jueves, 31 de octubre de 2019

Crónicas de la amistad: Novelda (32)

Gozamos de plena libertad en el encanto de la amistad;
es el estímulo de la virtud, la chispa del genio,
la poesía de la vida, el camino ideal.
Pitágoras, Hieros logos


Decía Luis en su convocatoria que, “després d’un mes horribilis: DANA; Brexit, Catalunya…, el proper dia 30, a les 12:30 hores, en la meua oficina bar Panach ens vorem i continuarem, en la mida de lo possible, disfrutant de la nostra amistat”. “I tant que ho farem, afegeixo jo, interpretant, sense cap mena de dubte, el sentir unànime dels convocats”.

Y es que, aunque para los alicantinos de la “capi” apenas tenga significado, para muchos otros de otras tantas poblaciones, y para casi todos los valencianos, el almuerzo sigue siendo un auténtico ritual. Es más, llega a decirse que esa media hora en la que se comparte la actualidad política y social con compañeros de trabajo y/o amigos –buen bocadillo, mediante, entre las manos– es el mejor momento del día. Quedar para almorzar no tiene edad. Jóvenes y mayores disfrutan de una tradicional reunión que procura descanso y desconexión de los problemas cotidianos. Son legión los mayores que, tras levantarse temprano para caminar o hacer alguna ruta ciclista, hacen parada para recuperar fuerzas y colesterol ayudados por un buen bocadillo. Los más jóvenes tampoco echan en saco roto la costumbre y acuden a la cita de la mañana para recargar pilas y engrosar “panxetes”, cerca de sus fábricas y oficinas. Un rito diario para muchos y semanal para otros; excusa universal siempre, que faculta para quedar, charlar, jugar al padel, ir en bici, hacer una ruta motera o cualquier otra actividad de esparcimiento que tiene siempre un denominador común: almorzar. Preferentemente un bocadillo de tortilla –son decenas los que se imaginan y elaboran en los bares y polígonos–, que suele acompañarse de olivas, cacaos, tramussos y bebida, especialmente cerveza. Todo rematado con café, presentado en las múltiples variedades que hemos inventado en estas ubérrimas e iconoclastas tierras, tan proclives a la exageración y al exceso.

Realmente lo del Panach, un bar restaurante estratégico ubicado a la entrada de Novelda al que he aludido en otras ocasiones, no fue un almuerzo al uso, si acaso un compás de espera que duró pocos minutos. Aún no eran las doce y ya habíamos llegado Alfonso, Tomás, Sofo y quien suscribe, después de un amenísimo y corto viaje, en un día espléndido, que los dos primeros venían compartiendo desde La Vila y al que los demás nos incorporamos en Alicante, departiendo todos sobre las novedades familiares y, muy específicamente, sobre la irregular temporada de setas, a cuya recolección tan aficionado es Alfonso. Según dijo, parece que este año se ha visto afectada, ¿cómo no?, por el ubicuo cambio climático, que ha acortado y mermado la cosecha, que tal vez logren completar las exiguas aportaciones de las montañas alicantinas, pues en las estribaciones de la Sierra de Javalambre y en otros territorios igualmente lejanos y escarpados parece que se han dado por finalizados los frutos. Allí, en el Panach, nos esperaba Luis, periódico en mano, disfrutando de un cigarro matinal, bien acomodado en la acogedora terraza interior del establecimiento. Apenas unos minutos después llegaban Pascual, los Antonios y Elías, quedando conformada la comitiva, que hoy lucía sus efectivos al completo.

Iniciamos el vía crucis entre distendidas conversaciones, incluida la inevitable vertiente política, con un plácido paseo de apenas quinientos metros que nos condujo desde el Panach a la primera de las estaciones, el bar Victory, donde iniciamos no el almuerzo sino casi la madre de todos los almuerzos, que aquí incorporó aportes de excelente factura: el noveldense y celebérrimo “chanchullo”, gambosí, mejillones al vapor y champiñón a la plancha. Un nuevo paseo de apenas cinco minutos nos puso a las puertas del bar Siglo de Oro, en cuyo interior nos esperaba una mesa bien dispuesta, en la que un solícito servicio nos dispensó sendos revueltos de verduras con jamón y cumplidos platos de cansalada amb formatge acompañados de olivas partidas de cosecha, un tanto “sentiditas”, que ponían excelente contrapunto a su contundencia. Un tercer desplazamiento de poco más de trescientos metros nos acercó al restaurante Noche y día, un refectorio con rótulo reminiscente, como alguien apuntó. Recordaba a algunos la canción del mismo nombre, de Cole Porter, interpretada por Leo Reisman y su orquesta, en la película The Gay Divorcee (La alegre divorciada), con los inefables Gingers Rogers y Fred Astaire. Pues bien, en este singular escenario, despachamos unas abundantes raciones de excelente quisquilla, generosas porciones de foie y próvidas sartenes de almejas a la marinera, acompañadas de espléndidas ensaladas de salazón con tomate raff y sepias a la plancha que se deshacían en la boca. El remate a tan opíparo almuerzo lo pusieron, cuando no serían menos de las tres y media, sendos platos principales de bacalao o de chuletitas a la brasa, a gusto de cada cual, que, por fin, dieron paso a postres y cafés. Obviaré comentarios y calificativos porque la secuencia se explica y califica por sí misma.

Regresamos caminando tranquilamente hasta punto de partida para coger los vehículos y dirigirnos a casa de Luis. Allí encontramos el cálido, sincero y cuidado acogimiento que cada vez que volvemos nos procuran sus dueños. Guti había preparado unos paparajotes magníficos que, acompañados de las habituales copichuelas, dieron paso al escueto concierto que, como siempre, dirigió y protagonizó Antonio Antón. Esta vez incorporó referencias contundentes a Raimon (De vegades la pau, D’un temps, d’un país), sin que faltasen alusiones a la canción romántica italiana (La verità mi fa male, Sapore di sale, etc.) y el inefable Galló en el sequió, aportación genuina y recurrente de Pascual. Sin apercibirnos, nos cayó la noche encima y nos dispusimos para la despedida.

Mientras la mayoría regresaba a sus respectivos hogares, algunos rematábamos la actividad del día recluidos en el salón de actos de la Escuela de Idiomas de Alicante, donde se tributaba un más que merecido homenaje a otra amiga, Beatriz Inés Martín, "Betty" para todos, que nos dejó hace unos meses. Allí estaba buena parte de la “vieja profesión” alicantina para dar visibilidad y acreditar de primera mano una larga trayectoria de coherencia, de brega profesional y personal, de compromiso con los derechos humanos y con la dignidad de todas las personas, cualidades que esparció fructíferamente, bien acompañada y durante décadas, por la práctica totalidad de la geografía político-educativa de la ciudad, que desde los años sesenta y hasta su marcha definitiva delimitaron, entre otros muchos frentes y foros, el Club Amigos de la Unesco, el Instituto Jorge Juan, el Instituto Femenino (hoy Miguel Hernández), la Escuela de Idiomas, la Asociación Amigos de la Unión Soviética y la Asociación de Amistad con Cuba “Miguel Hernández”. ¡Larga vida a Betty en nuestra memoria!

Y es que pocos seres humanos logran vivir sin amigos. Hace más de dos milenios que Aristóteles sentenció que las personas somos seres sociales por naturaleza, constatando que nacemos con una especie de característica social, que vamos desarrollando a lo largo de la vida, pues indubitablemente necesitamos de los otros para sobrevivir. Es esta una evidencia que hoy compartimos filósofos y profanos, unos desde nuestras simplicidades y otros desde sus alambicadas especulaciones. No conviene olvidar que la filosofía antigua y medieval se interesó vivamente por la naturaleza y por el papel de la amistad (philia), un tema que es central, por ejemplo, en la ética de Aristóteles (Ética a Nicómaco). Sin embargo, por aquello de las volubilidades de las corrientes del pensamiento y de las modas intelectuales, tras el clasicismo grecorromano y el oscurantismo medieval, las tendencias filosóficas de la modernidad pasaron por alto el papel de la amistad, un asunto que afortunadamente recobra interés a finales de los años 70, concitando un creciente atractivo, que llega hasta la actualidad, como consecuencia de una nueva cultura de la sociabilidad nacida de la confrontación con los viejos enfoques racionalistas.

Nuestro inefable Pascual, en sus comentarios a la última de mis crónicas, proponía que ensayara alguna reflexión en torno a "la amistad nacida de la necesidad”, pues aseguraba que hacía tiempo que venía cavilando acerca de si tal necesidad emborronaba su sentido profundo. Creo que puede disipar sus preocupaciones porque no cabe la menor duda de que toda amistad nace de la necesidad básica a que aludía Aristóteles. La propensión al vínculo con los otros es una pulsión de los seres humanos que se produce de manera natural y espontánea. Y ello no desdora que sea, a la vez, el germen de una de las mejores relaciones que somos capaces de construir. Ya decía Sócrates que la amistad es tanto necesidad como conveniencia, armonizando así la intrínseca dignidad de tal virtud con los apremios egoístas. Nos relacionamos porque necesitamos a los demás para satisfacer nuestras carencias, adopten la forma de vacíos emocionales, frustraciones o insuficiencias vitales. Y ello nos afecta a todos, sin que reste un ápice de virtud a la amistad como valor inequívocamente humano. ¿O acaso el inexorable instinto de supervivencia empaña el gozo de vivir? ¿O tal vez el sustrato físico y neural de las emociones básicas, universales e innatas, invalidan los humanos y característicos sentimientos que las acompañan?

¿Qué desea quién desea? Evidentemente aquello de lo que tiene necesidad. ¿Y de qué tiene necesidad? Obviamente de lo que precisa. Es decir, de lo que carece y tiene el otro. Y justamente ahí está la clave que explica el enigma de la amistad. Un ser encuentra en la naturaleza de otro algo que le complementa (el carácter, las costumbres, su propia entidad personal) y simultáneamente, por su parte, halla en su naturaleza alguna cosa que le conviene a aquel. De ahí surge el deseo que arrastra el uno hacia el otro, la atracción mutua que los aproxima. Así nace la amistad que los liga. Hace veinticinco siglos que Sócrates reflexionó sobre este concepto. Releo de nuevo Λύσις (Sobre la amistad) que me recuerda que hay situaciones de la vida que no son ni buenas ni malas, simplemente conforman un espacio “amoral” en el que se producen multitud de relaciones humanas. Cuando nos acomodamos en él y evitamos enjuiciar a los demás, emergen sentimientos auténticos y recíprocos. Ahí es justamente donde germina el núcleo de la amistad, ese es el nudo gordiano del que brotan las posiciones de amante y amado que definen la condición apodíctica de esa tipología relacional. 

De manera que acaba uno preguntándose cómo es posible que hayamos alcanzado este punto de desinterés por la amistad y por las relaciones privativas de la condición humana. Creo que no es ajeno a ello la tradicional orientación de la Psicología científica, que se ha ocupado más de los aspectos individuales y patológicos del comportamiento que de sus vertientes sociales, pese a que hace centurias que sabemos que todas las relaciones (de pareja, de familia, con amigos, compañeros y conocidos…) son fundamentales para el desarrollo, el equilibrio y la felicidad de las personas. La amistad fue una conquista estratégica en el desarrollo de los seres humanos, que debe mantenerse como elemento de cultura y de bienestar.

Afortunadamente, en un mundo en el que todos caminamos un tanto a tientas, todavía buscamos espacio para la amistad, ese que compartimos cuando quedamos para almorzar, charlar, comer o cenar, convencidos de que con él llenamos parcelas maravillosas de la existencia, esferas inmensas de conciliación, tiempo que nos humaniza y nos confiere la cualidad que nos distingue como seres racionales. Sentimos así que nadie puede arrebatarnos el afecto hacia el mundo y sus criaturas. Emerge de esa manera la amistad como dignidad, como conquista de igualdad entre los seres humanos y como vehículo de comprensión y solidaridad,  que hoy, en la realidad multicultural de nuestro tiempo, se revela más imprescindible que nunca. Para seguir profundizando en ella, la próxima cita será en Agres, el 29 de noviembre. Entre tanto, gracias y un fortísimo abrazo, amigos.

miércoles, 23 de octubre de 2019

De la subsistencia

Hace pocas semanas que M.A. García Vega, periodista experto en asuntos económicos y colaborador habitual del diario El País, escribía en uno de sus artículos que existen dos tipos de capitalismo: el que crea valor para la sociedad y el que la expolia. Apostillaba lo que infinidad de ciudadanos sabemos: que en las últimas décadas millones de personas comprueban que su trabajo no obtiene como contraprestación una vida digna; que el ascensor social se ha ralentizado; que la inequidad es inmensa; que la codicia es el verbo más conjugado y que la crisis climática dejará a nuestros hijos y nietos un futuro empavesado, en el mejor de los casos. Añadía que si se desvanece la promesa de un mañana mejor la quintaesencia del capitalismo, como parece, el pensamiento de las personas que viven en occidente, y aún más allá, añado, entrará en un círculo vicioso en el que imperarán interrogantes como: ¿por qué debo sacrificarme?, ¿qué sentido tiene hacerlo? Preguntas esenciales a las que resulta difícil hallar una respuesta medianamente razonable. Mucha gente tenemos la angustiosa sensación de que el sistema está amañado y por ello juega en nuestra contra.

Si se me permite el símil, cual si de hoja de puerta o de ventanal se tratase, el mundo pende de un gozne que lo engarza a un imaginario y equidistante quicial. Según el sentido que adopte su giro, puede ofrecernos la apertura a una realidad esperanzadoramente neo-renacentista, u orientarse otra vez hacia la oscura cerrazón, que nos relegará a un anacrónico neo-feudalismo. Para muchos, la incomprensible era de excesos que vivimos, alimentada por el gasto superfluo, la inequidad, la posesión y el dinero, ha rebasado todo límite razonable. Definitivamente, el capitalismo se ha pasado de frenada y nos deja cada vez menos oportunidades para intentar salvar los muebles antes de que lo arrase todo.

Lo que vengo diciendo no puede calificarse de catastrofismo. Tampoco es una opinión personal. No es que me parezca a mí, que nada sé de Economía, que las cosas sean así. Hace años que constato como eminentes popes de esta disciplina insisten en que es imprescindible reformar el sistema económico capitalista. Y no se trata de simple palabrería o de ejercicios retóricos que ensayan gentes de buena voluntad. A través de sus opiniones, y de sus artículos y libros, han ofrecido propuestas verosímiles, rotuladas con variopintas denominaciones, que representan alternativas reformistas al capitalismo desbocado y que van desde el  capitalismo progresista (Joseph Stiglitz) o el socialismo participativo (Thomas Piketty), al Green New Deal (Alexandria Ocasio-Cortez), la democracia económica (Joe Guinan, Martin O’Neill, Christine Berry) o el capitalismo civilizado (Milanović), por mencionar algunas. Bien es verdad que la mayoría se encuentran en un estadio larvario, siendo poco más que declaraciones de intenciones, pero no me parece que ello sea especialmente relevante porque tiempo habrá, en su caso, para acordar sus correspondientes “gramáticas”, si se me permite la analogía. En todo caso, lo que resulta innegable es que, como dicen quienes saben, el sistema tiene fallos estrepitosos, a los que hay que poner remedio antes de que nos lleve a la gran debacle, de la que unos serán los principales culpables pero que acabaremos pagando todos.

Estoy con Stiglitz en que debemos olvidar la interesada fantasía neoliberal de que los mercados sin restricciones lograrán la prosperidad. Ya nos han demostrado en demasiadas ocasiones que no es así para todos. Por contradictorio que parezca el enunciado de su propuesta, me parece que tiene sentido su idea de un “capitalismo progresista”, asentado en un nuevo contrato social entre los ciudadanos y la clase política, entre los trabajadores y las empresas, entre los ricos y los pobres, en suma, entre quienes tienen trabajo y quienes están desempleados o desempeñan ocupaciones precarias. Parte de ese nuevo contrato social debe gestionarse a través de una iniciativa pública potente, reforzada con programas desechados hace años por las instituciones y que, en su defecto, proveen algunas organizaciones privadas, aunque de manera insuficiente. Es imprescindible reconocer el papel crucial del Estado para garantizar que los mercados estén al servicio de la sociedad y no al revés. Necesitamos normas y políticas que impulsen y garanticen una competencia fuerte y que a la vez eviten la explotación abusiva; de manera que se reajusten las relaciones de las empresas con los empleados y, también, con los consumidores, a quienes deberían servir. Para combatir el poder del mercado, se impone que los poderes públicos asuman una determinación equivalente al denuedo con que el ultraliberalismo ha apoyado y favorecido al sector corporativo en los últimos tiempos.

Es más fácil imaginar el fin del mundo que el del capitalismo, ha dicho el pensador estadounidense Frederic Jameson. Sin embargo, otros no piensan así. Por ejemplo, el economista francés Thomas Piketty, que se ha autoimpuesto forjar una “idea de lo que podría llevar a una mejor organización política, económica y social para las diferentes sociedades del mundo en el siglo XXI”. Propone a tal efecto el perfil de un nuevo socialismo participativo. Una grandísima ambición que exige, según él, reconsiderar la propiedad, la educación y las fronteras justas, en un contexto histórico de máxima radicalización de las injusticias y las desigualdades. Piketty ofrece una propuesta radical, un cambio profundo de las relaciones de propiedad, distinta de la propiedad pública que representó el socialismo real. Más allá de reforzar la progresividad del impuesto sobre rentas y sucesiones, o de desarrollar una renta básica que no sustituye la política social, el núcleo de la tesis pikettiana radica en la implantación de un impuesto anual sobre la propiedad, altamente progresivo, que permitiría financiar la dotación de capital para cada joven adulto, conformando una especie de propiedad temporal y de circulación permanente de los patrimonios. Esta herramienta fiscal tendría la ventaja de aplicarse a todos los activos, incluyendo los financieros, y adaptarse así, con mayor rapidez, a la evolución de la riqueza.

El nuevo Nuevo Acuerdo Verde (Green New Deal), que plantea Alexandria Ocasio-Cortez, la congresista más joven de la historia estadounidense, tiene reminiscencias rooseveltianas; recuerdan a aquel New Deal que estimuló la economía americana a raíz de la Gran Depresión sobrevenida durante los años treinta del pasado siglo. Ocasio-Cortez y su compañero de filas demócratas, el senador Edward J. Markey, ofrecen una propuesta en apenas quince folios que no tiene visos de ver la luz como legislación por el momento, pero que simboliza el nuevo impulso demócrata en la Cámara de Representantes. El documento reclama la reducción de la emisión de gases de efecto invernadero a un 60% en 2030, además dejar en “cero” las emisiones globales hacia 2050. En síntesis, supone una enmienda a la totalidad de la política medioambiental de Donald Trump, apostando por una transición de las infraestructuras desde los combustibles fósiles a energías renovables y limpias, para lo cual son necesarias grandes medidas de transformación productiva. Echar ese plan adelante no resultará nada fácil en los EE.UU., pero por algo debe empezarse. El documento a que aludo es un buen punto de partida para acometer una transición energética justa.

Según destacados miembros de la Internacional Progresista, una red de facciones derechistas, integradas por las viejas élites ultraliberales y los nuevos movimientos populistas de corte conservador, han desatado una guerra sin tregua contra los trabajadores, contra el medio ambiente, contra la democracia y contra la decencia. Una contienda transfronteriza para erosionar los derechos humanos, silenciar la discrepancia y promover la intolerancia; algo que aseguran que no sucedía desde los años 30. Tal vez como contrapartida, tras décadas de incomprensible inacción, un movimiento transatlántico de economistas de izquierda intentan construir una alternativa práctica al neoliberalismo.

Y ya era hora. Porque puede decirse más suavemente, pero la realidad es tozuda y demuestra que hace al menos cincuenta años que la izquierda carece de política económica propia. Son al menos cinco las décadas en las que ha triunfado el monopolio de las propuestas crecientemente ultraconservadoras, articuladas sobre la privatización, la desregulación, la reducción de impuestos para las empresas y los ricos, el aseguramiento de mayor poder para los empleadores y los accionistas y la mengua de derechos para los trabajadores. Políticas que han intensificado las pulsiones del capitalismo haciéndolo cada vez más omnipresente e inevitable. En ese contexto, el pensamiento económico de la izquierda ha tenido un comportamiento reactivo, de mero e impotente resistente frente a los gigantescos cambios sobrevenidos, con la mirada varada nostálgicamente en el pasado. Una constatación evidente de lo que digo es que ni recordamos las décadas en las que Marx y Keynes han patrimonializado la imaginación económica de la izquierda. El primero murió en 1883 y el segundo en 1946. ¿Qué puede añadirse?

En estos largos años, los conservadores y los liberales han caricaturizado cuantas propuestas se han presentado para la alteración del único sistema económico posible, tildándolas de fantasía estrafalarias. Sin embargo, últimamente, el capitalismo ha comenzado a fallar estrepitosamente, como reconocen algunos de sus acérrimos defensores. En lugar de una prosperidad sostenible y ampliamente compartida, ha producido más pobreza, más desigualdad, más crisis financieras, crecientes convulsiones populistas y una inminente catástrofe climática.

Resuenan cada vez con mayor intensidad las voces que alertan de que se necesita una nueva economía: más justa, más inclusiva, menos explotadora, menos destructiva para la sociedad y el Planeta. La crisis financiera de 2008 y las intervenciones gubernamentales que la contuvieron han desacreditado dos ortodoxias neoliberales: que el capitalismo no puede fallar y que los gobiernos no pueden intervenir para cambiar el rumbo de la economía. Como consecuencia de ello, ha emergido una red de pensadores, activistas y políticos que aprovechan esta ventana de oportunidad para ensayar la construcción de una economía de izquierda que aborda las fallas de la economía del siglo XXI, intentando explicar pragmáticamente cómo los futuros gobiernos de izquierda podrían crear mejores alternativas. Esta nueva economía quiere posibilitar la redistribución de un poder económico sostenido por todos, de la misma manera que todos sostenemos el poder político en las democracias saludables. Ello tendría implicaciones inconcebibles hasta hace poco, como que los empleados se apropien de parte de las empresas; o que políticos locales tengan capacidad real para remodelar la economía de su ciudad favoreciendo negocios de proximidad y éticos en contra de los intereses de las grandes corporaciones. Al contrario de lo que pudiera parecer, esta "economía democrática" no es una fantasía idealista: ya se están construyendo partes de ella en Gran Bretaña y Estados Unidos. Los nuevos economistas argumentan que sin estas novedosas transformaciones la creciente desigualdad del poder económico pronto hará que la democracia misma sea inviable, ergo…