jueves, 29 de agosto de 2019

A favor de la economía circular

Fue a mediados de 2005 cuando tuve las primeras noticias acerca de la economía circular. Entonces andaba entretenido con los retos que planteaba a la docencia universitaria el novedoso proceso de convergencia al Espacio Europeo de Educación Superior. Poco que ver con los asuntos de la Economía, aunque hasta cierto punto. Digo esto porque fue precisamente en aquellos días cuando algunos de quienes trabajábamos en los nuevos planteamientos de la educación universitaria tomábamos conciencia de la conveniencia de conocer de primera mano las lagunas y retos a los que se enfrentan los agentes económicos, para tratar de incorporarlos al diseño de la formación de los universitarios en lugar de darles la espalda, desvinculando los procesos formativos de las exigencias del sistema productivo, como era y sigue siendo habitual. No es que una cosa deba condicionar la otra, pero tampoco parece razonable que lo segundo obvie sin más lo primero. Al menos así lo veíamos quienes participamos en una de las pocas jornadas que se organizaron para propiciar el acercamiento entre las partes que, en este caso, me parece que se llevó a cabo en la Universidad de Alcalá.

Fue por entonces cuando –no recuerdo exactamente a través de quién o de qué manera– cayó en mis manos la versión en castellano de Cradle to Cradle. Remaking the way we make things, un libro publicado tres años antes por el químico Michael Braungart y el arquitecto William McDonough en el que proponían una estrategia pionera para configurar el ecologismo, cambiando radicalmente los enfoques precedentes. Abandonaban la regla de las 3R (reducir, reutilizar y reciclar), popularizada por Greenpeace, y ofrecían como alternativa atajar los problemas desde la raíz, es decir, desde la “cuna” (cradle), intentando que los procesos productivos concluyan revisitando su punto de partida (de ahí, cradle to crudle: de la cuna a la cuna). Este concepto es, justamente, el núcleo seminal de la economía circular, una propuesta que aspira a la casi completa eliminación de los residuos, convirtiéndolos en materias primas que se utilizarán para crear nuevos productos. Se consigue así un sistema que genera empleo local y que no es deslocalizable porque, en un contexto de escasez y fluctuación de los costes de las materias primas, contribuye a la seguridad del suministro y a la reindustralización de un determinado territorio.

Así pues, se trasciende el propósito –insuficiente– de reducir los consumos de energía, porque esa lógica finiquita los recursos, que se acabarán más tarde, pero se agotarán inevitablemente. Lo que se ambiciona es un objetivo mucho más ventajoso: que desde el propio diseño y concepción de cualquier producto, estrategia o política se tengan en cuenta todas las fases evolutivas de los elementos involucrados (extracción, procesamiento, utilización, reutilización, reciclaje…). De tal de manera que se minimicen los gastos energéticos e incluso que el balance entre inputs y outputs sea positivo. En otras palabras, la economía circular ofrece un modelo económico basado en el principio de cerrar el ciclo de vida de los recursos, asegurando que se produzcan los bienes y servicios necesarios minimizando el consumo y el desperdicio de energía, de agua y de materias primas.

Por tanto, significa una alternativa radical a la tradicional economía lineal, articulada sobre la secuencia “tomar, hacer, desechar” y basada en el consumo de enormes cantidades de materias primas y de energía, baratas y de fácil acceso, que ha sido el motor esencial del desarrollo industrial, que si bien ha generado históricamente un crecimiento sin precedentes ha llegado a un punto en que es insostenible. Por ello, hace algunos años que las cosas han empezado a cambiar, al menos para algunos. El incremento de la volatilidad de los precios, los riesgos en las cadenas de suministros, la economía digital y las crecientes presiones sociales, entre otros elementos, han alertado a los líderes empresariales y a los responsables políticos sobre la necesidad de repensar el uso de las materias primas y de la energía. De hecho algunos consideran que ha llegado el momento de aprovechar las ventajas potenciales de la economía circular como alternativa a la linealidad tradicional. En definitiva, dicho muy simplistamente, que es hora de apostar por un modelo económico sostenible que desvincule el desarrollo económico global del consumo de recursos finitos y aborde los crecientes desafíos a los que se enfrentan las empresas y las sociedades, generando crecimiento y empleo, y reduciendo los efectos medioambientales de la actividad económica, incluidas las emisiones de dióxido de carbono.

Para que este modelo funcione es necesario que se involucren los principales actores a nivel social y económico, desde las instituciones públicas encargadas del desarrollo sostenible y del territorio, hasta las empresas que buscan resultados económicos, sociales y ambientales. También la sociedad, que fundamentalmente debe tomar consciencia plena de sus necesidades reales. Si se confluye en esa sinergia será posible disminuir el uso de los recursos, reducir la producción de residuos y limitar el consumo de energía, pero para ello es necesaria una reorientación productiva en el conjunto del Planeta. Y ello merece la pena porque, además de los beneficios ambientales, esta propuesta es capaz de generar riqueza y empleo (también en el ámbito de la economía social) en el conjunto del territorio y su desarrollo permitirá obtener ventajas competitivas en el contexto de la globalización.

A lo largo de este verano he ido conociendo una retahíla de noticias que colisionan frontalmente con los planteamientos precedentes. No me parece que el proteccionismo y las guerras comerciales, ni el abandono del Acuerdo de París contra el cambio climático, propiciados por el gobierno de Trump, favorezcan un ápice la economía circular. Tampoco atisbo contribución alguna por parte de la política agrícola y medioambiental de Bolsonaro, o por la pervivencia del modelo de desarrollo económico chino basado en la producción de artículos de baja calidad con inversión intensiva de mano de obra y energías fósiles, por poner tres ejemplos significativos entre los centenares que existen.

No entiendo cómo es posible que hayamos dejado el gobierno del Planeta en manos de gente tan miserable como la mencionada, que ni conoce el significado de palabras como solidaridad, humanismo o filantropía, ni tiene entrañas. Ni ellos ni los jerifaltes que mangonean los grandes lobbys que los aúpan al poder parecen tener hijos ni nietos. Siguen mirando para otro lado mientras todos (ellos incluidos) recorremos un itinerario imposible, que acabará quebrando hasta las más elementales pulsiones de la vida, incluidas la propia supervivencia y la de la especie. Parece importarles un carajo dejar a sus descendientes un mundo en el que vivir no será otra cosa que un continuo penar para sobrevivir en un Planeta crecientemente arrasado por las catástrofes derivadas del calentamiento global y de otros factores, que ya han dejado de ser una mera preocupación de los estudiosos y académicos para ser realidades que recogen diariamente los telediarios: ingentes deshielos en la Antártida y Groenlandia, gigantescas sequías que azotan regiones enormes (Afganistán, Cuerno de África, Sudáfrica, Centroeuropa…); pavorosos incendios que alcanzan dimensiones desconocidas en la Amazonía, California, Siberia, etc. (y, obviamente, las réplicas que sufrimos localmente, cuyo dramatismo aumenta cada año). En fin, por añadir un solo dato, referiré que los expertos aseguran que si permitimos que aumente un grado más la temperatura en la Tierra cambiará radicalmente la sociedad que conocemos. Y me pregunto: si esto es así, ¿a qué esperamos para iniciar el descomunal tsunami que la Humanidad necesita para salvarse?

domingo, 25 de agosto de 2019

Brecha generacional

¿Quién no ha contrastado en alguna ocasión lo que se denomina brecha generacional? Me refiero a esa línea que separa los grupos de seres vivos con parecida edad que, en contra de lo que pudiera creerse, tiene poco de imaginaria porque representa algo muy real, conformado por los gustos, los comportamientos y los intereses que comparten quienes han nacido en el mismo período histórico y, justamente por ello, han recibido estímulos equiparables que les han inducido enfoques y modos de vida que les confieren idiosincrasia propia.

Existen diversas clasificaciones generacionales que se han popularizado en diferente medida, según las modas y/o las percepciones y necesidades de las personas y los colectivos. Así, unos se han inclinado por distinguir generaciones rotuladas como Grandiosa (1901-1924); Silenciosa (1925-1945); del Baby Boomer (1946-1960); Generación X (1961-1981); Generación Y (1982-2000) y Generación Z (a partir del año 2001). En cambio, otros han preferido etiquetas como Generación de las Dos Caídas (integrada por quienes nacieron a principios de los ochenta y recuerdan tanto la Caída del Muro de Berlín como la de las Torres Gemelas); Generación XD (adolescentes que tienen entre 12 y 16 años, llamados así porque el “XD” es la forma de expresar gran emoción al escribir en las redes sociales; la X indica unos ojos cerrados y la D una boca abierta riéndose); o Niños Google, que son los actuales, para los que todo es “touch”: la vida es interactiva y cuanto desean saber lo tienen al alcance de un clic. Incluso existen quienes optan por denominar Millenials a los integrantes de la Generación Y, y Centenials a quienes engrosan la Generación Z.

Como todo el mundo sabe, a lo largo de la historia son recurrentes las diferencias intergeneracionales. No existe generación que no confronte con la precedente o la consecuente; aunque suele ser más habitual lo segundo que lo primero, o al menos es lo que percibo en las conversaciones cotidianas. Cada vez los contrastes son más evidentes, seguramente porque son mayores y más aceleradas las transformaciones tecnológicas, económicas y socioculturales, que exigen respuestas carentes de sentido en contextos precedentes, en los que eran perfectas desconocidas. Pertenecer a una generación o a la siguiente puede significar muchas cosas, como por ejemplo pasar de trabajar con una máquina de escribir a afrontar prácticamente cualquier reto o necesidad personal o laboral con un simple teléfono móvil. De ahí que difieran tanto los desafíos que deben encarar las distintas generaciones y sus respectivas maneras de pensar, de vivir y de convivir. El conflicto intergeneracional es tan poco novedoso como inusual resulta el entendimiento entre las generaciones. Esa reiterada confrontación ha ido creciendo en complejidad y hoy casi no admite otra alternativa que el esfuerzo de los más veteranos para adaptarse a las circunstancias sobrevenidas.

Aunque medien dos generaciones entre el mundo que me vio nacer y el que ahora comparto con mis descendientes, existen muchas cosas que apenas han cambiado. Y es lógico que así sea porque, en caso contrario, en lugar de existir una brecha se produciría un abismo intergeneracional. Se trata de cosas buenas y menos buenas, de otras que son regulares y hasta de terceras plenamente intrascendentes. No las enumeraré porque son muchas, pero no cabe duda que esa continuidad en los asuntos y en los aconteceres, que armoniza las respectivas vidas y con ellas las privativas versiones de una condición humana compartida, simplifica el camino adaptativo que debemos recorrer los mayores.

Pese a todo, en los últimos años han eclosionado nuevas realidades que cuanto menos sorprenden y dificultan los procesos de ajuste. Me cuesta entender, por ejemplo, que hoy por hoy las empresas trabajen sin desfallecimiento sabiendo que apenas el 30 % de los productos que ponen en el mercado sobrevivirán a su primer año de vida; o que la tasa de “mortalidad” de las nuevas manufacturas será del 99% a cinco años vista. Son realidades que para la gente de mi generación resultan  casi inconcebibles. En otro orden de cosas, tampoco logro entender cuanto atañe a lo que se denominan “retos virales”, que no son otra cosa que situaciones que se propician y difunden por internet con apariencia de simples juegos, que entrañan un enorme riesgo y pueden producir lesiones graves o incluso la muerte. Desde el Momo al Balconing, y desde el Juego de la asfixia al Train surfing, el Juego de la Muerte, el Vodka en el ojo o los Retos del fuego y de la canela. Y otros, cuyas denominaciones originales parece que los hacen todavía más excitantes, como Hot water challenge, Flaming cactus challenge, Cockroach challenge, In My Feelings Challenge, Knockout, Neknomination, Ice and salt Challenge, etc.

Podría extenderme relacionando un amplio elenco de actitudes y comportamientos de las nuevas generaciones que me cuesta comprender. Algo normal, por otro lado, si se tiene en cuenta que el siglo comenzó con un hecho sin precedentes en la Historia. Por primera vez la Humanidad incorporó a más de ochocientos millones de adolescentes, una inmensa y heterogénea población con edades comprendidas entre los trece y los veinte años que constituye la llamada Generación Net, también denominada de los "Pequeños Tiranos", por el gran control que ejercen sobre sus padres. Estos, escudándose en hipotéticos condicionamientos económicos, laborales, intelectuales, afectivos etc., les han escatimado atención y dedicación, y también la paciencia y otras experiencias emocionales imprescindibles para el adecuado desarrollo de la infancia. Muchos de ellos son niños a los que se ha prohibido salir solos a la calle, cuya vida extraescolar ha estado repleta de clases complementarias, que han comprado cuanto se les ha ofrecido por televisión, que suelen comer lo que quieren y hacer lo que les viene en gana, en suma. En consecuencia, se han convertido en personas incapaces de realizar actividades que no les satisfagan a corto plazo, que tienen baja autoestima, que se mueven más por impulsos que por convencimientos y que toleran mal la frustración. No son realistas y por ello se fijan objetivos utópicos sin sopesar el esfuerzo que requieren. Son chavales que rehúyen los problemas, que no han aprendido a aceptar las consecuencias de sus actos y que están acostumbrados a las soluciones fáciles... En síntesis, se trata de personas inmaduras, fácilmente influenciables y por tanto presas fáciles para las compañías indeseables, así como candidatos idóneos para incorporarse al mundo de las adicciones y de los comportamientos antisociales.

No puede extrañarnos que nos separe un abismo de algunas de las personas que integran las nuevas generaciones. No podemos entender, por ejemplo, que uno de los comportamientos virales de este verano sea defecar en el agua de las piscinas, obligando a cerrar centenares de ellas para higienizarlas, privando del baño a miles de afectados que ni siquiera conocen a quienes les molestan. Por mucho que nos lo expliquen tampoco podemos entender los “botellones” sistemáticos que se practican en todo el país a lo largo del año, de la misma manera que nos repugna la violencia gratuita y/o criminal de muchos jóvenes y sus conductas temerarias, que amenazan su propia integridad y la de los demás.

Llegados a este punto me parece que rebaso ampliamente los contornos de la brecha generacional para adentrarme en el territorio del egoísmo, de la incivilidad y hasta de la barbarie. Y en esa pérfida región habita gente de todas las generaciones y de cualquier condición, no siendo precisamente los jóvenes la categoría más abundante. 

miércoles, 21 de agosto de 2019

De nuevo, la impunidad

La impunidad es un término que alude a la falta de castigo, a la elusión de la pena que corresponde por la comisión de una falta o delito. Generalmente se produce cuando, por motivos políticos o de otra naturaleza, alguien que es responsable de haber violado la ley no recibe el castigo correspondiente y, por tanto, sus víctimas tampoco obtienen ninguna reparación, viéndose abocadas a la frustración y a la impotencia. De ahí que la impunidad sea asunto gravísimo porque demuestra palmariamente que la justicia no es perfecta y deja en evidencia a los Estados al poner al descubierto que no siempre protegen a los ciudadanos, ni garantizan soluciones a los problemas sociales. El círculo vicioso que genera la impunidad tiene muchos efectos perniciosos, de los que destacaré tres: el primero es que quien comete un acto ilícito sin recibir castigo no duda en repetir su acción; el segundo consiste en que quienes observan un ilícito no sancionado tienden a imitarlo, lo que implica su repetición y su reproducción; y el tercero, y también el más grave, es que las víctimas de los ilícitos no sancionados por las autoridades, en muchos casos, recurren a tomarse la justicia por su mano.

Así pues, la impunidad tiene consecuencias catastróficas, provocando el desaliento entre quienes cumplen con sus obligaciones ciudadanas, que se sienten maltratados comprobando que los desaprensivos se aprovechan asiduamente de la laxitud de los controles y las sanciones para obtener beneficios ilegítimos. Esto genera en la práctica un efecto contagioso, preocupante y dañino. De hecho, el incesante encadenamiento de los casos de corrupción que se dan cualquier región del Planeta no es ajeno a ello. Pero aún hay algo peor, la institucionalización de la actividad delictiva impune ha agotado la capacidad de sorpresa de la ciudadanía, que termina por aceptarla como algo casi inevitable.

Hace tiempo que observo con preocupación que algunos juristas y profesionales del Derecho alertan de que el Derecho Humanitario está siendo amenazado seriamente, porque aseguran que en gran parte del mundo son numerosos los actos de guerra y las violaciones de los bienes jurídicos que acaban impunes. Y lo que es peor, que los tribunales transmiten con creciente insistencia el mensaje de que las violaciones graves de los derechos humanos no deben ser juzgadas. Grandes potencias, como EE.UU., Rusia o China, se han situado fuera del Derecho Humanitario y no se someten al Derecho Internacional salvo en concretos y selectivos aspectos de los regulados por los tratados internacionales. De ahí que los expertos insistan en la necesidad de redoblar la lucha para lograr que el Derecho fiscalice también la realidad de las guerras y de las políticas discriminatorias y xenófobas, aunque haya gobiernos que eludan el cumplimiento de las normas.

Profesionales tan cualificados como Javier de Lucas, director del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de Valencia (IDHUV), confirman con rotundidad que Europa no ha sido el agente de paz y cooperación que prometió ser tras la Segunda Guerra Mundial y critican la actuación de la Unión Europea y de los gobiernos nacionales en la crisis de los refugiados, como también lo hacen otros estos días a raíz del conflicto generado en torno a los náufragos rescatados por el navío Open Arms. En general, todos sentencian con firmeza que la respuesta que se está dando a esta problemática, además de ser una chapuza, representa una auténtica traición a los ideales europeos.

Viene este amplio preámbulo a cuenta de algunas reflexiones y comentarios que me motivan los recientes reveses que ha sufrido en nuestro país la lucha contra la impunidad ante violaciones graves de los derechos humanos. No es ocioso recordar que el artículo 23 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, que regulaba la justicia universal y nos situaba entre los países con legislación más avanzada en este ámbito, sufrió la primera reforma restrictiva por parte del Gobierno de Rodríguez Zapatero en 2009, aunque  su modificación en profundidad se produjo con  la promulgación de  la Ley Orgánica 1/2014, de 13 de marzo, que impulsó el Gobierno del PP para enmendar la Ley anterior, cediendo a las presiones del régimen de Pekín, al haberse decretado órdenes de arresto internacional contra dirigentes del Partido Comunista Chino por la comisión de un crimen de genocidio en el Tíbet. Así lo manifestó públicamente el entonces Ministro de Asuntos Exteriores, García Margallo, cuando explicó sin recato que el 20% de la deuda pública española estaba en manos de China, siendo esta la única razón que motivó y precipitó el cambio legislativo. Por otro lado, el proyecto legislativo de recuperación de la jurisdicción universal a través de la reforma del artículo 23.4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ), anunciada el pasado verano por la actual Ministra de Justicia en funciones, naufragó igualmente ante la firme oposición de la Asesoría Jurídica Internacional del Ministerio de Asuntos Exteriores, inducida también por la prioridad de las relaciones con China.

A esta involución en el ámbito legislativo debe añadirse la grave adversidad jurisprudencial que conforman varias sentencias que concretan sucesivos reveses a la justicia universal. El primer de ellos lo infringió la Sentencia del Tribunal Constitucional (TC) 140/2018, de 20 de diciembre, dictada en el Recurso de inconstitucionalidad interpuesto por más de cincuenta diputados del Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso frente a la Ley Orgánica 1/2014, de 13 de marzo, de modificación de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, relativa a la jurisdicción universal. El fallo otorgó validez constitucional a la reforma legal del PP, admitiendo sin ambigüedades que la nueva Ley restringe el alcance del principio de jurisdicción universal previamente regulado,  descargando toda la responsabilidad en el legislador, que es a juicio del Alto Tribunal quien tiene la potestad de establecer los requisitos procesales que estime oportunos. La sentencia se dictó con desprecio absoluto de nuestras obligaciones contraídas por la ratificación de tratados internacionales (Convenciones de Ginebra, Estatuto de Roma, etc.) y haciendo caso omiso de las críticas que desde la ONU se habían hecho a la reforma del PP, tanto por parte del Relator Especial, Fabián Salvioli, como por el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas.

Pero además, en texto de la meritada Sentencia se establece que, si una víctima no puede buscar justicia en los tribunales españoles, “deberá buscar otras alternativas [más allá de nuestras fronteras], bien activando la jurisdicción en países con mejor derecho, bien instando al Estado a que actúe, en defensa de su nacional, ante el Tribunal Penal Internacional. Ambas posibilidades son evidentemente gravosas para las víctimas, colocándolas en una situación de mayor vulnerabilidad que la que se hubiera dado de continuar vigente la regulación anterior. Pero de ello no se colige la ausencia de seguridad jurídica, ni la introducción de un criterio de extensión de la jurisdicción extravagante, imprevisible o discriminatorio”. O dicho de otro modo, se aparta a un lado la razonabilidad jurídica, que pasa a un segundo plano, para avalar así la impunidad de los grandes aliados financieros y comerciales, pese a las abrumadoras pruebas de la comisión de los más graves crímenes a escala planetaria.

La mencionada sentencia constituye el primer eslabón de una cadena posterior que se ha ido conformando con fallos del mismo Tribunal producidos a lo largo de 2019; entre otros, la Sentencia 10/2019, de 28 de enero, recaída en el recurso de amparo promovido por quince personas en relación con las resoluciones de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo y de la Audiencia Nacional, que acordaron el sobreseimiento y archivo, por falta de jurisdicción de los tribunales españoles, de la querella presentada en relación con los posibles delitos de genocidio y torturas que habrían padecido los miembros del movimiento espiritual denominado Falun Gong. También, la Sentencia 23/2019, de 25 de febrero, que desestimó el recurso de amparo promovido por la Asociación Comité de Apoyo al Tíbet y la Fundación Privada Casa del Tíbet. Ambas son resoluciones que dejan a los ciudadanos desprotegidos y en total desamparo por parte de nuestros tribunales. En cambio “reparan” los presuntos daños causados a algunos de nuestros socios internacionales, materializados en las órdenes  de arresto internacional dictadas por instancias judiciales españolas contra altos dignatarios extranjeros, que las mencionadas resoluciones judiciales anulan, reparando así el daño presuntamente infringido a unos personajes acusados de haber cometido genocidio contra el pueblo tibetano y de ordenar la entrada de los tanques en la plaza de Tiananmén para masacrar la protesta estudiantil. La justicia se confunde así con la política y se esfuma la protección que presuntamente otorgan los países que han ratificado la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio (1948) y la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes (1984), que queda reducida a mera retórica vacua.

Me parece evidente que el alcance de la impunidad llega hasta los responsables de la comisión de los más graves delitos que, por ello mismo, han sido declarados imprescriptibles: los crímenes de lesa humanidad. Se quiebran simultáneamente otros derechos fundamentales de la ciudadanía como el derecho a conocer la verdad y a obtener justicia y reparación por los quebrantos sufridos. Como alguien ha dicho, la fortaleza de las instituciones democráticas no reside en su capacidad para silenciar o dejar de lado determinados asuntos (especialmente los referidos a derechos humanos), sino en su determinación para gestionarlos eficientemente, por encima de su complejidad e incomodidad. Como dijo el poeta argentino Juan Gelman, "cuando las heridas no se cierran, gangrenan a la sociedad".

domingo, 18 de agosto de 2019

¡Viva la música!

En mi opinión, la música es el arte por antonomasia: no necesita comentaristas ni precisa de instrucciones. Oyes una composición, da igual que sea larga o corta, popular o clásica, conocida o desconocida, e inmediatamente te gusta o te disgusta, te emociona o te deja indiferente. Escuchar música no requiere explicaciones previas (aunque tampoco pasa nada si se proporcionan), ni demanda prospectos, guías didácticas o programas de mano que pongan en situación o faciliten algunas claves fundamentales para aproximarse y/o entender la manifestación artística que se ofrece.

Por otro lado, la música es el único arte que nos acompaña siempre, incluso desde antes del nacimiento. Empezamos a relacionarnos con ella escuchando el ritmo alegre y acompasado de nuestro corazón y mantenemos ese idilio hasta que se nos escapa el último hálito. Las demás artes, la pintura y la escultura, la arquitectura, la literatura y la danza o la cinematografía van llegando con el paso del tiempo (aunque no siempre lo hacen todas, ni alcanzan a todos). Sin embargo, la música no discrimina a nadie, la conocemos desde que empezamos a crearla con los latidos a partir de la cuarta semana de nuestra gestación.

Si reflexionamos mínimamente contrastaremos que tiene un gran significado y una portentosa dimensión en nuestras vidas. De hecho, la inmensa mayoría de las personas tenemos asociadas las grandes emociones y los momentos importantes a algún tipo de expresión musical. A poco que nos interroguen lo comprobaremos inmediatamente. Si nos preguntan, por ejemplo, sobre las canciones con las que nos enamoramos, sobre cuál fue la primera pieza que logramos tocar con un instrumento o respecto a los temas que nos emocionan especialmente, apenas dudaremos al responder. Sin embargo, si nos interrogan por conceptos o conocimientos que se supone que pertenecen al acervo de una persona  con mediana cultura, como el símbolo de un determinado elemento químico o de un compuesto común, el nombre de las comarcas de la provincia o el número de habitantes de la ciudad o el pueblo en que residimos, vacilaremos bastante más.

De modo que, si la música se incorpora a nuestras vidas casi espontáneamente y si tiene una presencia inequívoca en la mayoría de los contextos socioculturales del mundo, cuesta entender –y mucho más aceptar– su limitada presencia en los currículos escolares. Creo que cuando un niño se está formando, cuando está construyendo sus valores, cuando empieza a discriminar entre lo que le gusta y aquello que no le agrada, la educación artística debe estar incardinada en ese proceso formativo, salvo que nos hayamos propuesto erradicar las humanidades de la vida de los ciudadanos. Concuerdo plenamente con algunos especialistas que se conforman con tres cosas básicas en relación con la formación musical. La primera de ellas es, como decía, que formación artística tenga una presencia importante en la educación temprana; la segunda es que se incentive y se logre que los niños canten a menudo, estrechando el vínculo entre cerebro y laringe, entre las emociones y las palabras; la tercera se refiere a la educación del oído a través de la buena música, que se halla entre la clásica y entre la moderna, en la vocal y en la instrumental, y tanto en la polifónica como en la sinfónica. Con estos tres elementos casi bastaría para desarrollar el enorme potencial que la música tiene en la vida de las personas.

No puede desdeñarse, por otro lado, que mejora la empatía y ayuda a solucionar los problemas. Las mezclas, los ritmos, las voces y los sonidos ayudan a crear conexiones y a despertar sentimientos, independientemente de la edad que se tenga. El contacto con la música desde la niñez, además de entretener y divertir, puede marcar una diferencia considerable en la formación y en el desarrollo de muchas otras habilidades porque favorece el perfeccionamiento del sistema motriz y de la actividad cerebral, a la vez que fomenta la creatividad y la imaginación.

La música potencia la concentración, la atención y la memoria de los niños. Tan es así que los que desarrollan una formación variada y constante tienden a memorizar más fácilmente. De ahí que tenga estrecha relación con el rendimiento académico porque, además, la exposición temprana a la música favorece la actividad neuronal y agiliza la parte del cerebro relacionada con la lectura y las matemáticas. Por otro lado, contribuye a mejorar el lenguaje, favoreciendo la discriminación auditiva y enriqueciendo el vocabulario. Tocar un instrumento, bailar o cantar ayuda a desinhibirse y a erradicar la timidez. La música propicia también el trabajo en equipo y ayuda a establecer nuevos vínculos y fortalecer los existentes, así  como a comunicar las ideas con fluidez. Finalmente, contribuye al desarrollo de la creatividad y la imaginación infantil, mejorando la capacidad de los niños para realizar cualquier otra actividad artística.

De modo que ¡viva la música!

viernes, 16 de agosto de 2019

La liosa Liga

Hoy se inicia La Liga con un partido de campanillas, nada menos que un Athlétic de BilbaoF.C Barcelona, en San Mamés. Ello no es asunto baladí ni para los amantes del fútbol ni para quienes no lo son. Cada año se adelanta un poco más el inicio de una competición que tiene manifiesta influencia en la economía del país. En este paréntesis estival se ha suscitado una insistente polémica sobre si habrá fútbol televisado todos los días de la semana, como en la temporada anterior, o los aficionados deberán descansar obligatoriamente los lunes. De momento el juez de turno ha determinado que suceda lo segundo, aunque no se trata de una resolución definitiva puesto que puede recurrirse. Los clubs y los gestores de la Liga ya han puesto el grito en el cielo, apelando a las cuantiosas pérdidas que ello les acarreará. Obviamente, otros muchos elementos inherentes a la competición (horarios de los partidos, incidencia en la actividad laboral y escolar, problemas de seguridad, tráfico, etc.) les preocupan mucho menos.

Y es que para qué engañarnos, el fútbol pierde progresivamente su condición de deporte en beneficio de su enfoque como lucrativo y gran negocio. Más allá de las mareantes cifras que acompañan a los traspasos y fichajes de las grandes estrellas del balompié,  la actividad económica de la Liga de fútbol profesional en España tiene un impacto económico anual equivalente al 1,4% del PIB, es decir, de unos 16.000 millones de euros, según un estudio que elaboró la consultora Prize Waterhouse Coopers (PwC) sobre la temporada 2016-17, presentado este mismo año. Esa astronómica cantidad la generan fuentes diversas: 3000 millones los propios clubs, directamente; 5500 millones son provisiones indirectas, producidas por los proveedores del fútbol; 4000 millones responden al impacto tractor que ejercen sectores que se relacionan con el fútbol; y 3000 millones son consecuencia del impacto inducido, es decir, el gasto que realizan los espectadores. De manera que puede asegurarse que el fútbol es un input para otras muchas empresas; no sólo se genera actividad económica porque el fútbol gaste dinero, sino porque muchos otros sectores lo usan como palanca para generar negocio (medios de comunicación, telefonía, merchadising, restauración, etc.).

El estudio de PwC evidencia que el impacto económico de La Liga se ha duplicado en los últimos cuatro años, creciendo su influencia en el empleo, que alcanzó un 25% más en este periodo, pasándose de 140.000 puestos de trabajo a casi 185.000. También la recaudación fiscal se ha visto incrementada en un 40%, alcanzando más de 4.000 millones de euros (y eso que muchos de los jugadores mejor pagados están litigando permanentemente con Hacienda a cuenta del impago de sus impuestos). Evidentemente, los gestores de La Liga, con su presidente a la cabeza, no tienen otra obsesión que mantener ese enorme crecimiento económico que, por una parte, está vinculado al enfoque empresarial de la gestión de la competición y, por otra, a la comercialización conjunta de los derechos televisivos, que hoy suponen la principal fuente de financiación de la mayoría de los clubs.

El deporte nacional por antonomasia, que domina abrumadoramente a las demás disciplinas deportivas, no es precisamente un caminito de rosas, aunque pueda parecerlo. Por definición, toda actividad económica debe contemplar la posibilidad de que aparezcan nubes en el horizonte. Y la mejor manera de neutralizar su hipotético impacto es conocer sus dimensiones y estimar sus posibles efectos. De modo que empecemos por el principio. Hoy la financiación de los clubs que, no cabe duda, son el motor que hace posible que exista todo este entramado económico-deportivo que representa La Liga, descansa fundamentalmente en los derechos televisivos que pagan las plataformas digitales y los medios de comunicación para poder retransmitir los partidos de fútbol. Esos derechos se reparten muy desigualmente dado que tres equipos se llevan más de las tres cuartas partes, prorrateándose el resto los demás. Se da una gran asimetría en la distribución que, en mi opinión, debería corregirse para equipararla a lo que sucede en otras latitudes, como el Reino Unido, donde ya se ha pinchado relativamente la burbuja financiera a la que me referiré. Allí la distribución de los recursos entre los clubs es muy diferente; de hecho, el equipo más modesto de la liga inglesa tiene unos ingresos anuales por los derechos televisivos equivalentes a los que en España recibe el Atlético de Madrid, que es el tercer club que más dinero ingresa por este concepto.

Pero, como decía, existe otra faceta que debe subrayarse especialmente porque repercute mucho más allá de los contornos del fútbol y de los intereses y responsabilidades de los clubs, de sus aficionados y de sus gestores. Es un hecho incontrovertible que el Real Madrid y el Barcelona son los equipos que reciben la mayoría de los recursos provenientes de los derechos televisivos, pero la realidad es que el impacto que producen en sus respectivas economías es infinitamente menor que el que acarrean a los equipos modestos, en los que alcanza hasta el 70 o el 75% de las mismas, estando la media en torno al 60 ó 65%. Por tanto, si por cualquier razón (porque las televisiones pierden interés en el deporte, porque en lugar de competir por comprar los derechos, se asocian y los negocian a la baja, etc.) se produjese una burbuja especulativa, cuando reviente, la catástrofe será enorme para los clubs modestos y mucho menor para los grandes equipos, pese a que hoy por hoy son los que más se benefician de este inmenso negocio. Pero, es más, si se materializase este hipotético y nada descabellado escenario –de hecho en el Reino Unido ya se ha producido en cierta manera–, seríamos el conjunto de la ciudadanía quienes pagaríamos los platos rotos de tan lucrativo comercio, ya que, para neutralizar sus efectos, tirios y troyanos saldrán a la palestra a justificar lo injustificable y a exigir la adopción de las medidas necesarias para minimizar los efectos de lo que no dudarán en denominar “catástrofe nacional”, como sucedió con el rescate de la banca y con otros acontecimientos similares.

Por tanto, cuidado con el fútbol que, además de ser un espectáculo fenomenal (especialmente cuando lo practican jugadoras y jugadores de las categorías alevines, infantiles y juveniles), tiene derivaciones y consecuencias que pueden afectarnos a todos, incluidos quienes no tienen interés alguno en el llamado deporte rey.

miércoles, 14 de agosto de 2019

Despilfarro

Si tuviese que destacar dos entre las palabras que este verano están en el candelero, sin duda, mencionaría calor y despilfarro. La primera alude a un concepto que es a la vez condicionante y consecuencia del llamado cambio climático. La segunda, que también se asocia con él, es un término recurrente en los medios de comunicación desde que el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC), organismo de las Naciones Unidas para evaluar la ciencia relacionada con este fenómeno, publicó el pasado día 8 de agosto el Informe Especial sobre Cambio Climático y Tierra.

Me refiero a la primera acepción del DRAE, que define el despilfarro como el gasto excesivo y superfluo –también desmesurado– de los recursos. Existe bastante consenso en considerar que tan equivocado dispendio es una realidad incesante desde mediados del siglo XIX, cuando se inicia la extracción intensiva de los combustibles fósiles, especialmente del petróleo, para el abastecimiento de energía. Por tanto, el origen del descalabro que tan crecientemente amenaza a la Humanidad debe situarse en la era de la industrialización, cuando se transforma radicalmente la actividad productiva tradicional, sustentándose alternativamente en una intensa extracción de combustibles fósiles, imprescindible para asegurar que el sistema crezca y avance rápidamente, generándose así el círculo vicioso del que ya no hemos logrado escapar: a más extracción de energía, más posibilidad de crecimiento; a más crecimiento de todo, mayor exigencia de extracción de energía. Esta absurda lógica ha instituido una deriva de sobreexplotación de los recursos que multiplica las agresiones al medio ambiente y reniega  de las viejas formas de vida, desencadenando multitud de procesos que avanzan exponencialmente amenazando la salud del Planeta como la deforestación, la degradación del suelo y del agua, la contaminación, la desertización, el desequilibrio de los ecosistemas, el exterminio de especies animales y vegetales, la pérdida de biodiversidad, etc.

Mucho más que el aumento continuado de la población terrestre, el factor que ha determinado la creciente demanda de recursos y que ha propiciado su despilfarro son las técnicas de persuasión utilizadas por el sistema capitalista para incentivar el consumo desmesurado. Estas artimañas se han ideado para acrecentar artificiosamente las supuestas necesidades de las personas, excitando su incontenible deseo de comprar y acumular objetos, sumiéndolas en la permanente insatisfacción y haciéndolas plenamente dependientes. A ello han contribuido de manera importante la socialización de los futuros ciudadanos, a través de una educación mal enfocada; la propaganda, que impele a establecer pautas convencionales de conductas inadecuadas; la publicidad, que incentiva el consumo compulsivo a través de campañas artificiosas y falaces; la moda, que provee tendencias cambiantes e innecesarias en la vestimenta y en los comportamientos; etc. Todas ellas son truculencias que coadyuvan a hacer de los individuos seres irracionales y estúpidos, presas fáciles de la alienación y de la irreflexión.

En el informe citado del IPCC se pone de manifiesto que, si bien una mejor gestión de la tierra puede contribuir a hacer frente al cambio climático, no es la única solución. Si se quiere mantener el calentamiento global muy por debajo de 2 °C, o incluso en 1,5 °C, es fundamental asegurar la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero de todos los sectores. Es incontestable que el espectacular crecimiento del transporte (especialmente el aéreo), las transformaciones agrícolas, el impacto que produce la industria ganadera sobre las emisiones, la degradación del suelo y la deforestación, el turismo desaforado y su incidencia en el tráfico aéreo, entre otras muchas actividades, generan un gasto descomunal de recursos naturales y son responsables de la gran dependencia que afecta al hombre actual, un espécimen mayoritariamente urbano e insaciable devorador de recursos.

Entre los múltiples flecos y derivaciones que tiene asunto tan peliagudo como el cambio climático, me interesa destacar hoy los comentarios que hizo Hans-Otto Pörtner, presidente del grupo de trabajo del IPCC, al presentar el mencionado Informe, instando a los gobiernos a poner en marcha “políticas que reduzcan el despilfarro de comida e influyan en la elección de determinadas opciones alimentarias”. “Sería realmente beneficioso –apostillaba–, tanto para el clima como para la salud humana, que la gente de muchos países desarrollados consumiera menos carne, y que la política creara incentivos apropiados a tal efecto”. Alcanzar los objetivos marcados en los Acuerdos de París para frenar el calentamiento global será muy difícil si antes no se produce un cambio drástico en el uso del suelo y, por ende, en los hábitos de consumo de alimentos.

En este aspecto, España, al adoptar en septiembre de 2015 los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU, se comprometió a reducir el desperdicio de alimentos a la mitad en 2030. Pero no vamos por buen camino. Los hogares españoles tiramos a la basura 1.339 millones de kilos/litros de comida y bebida en 2018, un 9 % más que el año anterior, según detalla el Ministerio de Agricultura, debido al aumento de las temperaturas en la primavera y el verano de ese año. Por otro lado, la pérdida y el derroche de alimentos supone entre un 25 y un 30% de los que se producen en el mundo, siendo responsable de entre el 8 y el 10% de todas las emisiones de efecto invernadero que genera el ser humano. Por eso, los expertos reclaman atajar también este problema para luchar contra la crisis climática, además de modificar la dieta y cambiar el modelo energético.

Verdaderamente, si no fuera un drama de proporciones inmensas, podría considerarse una astracanada que la época con mayor capacidad para producir alimentos que ha conocido la Humanidad coincida con la existencia de casi mil millones de personas que no tienen víveres suficientes para llevar una vida saludable y activa. Todavía resulta más lacerante que esta realidad conviva con el derroche alimentario que mencionaba que, adicionalmente, supone un mal uso de la mano de obra, del agua, de la energía, de la tierra y de otros recursos naturales que se utilizaron para producirlos. Sin duda, la comida es y representa mucho más de lo que contienen nuestros platos.

Por ello, me parece inaplazable que se aborde normativamente el desperdicio alimentario en todos los niveles de la cadena de producción y consumo. Deberían establecerse medidas para que todos los agentes implicados en la producción, distribución y comercialización puedan donar los excedentes o descartes a bancos de alimentos, para alimentación animal o para abonos. También deberían prohibirse las prácticas que impliquen estropear los alimentos haciéndolos inservibles para su consumo, exigir fechas de consumo preferente y caducidad acordes a criterios de calidad y seguridad alimentaria, no en función de particulares intereses económicos, y fomentar la reutilización y el reciclado. Ninguno de los cuatro principales partidos políticos aludían en los respectivos programas con que concurrieron a las últimas elecciones generales propuesta alguna para abordar este problema. La UE tampoco cuenta con una normativa específica que ataje el desperdicio de alimentos, pese a que un documento del Consejo de la UE, de 2016, destacaba que la pérdida y desperdicio de comestibles acaparan una cuarta parte del agua usada con fines agrícolas, además de destruir la biodiversidad y repercutir un gasto anual de 990.000 millones de dólares a la economía mundial.

En este punto de la reflexión siempre me hago las mismas preguntas, ¿cuánto duraría el Planeta si todos sus habitantes “disfrutasen” de los estándares consumistas que son habituales para nosotros, los occidentales? ¿O es que deben existir clases diferenciadas de ciudadanos y, por tanto, miles de millones de personas que no deben reivindicar los “derechos” y “aspiraciones” que tenemos nosotros? No hay que ser un lince para deducir que la situación es abrumadoramente insostenible. Ni es posible parar el tiempo, ni tampoco seguir mirando hacia otro lado.