jueves, 29 de agosto de 2019

A favor de la economía circular

Fue a mediados de 2005 cuando tuve las primeras noticias acerca de la economía circular. Entonces andaba entretenido con los retos que planteaba a la docencia universitaria el novedoso proceso de convergencia al Espacio Europeo de Educación Superior. Poco que ver con los asuntos de la Economía, aunque hasta cierto punto. Digo esto porque fue precisamente en aquellos días cuando algunos de quienes trabajábamos en los nuevos planteamientos de la educación universitaria tomábamos conciencia de la conveniencia de conocer de primera mano las lagunas y retos a los que se enfrentan los agentes económicos, para tratar de incorporarlos al diseño de la formación de los universitarios en lugar de darles la espalda, desvinculando los procesos formativos de las exigencias del sistema productivo, como era y sigue siendo habitual. No es que una cosa deba condicionar la otra, pero tampoco parece razonable que lo segundo obvie sin más lo primero. Al menos así lo veíamos quienes participamos en una de las pocas jornadas que se organizaron para propiciar el acercamiento entre las partes que, en este caso, me parece que se llevó a cabo en la Universidad de Alcalá.

Fue por entonces cuando –no recuerdo exactamente a través de quién o de qué manera– cayó en mis manos la versión en castellano de Cradle to Cradle. Remaking the way we make things, un libro publicado tres años antes por el químico Michael Braungart y el arquitecto William McDonough en el que proponían una estrategia pionera para configurar el ecologismo, cambiando radicalmente los enfoques precedentes. Abandonaban la regla de las 3R (reducir, reutilizar y reciclar), popularizada por Greenpeace, y ofrecían como alternativa atajar los problemas desde la raíz, es decir, desde la “cuna” (cradle), intentando que los procesos productivos concluyan revisitando su punto de partida (de ahí, cradle to crudle: de la cuna a la cuna). Este concepto es, justamente, el núcleo seminal de la economía circular, una propuesta que aspira a la casi completa eliminación de los residuos, convirtiéndolos en materias primas que se utilizarán para crear nuevos productos. Se consigue así un sistema que genera empleo local y que no es deslocalizable porque, en un contexto de escasez y fluctuación de los costes de las materias primas, contribuye a la seguridad del suministro y a la reindustralización de un determinado territorio.

Así pues, se trasciende el propósito –insuficiente– de reducir los consumos de energía, porque esa lógica finiquita los recursos, que se acabarán más tarde, pero se agotarán inevitablemente. Lo que se ambiciona es un objetivo mucho más ventajoso: que desde el propio diseño y concepción de cualquier producto, estrategia o política se tengan en cuenta todas las fases evolutivas de los elementos involucrados (extracción, procesamiento, utilización, reutilización, reciclaje…). De tal de manera que se minimicen los gastos energéticos e incluso que el balance entre inputs y outputs sea positivo. En otras palabras, la economía circular ofrece un modelo económico basado en el principio de cerrar el ciclo de vida de los recursos, asegurando que se produzcan los bienes y servicios necesarios minimizando el consumo y el desperdicio de energía, de agua y de materias primas.

Por tanto, significa una alternativa radical a la tradicional economía lineal, articulada sobre la secuencia “tomar, hacer, desechar” y basada en el consumo de enormes cantidades de materias primas y de energía, baratas y de fácil acceso, que ha sido el motor esencial del desarrollo industrial, que si bien ha generado históricamente un crecimiento sin precedentes ha llegado a un punto en que es insostenible. Por ello, hace algunos años que las cosas han empezado a cambiar, al menos para algunos. El incremento de la volatilidad de los precios, los riesgos en las cadenas de suministros, la economía digital y las crecientes presiones sociales, entre otros elementos, han alertado a los líderes empresariales y a los responsables políticos sobre la necesidad de repensar el uso de las materias primas y de la energía. De hecho algunos consideran que ha llegado el momento de aprovechar las ventajas potenciales de la economía circular como alternativa a la linealidad tradicional. En definitiva, dicho muy simplistamente, que es hora de apostar por un modelo económico sostenible que desvincule el desarrollo económico global del consumo de recursos finitos y aborde los crecientes desafíos a los que se enfrentan las empresas y las sociedades, generando crecimiento y empleo, y reduciendo los efectos medioambientales de la actividad económica, incluidas las emisiones de dióxido de carbono.

Para que este modelo funcione es necesario que se involucren los principales actores a nivel social y económico, desde las instituciones públicas encargadas del desarrollo sostenible y del territorio, hasta las empresas que buscan resultados económicos, sociales y ambientales. También la sociedad, que fundamentalmente debe tomar consciencia plena de sus necesidades reales. Si se confluye en esa sinergia será posible disminuir el uso de los recursos, reducir la producción de residuos y limitar el consumo de energía, pero para ello es necesaria una reorientación productiva en el conjunto del Planeta. Y ello merece la pena porque, además de los beneficios ambientales, esta propuesta es capaz de generar riqueza y empleo (también en el ámbito de la economía social) en el conjunto del territorio y su desarrollo permitirá obtener ventajas competitivas en el contexto de la globalización.

A lo largo de este verano he ido conociendo una retahíla de noticias que colisionan frontalmente con los planteamientos precedentes. No me parece que el proteccionismo y las guerras comerciales, ni el abandono del Acuerdo de París contra el cambio climático, propiciados por el gobierno de Trump, favorezcan un ápice la economía circular. Tampoco atisbo contribución alguna por parte de la política agrícola y medioambiental de Bolsonaro, o por la pervivencia del modelo de desarrollo económico chino basado en la producción de artículos de baja calidad con inversión intensiva de mano de obra y energías fósiles, por poner tres ejemplos significativos entre los centenares que existen.

No entiendo cómo es posible que hayamos dejado el gobierno del Planeta en manos de gente tan miserable como la mencionada, que ni conoce el significado de palabras como solidaridad, humanismo o filantropía, ni tiene entrañas. Ni ellos ni los jerifaltes que mangonean los grandes lobbys que los aúpan al poder parecen tener hijos ni nietos. Siguen mirando para otro lado mientras todos (ellos incluidos) recorremos un itinerario imposible, que acabará quebrando hasta las más elementales pulsiones de la vida, incluidas la propia supervivencia y la de la especie. Parece importarles un carajo dejar a sus descendientes un mundo en el que vivir no será otra cosa que un continuo penar para sobrevivir en un Planeta crecientemente arrasado por las catástrofes derivadas del calentamiento global y de otros factores, que ya han dejado de ser una mera preocupación de los estudiosos y académicos para ser realidades que recogen diariamente los telediarios: ingentes deshielos en la Antártida y Groenlandia, gigantescas sequías que azotan regiones enormes (Afganistán, Cuerno de África, Sudáfrica, Centroeuropa…); pavorosos incendios que alcanzan dimensiones desconocidas en la Amazonía, California, Siberia, etc. (y, obviamente, las réplicas que sufrimos localmente, cuyo dramatismo aumenta cada año). En fin, por añadir un solo dato, referiré que los expertos aseguran que si permitimos que aumente un grado más la temperatura en la Tierra cambiará radicalmente la sociedad que conocemos. Y me pregunto: si esto es así, ¿a qué esperamos para iniciar el descomunal tsunami que la Humanidad necesita para salvarse?

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