Leo
en un pequeño cartel, pegado en la puerta de la tienda que hay enfrente de mi
casa: “LA SERRANÍA, UN AÑO DESPUÉS. Exposición fotográfica y conferencia.
Sábado, 5 de octubre. Casa de la Cultura Alfons Cervera. Ayuntamiento de Gestalgar”.
Evidentemente fue el sábado anterior y yo no estaba aquí, en mi pueblo, para
compartir con mis vecinos el recuerdo de aquella tragedia.
Fue
el domingo, 23 de septiembre de 2012. Un incendio, iniciado en la vecina Chulilla
por causas todavía hoy sin esclarecer, en apenas unas horas, se plantó
literalmente a las puertas del pueblo y acabo quemando más de cinco mil hectáreas de los términos municipales de Chulilla, Gestalgar y Bugarra. En nuestro caso fueron casi 1300.
Como
siempre, quiénes prenden la mecha (pirómanos e interesados) saben bien cuando
hacerlo y casi nunca se equivocan: días ventosos de poniente, generalmente por
la tarde o a ‘bocanoche’. La fórmula no falla: rapidez en la propagación e
imposibilidad de utilizar medios de control contundentes durante las primeras
horas. Éxito seguro. ¿Lo demás?. ¡Qué más da! Casi nunca se encuentra a los
responsables y, si es el caso, el castigo que reciben es irrisorio, además de indignante y bochornoso.
Esta
vez la cosa fue más lejos que otras. A lo largo de mi vida he presenciado directamente
y he conocido por referencias tres o cuatro incendios que han amenazado la población donde nací. De los otros, de los que han arrasado montes y
cultivos, casas de campo y cosechas, no hago mención porque ni recuerdo su
número. De los primeros, ninguno resultó lo amenazador que fue este último. Por
primera vez, que yo sepa, hubo que evacuar casi enteramente el pueblo. Solo unas pocas personas desafiaron al humo y
a los riesgos que tiene todo incendio y decidieron quedarse en sus casas, poniendo
en jaque -yo creo que innecesariamente- su salud y hasta su vida. La mayoría se
marcharon a poblaciones vecinas, que los acogieron con la solidaridad habitual,
o se fueron con los familiares a sus casas de Valencia.
Hoy
he vuelto al pueblo. El paisaje sigue igual:
rematadamente pardo. Apenas un leve manto verdoso, perceptible en algunas
calvas de las montañas, pone un nimio y esperanzado contrapunto al negro y ocre
que las viste. La desnudez de la tierra es espantosamente obscena. Podría
decirse que es ella en sus propios términos, sin apenas nada que cubra sus
vergüenzas. Una tierra descarada, que nos abate a la vez que nos enerva y nos
sonroja de indignación a quiénes nacimos aquí de padres y abuelos agricultores,
que nos enseñaron a quererla y a sentirnos parte de ella. No concebimos la desnudez de la tierra porque
hemos mamado la obsesión por vestirla de verde, por embarazarla permanente y
compulsivamente con los cultivos. Desde las vertientes más abruptas y estériles
a las vegas más feraces, que de todo tenemos. Hasta donde alcance su propia
naturaleza e incluso más. Verla estéril como la vemos ahora, aunque sepamos que
es circunstancia que apenas sobrepasará una generación, nos deprime y nos
cabrea. No podemos evitarlo.
Estamos
hartos de las actitudes y los hechos de políticos, administraciones y
gobiernos, insensibles e inmunizados frente a los desastres ecológicos, que no
persiguen como debieran a los delincuentes que queman los montes, que amparan
por acción u omisión a los aprovechados que se lucran con los incendios, que no
hacen esfuerzo legislativo y/o presupuestario alguno para desanimar eficazmente
a quiénes pretenden acabar con los bosques, que anteponen cualquier prioridad a
la de conservar el patrimonio natural que debemos legar a nuestros hijos y nietos, y que
todos debemos preservar porque la vida futura depende de ello.
Me
temo que por más incendios que haya, por más desgracias que afecten a los
territorios montaraces de nuestro país nunca pasará nada que merezca la pena,
que ayude de verdad a superar las tragedias y que evite en lo posible que
se repitan. Cuando suceda la siguiente, a los
políticos que corresponda gestionar la circunstancia se les volverá a llenar la
boca con promesas, que harán mientras arden las pavesas. Después pasarán los
meses, los años, las décadas y… si te he visto, no me acuerdo. Es el sino de
vivir en territorios despoblados, llenos de viejos y vacíos de recursos y
servicios, insignificantes electoralmente y contumaces en las opciones
políticas.
Mis
vecinos se quejaban el sábado pasado y tenían razón. Y con ella se quedarán
porque no conseguirán otra cosa. Ya ha pasado un año desde la tragedia y
estamos igual que al día siguiente de suceder. Como se suele decir por aquí: ¡Y
lo que te rondaré, morena!. Aunque, por desgracia, eso ya lo sabíamos.
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