miércoles, 21 de agosto de 2019

De nuevo, la impunidad

La impunidad es un término que alude a la falta de castigo, a la elusión de la pena que corresponde por la comisión de una falta o delito. Generalmente se produce cuando, por motivos políticos o de otra naturaleza, alguien que es responsable de haber violado la ley no recibe el castigo correspondiente y, por tanto, sus víctimas tampoco obtienen ninguna reparación, viéndose abocadas a la frustración y a la impotencia. De ahí que la impunidad sea asunto gravísimo porque demuestra palmariamente que la justicia no es perfecta y deja en evidencia a los Estados al poner al descubierto que no siempre protegen a los ciudadanos, ni garantizan soluciones a los problemas sociales. El círculo vicioso que genera la impunidad tiene muchos efectos perniciosos, de los que destacaré tres: el primero es que quien comete un acto ilícito sin recibir castigo no duda en repetir su acción; el segundo consiste en que quienes observan un ilícito no sancionado tienden a imitarlo, lo que implica su repetición y su reproducción; y el tercero, y también el más grave, es que las víctimas de los ilícitos no sancionados por las autoridades, en muchos casos, recurren a tomarse la justicia por su mano.

Así pues, la impunidad tiene consecuencias catastróficas, provocando el desaliento entre quienes cumplen con sus obligaciones ciudadanas, que se sienten maltratados comprobando que los desaprensivos se aprovechan asiduamente de la laxitud de los controles y las sanciones para obtener beneficios ilegítimos. Esto genera en la práctica un efecto contagioso, preocupante y dañino. De hecho, el incesante encadenamiento de los casos de corrupción que se dan cualquier región del Planeta no es ajeno a ello. Pero aún hay algo peor, la institucionalización de la actividad delictiva impune ha agotado la capacidad de sorpresa de la ciudadanía, que termina por aceptarla como algo casi inevitable.

Hace tiempo que observo con preocupación que algunos juristas y profesionales del Derecho alertan de que el Derecho Humanitario está siendo amenazado seriamente, porque aseguran que en gran parte del mundo son numerosos los actos de guerra y las violaciones de los bienes jurídicos que acaban impunes. Y lo que es peor, que los tribunales transmiten con creciente insistencia el mensaje de que las violaciones graves de los derechos humanos no deben ser juzgadas. Grandes potencias, como EE.UU., Rusia o China, se han situado fuera del Derecho Humanitario y no se someten al Derecho Internacional salvo en concretos y selectivos aspectos de los regulados por los tratados internacionales. De ahí que los expertos insistan en la necesidad de redoblar la lucha para lograr que el Derecho fiscalice también la realidad de las guerras y de las políticas discriminatorias y xenófobas, aunque haya gobiernos que eludan el cumplimiento de las normas.

Profesionales tan cualificados como Javier de Lucas, director del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de Valencia (IDHUV), confirman con rotundidad que Europa no ha sido el agente de paz y cooperación que prometió ser tras la Segunda Guerra Mundial y critican la actuación de la Unión Europea y de los gobiernos nacionales en la crisis de los refugiados, como también lo hacen otros estos días a raíz del conflicto generado en torno a los náufragos rescatados por el navío Open Arms. En general, todos sentencian con firmeza que la respuesta que se está dando a esta problemática, además de ser una chapuza, representa una auténtica traición a los ideales europeos.

Viene este amplio preámbulo a cuenta de algunas reflexiones y comentarios que me motivan los recientes reveses que ha sufrido en nuestro país la lucha contra la impunidad ante violaciones graves de los derechos humanos. No es ocioso recordar que el artículo 23 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, que regulaba la justicia universal y nos situaba entre los países con legislación más avanzada en este ámbito, sufrió la primera reforma restrictiva por parte del Gobierno de Rodríguez Zapatero en 2009, aunque  su modificación en profundidad se produjo con  la promulgación de  la Ley Orgánica 1/2014, de 13 de marzo, que impulsó el Gobierno del PP para enmendar la Ley anterior, cediendo a las presiones del régimen de Pekín, al haberse decretado órdenes de arresto internacional contra dirigentes del Partido Comunista Chino por la comisión de un crimen de genocidio en el Tíbet. Así lo manifestó públicamente el entonces Ministro de Asuntos Exteriores, García Margallo, cuando explicó sin recato que el 20% de la deuda pública española estaba en manos de China, siendo esta la única razón que motivó y precipitó el cambio legislativo. Por otro lado, el proyecto legislativo de recuperación de la jurisdicción universal a través de la reforma del artículo 23.4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ), anunciada el pasado verano por la actual Ministra de Justicia en funciones, naufragó igualmente ante la firme oposición de la Asesoría Jurídica Internacional del Ministerio de Asuntos Exteriores, inducida también por la prioridad de las relaciones con China.

A esta involución en el ámbito legislativo debe añadirse la grave adversidad jurisprudencial que conforman varias sentencias que concretan sucesivos reveses a la justicia universal. El primer de ellos lo infringió la Sentencia del Tribunal Constitucional (TC) 140/2018, de 20 de diciembre, dictada en el Recurso de inconstitucionalidad interpuesto por más de cincuenta diputados del Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso frente a la Ley Orgánica 1/2014, de 13 de marzo, de modificación de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, relativa a la jurisdicción universal. El fallo otorgó validez constitucional a la reforma legal del PP, admitiendo sin ambigüedades que la nueva Ley restringe el alcance del principio de jurisdicción universal previamente regulado,  descargando toda la responsabilidad en el legislador, que es a juicio del Alto Tribunal quien tiene la potestad de establecer los requisitos procesales que estime oportunos. La sentencia se dictó con desprecio absoluto de nuestras obligaciones contraídas por la ratificación de tratados internacionales (Convenciones de Ginebra, Estatuto de Roma, etc.) y haciendo caso omiso de las críticas que desde la ONU se habían hecho a la reforma del PP, tanto por parte del Relator Especial, Fabián Salvioli, como por el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas.

Pero además, en texto de la meritada Sentencia se establece que, si una víctima no puede buscar justicia en los tribunales españoles, “deberá buscar otras alternativas [más allá de nuestras fronteras], bien activando la jurisdicción en países con mejor derecho, bien instando al Estado a que actúe, en defensa de su nacional, ante el Tribunal Penal Internacional. Ambas posibilidades son evidentemente gravosas para las víctimas, colocándolas en una situación de mayor vulnerabilidad que la que se hubiera dado de continuar vigente la regulación anterior. Pero de ello no se colige la ausencia de seguridad jurídica, ni la introducción de un criterio de extensión de la jurisdicción extravagante, imprevisible o discriminatorio”. O dicho de otro modo, se aparta a un lado la razonabilidad jurídica, que pasa a un segundo plano, para avalar así la impunidad de los grandes aliados financieros y comerciales, pese a las abrumadoras pruebas de la comisión de los más graves crímenes a escala planetaria.

La mencionada sentencia constituye el primer eslabón de una cadena posterior que se ha ido conformando con fallos del mismo Tribunal producidos a lo largo de 2019; entre otros, la Sentencia 10/2019, de 28 de enero, recaída en el recurso de amparo promovido por quince personas en relación con las resoluciones de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo y de la Audiencia Nacional, que acordaron el sobreseimiento y archivo, por falta de jurisdicción de los tribunales españoles, de la querella presentada en relación con los posibles delitos de genocidio y torturas que habrían padecido los miembros del movimiento espiritual denominado Falun Gong. También, la Sentencia 23/2019, de 25 de febrero, que desestimó el recurso de amparo promovido por la Asociación Comité de Apoyo al Tíbet y la Fundación Privada Casa del Tíbet. Ambas son resoluciones que dejan a los ciudadanos desprotegidos y en total desamparo por parte de nuestros tribunales. En cambio “reparan” los presuntos daños causados a algunos de nuestros socios internacionales, materializados en las órdenes  de arresto internacional dictadas por instancias judiciales españolas contra altos dignatarios extranjeros, que las mencionadas resoluciones judiciales anulan, reparando así el daño presuntamente infringido a unos personajes acusados de haber cometido genocidio contra el pueblo tibetano y de ordenar la entrada de los tanques en la plaza de Tiananmén para masacrar la protesta estudiantil. La justicia se confunde así con la política y se esfuma la protección que presuntamente otorgan los países que han ratificado la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio (1948) y la Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes (1984), que queda reducida a mera retórica vacua.

Me parece evidente que el alcance de la impunidad llega hasta los responsables de la comisión de los más graves delitos que, por ello mismo, han sido declarados imprescriptibles: los crímenes de lesa humanidad. Se quiebran simultáneamente otros derechos fundamentales de la ciudadanía como el derecho a conocer la verdad y a obtener justicia y reparación por los quebrantos sufridos. Como alguien ha dicho, la fortaleza de las instituciones democráticas no reside en su capacidad para silenciar o dejar de lado determinados asuntos (especialmente los referidos a derechos humanos), sino en su determinación para gestionarlos eficientemente, por encima de su complejidad e incomodidad. Como dijo el poeta argentino Juan Gelman, "cuando las heridas no se cierran, gangrenan a la sociedad".

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