jueves, 31 de octubre de 2013

Para ser maestro hay que ser aprendiz.

Todos recordamos a muchos de nuestros maestros. Es verdad que no a todos, pero sí que evocamos, y muy vivamente, a esas personas que en algún momento del itinerario vital nos han enseñado algo importante, nos han ayudado cuando atravesábamos dificultades, han sido un apoyo moral cuando estábamos en horas bajas o nos han orientado en circunstancias en las que nos hallábamos confundidos. Entre ese grupo de personas, a las que recordamos con afecto y gratitud, probablemente destacaremos a dos o tres (quizá alguna más) cuya aportación a nuestra trayectoria personal ha sido especialmente importante. Son esos maestros y maestras, profesores y profesoras, que nos han dejado una profunda huella, muchas veces sin saberlo ni pretenderlo. Creo que casi todos nos hemos mirado en esos espejos que han iluminado nuestras vidas y/o nuestras profesiones, ayudándonos a conformar las identidades y las trayectorias.

Podría pensarse que esas personas, tan importantes para nosotros, no han tenido otros ejemplos donde mirarse. A veces parece que la condición de maestro o de profesor es una especie de atribución unidireccional, exclusivamente dirigida a mostrar o enseñar los conocimientos o las grandes virtudes que se atesoran personalmente. Los maestros auténticos saben que no es así, porque han aprendido que las relaciones humanas se caracterizan por la reciprocidad. Saben que nadie enseña sin aprender y que nadie aprende sin enseñar. Lo que equivale a decir que mientras enseñamos aprendemos, y que aprendemos porque de alguna manera enseñamos. Una estimada colega ha resumido bien este juego de palabras en una frase afortunada, que da título a uno de sus libros: el oficio de maestro es aprender. Estoy plenamente de acuerdo con ello. Así pues, igual que todos recordamos a algunos de nuestros maestros, todo maestro que se precie rememora a algunos de sus alumnos. Precisaré más, recuerda a muchos, hasta a muchísimos de ellos, pero sobre todo perpetúa a unos pocos, a los que más le han ayudado a aprender.

Pondré un ejemplo para que se entienda lo que digo. Década de los setenta del siglo pasado. Pepe, un niño de unos doce o trece años, con parálisis cerebral, alumno de un centro específico de educación especial, como se les conoce ahora. Entonces, los poquísimos chavales con discapacidad escolarizados lo estaban en escuelas segregadas, denominadas colegios para niños subnormales. Yo, joven titulado en Magisterio y recién “especializado” en Pedagogía Terapeútica, obtengo destino en ese centro. Me corresponde atender al grupo al que pertenecía Pepe. Tras las primeras semanas de acomodación, exploración y comprensión de las problemáticas y necesidades educativas de mis alumnos, me enfrento con sus dificultades. La parálisis cerebral ha hecho que Pepe sea una persona espástica, con movimientos descoordinados y con una dificultad enorme para desarrollar la motricidad fina, que es una capacidad imprescindible para lograr escribir. Escolarizado desde los seis años, ha sido adiestrado sistemáticamente, siguiendo un método sintético, para que aprendiese las letras y sus combinaciones, es decir, a leer. Esta metodología, incompatible en la práctica con sus características psicofísicas, ha fracasado estrepitosamente con él. De modo que ha cumplido los doce-trece años sin aprender a leer y mucho menos a escribir. Trabajando afanosamente durante toda la mañana apenas consigue “dibujar” dos o tres letras aisladas, sin significado alguno para él.

Hablo largamente con mis colegas. Todos dudamos de que Pepe sea capaz de aprender a leer y mucho menos a escribir. Un determinado día, percibimos algo que nos convenció de que debíamos buscar otras alternativas. Y lo que hicimos fue cambiar el método que utilizábamos para que aprendiese. Abandonamos la metodología sintética en favor de otra analítica y globalizada. Intentábamos que encontrase sentido a lo que pretendíamos que leyese. Asombrosamente, en apenas tres meses, sabía leer y entendía perfectamente lo que leía. A continuación abordamos el siguiente reto: enseñarle a escribir con cierta fluidez. Y, sin saberlo, ensayamos lo que ahora se llama una “adaptación en los elementos de acceso al curriculum”. Sabíamos que la motricidad de Pepe era un hándicap casi insalvable para que lograse escribir convencionalmente. Por ello, le ofrecimos una experiencia sencilla. Lo pusimos frente a una máquina de escribir y le invitamos a que lo intentase. Pese a las dificultades iniciales, en pocos días aquella propuesta dejo de ser tal y se convirtió en una solución. Con un solo ademán, aunque fuese dificultoso y forzado, conseguía hacer en pocos segundos el trabajo que antes le ocupaba casi media mañana. Lo que siguió fue encontrar una máquina de ocasión, recia y vetusta, con una tipografía especialmente grande, que nos regaló un comerciante y que un herrero filántropo adaptó para disfrute del chaval, que con su inestimable ayuda, a los pocos meses, escribía casi una página cada mañana.

Pepe era un ‘forofo’ del Real Madrid. Otra paradoja más en un chaval que apenas podía caminar y, sin embargo, seguía apasionadamente las vicisitudes de un equipo de fútbol. Hasta el punto de que confesaba que sus dos mayores anhelos eran conseguir leer los tebeos de su hermano pequeño y los diarios Marca y As. Todavía recuerdo el texto de la carta que escribió a su tío, que vivía en Albacete, para decirle que ya sabía leer y que podía leer tebeos y periódicos. Todavía se me ponen los pelos de punta recordando aquel texto original y magnífico, que leí con ojos vidriosos y corazón emocionado. Un texto que ha tenido un excepcional valor simbólico en mi vida profesional, porque me mostró por primera vez una de las evidencias de mi profesión: todos los métodos son buenos. Lo ineludible es utilizarlos adecuadamente, es decir, saber cómo, cuando y con quién hacerlo. Y este axioma, que aprendí a los pocos años de concluir mi formación inicial de maestro, me lo enseñó Pepe.

A lo largo de mi vida profesional he ido cambiando mi modo de entender la educación. He recorrido muchos itinerarios. He tenido certezas, dudas, inseguridades, aciertos y fracasos. He cometido errores y he conseguido sacar adelante buenos proyectos. Todo ello me ha permitido acumular una gran experiencia, acopiar numerosos recursos didácticos, desarrollar mucho oficio, etc., cualidades que han destacado y valorado especialmente mis alumnos de la Facultad de Educación. Pero yo creo que lo que más me ha ayudado a conformar mi identidad profesional ha sido observar y escuchar atentamente lo que hacían y decían mis alumnos y mis colegas. Eso es lo que me ha revelado las claves estratégicas para actuar en cada caso y ha sido el hilo conductor al que he ido anudando mi idea de la educación y de la profesión de educador a lo largo de mi trayectoria. Lo demás, el vademécum pedagógico y didáctico, ha sido fácil apropiármelo a través de las múltiples oportunidades que se me han presentado. Así que, Pepe, estés donde estés, muchas gracias porque, sin saberlo, me enseñaste uno de los fundamentos de mi profesión. Tú agradeciste entonces que te ayudase a aprender. Yo ni reparé en hacerlo porque aún debieron pasar algunos años para fuese consciente de tu ayuda. Pero, aunque tú no lo sepas, desde entonces te he recordado infinidad de veces.


1 comentario: