Cuando
planifico un viaje, además de recurrir a las acostumbradas guías turísticas,
suelo buscar en las librerías dos o tres obras de autores oriundos de los lugares
que voy a visitar. Esos libros, más allá de distraerme durante los trayectos y aliviarme
la espera en aeropuertos y estaciones, suelen ofrecerme en sus páginas descripciones
de paisajes y personas, relatos de costumbres, curiosidades puntuales, referencias
de museos o edificaciones y, casi siempre, algo singularmente valioso: la
idiosincrasia de colectividades y de personas que posteriormente, cuando las conocí,
tuve la oportunidad de contrastar.
Recuerdo
que en los preparativos de un breve viaje que hice por algunas ciudades de Centroeuropa
cayó en mis manos El último encuentro,
de Sándor Márai, una novela construida en torno al fracaso de la relación
amistosa de dos hombres que habían servido al imperio austrohúngaro, ya desaparecido
en el momento en que se desarrolla la acción. Narrativamente también se había disipado
la amistad que les unió, transcurridas varias décadas desde que el más joven optase
por marcharse inopinadamente hacia un destino incierto, sin dejar ninguna pista
ni dar señales de vida, quebrando así la amistad que forjaron cuando eran adolescentes,
un apego profundo como el que une a quienes no esperan nada a cambio de su
absoluta entrega a los demás. El personaje que se quedó es ahora un viejo
general, incrédulo y desmoralizado, que optó por recluirse en su palacete, que ha
mantenido alcanforado, como ha hecho con su vida, permaneciendo ambos
prácticamente con las mismas fisonomías que tenían en el momento en que divergieron
las biografías amigas.
En
la primera parte de la novela desgrana los recuerdos y el dolor por aquel
paraíso perdido, que es como el viejo concibe el añorado tiempo de juventud en
el que se forja la amistad. En la segunda, cuando se produce un encuentro concertado,
comienza un diálogo que es casi un monólogo teatral en el que el general, que
se autopercibe como un personaje ridículo, atrapado en un destino que ha
decidido cumplir pese a los condicionantes del mundo que le rodea, vierte sus
reflexiones en torno a la amistad, el amor, el honor y todos los valores en los
que se formó, que ahora rezuman obsolescencia. Su interlocutor apenas responde
con expresiones monosilábicas a sus disertaciones. Ambos han vivido a la espera
de este momento, pues entre ellos se interpone un gran secreto. De modo que todo
converge en un duelo sin armas, aunque tal vez mucho más cruel, cuyo punto neurálgico
es el recuerdo imborrable de una mujer. La trama sirve de pretexto al autor
para abordar una temática universal, como es la búsqueda de la verdad en tanto
que fuerza liberadora, como soporte ético imprescindible para sobrellevar el
peso de la vida. De ese modo, mientras los viejos amigos se despedían, esta vez
sí definitivamente, en el relato cuya lectura concluía, yo estaba llegando a una
ciudad y a un mundo que, pese a ser la primera vez que me acogía, ya no me
resultaba desconocido.
Obviamente,
sería una necedad cualquier tentativa para documentar nuestro corto viaje a La
Vila. Si algo necesitásemos saber de ese exiguo periplo, disponemos a tal
efecto de nuestro amigo Tomás, que no es precisamente un anfitrión cualquiera. Pese
a ello, no me resisto a compartir un par de leyendas que me contaron unos
vileros como él que, curiosamente, ni están referidas a Santa Marta ni a la mar.
Con ellas pretendo alfombrar la antesala de nuestro encuentro, no sé si influenciado
por la proximidad de la festividad del libro, o es mi tímida renuencia al abandono autoimpuesto de la vertiente
cultural de los encuentros, o simplemente apreciándolas como indulgente preludio
de otra jornada memorable que transcurrió en las vecindades de la mar.
La
primera alude a la Roca Encantà, un bien
de relevancia local (BRL) incluido en el Catálogo de Bienes y Espacios
Protegidos de La Vila. Se trata de un afloramiento rocoso que existe junto al
camino que conduce al Pont del Salt d’En Gil que desde muy antiguo los habitantes
de La Vila han considerado un lugar embrujado, imponiéndoles cierto respeto a
la vez que inspirándoles algunas leyendas. Una de ellas cuenta que
una bella señora vestida de negro salía a pasear al caer la tarde, vendiendo
cintas de colores. Cuando la gente se retiraba a sus casas ella se dirigía
hacia la Roca Encantà y permanecía
sentada sobre ella hasta la medianoche, esperando día tras día el regreso de su
caballero que había partido a guerrear contra los moros. Cuentan que así lo
hizo noche tras noche, viviendo como alma en pena y consumiendo su vida, hasta que
un día desapareció misteriosamente. Al poco tiempo empezó a decirse que, en
algunas noches de luna llena, de una grieta que tiene la Roca surge una
dama vestida de negro, que lleva consigo una madeja de cintas de colores que
va esparciendo por el camino que conduce hasta la Creu de Pedra, desde donde
regresa a su refugio para volver a desaparecer. Y se asegura que
la persona que logre coger una de las cintas, antes de que ella se
esfume en el interior de la roca, gozará para siempre del amor verdadero.
Pero,
además de la Roca Encantà, junto a la
villa romana de Xauxelles y a poca distancia de l’Ermita de Sant Antoni, está
la Olivera Grossa, un imponente
ejemplar considerado también BRL. Este singular elemento patrimonial ha
inspirado así mismo algunas leyendas. Una de ellas que, como no podía ser de
otro modo, tiene relación con los musulmanes refiere que durante la invasión sarracena se enamoraron una
doncella cristiana y un apuesto joven árabe. Obviamente vivían un amor
imposible porque las diferencias religiosas y sociales de sus familias no
permitían que se consumase el enlace. Sin embargo, era tan ardiente su amor que
cada noche, sorteando todas las dificultades imaginables, se encontraban junto
a un enorme olivo que actualmente se conoce como la Olivera Grossa.
Fueron descubiertos en uno de esos
encuentros, llegando la noticia a oídos de sus respectivas familias que les
prohibieron taxativamente que volviesen a verse. Pero su amor era tan fuerte
que idearon una treta para que su apasionado romance jamás se borrase de la faz
de la tierra. Una noche, tras eludir la vigilancia que les ponían, se volvieron
a encontrar junto al olivo, bajo la luz de la luna. Cada uno llevaba un anillo
que simbolizaba su amor y su unión. Tras la definitiva despedida, decidieron
quitárselos e introducirlos, juntos, por una rendija que tenía el olivo. Muchos
años después, los más viejos del lugar aseguran que a ellos siempre les han
contado que esos anillos siguen allí, en el corazón de este enorme árbol que a lo
largo de los años los ha custodiado secretamente, preservando así la bella historia
de amor de la que un día fue testigo.
No
lejos de allí, era poco más del mediodía y ya estábamos en el bar Diego, frente
a la casa de Tomás. Todos cuantos nos habíamos convocado excepto Luis, que se
había comprometido a presentar el libro Vísperas
de sangre y otros relatos sombríos, del periodista, investigador y escritor
David Casado, en la Sede de la Asamblea Amistosa Literaria de Novelda. Un
espléndido y soleado día, algo ventosillo, liquidaba un largo fin de semana de
temporal y nos daba la bienvenida a la Vila, como no podía ser de otro modo.
Hoy nos acompañaba otro ilustre vilero, Vicente Sellés, que se ha incorporado a
la comitiva en el mencionado bar donde hemos comenzado a despenar los primeros
aperitivos: unos espectaculares mejillones en escabeche, de conserva, y unos
tacos de atún fresco, también escabechado, especialidad de la casa, que no
desmerecían de los anteriores. Algunas cuñitas de queso manchego de oveja curado
D. Apolonio, regadas con las correspondientes cañas y algún vaqueret han puesto
fin a la primera estación. Desde allí hemos recorrido los apenas doscientos
cincuenta metros que nos separaban de uno de los cafés decanos de La Vila, el
Café Mercantil, donde se asegura que nació el nardo allá por el año de 1956,
cuando lo regentaban Jaime Lloret y su hijo Luis. Un local excelentemente
decorado y muy bien ambientado, cuya barra está coronada por un cartel en el
que se explica pormenorizadamente la anécdota que originó tan singular bebida,
aludiéndose a un concierto de Gloria Lasso en la capital al que asistieron un
grupo de amigos que, a su regreso, decidieron tomar un refrigerio, queriendo el
destino que se confeccionase con café granizado y absenta. De esta manera tan
sencilla parece que nació el famoso nardo, que algunos se han animado a
degustar. La mayoría hemos optado por la cerveza y el vino tinto con los que
hemos acompañado unas criadillas rebozadas, especialidad de la casa, y unas
lonchas de atún de hijada regadas con excelente aceite que han puesto un
glorioso punto final a la fase del aperitivo.
Desde
allí nos hemos dirigido a los vehículos, con los que hemos emprendido el camino
hacia el Club Naútico donde nos esperaba un menú tipo degustación realmente espectacular,
a base de lo que podría denominarse cocina de mercado, es decir, productos
frescos del día, cocinados sin artificiosidades y con aliño justo. Me declaro
insolvente para destacar especialmente nada de cuanto se ha ido presentando
sobre la mesa porque todo ha resultado excelente, desde los iniciales boquerones
en vinagre y la ensaladilla rusa al calamar de potera; pasando por los raorets
y la gamba roja a la plancha, hasta llegar al atún de hijada, felizmente
rematado con unos filetes de morrillo, también de atún, envueltos en hoja de
platanero, cocinados a la sal. Todo ello perfectamente maridado con vino blanco
de Rueda, un magnum de Rioja crianza y alguna que otra cerveza.
Luego,
ya en la terraza, han llegado los cafés, las copas y los cigarrillos para
quienes todavía fuman. También hoy Tomás nos trajo chocolates y bombones de
Marcos Tonda, que nos han endulzado el paladar y las recurrentes canciones. No
ha faltado Si em dius adeu, del amigo
Llach, a petición del anfitrión que reclamaba su pequeño homenaje por haber
cumplido recientemente la setentena. Homenaje que le hemos tributado
gustosísimamente, como a Antonio Antón, que tiene a tiro los 69. Han seguido
otras muchas: L’estaca, la Cançó de les balances y Hora negra. Antonio tampoco ha orillado la
canción popular, deleitándonos con clásicos como La Briala i el cremaor, Les
danses d’Elx o El segon dia de mona.
Pascual se ha animado de nuevo y ha entonado con la complicidad de los demás La xica banyant-se en el sequió, que ha
dado pie para que Tomás, espoleado por su amigo Vicente Sellés, se arrancase
con La perdiz, haciéndonos viajar en
el tiempo más de cincuenta años en pocos segundos, sumergiéndonos en el
repertorio de la Sección Femenina que popularizó la inefable Amparo Ferrándiz.
Inmediatamente, para compensar, hemos atacado María la Portuguesa, la Bella Ciao y el Songorokosongo Songo. Conforme se iban asentando las bebidas
espirituosas avanzábamos hacia la encalmada, no sin antes remedar a los Lone
Star a instancia de su rendido admirador Antonio García. La canción de la novia del pescador, Serra de Mariola, La Paloma
y algunos clásicos de los Beatles (Yesterday,
Let it be y otros) pusieron hoy punto
final a nuestro encuentro. Caía la tarde y nuevamente se imponía emprender el
regreso a casa tras exprimir otra magnífica oportunidad para cultivar la
avenencia, la armonía y el afecto.
Cuanto
antecede no es sino la expresión de lo que algunos llamamos “cosas de la
amistad”, ese contrato tácito que, en palabras de Voltaire, se establece entre
personas sensibles y honradas. Efectivamente, en su Diccionario filosófico refiere textualmente: “Digo sensibles,
porque un monje, un solitario, puede no tener nada de malvado y vivir sin
conocer la amistad. Digo honradas, o virtuosas, porque la gente perversa, o
malvada, sólo tiene cómplices; la gente voluptuosa, o lasciva, tiene compañeros
de vicios, o libertinaje; la gente interesada tiene socios; la gente política
tiene partidarios; la mayoría de los hombres ociosos tiene relaciones; la gente
de la realeza tiene cortesanos. Únicamente la gente honrada, o virtuosa, tiene
amigos”. Eso mismo pienso yo, y no creo errar al considerar que vosotros
también.
La próxima será en Aspe, el 5 de junio. Allí estamos todos emplazados.