La impunidad
es un término que alude a la falta de castigo, a la elusión de la pena que
corresponde por la comisión de una falta o delito. Generalmente se produce
cuando, por motivos políticos o de otra naturaleza, alguien que es responsable
de haber violado la ley no recibe el castigo correspondiente y, por tanto, sus
víctimas tampoco obtienen ninguna reparación, viéndose abocadas a la
frustración y a la impotencia. De ahí que la impunidad sea asunto gravísimo
porque demuestra palmariamente que la justicia no es perfecta y deja en
evidencia a los Estados al poner al descubierto que no siempre protegen a los
ciudadanos, ni garantizan soluciones a los problemas sociales. El círculo
vicioso que genera la impunidad tiene muchos efectos perniciosos, de los que
destacaré tres: el primero es que quien comete un acto ilícito sin recibir
castigo no duda en repetir su acción; el segundo consiste en que quienes
observan un ilícito no sancionado tienden a imitarlo, lo que implica su
repetición y su reproducción; y el tercero, y también el más grave, es que las
víctimas de los ilícitos no sancionados por las autoridades, en muchos casos,
recurren a tomarse la justicia por su mano.
Así
pues, la impunidad tiene consecuencias catastróficas, provocando el desaliento
entre quienes cumplen con sus obligaciones ciudadanas, que se sienten
maltratados comprobando que los desaprensivos se aprovechan asiduamente de la
laxitud de los controles y las sanciones para obtener beneficios ilegítimos.
Esto genera en la práctica un efecto contagioso, preocupante y dañino. De
hecho, el incesante encadenamiento de los casos de corrupción que se dan
cualquier región del Planeta no es ajeno a ello. Pero aún hay algo peor, la
institucionalización de la actividad delictiva impune ha agotado la capacidad
de sorpresa de la ciudadanía, que termina por aceptarla como algo casi
inevitable.
Hace
tiempo que observo con preocupación que algunos juristas y profesionales del
Derecho alertan de que el Derecho Humanitario está siendo amenazado seriamente,
porque aseguran que en gran parte del mundo son numerosos los actos de guerra y
las violaciones de los bienes jurídicos que acaban impunes. Y lo que es peor, que
los tribunales transmiten con creciente insistencia el mensaje de que las
violaciones graves de los derechos humanos no deben ser juzgadas. Grandes
potencias, como EE.UU., Rusia o China, se han situado fuera del Derecho
Humanitario y no se someten al Derecho Internacional salvo en concretos y
selectivos aspectos de los regulados por los tratados internacionales. De ahí
que los expertos insistan en la necesidad de redoblar la lucha para lograr que
el Derecho fiscalice también la realidad de las guerras y de las políticas
discriminatorias y xenófobas, aunque haya gobiernos que eludan el cumplimiento
de las normas.
Profesionales
tan cualificados como Javier de Lucas, director del Instituto de Derechos
Humanos de la Universidad de Valencia (IDHUV), confirman con rotundidad que
Europa no ha sido el agente de paz y cooperación que prometió ser tras la
Segunda Guerra Mundial y critican la actuación de la Unión Europea y de los
gobiernos nacionales en la crisis de los refugiados, como también lo hacen
otros estos días a raíz del conflicto generado en torno a los náufragos
rescatados por el navío Open Arms. En
general, todos sentencian con firmeza que la respuesta que se está dando a esta
problemática, además de ser una chapuza, representa una auténtica traición a
los ideales europeos.
Viene
este amplio preámbulo a cuenta de algunas reflexiones y comentarios que me
motivan los recientes reveses que ha sufrido en nuestro país la lucha contra la
impunidad ante violaciones graves de los derechos humanos. No es ocioso
recordar que el artículo 23 de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder
Judicial, que regulaba la justicia universal y nos situaba entre los países con
legislación más avanzada en este ámbito, sufrió la primera reforma restrictiva
por parte del Gobierno de Rodríguez Zapatero en 2009, aunque su modificación en profundidad se produjo
con la promulgación de la Ley Orgánica 1/2014, de 13 de marzo, que
impulsó el Gobierno del PP para enmendar la Ley anterior, cediendo a las
presiones del régimen de Pekín, al haberse decretado órdenes de arresto
internacional contra dirigentes del Partido Comunista Chino por la comisión de
un crimen de genocidio en el Tíbet. Así lo manifestó públicamente el entonces
Ministro de Asuntos Exteriores, García Margallo, cuando explicó sin recato que
el 20% de la deuda pública española estaba en manos de China, siendo esta la
única razón que motivó y precipitó el cambio legislativo. Por otro lado, el
proyecto legislativo de recuperación de la jurisdicción universal a través de
la reforma del artículo 23.4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ),
anunciada el pasado verano por la actual Ministra de Justicia en funciones,
naufragó igualmente ante la firme oposición de la Asesoría Jurídica
Internacional del Ministerio de Asuntos Exteriores, inducida también por la
prioridad de las relaciones con China.
A
esta involución en el ámbito legislativo debe añadirse la grave adversidad jurisprudencial
que conforman varias sentencias que concretan sucesivos reveses a la justicia
universal. El primer de ellos lo infringió la Sentencia del Tribunal
Constitucional (TC) 140/2018, de 20 de diciembre, dictada en el Recurso de
inconstitucionalidad interpuesto por más de cincuenta diputados del Grupo
Parlamentario Socialista en el Congreso frente a la Ley Orgánica 1/2014, de 13
de marzo, de modificación de la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder
Judicial, relativa a la jurisdicción universal. El fallo otorgó validez
constitucional a la reforma legal del PP, admitiendo sin ambigüedades que la nueva
Ley restringe el alcance del principio de jurisdicción universal previamente
regulado, descargando toda la
responsabilidad en el legislador, que es a juicio del Alto Tribunal quien tiene
la potestad de establecer los requisitos procesales que estime oportunos. La
sentencia se dictó con desprecio absoluto de nuestras obligaciones contraídas
por la ratificación de tratados internacionales (Convenciones de Ginebra,
Estatuto de Roma, etc.) y haciendo caso omiso de las críticas que desde la ONU se
habían hecho a la reforma del PP, tanto por parte del Relator Especial, Fabián
Salvioli, como por el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas.
Pero
además, en texto de la meritada Sentencia se establece que, si una víctima no
puede buscar justicia en los tribunales españoles, “deberá buscar otras
alternativas [más allá de nuestras fronteras], bien activando la jurisdicción
en países con mejor derecho, bien instando al Estado a que actúe, en defensa de
su nacional, ante el Tribunal Penal Internacional. Ambas posibilidades son
evidentemente gravosas para las víctimas, colocándolas en una situación de
mayor vulnerabilidad que la que se hubiera dado de continuar vigente la
regulación anterior. Pero de ello no se colige la ausencia de seguridad
jurídica, ni la introducción de un criterio de extensión de la jurisdicción
extravagante, imprevisible o discriminatorio”. O dicho de otro modo, se aparta
a un lado la razonabilidad jurídica, que pasa a un segundo plano, para avalar así
la impunidad de los grandes aliados financieros y comerciales, pese a las
abrumadoras pruebas de la comisión de los más graves crímenes a escala
planetaria.
La
mencionada sentencia constituye el primer eslabón de una cadena posterior que
se ha ido conformando con fallos del mismo Tribunal producidos a lo largo de 2019;
entre otros, la Sentencia 10/2019, de 28 de enero, recaída en el recurso de
amparo promovido por quince personas en relación con las resoluciones de la
Sala de lo Penal del Tribunal Supremo y de la Audiencia Nacional, que acordaron
el sobreseimiento y archivo, por falta de jurisdicción de los tribunales
españoles, de la querella presentada en relación con los posibles delitos de
genocidio y torturas que habrían padecido los miembros del movimiento
espiritual denominado Falun Gong.
También, la Sentencia 23/2019, de 25 de
febrero, que desestimó el recurso de amparo promovido por la Asociación Comité de Apoyo al Tíbet y la
Fundación Privada Casa del Tíbet. Ambas
son resoluciones que dejan a los ciudadanos desprotegidos y en total desamparo
por parte de nuestros tribunales. En cambio “reparan” los presuntos daños
causados a algunos de nuestros socios internacionales, materializados en las
órdenes de arresto internacional
dictadas por instancias judiciales españolas contra altos dignatarios extranjeros,
que las mencionadas resoluciones judiciales anulan, reparando así el daño
presuntamente infringido a unos personajes acusados de haber cometido genocidio
contra el pueblo tibetano y de ordenar la entrada de los tanques en la plaza de
Tiananmén para masacrar la protesta estudiantil. La justicia se confunde así con
la política y se esfuma la protección que presuntamente otorgan los países que
han ratificado la Convención para la
Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio (1948) y la Convención
contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes
(1984), que queda reducida a mera retórica vacua.
Me
parece evidente que el alcance de la impunidad llega hasta los responsables de
la comisión de los más graves delitos que, por ello mismo, han sido declarados
imprescriptibles: los crímenes de lesa humanidad. Se quiebran simultáneamente
otros derechos fundamentales de la ciudadanía como el derecho a conocer la
verdad y a obtener justicia y reparación por los quebrantos sufridos. Como
alguien ha dicho, la fortaleza de las instituciones democráticas no reside en su
capacidad para silenciar o dejar de lado determinados asuntos (especialmente
los referidos a derechos humanos), sino en su determinación para gestionarlos
eficientemente, por encima de su complejidad e incomodidad. Como dijo el poeta
argentino Juan Gelman, "cuando las heridas no se cierran, gangrenan a la
sociedad".
No hay comentarios:
Publicar un comentario