domingo, 13 de octubre de 2013

Por más cosas que pasen…

Leo en un pequeño cartel, pegado en la puerta de la tienda que hay enfrente de mi casa: “LA SERRANÍA, UN AÑO DESPUÉS. Exposición fotográfica y conferencia. Sábado, 5 de octubre. Casa de la Cultura Alfons Cervera. Ayuntamiento de Gestalgar”. Evidentemente fue el sábado anterior y yo no estaba aquí, en mi pueblo, para compartir con mis vecinos el recuerdo de aquella tragedia.

Fue el domingo, 23 de septiembre de 2012. Un incendio, iniciado en la vecina Chulilla por causas todavía hoy sin esclarecer, en apenas unas horas, se plantó literalmente a las puertas del pueblo y acabo quemando más de cinco mil hectáreas de los términos municipales de Chulilla, Gestalgar y Bugarra. En nuestro caso fueron casi 1300.

Como siempre, quiénes prenden la mecha (pirómanos e interesados) saben bien cuando hacerlo y casi nunca se equivocan: días ventosos de poniente, generalmente por la tarde o a ‘bocanoche’. La fórmula no falla: rapidez en la propagación e imposibilidad de utilizar medios de control contundentes durante las primeras horas. Éxito seguro. ¿Lo demás?. ¡Qué más da! Casi nunca se encuentra a los responsables y, si es el caso, el castigo que reciben es irrisorio, además de indignante y bochornoso.

Esta vez la cosa fue más lejos que otras. A lo largo de mi vida he presenciado directamente y he conocido por referencias tres o cuatro incendios que han amenazado la población donde nací. De los otros, de los que han arrasado montes y cultivos, casas de campo y cosechas, no hago mención porque ni recuerdo su número. De los primeros, ninguno resultó lo amenazador que fue este último. Por primera vez, que yo sepa, hubo que evacuar casi enteramente el pueblo.  Solo unas pocas personas desafiaron al humo y a los riesgos que tiene todo incendio y decidieron quedarse en sus casas, poniendo en jaque -yo creo que innecesariamente- su salud y hasta su vida. La mayoría se marcharon a poblaciones vecinas, que los acogieron con la solidaridad habitual, o se fueron con los familiares a sus casas de Valencia.

Hoy he vuelto al pueblo. El paisaje sigue igual: rematadamente pardo. Apenas un leve manto verdoso, perceptible en algunas calvas de las montañas, pone un nimio y esperanzado contrapunto al negro y ocre que las viste. La desnudez de la tierra es espantosamente obscena. Podría decirse que es ella en sus propios términos, sin apenas nada que cubra sus vergüenzas. Una tierra descarada, que nos abate a la vez que nos enerva y nos sonroja de indignación a quiénes nacimos aquí de padres y abuelos agricultores, que nos enseñaron a quererla y a sentirnos parte de ella. No concebimos la desnudez de la tierra porque hemos mamado la obsesión por vestirla de verde, por embarazarla permanente y compulsivamente con los cultivos. Desde las vertientes más abruptas y estériles a las vegas más feraces, que de todo tenemos. Hasta donde alcance su propia naturaleza e incluso más. Verla estéril como la vemos ahora, aunque sepamos que es circunstancia que apenas sobrepasará una generación, nos deprime y nos cabrea. No podemos evitarlo.

Estamos hartos de las actitudes y los hechos de políticos, administraciones y gobiernos, insensibles e inmunizados frente a los desastres ecológicos, que no persiguen como debieran a los delincuentes que queman los montes, que amparan por acción u omisión a los aprovechados que se lucran con los incendios, que no hacen esfuerzo legislativo y/o presupuestario alguno para desanimar eficazmente a quiénes pretenden acabar con los bosques, que anteponen cualquier prioridad a la de conservar el patrimonio natural que debemos legar a nuestros hijos y nietos, y que todos debemos preservar porque la vida futura depende de ello.

Me temo que por más incendios que haya, por más desgracias que afecten a los territorios montaraces de nuestro país nunca pasará nada que merezca la pena, que ayude de verdad a superar las tragedias y que evite en lo posible que se repitan. Cuando suceda la siguiente, a los políticos que corresponda gestionar la circunstancia se les volverá a llenar la boca con promesas, que harán mientras arden las pavesas. Después pasarán los meses, los años, las décadas y… si te he visto, no me acuerdo. Es el sino de vivir en territorios despoblados, llenos de viejos y vacíos de recursos y servicios, insignificantes electoralmente y contumaces en las opciones políticas.

Mis vecinos se quejaban el sábado pasado y tenían razón. Y con ella se quedarán porque no conseguirán otra cosa. Ya ha pasado un año desde la tragedia y estamos igual que al día siguiente de suceder. Como se suele decir por aquí: ¡Y lo que te rondaré, morena!. Aunque, por desgracia, eso ya lo sabíamos.


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