miércoles, 18 de diciembre de 2013

Invierno.

Aún faltan tres días para que llegue el invierno, pese a que hace semanas que nos acompañan la cortedad de los días, la levedad del sol y la luz mortecina. No tanto el frío que, en este territorio definitivamente primaveral, es un fenómeno que se hace de rogar, estando casi permanentemente ausente. Hace un par de semanas que nos visitó inopinada y virulentamente, como de costumbre. Y es que en esta acogedora y entrañable tierra las casas nunca se construyeron para combatir el frío. ¿Para qué, si apenas nos cita unas pocas semanas al año? Por eso, temporada tras temporada, nos sorprende la ‘frescoreta alacantina’, ese eufemismo que encubre un helor sustantivo, que congela los huesos y hasta el espíritu en un santiamén.

Hoy hemos encendido la calefacción por primera vez en este otoño. Lo de prender la calefacción es un decir porque, simplemente, hemos puesto en marcha uno de esos artilugios denominados “bomba de calor”, que curiosamente lo mismo sirven para caldear que para refrigerar. Al rato, el reconfortante calorcillo y la modorra que me produce habitualmente la televisión me han transportado a un leve sueño, de esos que echamos perezosamente en el sofá antes de decidirnos a ir a la cama, a dormir como Dios manda. Ha sido un sueño breve, de esos que se consume casi en un ‘plis-plas’, pero de los que te despiertas sorprendido, diciendo: ¡arrea!, si he soñado y todo. Esta vez la ensoñación me ha transportado otra vez a la niñez y al pueblo, espacios donde suelo recrear mi memoria personal, seguramente de manera tan distorsionada como apasionada.

Soñaba que allí el invierno era otra cosa. Algo sinónimo de viento y de lluvias. Especialmente el primero ululaba frecuentemente, noche y día, afilando esquinas y salientes de casas y corrales, meciendo cables y lámparas del alumbrado con un soniquete característico, colándose por cuantas rendijas había en aquella población, estrecha, larga y abigarrada, en la que las casas servían exclusivamente para guarecerse de las inclemencias atmosféricas mayores, porque sus puertas y ventanas no cerraban bien ni una. El aire penetraba por las incontables rendijas que todas tenían, invadiendo estancias, recovecos y alcobas. Intentábamos eludirlo con fogatas contundentes que prendíamos en las chimeneas. Eran muy generosas, porque allí abunda la leña, pero apenas conseguían calentar la parte anterior de nuestros cuerpos, quedando la posterior fuera de aquella bendita influencia. Lograr que ambas gozasen simultáneamente de la dicha del calor era imposible. Si mirábamos al fuego, se helaban nuestras espaldas. Si se las ofrecíamos desdeñosamente, el torso y las piernas quedaban huérfanas de bienestar, expuestos a la intemperie de los flujos que, de una manera u otra, acababan trayendo el frío al cuerpo.

Nos arrimábamos al fuego exageradamente. Se nos encendían los rostros y casi llegábamos a quemarnos las manos y las piernas, que delataban a las claras aquellas adicciones, exhibiendo sabañones y ’cabras’ (Eritema ab igne o eritema reticulado con hiperpigmentación residual, parece que se denominan). Todos teníamos alguna ‘cabra’ en las extremidades inferiores, aunque eran las mujeres, singularmente las de más edad, las que las lucían abundantemente en invierno. La chimenea era el lugar que nos congregaba a cualquier hora pero, sobre todo, por la noche, después de cenar. A las ocho y media de la tarde todo el mundo estaba cenando y, a las nueve, el liviano ágape, generalmente integrado por el celebérrimo hervido de verduras y algo más, había concluido y empezaba el tiempo compartido frente al fuego. Allí aprendíamos los primeros cuentos y dichos y sabíamos de historias que habían acontecido a familiares y vecinos. Allí me tomaba mi padre las lecciones para asegurarse de que las había aprendido durante la tarde. Allí asábamos castañas, mazorcas de maíz y despojos de la matanza. Aquel rincón acogedor era la patria de los viejos, que apenas se apartaban de él, cabizbajos y encorvados, casi siempre taciturnos y quejándose del frío.

También visualicé en mi corto sueño que apenas eran las nueve y media de la noche y nuestras madres ya estaban enviándonos a la cama, con aquella recurrente cantinela: “ A las diez, en la cama estés…”. Allí empezaba otra aventura, la de las sábanas tiesas, remendadas y frías como témpanos, que nos envolvían con todo su helor, metiéndonoslo hasta en los tétanos. Nos defendíamos de aquella agresión encogiéndonos en posición fetal, mientras soportábamos una decena de kilos de ‘mantas de muletón’, que calentaban más por presión que por sus propiedades calóricas. Nos hacíamos una especie de nido ecológico, un pequeño hueco en el que permanecíamos hieráticamente acurrucados, esperando que el propio cuerpo nos proporcionase el calor que todo el conjunto ambiental no conseguía darnos. Transcurría al menos media hora antes de que abandonásemos definitivamente las ‘tembladeras’ y empezásemos a sentir el calor reciclado del propio cuerpo y a estar en condiciones de conciliar el sueño.

Me desperté y, todavía confuso entre mis ensoñaciones y la realidad en que me hallaba, comprobé por enésima vez la nitidez con que vuelvo a los recuerdos. Volví a evocar lo que Carles Geli dijo de Juan Marsé en un artículo que publicó en el diario El País a propósito de la presentación de su novela Caligrafía de los sueños: “la única patria de Juan Marsé es su infancia”. Tal vez, a mi me sucede lo mismo.  Y por eso, salvando las distancias, también acostumbro a contar distintas versiones de mi única historia.

sábado, 14 de diciembre de 2013

A Manolo Gomis.

Emilio Lledó dijo que “ser maestro es una forma de ganarse la vida, pero sobre todo es una forma de ganar la vida de los otros”. Estoy de acuerdo con él en que la condición de maestro incluye la alteridad, la perspectiva y la posición de los otros, la empatía, la capacidad y la voluntad de ponerse en el lugar de los demás. Y eso no está al alcance de cualquiera.

La literatura pedagógica ha documentado ampliamente las características y atribuciones que deben tener los buenos maestros y profesores. Es amplio el repertorio de obras y experiencias que las enumeran y describen, y no voy a reproducirlas aquí. En síntesis, vienen a concluir que lo esencial del “ser maestro” es poseer ese compendio de cualidades y atributos, interiorizarlos y actuar conforme a ellos. Con naturalidad, sin mixtificaciones, trabando la realidad con el pensamiento, la práctica con la teoría, la acción con la reflexión.

En pocos momentos de mi vida he sentido tan intensamente la profesión como en los años que trabajé con Manolo. En esa época tenía continuamente la sensación de que estábamos haciendo lo que debíamos, cuando correspondía y de la manera que convenía que se hiciese. El nuestro era un ejercicio profesional impregnado de sentido, de convicción y, por qué no decirlo, de pasión por lo que hacíamos. Pocas veces he disfrutado personal y profesionalmente tanto como lo hice entonces. La tarea diaria fluía con naturalidad, sin retóricas, artificiosidades o imposturas. Era habitual la coherencia entre lo que pensábamos, lo que se sentíamos y lo que hacíamos. Los otros, nuestros alumnos y sus familias, y muchos compañeros, lo percibían y lo vivían con idéntica intensidad y simultaneidad. Aquella realidad no era flor excepcional, producto de un día de trabajo inspirado, sino un eje conductor que vertebraba nuestro ocupación docente a lo largo de las semanas, los meses y los cursos académicos. Hay centenares de testigos que ratificarán lo que digo.

Pocos han comprendido, como Manolo, que los profesores y los maestros enseñamos siempre lo que somos y lo que hacemos. Y que sólo a veces conseguimos que nuestros alumnos aprendan lo que explícitamente nos proponemos enseñarles. No he conocido otro maestro ni profesor que haya difuminado mejor los límites entre la educación formal y la informal o la no formal, ni que haya logrado desdibujar tan claramente las fronteras que existen entre el aprendizaje auténtico y los aprendizajes formales que se producen en las escuelas. Pocos profesionales como él han trabado tan eficientemente el trabajo escolar con el extraescolar y el paraescolar, sin hacer distingos entre lo que se hace de lunes a viernes y lo que se puede realizar en un fin de semana o en un periodo de vacaciones. Rara vez he conocido personas que tengan tantas habilidades para trabajar en la formalidad del aula como para abordar la informalidad de otros ambientes de aprendizaje, desde un centro de vacaciones escolares a un taller de animación juvenil o una experiencia estrictamente lúdica.

El liderazgo no es una función que pueda aprenderse fácilmente, sino que es un concepto multidimensional y poliédrico en el que la visión y los valores culturales del líder dan sentido al proyecto que se ejecuta, sea de forma individual o colectiva. Muchas son las teorías elaboradas sobre el liderazgo pedagógico. Todas ellas se diluyen cuando se confrontan con la conducta docente de un profesor que ejerce el liderazgo de manera natural, con un reconocimiento prácticamente unánime. Manolo ha sabido subsumir en su comportamiento como maestro los patrones característicos de las acciones de los líderes auténticos, haciendo del ejercicio profesional una obra compartida, aparentemente sencilla y que, sin embargo, es a la vez inmensa y trascendente porque deja una profunda huella en quienes participan de ella. Puedo escribir mil detalles más. No lo haré porque es innecesario. Quienes hemos visto y compartido a Manolo en la faena sabemos de qué estamos hablando.

Le debía a Manolo este pequeño homenaje. Y aquí está, por merecido y justo. Se lo hago por escrito porque es la única manera que veo de materializarlo. Sé que no me dejaría terminar el ‘discursito’ si me oyese iniciarlo. Así que… ¡va por ti, maestro!.

lunes, 9 de diciembre de 2013

Oposiciones.

En los años noventa conocí a una maestra de educación infantil en un pueblo de la provincia de Alicante. Yo ejercía como inspector de educación y era responsable de la supervisión de los centros educativos de aquella localidad. Rara era la semana que no recibía una o varias llamadas telefónicas del director de uno de ellos, en el que estaba destinada, expresándome su disgusto por su insolvencia y por las consecuencias que ello tenía para la educación del grupo de alumnos que tenía a su cargo e incluso para el funcionamiento del centro. Se lamentaba de que los conflictos con los niños y con sus familias eran casi diarios y que estaba en un continuo brete por causa de la inadmisible conducta profesional de la maestra.

Viajé reiteradamente al centro e intervine con diferentes estrategias para reconducir la situación y poner paz donde el conflicto estaba instalado casi permanentemente. Intenté remediar aquella desastrosa situación, que excedía los límites del ejercicio profesional, con la colaboración del claustro y del propio director. Pero aquella persona era absolutamente incapaz de controlar a los niños o de imponer en clase la más elemental disciplina, de enseñarles algo o de evitar las situaciones caóticas y los peligros para su integridad física. Aquellas pequeñas criaturas escapaban continuamente a su control, campaban a lo largo y ancho del colegio y ponían “patas arriba” cuanto encontraban a su paso.

El centro y las familias sufrieron intensa y largamente aquellas anomalías e intentaron ponerles coto. Fue un empeño en el que fracasamos todos. Lamentablemente, no encontramos una solución satisfactoria a la situación. Así que, en el ámbito de nuestras respectivas atribuciones, sorteamos el temporal como pudimos durante todo el curso hasta que, una vez finalizado, la profesora obtuvo destino en otra localidad. Eludimos un problema cuya solución nos excedía, que seguramente encontraron otros. Así que, como aquella buena mujer se hizo notar, recordé largo tiempo su nombre y apellidos (de hecho, todavía los recuerdo, aunque obviamente los omitiré).

Años después fui designado presidente de un tribunal de oposiciones, en el que sorprendentemente me reencontré con ella. La situación era radicalmente distinta y me esforcé en desproveerme de prejuicios que pudiesen afectar mi conducta durante el proceso selectivo. Paradójicamente, la tarea me resultó enormemente sencilla porque, desde su inicio, demostró unas capacidades para superar las pruebas que estaban muy por encima de las que poseían el resto de los opositores. El primer ejercicio consistía en desarrollar por escrito un tema de la especialidad durante dos horas. Recuerdo con nitidez que escribió casi el doble que el contrincante que le siguió en productividad. Y no era una cuestión de cantidad. Lo que relató, además de ser riguroso y conceptualmente coherente, incluía ejemplificaciones de las aportaciones teóricas, con ejercicios y propuestas de actividades que ofrecían un contrapunto pertinente y creíble. Rubricó un ejercicio paradigmático, brillante y sobresaliente. Y lo que hizo en esa primera prueba, lo repitió en las siguientes. Hasta el punto de que logró ser el número uno de su tribunal, obteniendo una calificación que superó en casi un punto a la de su inmediato oponente. Un triunfo absoluto en una prueba selectiva para ingresar en el cuerpo de maestros.

A veces he recordado a esta profesora y he imaginado que sus altas capacidades probablemente le hayan permitido alcanzar cotas más altas en la carrera profesional. Puede que hoy esté dirigiendo algún centro educativo, o que ilustre a los futuros profesores sobre cómo deben organizar la enseñanza. Me reconforta pensar que tal vez las leyes de Murphy se hayan activado otra vez. El sistema educativo y los ciudadanos lo agradecerán y la buena mujer disfrutará de su mejorada situación profesional. Hago votos para que así sea porque, como dijo el clásico,  ad impossibilia nemo tenetur (nadie está obligado a hacer lo imposible). 

Mi pregunta entonces y ahora es la misma: ¿cómo es posible que una persona absolutamente negada para el ejercicio profesional obtenga el número uno en un proceso selectivo cuya finalidad es escoger docentes competentes para que ejerzan la profesión durante toda su vida laboral?

Así fueron y así siguen siendo las oposiciones. Soy consciente de que el caso descrito es excepcional, como sé que no se puede coger el rábano por las hojas, ni confundir la parte con el todo. Ni es correcto, ni es veraz, ni es justo. No obstante, este caso y otros que he conocido creo que me han proporcionado una idea bastante ajustada de aquello para lo que no sirven las oposiciones: seleccionar a los mejores maestros. Y por ello, si no cumplen con su finalidad, debieran sustituirse por procedimientos más adecuados, que los hay. Otra cosa es que quien tiene la responsabilidad de seleccionar a los profesores del sistema público tenga interés en escoger a los mejores.

sábado, 7 de diciembre de 2013

Simplicidad y sofisticación.

La simplicidad es la mayor sofisticación (Leonardo da Vinci)

Los arquitectos son profesionales que siempre me han llamado la atención. A la mayoría los he conocido a través de referencias textuales o visuales que han ido conformando mi idea de la arquitectura como arte y ciencia, resultado del esfuerzo de gente sesuda e imaginativa que a lo largo de la historia ha ideado y construido obras públicas trascendentales, viviendas singulares y monumentos y espacios únicos, que han resistido el paso del tiempo por encima de modas, tendencias y hasta tragedias. Es la “gran arquitectura”, la obra de los maestros insignes que se estudia en los libros y que se goza visitando las ciudades o los museos. Pero también otros profesionales, tal vez menos sesudos, han aplicado sus conocimientos e imaginación a desarrollar proyectos más efímeros, sin vocación de perdurabilidad, que resumen ideas de lo que puede ser el tiempo, el espacio o las necesidades de las personas. Y no son menos interesantes.

Pienso que la arquitectura refleja de alguna manera el devenir del mundo, de ahí que el arquitecto sea una buena metáfora para explicar la historia. El progreso humano está sembrado de artistas y obras excepcionales. Senenmut, Calícrates, Vitrubio, Alberti, Brunelleschi, Rusking, Viollet-le-Duc, Le Corbusier, Loos, Lloyd Wright, Mies van der Rohe, Niemeyer… son creadores que dejaron su impronta en paisajes y ciudades, con obras que transcienden los siglos y que señalan hitos referenciales para la humanidad. Sus extraordinarios trabajos han convivido y lo siguen haciendo con otros pequeños proyectos de andar por casa, elaborados por otros profesionales, que resuelven situaciones particulares y perentorias y que no son menos importantes para la sociedad global. Representan un concepto “distinto” de la arquitectura, sustentado en el trabajo cotidiano y en la cercanía, despojado del halo de genialidad e inaccesibilidad que envuelve a los grandes maestros.

Hace unos días conversaba con un amigo acerca de la encrucijada en la que se debate la humanidad en esta fase exacerbada del capitalismo que se ha llamado globalización. Nos preguntábamos por la sostenibilidad del actual modus vivendi y de su compatibilidad con la conservación del planeta. Especulábamos sobre si la agudísima crisis que sufre el sistema capitalista nos obligará a replantearnos la vida para asegurar la supervivencia de la especie humana y del propio planeta. La verdad es que apenas progresamos en nuestro ‘argumentario’, más allá de la elemental y mutua convicción de que no es posible salir adelante con el enfoque vital de las últimas décadas y del deseo de que la resolución de la crisis consiga reorientarlo para que se puedan atender las necesidades básicas de todas las personas, los problemas ambientales y el desarrollo sostenible del género humano.

Le decía a mi amigo que pienso que los arquitectos nos siguen ofreciendo soluciones como lo han hecho en las épocas pretéritas. Algunos, como Calatrava, Foster, Tom Wright, Zaha Hadid, etc. nos ofrecen propuestas radicalmente innovadoras, proyectos faraónicos, especulativos, etc. Otros profesionales menos fatuos y con menor proyección internacional también nos brindan fórmulas interesantes. Hace pocas semanas conocí el proyecto fin de carrera de un joven arquitecto alicantino, que ha sido premiado en un concurso internacional. Su nombre es Coral Systems 2.0 y concreta su visión de la casa del futuro. El proyectista plantea una vivienda que se asemeja a una planta de coral abierta, sin puertas y con forma esférica, porque según él es la fórmula que mejor minimiza los intercambios energéticos con el exterior. Su cubierta es una especie de “piel reactiva” que responde a los estímulos externos, adaptándose a las inclemencias atmosféricas, creando espacios para la ventilación, cambiando de color..., en definitiva, buscando el confort de las personas que la habitan.

Este joven arquitecto pone en entredicho los tres métodos de producción que se utilizan actualmente en la construcción: el artesanal, el industrial y el digital. Considera que su proyecto en lugar de generar un prototipo, es decir, una elección preconcebida de acuerdo con uno de estos modelos, combina los tres sistemas. Pretende que la casa que propone responda a las necesidades del lugar en que se construye y de las personas que la encargan, a la vez que permite que cada vivienda sea diferente a las demás y que se adapte al tipo de cultura y al territorio en que se inserta. Así pues, combate frontalmente la homogeneidad de la producción industrial que caracteriza a los modelos únicos y combina los tres sistemas de producción. Utiliza el sistema digital mediante los robots con los que crea la estructura del edificio. Aplica el modelo industrial para diseñar y construir la cubierta y la fachada.Y usa el modelo artesanal para diseñar el mobiliario interior, que ofrece la belleza de lo irregular y las diversas posibilidades de la autoconstrucción.

Las propuestas de este profesional me suscitan algunas reflexiones acerca de si podemos seguir exprimiendo más los modelos de producción unidireccionales basados en el despilfarro energético, la depredación de los recursos y la eficiencia sin límite del capitalismo actual. Acaso sea hora de aventurarnos con decisión en la exploración de sistemas alternativos de supervivencia, que combinen diferentes modos de regular la utilización de los recursos naturales y de garantizar la vida de las generaciones futuras. Quiero pensar, en suma,  que está en nuestra mano elegir el camino. Que no es tarde y que no transitamos ya por una senda con un único destino. Propuestas no faltarán, al menos por parte de los arquitectos.

martes, 3 de diciembre de 2013

De efluvios y miasmas.

Casi las tres cuartas partes de la gente de mi edad ‘somos de pueblo’. A las personas que integramos la generación nacida en torno a los años cincuenta del pasado siglo nos alumbraron mayoritariamente en pequeñas localidades repletas de habitantes, antes de que el éxodo y la ‘desagrarización’ las vaciasen, especialmente durante los años sesenta y setenta. Aquella vida que conocimos cuando éramos niños y/o jóvenes tenía sus ventajas y sus inconvenientes, como todo. Algunas de las cosas que entonces eran cotidianas hoy son irreconocibles en nuestro entorno por su razonada insalubridad. Me refiero, por ejemplo, a realidades como el solapamiento de los espacios vitales de animales y personas, compañeros inseparables en las sociedades agrarias.

Del mismo modo que las bestias y las personas pasaban el día juntos arando, cazando o transportando mercancías, las cuadras y corrales de las casas en que se confinaba a los animales eran colindantes o se superponían a las dependencias que utilizábamos los humanos. En consecuencia, intercambiábamos en esos espacios hálitos, efluvios y flujos corporales con absoluta normalidad, porque eran elementos constitutivos de la realidad vital de aquellos tiempos que abarcaba, entre otros elementos, una esmerada dedicación al cuidado de los animales, que eran piezas esenciales del sistema productivo. En contraste con esos escatológicos escenarios, aquel ecosistema incluía alternativamente privilegios más saludables. De hecho, a escasos metros de la bascosidad descrita, podía disfrutarse de la plenitud de unas condiciones naturales que embriagaban con sus perfumes, olores y colores, y que eran inimaginables en los espacios urbanos.

Acudíamos a las ciudades casi exclusivamente para visitar a los médicos, cuando sus homónimos de los pueblos nos lo prescribían. Y nos impactaban muchísimo y por muchas razones; entre otras, por sus característicos olores, que nos resultaban extraños. Recuerdo el olor a gas ciudad que se percibía en casa de mi tío Germán, junto a las Torres de Quart, dónde nos hospedábamos cuando íbamos a Valencia. Era tan penetrante que todavía lo tengo registrado en mi cerebro y lo rememoro nítidamente, como sigo percibiendo el vapor del éter que rezumaban las clínicas y hospitales que visité en mi niñez. Recuerdo, también, la intensidad de los tufos que emanaban de los automóviles. Especialmente el del gasóleo del autobús de línea que nos transportaba desde Valencia hasta el pueblo, que hacía que nos mareásemos casi todos y que vomitásemos cuanto habíamos ingerido antes de llegar a nuestro destino. Aquellos viajes de regreso no eran muy recomendables ya que, a la lividez de los rostros y a los dolores producidos por la incomodidad de los asientos y la infinitud de las paradas del trayecto, se añadía el olor acre de los vómitos reiterados y los desabridos gases que emanaban de unos motores con pésima combustión.

Hoy la cosa cambiado. La televisión y los media han uniformado costumbres, modas, hablas y muchas otras cosas. Simultáneamente, se han diluido los contornos que confieren peculiaridad a las ciudades y a los pueblos. Podría decirse que, en algunos casos, incluso se han cambiado las tornas. Muchos pueblos han dejado de oler a tal y, contrariamente, muchas ciudades comienzan a apestar a aquellos vetustos pueblos.

A mi juicio, una moda persistente, un comportamiento universalizado en los países desarrollados, está contribuyendo especialmente a ello. Me refiero a la proliferación de los llamados animales de compañía. Singularmente, a los perros. Después de los gatos parece que son las mascotas preferidas, estimándose que hay alrededor de doscientos millones en el mundo, que hacen las delicias de sus dueños, reportándoles un efecto placebo, ampliamente documentado, que incide muy positivamente en su salud: disminuye su presión arterial y los niveles de colesterol y triglicéridos, reduce su estrés y les ayuda a combatir los estados depresivos y el sentimientos de soledad, entre otros provechos. Utilidades todas ellas recomendables y beneficiosas que deben promoverse y explotarse, aunque no a costa de cualquier cosa.

Cuando rompe la mañana o cae la tarde en cualquier ciudad, una mera constatación visual permite comprobar cómo miles de canes de innumerables razas, tamaños y carácter invaden todos los espacios acompañados de sus dueños: calles, parques, jardines, descampados, playas…Últimamente, hasta los comercios, las grandes superficies, los restaurantes y los transportes. Como sabemos, el objetivo principal de estos sistemáticos paseos es facilitar las deposiciones de los animales. Los pobres son tan curiosos y están tan bien educados que son incapaces de deponer en casa y dar trabajo a sus dueños. Por ello, se esfuerzan por hacerlo en los espacios no privativos, supongo que creyendo que es mejor. Como nadie se esfuerza en hacérselo entender, ellos persisten día tras día y semana tras semana en su inveterada costumbre. De ese modo, tan sencillo como contundente, el espacio público se convierte en una escatológica superficie que acoge las deposiciones mayores y menores de los canes. En algunos municipios, las administraciones han habilitado espacios ad hoc para esos menesteres con escasísimo éxito, probablemente tanto por causa de su insuficiencia y/o inadecuación como por el incivismo de la población. De modo que no hay farola, árbol, alcorque, valla, señal de tráfico, semáforo, contenedor de deshechos, neumático de coche aparcado, esquina, etc., que escape a la inapreciable dicha de recibir sucesivas micciones diarias de canes incontinentes.

Paseando por las ciudades se constata que no hay acera limpia de excrementos de canes, que tienen dueños incívicos, que no se merecen, porque eluden con alevosía las obligaciones que contrajeron al adoptarlos.  Se encuentran plazuelas, jardines, calles y hasta parques recreativos para niños que hieden. Se ven las bases de la señalética urbana, las esquinas y portales de las fachadas, los troncos de los árboles, etc., ennegrecidos, costrosos y en un estado lamentable, que pide a gritos limpieza e higiene. Hay descampados y rincones en los que la pestilencia es tan patente que parece que hayamos vuelto a los viejos corrales y majadas, a través de un imposible viaje en el tiempo.

La crisis también ha hecho mella en los servicios municipales. Cada vez se limpia menos y peor. Aumenta la suciedad, como lo hace el abandono de las mascotas. Volvemos al pasado, pero sin control, desregulados. Debemos proponemos hacer algo al respecto. Si no es así, en pocos años, los espacios públicos tendrán el síndrome de Diógenes y serán tan insalubres y desagradables que desnaturalizarán nuestras vidas mucho más de lo que ya lo están. Y no será un viaje al pasado que describí al principio, sino el intolerable progreso al futuro.

viernes, 22 de noviembre de 2013

Crónicas de la amistad: Santa Pola (4)

El miércoles celebramos la cuarta edición de los pequeños cónclaves que un grupo de compañeros y amigos venimos realizando a lo largo de este 2013. Empezamos en Benilloba, seguimos en Alicante y Aspe, para llegar en esta ocasión a Santa Pola, lugar resplandeciente donde los haya, que vestía para la ocasión un fantástico día otoñal, tan fresquito como luminoso. ¡Vaya gozada de mar y de horizontes tabarquinos para los santapoleros y para quienes no lo somos y estábamos allí!. Desde Peña Grande, el chiringuito donde quedamos, la mar y la mañana, irritantemente azules y diáfanas, eran tan provocadoras que diría que estaban ‘compinchadas’ con nosotros.

Alguien sugirió que hiciésemos crónicas de nuestros encuentros. No seré yo el autor porque ni es mi deseo, ni tengo recursos narrativos suficientes. Ahora bien, fiel a mí mismo y a las pretensiones de este blog, reflejaré en él mis reflexiones,  pensamientos y sentimientos sobre las circunstancias de nuestras citas, garabateando con trazos desleídos o vigorosos, según convenga, las impresiones que me procuran los rubicundos y maravillosos espacios de tiempo que exprimimos mientras hablamos, comemos y bebemos, convivimos y nos queremos. Porque las nuestras son unas tertulias apasionadas, en las que se diluyen las pertenencias y los lenguajes. Son puestas en escena improvisadas, corales, espontáneas y polifónicas, que explicitan un ser y un estar anhelados por todos. Así que ni haré crónicas al uso, ni relatos sistemáticos de los días y los hechos. Escribiré a propósito de ellos, contando mi versión particular. En todo caso, intentaré tejer y confundir las palabras y, sobre todo, trabajar la memoria, empeño frente al que no pienso claudicar.

Vamos creciendo en concurrencia. Ayer nos acompañó Luis Gómez, que se sumó a los que estuvimos el mes de mayo en Aspe. Todos puntualmente presentes este miércoles, 20 de noviembre (¡Horror! Vaya ocurrencia para una cita, y nadie reparamos en ello, seguramente dada la impaciencia por vernos). Quedamos en el chiringuito de la playa de Levante y, tras disfrutar brevemente de algunas cervezas y de la delicia de día que vestía a Santa Pola, nos dirigimos al restaurante Tinta Roja, lugar conocido de Pascual y singularmente de Elías (santapolero adoptivo), que tiene allí buenas referencias. Tantas que hasta hubo café licor para el aperitivo. No era “Cerol”, pero los expertos de la Montaña asintieron. Lo que interpreto como aprobación explícita de lo servido. Abundantes y riquísimos los aperitivos, con productos de la tierra y, primordialmente, de la mar. Finalmente, fideuá y arroz a partes iguales, ambos “de peix” como no podía ser de otro modo. Postres variados, livianos y excelentes, acompañados de las primeras copas. En la sobremesa, entre diálogos cruzados y discusiones efervescentes, Antonio Antón nos obsequió con un CD, que incluye una docena larga de ¿viejas? fotografías que añadimos a nuestra particular colección. Alfonso dijo que vio hace unos días a Pilar Tormo, en Alcoi. Inevitablemente, surgió la pregunta: ¿Y Enrique Filgueira (“El Figo”)?. Otro colega que ya no está con nosotros y a quien recordamos con afecto. Viendo las fotos que nos trajo Antonio, descubro entre los ‘tunos’ a alguien que hace más tiempo que nos dejó: Agustín Medina, el hombre de la melódica y de la sonrisa permanente.

Rematamos la comida y nos fuimos a otro bar. Allí siguió la tertulia hasta que, caída la tarde, la mitad, más o menos, nos despedimos. He sabido que los demás  siguieron y siguieron… y que les dieron las diez y las once y, seguramente, hasta las doce. Esta vez la luna no los encontró desnudos al amanecer… porque hacía frío y se refugiaron en casa de Pascual.

Pese a todo, como él dice,  ¡Qué jóvenes estamos!  (¡Qué ocurrente Pascual!). Y añade: “Pero, sobre todo, se nos ve felices”. En eso, sí que estamos de acuerdo.  Como lo estamos en que no vivimos ni en la melancolía ni en la nostalgia. No hay nostalgia del pasado cuando uno se trae consigo a lo largo de los años lo que no quiere perder. Y cuantos nos reunimos venimos cargados de lo que no queremos perder, y de las cosas a las que no renunciamos. Todas están en nuestro presente. Tal vez por ello, siguiendo con Sabina, no vivimos en el número 7 de la calle Melancolía y hace años que nos mudamos al Barrio de la Alegría.

También concuerdo con él en que, "no sé si es el azar, la casualidad, la proximidad o un cúmulo de afortunadas circunstancias nos han conducido a este presente en el que, agraciadamente, estamos juntos, más de 40 años después. Realmente es un lujo tenernos cerca y disfrutarnos. Quiera el destino que estos, nuestros encuentros, sean largos y prósperos, no solo en vino y manjares sino en compartir momentos de gran felicidad y hasta otros, más difíciles, que esperemos sean los menos".

Como dice Antonio Antón, yo también me sigo emocionando cuando compruebo que, aunque hayamos pasado media vida sin vernos, siempre hemos "estado" los unos con los otros y para los otros. Puedo asegurar con él, sin miedo a equivocarme, que esa emoción me llena el alma hasta colmarme… Y añadiré: ¡sigue cantando Antonio!, como lo hacías la otra noche en casa de Pascual. ¡No pares nunca!

Desde Santa Pola y en noviembre. 

Salud, mucha salud, queridos amigos.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Domingo.

Mi mujer que, después de mi, sin duda es la persona que más me quiere, me dice cada domingo: ¡tranquilo, no te excites!, ¡relájate, por favor!, que no te convienen los sobresaltos. Se preguntarán, ¿qué le sucede a éste los domingos que no le ocurra durante los demás días de la semana? Para responder a la cuestión, empezaré confesando que hace un año largo que me jubilé, lo que equivale a decir que para mí todos los días son sábado, y los sábados son domingo, como asegura mi amigo Emilio Soler. Y añadiré que lo que hace diferentes los domingos de los demás días de la semana es que suelo comprar los periódicos y que, al ojearlos, me sobreviene una irritación atroz, que desasosiega espantosamente mi carácter.

Ayer, por ejemplo, percibí los primeros síntomas leyendo las páginas dos y tres del diario Información, que incluían el habitual “Análisis” dominical de su director, Juan Ramón Gil. Aunque leo los periódicos casi todos los días en el iPad, parece que la tableta me turba menos que el papel, porque cuando lo hago en este soporte me solivianto mucho más. Como decía, mi mujer intenta tranquilizarme con apelaciones a la calma y a la conveniencia, pero me resulta casi imposible hacerle caso. Y es que, mirado fríamente, ¿cómo no sobresaltarse frente a la ignominia diaria a la que nos someten nuestros impresentables gobernantes?. Ofreceré algunas muestras. Una de las noticias de ayer fue la petición de indulto que han firmado los parlamentarios del PP en las Cortes Valencianas a favor del ex alcalde de Torrevieja, Hernández Mateo. Nada menos que el 85% de ellos se han movilizado en defensa de su correligionario, condenado por corrupción. El ex munícipe y ex parlamentario, en lugar de acatar la sentencia, como exigen a los demás, pretende eludir la cárcel con la aquiescencia y complicidad de casi la totalidad de sus camaradas en las Cortes, que no debieran olvidar que, además de representarse a sí mismos, también representan a la ciudadanía que los vota y, por ello, están obligados a tener y practicar la vergüenza, sea torera o no.

Pero si ello no fuera suficiente, mi desazón aumentó sin pasar de la página tres cuando, en un desguace lateral, bajo la rúbrica “Con nombre propio”, leí que la señora Barberá, infausta alcaldesa de Valencia, había prestado declaración ante el juez Castro con relación a los convenios suscritos por el Ayuntamiento que preside con el Instituto Noos-Urdangarín. Esa señora parece que le dijo al juez que ni presionó ni maquinó para contratar con el dichoso instituto, del mismo modo que antes decía que no se había entrevistado con el Duque de Palma. Ahora, sin embargo, ante las evidencias palmarias, reconoce que aunque no lo hizo en La Zarzuela, sí se entrevistó con él varias veces, insinuando que fue engañada. Y seguirá diciendo cuantas ocurrencias le venga en gana y haciendo lo que le plazca, sin recato ni rubor, porque sabe que le van a salir gratis, política y judicialmente. La derecha no paga peajes políticos ni judiciales. Y así, en la impunidad, cualquiera.

En la página cuatro encontré un titular para levantar el ánimo: “La fractura del bienestar social en la provincia”. Leí en ella algunos datos que evidencian que en los cuatro o cinco últimos años el gobierno del PP ha desguazado el estado de bienestar que disfrutábamos: 200 camas y 1000 médicos menos en los hospitales, 2000 maestros menos en las escuelas e institutos, un 30 % menos de becas de comedor y libros de texto y, para rematar la faena, casi 240.000 personas que malviven de la caridad. Si esto nos parece poco, en la página diez se incluye un reportaje que se hace eco de las manifestaciones que los pasados días han llevado a cabo cientos de estudiantes alicantinos, beneficiarios de las becas Erasmus, en diversas ciudades europeas, exteriorizando ante embajadas y consulados sus protestas contra la supresión de las llamadas becas de movilidad y su oposición frontal a unos políticos que pretenden devolvernos a la caverna, revitalizando la autarquía educativa y el “cordón sanitario” de los Pirineos, retrotrayéndonos al aislacionismo de los siglos pretéritos.

A estas alturas de la lectura, la saña de mi comezón era ya casi insoportable. Pero había más. En la página veinte, sección “Política”, un titular resaltaba las declaraciones del President Fabra en la convención celebrada por su partido en La Vila para presentar a los alcaldes los presupuestos de 2014. En ellas, admitía el desgaste del PP por el cierre de Radiotelevisión Valenciana y les pedía que levantasen la cabeza. Nada que objetar a tan loable propósito del general arengando a su tropa. Pero inmediatamente, Fabra y su vicepresidente Císcar cambiaron el disco y pusieron el habitual: Zapatero es el culpable de los males económicos que aquejan a la Comunidad, lastrada por una deuda suicida de 30.000 millones de euros. Aseguraban que el modelo socialista de financiación autonómica, aprobado en 2009, nos expolia 1000 millones anuales. Y yo me pregunto, ¿quién es el responsable del expolio de los 28.000 restantes? Porque, que sepamos, desde 2011, en Madrid gobierna el PP y, desde 1995, lo viene haciendo ininterrumpidamente en la Comunidad. Sin comentarios. Yo, enésimo soldado patrio, confieso que también maté al general Prim.

Tampoco cansaré al lector con el repaso a la totalidad del periódico. Bastante tengo yo con mi sarpullido desaforado. Además, tendría tema para un mes. Concluiré con el contenido de la página veintidós, sección “Política”. El titular, inefable: “La tesis del ex conseller Cervera, ex diputado nacional del PP, incluye 84 páginas iguales a otra”. Esto es el colmo de los despropósitos. Que semejante fulano tenga la ‘barra’ de presentar una tesis doctoral, la mitad de la cual es copia casi literal de la que diez años antes entregó un doctorando egipcio en la Universidad Complutense, es académica e intelectualmente insoportable. Que, además, los tres codirectores de la referida tesis diesen el placet para su presentación y que su directora principal arguya a fortiori que “se había aprovechado el trabajo realizado en la primera”, apostillando que “el trabajo de investigación, que es lo verdaderamente importante, es completamente diferente” reafirma mis convicciones: no tienen vergüenza, no conocen los principios, son gandules de solemnidad. Y, además, son aprovechados e impresentables y merecen, desde hace años, que los desalojemos del poder. Cuanto más tardemos, más lo lamentaremos.

sábado, 16 de noviembre de 2013

Trece pisos en quince minutos.

Alguien comparó la amistad con los paraguas, recordándonos aquello de que, cuando llueve, es cuando los reconoces. Ayer regresamos de Matalascañas, de nuestro viaje con el IMSERSO. Volvimos satisfechos porque logramos el principal propósito que nos fijamos cuando lo contratamos: ver a Feli y a Juan Manuel, nuestros amigos onubenses, y disfrutar algunas horas con ellos.

Hace veintitrés años que forjamos esa amistad. Todo empezó en Barcelona. Feli y Amalia hacían un curso de posgrado y les tocó compartir habitación. El hotel Lleó  fue la referencia. La casualidad, el puro azar, hizo que coincidiesen en el mismo espacio y tiempo dos personas que estaban llamadas a entenderse. Pese a las distancias y a sus diferentes orígenes y culturas, el flechazo fue casi instantáneo: complicidad y empatía a primera vista, que el paso de los años y las circunstancias han matizado y mejorado.

Juan Manuel y yo también nos conocimos allí. Como si de un viaje en el tiempo se tratase, aprovechábamos los fines de semana para cortejar a nuestras parejas, remedando, o casi, nuestros tiempos de noviazgo. Igual que les sucedió a ellas, también nosotros entablamos amistad de inmediato. Sintonizamos porque percibimos enseguida que teníamos más puntos de coincidencia que de discrepancia. En aquellos años, ambos trabajamos en las administraciones públicas. Él era un alto cargo en la Junta de Andalucía y yo un técnico de la administración educativa valenciana. Finalizó el posgrado de nuestras esposas y paralelamente nuestras visitas a Barcelona, que se trocaron por otras alternativas a nuestras respectivas procedencias geográficas.

El año 92 se celebró la Expo en Sevilla. Y allá fuimos para ver a nuestros amigos Feli y Juan Manuel, que vivían aquellos años de ‘destierro’ en un adosado en los Alcores, alejados de su querida tierra onubense e hipotecados por las servidumbres de la política. Allí se conocieron y jugaron nuestros hijos: Vicente, Juanma y Jose, que apenas contaban entre ocho y diez años. Tuvimos el privilegio de conocer los entresijos de la Expo 92 cuando apenas desgranaba sus preámbulos, recorriéndola de la mano del mejor anfitrión que podíamos tener. Intensas y placenteras fueron también las excursiones por Doñana y por las sierras de Sevilla y Huelva. Conocimos y aprendimos a apreciar la riqueza de unos espacios naturales cuya belleza y singularidad desconocíamos, de la misma manera que ignorábamos la amplitud de su transcendencia ambiental. Feli y Juan Manuel nos enseñaron a saborear el ‘cochino’ de pata negra y el ‘choco’, las acedías, las pijotas y el auténtico pez espada del Atlántico.

En lógica correspondencia, ellos nos visitaron en Alicante.  Recuerdo aquel Opel Vectra de color azul marino en el que venían y, especialmente, el mazacote de teléfono inalámbrico que acompañaba a Juan Manuel y le mantenía localizable, alerta y al pie del cañón, por si sobrevenía cualquier emergencia en los montes o en los polígonos industriales de Andalucía. Les mostramos algunas cosas de nuestra tierra, primordialmente los maravillosos acantilados que conforman el cabo de Sant Antoni y el Misteri d’Elx, las anchoas del Mercado Central, las gambas rojas del Pegolí y los turrones de Xixona y Alacant. Durante los ‘ires’ y ‘venires’, en esos viajes de ida y vuelta, a lo largo y ancho de sus visitas y de nuestras correspondencias, fuimos forjando una sólida amistad, que perdura hasta hoy.

En ese tiempo compartido, admiré tanto la sabiduría científica y tecnológica de Juan Manuel como el pragmatismo de Feli. Siempre me deslumbró la portentosa memoria de Juan, su ingente capacidad para recordar cifras y datos, así como los detalles más prolijos del entorno paisajístico, natural, urbano y productivo de Andalucía y del resto del país. Me admiró sobremanera su capacidad para recordar los pormenores de sus viajes y experiencias, su habilidad natural para compaginar la formación científica con el interés sostenido por la cultura, en su más vasto y amplio sentido. Porque Juan Manuel es, más allá de un cualificadísimo experto ambiental, una persona ‘leída’, que se ha afanado durante toda su vida por estar al día en su profesión y en sus aficiones.

Pasó el frenesí de la crianza de nuestros hijos y de la extrema dedicación a nuestros trabajos, que nos absorbieron casi por entero, en una época en la que muchos creímos que estábamos llamados a materializar grandes aspiraciones personales y profesionales. Parecía que llegaba la hora del sosiego, los tiempos de baja intensidad y… justo en ese momento, con un intervalo de pocos meses, a ambos nos sorprendió el zarpazo. Una tranquila mañana de domingo, un cóctel de reacción alérgica y estrés me enviaron una semana a la UCI, de la que logré salir casi indemne.  A Juan Manuel le fue peor. Un accidente cerebrovascular le cazó sobre su bicicleta, mientras practicaba uno de los deportes que le apasionan. Cayó fulminado y sus vidas cambiaron radicalmente. Lo que no logró el infortunio es quebrantar algunas de sus principales cualidades, como el coraje, la obstinación y la tenacidad para no doblegarse ante nada y para luchar por conseguir sus propósitos.

Hace doce años que Feli y Juan Manuel libran una lucha encarnizada contra el infortunio. Afrontan con una entereza y una decisión encomiables los condicionantes y limitaciones que afectan a sus vidas, gestionándolos con creciente eficiencia a medida que transcurren los meses y los años. Un ejemplo de ello es la pasión que sigue teniendo Juan por la bicicleta, que han heredado sus hijos Juan Manuel y Jose, ambos ingenieros y deportistas. Cuando llega el verano y se trasladan a su maravillosa casa de Punta Umbría, Juan exprime su triciclo recorriendo en largos paseos la playa onubense. Compite con el brioso caminar de Feli, pedaleando con el mismo ímpetu que lo hacía en su bicicleta de carreras, cuando se vaciaba recorriendo las marismas del Odiel y el Aljaraque, camino de Cartaya y el Rompido, en travesías de hasta 50 km entre las dunas y los pinos de la costa onubense.

Pero no conforme con ello, cuando llegado el otoño vuelven a la casa de Huelva, Juan no solo no se rinde sino que compite consigo mismo, autoimponiéndose la mejora continua. Hasta el punto de que ha descubierto una técnica de rehabilitación increíble: subir a pie las escaleras de su casa hasta llegar a su vivienda en la sexta planta del edificio. Podrá argüirse que no es nada excepcional, pero diré en su favor que las secuelas del accidente mencionado han quebrado su sistema de equilibrio, han originado que su pierna derecha apenas le obedezca y que tampoco pueda fiar mucho del sostén que le procura la izquierda. Pues, pese a todo ello, aún hay más. El sábado pasado, rizando el rizo, Juan Manuel y Feli consiguieron ascender a pie las trece plantas del edificio en que viven, más de doscientos escalones, en quince minutos. Algo para verlo y no creerlo, pero doy fe que tan real como la vida misma. Algo que, en mi humilde punto de vista, solo está al alcance de personas excepcionales, como lo son nuestros amigos Juan Manuel y Feli. ¡Enhorabuena!

jueves, 31 de octubre de 2013

Para ser maestro hay que ser aprendiz.

Todos recordamos a muchos de nuestros maestros. Es verdad que no a todos, pero sí que evocamos, y muy vivamente, a esas personas que en algún momento del itinerario vital nos han enseñado algo importante, nos han ayudado cuando atravesábamos dificultades, han sido un apoyo moral cuando estábamos en horas bajas o nos han orientado en circunstancias en las que nos hallábamos confundidos. Entre ese grupo de personas, a las que recordamos con afecto y gratitud, probablemente destacaremos a dos o tres (quizá alguna más) cuya aportación a nuestra trayectoria personal ha sido especialmente importante. Son esos maestros y maestras, profesores y profesoras, que nos han dejado una profunda huella, muchas veces sin saberlo ni pretenderlo. Creo que casi todos nos hemos mirado en esos espejos que han iluminado nuestras vidas y/o nuestras profesiones, ayudándonos a conformar las identidades y las trayectorias.

Podría pensarse que esas personas, tan importantes para nosotros, no han tenido otros ejemplos donde mirarse. A veces parece que la condición de maestro o de profesor es una especie de atribución unidireccional, exclusivamente dirigida a mostrar o enseñar los conocimientos o las grandes virtudes que se atesoran personalmente. Los maestros auténticos saben que no es así, porque han aprendido que las relaciones humanas se caracterizan por la reciprocidad. Saben que nadie enseña sin aprender y que nadie aprende sin enseñar. Lo que equivale a decir que mientras enseñamos aprendemos, y que aprendemos porque de alguna manera enseñamos. Una estimada colega ha resumido bien este juego de palabras en una frase afortunada, que da título a uno de sus libros: el oficio de maestro es aprender. Estoy plenamente de acuerdo con ello. Así pues, igual que todos recordamos a algunos de nuestros maestros, todo maestro que se precie rememora a algunos de sus alumnos. Precisaré más, recuerda a muchos, hasta a muchísimos de ellos, pero sobre todo perpetúa a unos pocos, a los que más le han ayudado a aprender.

Pondré un ejemplo para que se entienda lo que digo. Década de los setenta del siglo pasado. Pepe, un niño de unos doce o trece años, con parálisis cerebral, alumno de un centro específico de educación especial, como se les conoce ahora. Entonces, los poquísimos chavales con discapacidad escolarizados lo estaban en escuelas segregadas, denominadas colegios para niños subnormales. Yo, joven titulado en Magisterio y recién “especializado” en Pedagogía Terapeútica, obtengo destino en ese centro. Me corresponde atender al grupo al que pertenecía Pepe. Tras las primeras semanas de acomodación, exploración y comprensión de las problemáticas y necesidades educativas de mis alumnos, me enfrento con sus dificultades. La parálisis cerebral ha hecho que Pepe sea una persona espástica, con movimientos descoordinados y con una dificultad enorme para desarrollar la motricidad fina, que es una capacidad imprescindible para lograr escribir. Escolarizado desde los seis años, ha sido adiestrado sistemáticamente, siguiendo un método sintético, para que aprendiese las letras y sus combinaciones, es decir, a leer. Esta metodología, incompatible en la práctica con sus características psicofísicas, ha fracasado estrepitosamente con él. De modo que ha cumplido los doce-trece años sin aprender a leer y mucho menos a escribir. Trabajando afanosamente durante toda la mañana apenas consigue “dibujar” dos o tres letras aisladas, sin significado alguno para él.

Hablo largamente con mis colegas. Todos dudamos de que Pepe sea capaz de aprender a leer y mucho menos a escribir. Un determinado día, percibimos algo que nos convenció de que debíamos buscar otras alternativas. Y lo que hicimos fue cambiar el método que utilizábamos para que aprendiese. Abandonamos la metodología sintética en favor de otra analítica y globalizada. Intentábamos que encontrase sentido a lo que pretendíamos que leyese. Asombrosamente, en apenas tres meses, sabía leer y entendía perfectamente lo que leía. A continuación abordamos el siguiente reto: enseñarle a escribir con cierta fluidez. Y, sin saberlo, ensayamos lo que ahora se llama una “adaptación en los elementos de acceso al curriculum”. Sabíamos que la motricidad de Pepe era un hándicap casi insalvable para que lograse escribir convencionalmente. Por ello, le ofrecimos una experiencia sencilla. Lo pusimos frente a una máquina de escribir y le invitamos a que lo intentase. Pese a las dificultades iniciales, en pocos días aquella propuesta dejo de ser tal y se convirtió en una solución. Con un solo ademán, aunque fuese dificultoso y forzado, conseguía hacer en pocos segundos el trabajo que antes le ocupaba casi media mañana. Lo que siguió fue encontrar una máquina de ocasión, recia y vetusta, con una tipografía especialmente grande, que nos regaló un comerciante y que un herrero filántropo adaptó para disfrute del chaval, que con su inestimable ayuda, a los pocos meses, escribía casi una página cada mañana.

Pepe era un ‘forofo’ del Real Madrid. Otra paradoja más en un chaval que apenas podía caminar y, sin embargo, seguía apasionadamente las vicisitudes de un equipo de fútbol. Hasta el punto de que confesaba que sus dos mayores anhelos eran conseguir leer los tebeos de su hermano pequeño y los diarios Marca y As. Todavía recuerdo el texto de la carta que escribió a su tío, que vivía en Albacete, para decirle que ya sabía leer y que podía leer tebeos y periódicos. Todavía se me ponen los pelos de punta recordando aquel texto original y magnífico, que leí con ojos vidriosos y corazón emocionado. Un texto que ha tenido un excepcional valor simbólico en mi vida profesional, porque me mostró por primera vez una de las evidencias de mi profesión: todos los métodos son buenos. Lo ineludible es utilizarlos adecuadamente, es decir, saber cómo, cuando y con quién hacerlo. Y este axioma, que aprendí a los pocos años de concluir mi formación inicial de maestro, me lo enseñó Pepe.

A lo largo de mi vida profesional he ido cambiando mi modo de entender la educación. He recorrido muchos itinerarios. He tenido certezas, dudas, inseguridades, aciertos y fracasos. He cometido errores y he conseguido sacar adelante buenos proyectos. Todo ello me ha permitido acumular una gran experiencia, acopiar numerosos recursos didácticos, desarrollar mucho oficio, etc., cualidades que han destacado y valorado especialmente mis alumnos de la Facultad de Educación. Pero yo creo que lo que más me ha ayudado a conformar mi identidad profesional ha sido observar y escuchar atentamente lo que hacían y decían mis alumnos y mis colegas. Eso es lo que me ha revelado las claves estratégicas para actuar en cada caso y ha sido el hilo conductor al que he ido anudando mi idea de la educación y de la profesión de educador a lo largo de mi trayectoria. Lo demás, el vademécum pedagógico y didáctico, ha sido fácil apropiármelo a través de las múltiples oportunidades que se me han presentado. Así que, Pepe, estés donde estés, muchas gracias porque, sin saberlo, me enseñaste uno de los fundamentos de mi profesión. Tú agradeciste entonces que te ayudase a aprender. Yo ni reparé en hacerlo porque aún debieron pasar algunos años para fuese consciente de tu ayuda. Pero, aunque tú no lo sepas, desde entonces te he recordado infinidad de veces.


lunes, 28 de octubre de 2013

¡Vaya tropa!

A Álvaro de Figueroa y Torres, primer conde de Romanones, se le atribuyen algunas frases célebres, que a veces han sido adoptadas por el lenguaje popular. Una de ellas es la consabida “¡Vaya tropa!”. Se dice que, habiendo sido propuesto para ingresar en una de las Reales Academias a las que se honró pertenecer, visitó uno a uno a todos los académicos para solicitarles su voto favorable, y todos se lo prometieron. Sin embargo, el día de la votación, su secretario le informó que no había sido elegido y, al preguntarle cuántos votos había obtenido, aquél le contestó: “Ninguno”. Justo entonces pronunció la famosa frase, con la que aludía a los que tan falsamente le habían prometido su apoyo.

Ayer, día 27 de octubre, la Asociación Víctimas del Terrorismo (AVT) celebró en Madrid una manifestación para expresar su disconformidad con la reciente sentencia del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo (TDHE) y para reivindicar un final de ETA “con vencedores y vencidos”. Es comprensible la actitud de las víctimas del terrorismo y de sus familiares y amigos, aunque no sean solamente ellos los únicos damnificados por la irracionalidad de la condición humana y, a veces, hasta de las instituciones. Existen otras víctimas y otros familiares, menos organizados y mediáticos, que también han sufrido y sufren lo que no está escrito. Y a ellos también hay que escucharlos, comprenderlos y resarcirlos con justicia y generosidad.

Estoy de acuerdo con la afirmación que incluye el editorial que ayer publicaba la edición digital del diario El País destacando que “la sociedad española ha evitado la tentación de tomarse la justicia por su mano hasta en los peores momentos de los años de plomo, y ha creído que la democracia iba a imponerse sobre la vesania terrorista porque así ha sido: ETA ha resultado derrotada, aunque a costa de mucha sangre”. Sinceramente, defender que eso no supone un final con vencedores y vencidos es aceptar sin más la demagogia mediática, que niega otra solución que no sea que los terroristas se “pudran” en las prisiones de un Estado en cuyo ordenamiento jurídico, hoy por hoy, no se incluye la cadena perpetua.

El PP, Rajoy y su Gobierno están ante un nuevo dilema porque, cuando estaban en la oposición, salieron a la calle junto a las asociaciones de víctimas y en contra del Gobierno socialista, al que llamaron “traidor a los muertos”. Hoy, Rajoy, siguiendo su táctica habitual, juega al “sí, pero no”. Para aparentar que respeta la legalidad, evita que el Gobierno como tal asista a la manifestación convocada por la AVT. Y para intentar evitar que lo ‘pongan a caldo’ y/o perder rédito electoral, envía a la dirección del PP a sumarse a ella. Una estratagema truculenta que fracasará en ambos propósitos porque no se puede nadar y guardar la ropa.

Más allá de estas añagazas y retóricas gubernamentales y partidistas, como se ha explicado reiteradamente, hasta 1995, en España estuvo vigente el Código Penal de 1973, excepto en los preceptos que eran incompatibles con la Constitución de 1978. Así pues, entre otras, siguieron vigentes la disposición que concedía a los condenados por cualquier delito la posibilidad de redimir un día de condena por cada dos días de trabajo en prisión, o la  que impedía cumplir más de 30 años en prisión, aunque la condena fuera de miles de años. En consecuencia, la Administración y los tribunales aplicaron sistemáticamente la reducción de penas por trabajo a partir del máximo de pena que podía cumplirse en prisión. Así eran la ley y su aplicación unánime a terroristas y a autores de delitos gravísimos, cometidos durante la vigencia del referido Código Penal, es decir, antes de 1996.  Como sostiene el catedrático de Derecho Penal Gómez Benítez: “Esto es así porque los delitos se juzgan siempre conforme a la ley vigente en el momento de su comisión, aunque luego esa ley resulte derogada”.  

Sin embargo, a principios de 2006, el Tribunal Supremo cambió la interpretación del Código Penal y empezó a contar la reducción de pena por el trabajo penitenciario desde la totalidad de los años de condena, y no desde el máximo de su cumplimiento en prisión. Así empezó la doctrina Parot, que acaba de ser declarada ilegal por el pleno del TEDH, que ha resuelto por unanimidad de 22 magistrados, de otros tantos países, que España ha vulnerado el Convenio Europeo de Derechos Humanos porque ha mantenido ilegalmente en prisión a personas cuyas condenas se han prolongado ilegalmente, al aplicárseles una pena no prevista en su momento en la ley y, por tanto, imprevisible objetivamente.

Curiosamente, algunos especialistas en derecho penal hace tiempo que advirtieron sobre la inconstitucionalidad de la doctrina Parot, por ser contraria al Convenio Europeo de Derechos Humanos. Incluso el propio Tribunal Constitucional así lo reconoció, aunque de manera muy limitada. La aplicación de penas diferentes de las vigentes en el momento de la comisión de los delitos e imprevisibles es contraria al principio de seguridad jurídica reconocido en el mencionado Convenio, que está ratificado por España y, por tanto, incorporado a su derecho. De modo que la obligación de cumplir esta sentencia recae directamente sobre los jueces españoles, que no tienen otra alternativa que poner en libertad a todas las personas a las que se les haya aplicado la doctrina Parot, que se encuentren indebidamente en prisión.

Insisto en que entiendo la indignación y el desánimo de las víctimas,  los de sus familiares y amigos y los de muchos ciudadanos. Pero no entiendo la inexplicable actitud y la actuación del Gobierno de España. Aún con la que está cayendo y pese a los comportamientos y actitudes de algunos de nuestros socios, frente a quiénes promueven el desacato a la sentencia del TEDH, situándonos al margen de Europa, no cabe otra alternativa que no sea defender nuestra cultura y nuestra civilización y, por tanto, reivindicar enfáticamente el imperio de la ley y la seguridad jurídica. No son tolerables declaraciones gubernamentales, como las expresadas por los titulares de Interior y Justicia, sobre lo que el Gobierno hará o no para aplicar esta sentencia porque no es su competencia poner en libertad o no a los reclusos, sino de los jueces. Tampoco se deben hacer interpretaciones jurídicas sobre cómo se aplicará la sentencia a cada caso concreto, porque ello es competencia exclusiva de los tribunales. El Gobierno ya intentó en su momento, con cuantos medios disponía, que Estrasburgo diese una solución distinta a los asesinos condenados por un solo crimen y a los que lo habían sido por decenas. Esa fase del procedimiento ya concluyó. Ahora, lo único que debe hacerse es supervisar que la sentencia se cumple en sus estrictos términos.

Un tribunal europeo, legítimo e independiente, ha decidido. Y su resolución hay que respetarla, porque el artículo 10 de nuestra Constitución deja meridianamente claro el sometimiento de las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades a los tratados y acuerdos ratificados por España en materia de derechos humanos. En las dictaduras, los poderes se confunden y el ejecutivo hace lo que le da la gana, pero en las democracias no es así. En consecuencia, se puede disentir de un fallo judicial, pero no hacer políticas o pretender articular la convivencia sobre la base de incumplir sentencias firmes o de generar estados de opinión proclives a que los gobiernos puedan caer en la tentación de hacer lo que no está en su mano.

Así es que, en un ambiente tan tenso emocionalmente y con la sensibilidad social y mediática que existe respecto al tema que nos ocupa, los comportamientos y las declaraciones de significados miembros del Partido Popular, calificando de “infame” el fallo de Estrasburgo, las del  propio Rajoy, afirmando en Bruselas que “no vamos a la manifestación como Gobierno, pero sí como partido”, o su justificación de que “Vamos a apoyar a las víctimas, no nos manifestamos contra ningún tribunal” no es que ayuden precisamente a sosegar y a normalizar la convivencia. Es fácil imaginar lo que el locuaz don Álvaro de Figueroa diría al respecto.

domingo, 20 de octubre de 2013

Barrabasadas.

A menudo oímos a  maestros, educadores, profesores y otros profesionales quejarse ásperamente de las conductas de algunos niños, adolescentes, jóvenes y hasta de estudiantes universitarios. Prometo solemnemente que no pretendo dar ideas. Solamente quiero dejar constancia de algunas ocurrencias que teníamos los niños de otras épocas.

Por suerte, los estudiantes siempre han sido y siguen siendo estudiantes que, en general, no deja de ser una condición envidiable. Como tales, su primera obligación fue, era, es y será conocer a sus maestros. Así que la primera tarea a la que deben aplicarse todos los que se precien de serlo (los que merecen tal distinción lo saben perfectamente) es a tantear y a saber hasta dónde se puede llegar con cada uno de los profesores. Ello exige habilidad, pericia, inteligencia, tino y hasta entrenamiento. Esa competencia la hemos perfeccionado los estudiantes toda la vida. Intuitiva, experiencial o reflexivamente hemos aprendido a escudriñar, a conocer, a probar, a eludir y hasta a engañar a nuestros maestros y profesores, con toda suerte de artilugios y estratagemas. En justa correspondencia, ellos han intentado hacer lo contrario con relación a nosotros. Hasta donde les han permitido las circunstancias en cada época, han indagado para intentar conocernos (a nosotros y a nuestras familias), se han formado para neutralizar nuestras desorientadas conductas, para saber cómo ayudarnos a ser mejores personas, para enseñarnos las materias de los planes de estudios, etc., etc.  En definitiva, se han empecinado en luchar contra la madre naturaleza (discúlpeme, señor Rousseau), fuerza todopoderosa que, como todos sabemos,  anida especialmente en algunas personas.

Insisto en que, sin ánimo iluminar a nadie, mentaré algunas barrabasadas de mi infancia. Dos, en concreto, para no fatigar. La primera de ellas sucedió en la escuela de mi pueblo a la que apenas asistí tres años que, por otro lado, fueron suficientes para que conociese y practicase algunas travesuras interesantes. La que voy a relatar la protagonizamos los alumnos de un maestro llamado don José. Era un hombre enjuto y pusilánime, que solía vestir un traje oscuro y raído que, seguramente, era el uniforme oficial de los docentes de la época (años cincuenta del pasado siglo). Su mujer, que no era maestra, tenía mayor presencia y temperamento. Oronda y genuina ama de casa, atesoraba el carácter, la diligencia y la disposición que no tenía su marido. Su nombre era Anita. “Ani”, como la llamaba él, era la tabla de salvación a la que recurría asiduamente para conseguir poner orden en la clase, ya que su vivienda era colindante con la escuela, antes de que nos trasladasen desde la calle Larga a las nuevas escuelas que construyeron en la calle de la Acequia.

No sé si como consecuencia de la malnutrición endémica del Magisterio de entonces o por qué razón, don José solía adormecerse en clase. Uno de esos días en los que reposaba amodorrado en su sillón, a uno de mis colegas se le ocurrió utilizar la cuerda de una de las persianas para atarlo a él, e inmovilizarlo de piernas y brazos. Además, para rematar la ignominia, otros pusimos en el cajón de la mesa ranas, lagartijas, saltamontes y otros especímenes que habíamos recolectado al efecto. Una vez materializado el atropello, salimos sigilosamente del aula, eludiendo la vigilancia de sus colegas, que atendían sus respectivas clases, y saltando la valla hasta desaparecer entre los árboles de los huertos que había alrededor de la escuela, donde quedó el pobre don José sólo, aletargado y cautivo.

Según se dijo entonces, al rato despertó y se percató del lastimoso estado en que se hallaba. Sus primeras palabras fueron para aclamarse a su habitual ángel salvador: “Ani, Ani,…”, comentaban que gritaba reiterada y desesperadamente. Y que así permaneció por espacio de algún tiempo sin que nadie le auxiliara, puesto que se espabiló cuando los demás maestros y niños ya habían concluido la jornada matinal y se habían marchado a sus casas. Siendo hora de comer y viendo que don José no aparecía por la suya, su señora, temiéndose lo peor, se desplazó hasta la escuela, encontrando a su marido en las condiciones que pueden imaginarse. Naturalmente, lo liberó de sus ataduras y se marcharon a casa. Huelga decir que reanudada la jornada por la tarde, sus colegas, que ya conocían lo sucedido, se cobraron justa venganza por aquella afrenta y todos pagamos la deuda que nos reclamaron con largas genuflexiones, copias a porrillo, algún que otro “reglazo” y demás correctivos al uso.

Otra de las anécdotas que recordaré sucedió en Chiva, en este caso en el Colegio Libre Adoptado “Luis Vives” (la Academia, le llamábamos todos) al que asistí para cursar mis estudios de bachillerato. Como suele suceder, a muchos de nosotros nos agradaba poco estudiar y apenas nos interesaban la mayoría de las materias que nuestros profesores querían que aprendiésemos. Así que buscábamos cualquier excusa para 'pelarnos' las clases o evitar que las impartiesen los profesores. Entre los muchos artificios que utilizábamos para conseguir tal finalidad mencionaré solo uno, que era bastante efectivo. Pasábamos la tarde anterior del día elegido cazando moscas. Previamente, habíamos preparado unos corchos (generalmente, tapones de botellas), cuyo interior vaciábamos cuidadosamente con la navajita, evitando que se rompiesen, practicándoles una ventana frontal, que cerrábamos con alfileres con cabeza. Eran como pequeñas jaulas, flexibles y ergonómicas, que se disimulaban fácilmente dentro de los bolsillos o en cualquier pliegue de la ropa. Introducíamos en esa improvisada cárcel veinte o treinta moscas, que eran más o menos las que conseguíamos cazar o cabían en el singular recipiente. Las guardábamos hasta la mañana siguiente y, una vez en la clase, a una señal convenida, todos al unísono retirábamos una de los alfileres y abríamos nuestras pequeñas mazmorras. Los incontables y diminutos prisioneros se esparcían por todas partes y hacían prácticamente imposible seguir con la tarea emprendida, dada la impresionante cantidad de insectos que pululaba por doquier. Esta situación era el detonante para que el profesor de turno decretase de inmediato que allí no se podía estar, y mucho menos dar clase, enviándonos directamente al patio de recreo. De ese modo conseguíamos evitar las clases de los profesores más exigentes o, al menos, las de los más aprensivos. Cuando esta artimaña fallaba, teníamos otras en la recámara, que no mentaré porque prometí al principio no dar ideas inadecuadas.

En fin, sirvan estos dos botones de muestra para dejar constancia que las conductas disruptivas, como se les llama ahora, son parte inherente de la condición de los estudiantes y, por tanto, han estado presentes en las escuelas de todas las épocas. Es más, ¿acaso no hemos sido todos alguna vez en la vida disruptivos y/o maleducados?. Por eso, entre otras razones, nuestras familias nos enviaban a la escuela: para que aprendiésemos a vivir y a convivir, educada y civilizadamente. Si no, ¿para qué sirven las escuelas?