Fue
a mediados de 2005 cuando tuve las primeras noticias acerca de la economía
circular. Entonces andaba entretenido con los retos que planteaba a la docencia
universitaria el novedoso proceso de convergencia al Espacio Europeo de Educación
Superior. Poco que ver con los asuntos de la Economía, aunque hasta cierto
punto. Digo esto porque fue precisamente en aquellos días cuando algunos de quienes
trabajábamos en los nuevos planteamientos de la educación universitaria tomábamos
conciencia de la conveniencia de conocer de primera mano las lagunas y retos a los
que se enfrentan los agentes económicos, para tratar de incorporarlos al diseño
de la formación de los universitarios en lugar de darles la espalda, desvinculando
los procesos formativos de las exigencias del sistema productivo, como era y
sigue siendo habitual. No es que una cosa deba condicionar la otra, pero tampoco
parece razonable que lo segundo obvie sin más lo primero. Al menos así lo
veíamos quienes participamos en una de las pocas jornadas que se organizaron para
propiciar el acercamiento entre las partes que, en este caso, me parece que se
llevó a cabo en la Universidad de Alcalá.
Fue
por entonces cuando –no recuerdo exactamente a través de quién o de qué manera– cayó
en mis manos la versión en castellano de Cradle
to Cradle. Remaking the way we make things, un libro publicado tres años
antes por el químico Michael Braungart y el arquitecto William McDonough en el
que proponían una estrategia pionera para configurar el ecologismo, cambiando
radicalmente los enfoques precedentes. Abandonaban la regla de las 3R (reducir,
reutilizar y reciclar), popularizada por Greenpeace, y ofrecían como
alternativa atajar los problemas desde la raíz, es decir, desde la “cuna” (cradle), intentando que los procesos
productivos concluyan revisitando su punto de partida (de ahí, cradle to crudle: de la cuna a la cuna).
Este concepto es, justamente, el núcleo seminal de la economía circular, una
propuesta que aspira a la casi completa eliminación de los residuos,
convirtiéndolos en materias primas que se utilizarán para crear nuevos
productos. Se consigue así un sistema que genera empleo local y que no es
deslocalizable porque, en un contexto de escasez y fluctuación de los costes de
las materias primas, contribuye a la seguridad del suministro y a la
reindustralización de un determinado territorio.
Así
pues, se trasciende el propósito –insuficiente– de reducir los consumos de
energía, porque esa lógica finiquita los recursos, que se acabarán más tarde,
pero se agotarán inevitablemente. Lo que se ambiciona es un objetivo mucho
más ventajoso: que desde el propio diseño y concepción de cualquier producto,
estrategia o política se tengan en cuenta todas las fases evolutivas de los elementos
involucrados (extracción, procesamiento, utilización, reutilización,
reciclaje…). De tal de manera que se minimicen los gastos energéticos e incluso
que el balance entre inputs y outputs sea positivo. En otras palabras, la
economía circular ofrece un modelo económico basado en el principio de cerrar
el ciclo de vida de los recursos, asegurando que se produzcan los bienes y
servicios necesarios minimizando el consumo y el desperdicio de energía, de agua
y de materias primas.
Por
tanto, significa una alternativa radical a la tradicional economía lineal, articulada
sobre la secuencia “tomar, hacer, desechar” y basada en el consumo de enormes
cantidades de materias primas y de energía, baratas y de fácil acceso, que ha
sido el motor esencial del desarrollo industrial, que si bien ha generado
históricamente un crecimiento sin precedentes ha llegado a un punto en que es
insostenible. Por ello, hace algunos años que las cosas han empezado a cambiar,
al menos para algunos. El incremento de la volatilidad de los precios, los
riesgos en las cadenas de suministros, la economía digital y las crecientes
presiones sociales, entre otros elementos, han alertado a los líderes
empresariales y a los responsables políticos sobre la necesidad de repensar el
uso de las materias primas y de la energía. De hecho algunos consideran que ha
llegado el momento de aprovechar las ventajas potenciales de la economía circular
como alternativa a la linealidad tradicional. En definitiva, dicho muy
simplistamente, que es hora de apostar por un modelo económico sostenible que
desvincule el desarrollo económico global del consumo de recursos finitos y
aborde los crecientes desafíos a los que se enfrentan las empresas y las sociedades,
generando crecimiento y empleo, y reduciendo los efectos medioambientales de la
actividad económica, incluidas las emisiones de dióxido de carbono.
Para
que este modelo funcione es necesario que se involucren los principales actores
a nivel social y económico, desde las instituciones públicas encargadas del
desarrollo sostenible y del territorio, hasta las empresas que buscan
resultados económicos, sociales y ambientales. También la sociedad, que fundamentalmente
debe tomar consciencia plena de sus necesidades reales. Si se confluye en esa
sinergia será posible disminuir el uso de los recursos, reducir la
producción de residuos y limitar el consumo de energía, pero para ello es
necesaria una reorientación productiva en el conjunto del Planeta. Y ello
merece la pena porque, además de los beneficios ambientales, esta propuesta es
capaz de generar riqueza y empleo (también en el ámbito de la economía social)
en el conjunto del territorio y su desarrollo permitirá obtener ventajas
competitivas en el contexto de la globalización.
A lo
largo de este verano he ido conociendo una retahíla de noticias que colisionan
frontalmente con los planteamientos precedentes. No me parece que el proteccionismo
y las guerras comerciales, ni el abandono del Acuerdo de París contra el
cambio climático, propiciados por el gobierno de Trump, favorezcan un ápice la
economía circular. Tampoco atisbo contribución alguna por parte de la política
agrícola y medioambiental de Bolsonaro, o por la pervivencia del modelo de desarrollo económico chino basado
en la producción de artículos de baja calidad con inversión intensiva de mano
de obra y energías fósiles, por poner tres ejemplos significativos entre los
centenares que existen.
No
entiendo cómo es posible que hayamos dejado el gobierno del Planeta en manos de
gente tan miserable como la mencionada, que ni conoce el significado de palabras como
solidaridad, humanismo o filantropía, ni tiene entrañas. Ni ellos ni los
jerifaltes que mangonean los grandes lobbys que los aúpan al poder parecen
tener hijos ni nietos. Siguen mirando para otro lado mientras todos (ellos
incluidos) recorremos un itinerario imposible, que acabará quebrando hasta las
más elementales pulsiones de la vida, incluidas la propia supervivencia y la de
la especie. Parece importarles un carajo dejar a sus descendientes un mundo en el
que vivir no será otra cosa que un continuo penar para sobrevivir en un Planeta
crecientemente arrasado por las catástrofes derivadas del calentamiento global
y de otros factores, que ya han dejado de ser una mera preocupación de los
estudiosos y académicos para ser realidades que recogen diariamente los
telediarios: ingentes deshielos en la Antártida y Groenlandia, gigantescas sequías
que azotan regiones enormes (Afganistán, Cuerno de África, Sudáfrica,
Centroeuropa…); pavorosos incendios que alcanzan dimensiones desconocidas en la
Amazonía, California, Siberia, etc. (y, obviamente, las réplicas que sufrimos localmente, cuyo dramatismo aumenta cada año). En fin, por añadir un solo dato, referiré
que los expertos aseguran que si permitimos que aumente un grado más la
temperatura en la Tierra cambiará radicalmente la sociedad que conocemos. Y me
pregunto: si esto es así, ¿a qué esperamos para iniciar el descomunal tsunami
que la Humanidad necesita para salvarse?