas (cuidado, afecto, educación), pero no todas las elecciones de los padres responden a ellas. Ser capaces de distinguir cuándo una decisión es por ellos y cuándo es por nosotros ayuda a mantener la claridad.
• Escuchar a los niños. Darles voz en decisiones que les afectan directamente permite reducir la instrumentalización. Incluso los más pequeños pueden expresar preferencias que orienten a los padres.
• Fomentar la transparencia en la pareja. Hablar abiertamente de miedos, cansancio o deseos evita recurrir al «paraguas» de los hijos como excusa.
En definitiva, la frase «es por los niños» refleja una paradoja: al mismo tiempo que reconoce la importancia de la crianza, puede ocultar la falta de honestidad en las relaciones adultas. Los hijos, convertidos en excusa, pasan de ser sujetos de derechos a convertirse en un recurso retórico. Al priorizar los propios deseos disfrazados de cuidado infantil y al evitar la comunicación directa, los padres corren el riesgo de dañar la confianza tanto en la pareja como con los propios hijos.
Aceptar que no siempre queremos o podemos hacer algo, y atrevernos a decirlo sin excusas, es un paso hacia una crianza más auténtica y una vida familiar más sana. Como recuerda la psicóloga Brené Brown, profesora e investigadora de la Universidad de Houston, «la vulnerabilidad es la esencia de la conexión humana». Quizá el mayor regalo que podemos dar a nuestros hijos no sea ponerlos como excusa, sino mostrarles, con honestidad, que ser adulto también significa aprender a decir la verdad.