martes, 30 de abril de 2019

Los tiempos cambian que es una barbaridad

Eso decía don Hilarión en la popular zarzuela La verbena de la Paloma. Y, ¡qué razón tenía el hombre! ¿Quién no se ha imaginado alguna vez envuelto en una capa de invisibilidad, como la de Harry Potter, para pasar desapercibido? Un sueño que ahora está más cerca de lo que podríamos imaginar. Un grupo de investigadores del Instituto Nacional de la Investigación Científica (INRS), de Montreal, ha logrado diseñar el primer objeto totalmente invisible. Sí, ellos han conseguido, iluminando con luz de espectro completo, que las ondas, en lugar de rodear un determinado objeto, se propaguen a su través evitando las distorsiones porque desplazan las frecuencias lumínicas a regiones concretas que no se ven afectadas ni por la reflexión ni por su propagación. Aunque es asunto relativamente complejo, y aunque ya haya gente que esté pensando en hacerse con una de las mencionadas capas, lo cierto es que, según dicen, la principal aplicación que tendría el aludido dispositivo sería proteger las telecomunicaciones, que utilizan las ondas de banda ancha para transportar los datos. Con el método referido, las compañías del ramo podrían hacer que ciertas frecuencias de sus redes fuesen invisibles, impidiendo de ese modo que la competencia utilizase la luz de banda ancha para saber qué están propagando.

Pero no es a esto a lo que hoy quiero referirme. Al contrario, la frase de don Hilarión me transporta a otros escenarios y a otras reflexiones. Porque si algo es evidente en la sociedad red es que ni pequeños, ni medianos, ni mayores aspiramos a sustraernos a la visión y al juicio de nuestros conocidos, amigos o vecinos. Al contrario, suspiramos por exhibir nuestras corpóreas morfologías y nuestros intangibles atributos en cualquier escenario o espacio público. Es más, hasta exigimos con cierto reconcomio que se nos faciliten las oportunidades para materializar tales aspiraciones, sean disparatadas o no. Requerimos que se nos faculte para desplegar nuestras hipotéticas destrezas en lugares sociales de relevancia sin condicionante alguno. Reivindicamos, en suma, un autoatribuido derecho a alardear abiertamente de nuestras mañas, sean párvulas o notorias; de nuestras pericias, sean aparentes o auténticas; de nuestras destrezas, existan efectivamente o se trate de meras falacias. Muchos, muchísimos, soñamos con alcanzar nuestros minutos, nuestros días, e incluso nuestros años de gloria, especialmente para contabilizarlos en las RRSS y construir un inaprensible y efímero bagaje –aunque a veces es algo mucho más magro– con los almibarados e hipócritas comentarios y likes de nuestros seguidores.

Casi todos nos hemos propuesto vivir sueños imposibles, como volar o ser invisibles. Incluso hemos pretendido alcanzar, o casi, la inmortalidad, y gozar de tiempo infinito para hacer lo que nos plazca. Algunos hemos estado determinados a lograr la felicidad completa, o el amor eterno, y otros deseamos conocer el futuro y saber qué nos pasará. O quisimos viajar al pasado, detener el tiempo, o restaurar sus mejores momentos. Pero una cosa son las ensoñaciones y otras los derechos que tenemos como seres humanos, los llamados derechos fundamentales, cuyo ejercicio no debe condicionarse y que, sin embargo, están sujetos a límites. Porque son atributos que no tienen alcance absoluto dado que, si así fuese, se convertirían en prerrogativas características de quienes actúan ilícita o abusivamente. Sin ningún género de duda, el ejercicio de los derechos fundamentales está condicionado, y hasta restringido, por determinadas exigencias de la vida en sociedad. Y ello no es contradictorio con el presupuesto básico de que el ser humano debe ser el núcleo gordiano de toda comunidad organizada. Al contrario, se vincula con un reforzamiento de las garantías de una existencia plena, pacífica y respetuosa con los derechos y la dignidad humana. Sin reparo alguno, los derechos humanos son atributos cuyo respeto y protección constituyen claves fundamentales para evaluar la legitimidad de un modelo político y social, porque engarzan directamente con la dignidad de los seres humanos.

Pero partiendo de la inequívoca convicción precedente, insisto en tres cosas: la primera es que no todos los que solemos considerar nuestros derechos lo son efectivamente, y mucho menos tienen carácter de fundamentales; la segunda es que, incluso los que lo son inequívocamente, tampoco constituyen prerrogativas absolutas e ilimitadas, sino que se encuentran sometidos a restricciones y limitaciones que hacen que no puedan ejercitarse en determinadas circunstancias; y la tercera, es que admitir que los derechos están sujetos a limitaciones no significa restar un ápice a la relevancia que deben tener en el ordenamiento jurídico. Tales restricciones son elementos perfectamente compatibles con la debida protección del ser humano. Ahora bien, como argumentan los juristas, para que las limitaciones a los derechos fundamentales sean legítimas han de cumplir determinadas condiciones. En primer lugar, deben ser generadas por quien tenga competencia para ello, cuestión que debe quedar resuelta en la regulación y en la jurisprudencia constitucionales. En segundo término, deben cumplir los estándares jurídicos que establece la reglamentación internacional de los derechos humanos. Por último, cuantas limitaciones se establezcan deben respetar el contenido esencial de los derechos afectados, así como ser justificadas y proporcionales.

De manera que claro que se puede reivindicar el derecho a soñar, ¡faltaría más! Pero otra cosa diferente es el ejercicio diario de la ciudadanía que teje el hilo común que nos vincula a quienes formamos parte de una determinada sociedad, compartiendo valores como la libertad y la igualdad. Un hilo que se anuda inicialmente al presupuesto básico e irrenunciable que concreta el principal pacto que suscribimos los ciudadanos en las sociedades democráticas: los derechos de cualquiera terminan cuando empiezan los de los demás, y viceversa.

jueves, 25 de abril de 2019

Crónicas de la amistad: La Vila (29)

Cuando planifico un viaje, además de recurrir a las acostumbradas guías turísticas, suelo buscar en las librerías dos o tres obras de autores oriundos de los lugares que voy a visitar. Esos libros, más allá de distraerme durante los trayectos y aliviarme la espera en aeropuertos y estaciones, suelen ofrecerme en sus páginas descripciones de paisajes y personas, relatos de costumbres, curiosidades puntuales, referencias de museos o edificaciones y, casi siempre, algo singularmente valioso: la idiosincrasia de colectividades y de personas que posteriormente, cuando las conocí, tuve la oportunidad de contrastar.

Recuerdo que en los preparativos de un breve viaje que hice por algunas ciudades de Centroeuropa cayó en mis manos El último encuentro, de Sándor Márai, una novela construida en torno al fracaso de la relación amistosa de dos hombres que habían servido al imperio austrohúngaro, ya desaparecido en el momento en que se desarrolla la acción. Narrativamente también se había disipado la amistad que les unió, transcurridas varias décadas desde que el más joven optase por marcharse inopinadamente hacia un destino incierto, sin dejar ninguna pista ni dar señales de vida, quebrando así la amistad que forjaron cuando eran adolescentes, un apego profundo como el que une a quienes no esperan nada a cambio de su absoluta entrega a los demás. El personaje que se quedó es ahora un viejo general, incrédulo y desmoralizado, que optó por recluirse en su palacete, que ha mantenido alcanforado, como ha hecho con su vida, permaneciendo ambos prácticamente con las mismas fisonomías que tenían en el momento en que divergieron las biografías amigas.

En la primera parte de la novela desgrana los recuerdos y el dolor por aquel paraíso perdido, que es como el viejo concibe el añorado tiempo de juventud en el que se forja la amistad. En la segunda, cuando se produce un encuentro concertado, comienza un diálogo que es casi un monólogo teatral en el que el general, que se autopercibe como un personaje ridículo, atrapado en un destino que ha decidido cumplir pese a los condicionantes del mundo que le rodea, vierte sus reflexiones en torno a la amistad, el amor, el honor y todos los valores en los que se formó, que ahora rezuman obsolescencia. Su interlocutor apenas responde con expresiones monosilábicas a sus disertaciones. Ambos han vivido a la espera de este momento, pues entre ellos se interpone un gran secreto. De modo que todo converge en un duelo sin armas, aunque tal vez mucho más cruel, cuyo punto neurálgico es el recuerdo imborrable de una mujer. La trama sirve de pretexto al autor para abordar una temática universal, como es la búsqueda de la verdad en tanto que fuerza liberadora, como soporte ético imprescindible para sobrellevar el peso de la vida. De ese modo, mientras los viejos amigos se despedían, esta vez sí definitivamente, en el relato cuya lectura concluía, yo estaba llegando a una ciudad y a un mundo que, pese a ser la primera vez que me acogía, ya no me resultaba desconocido.

Obviamente, sería una necedad cualquier tentativa para documentar nuestro corto viaje a La Vila. Si algo necesitásemos saber de ese exiguo periplo, disponemos a tal efecto de nuestro amigo Tomás, que no es precisamente un anfitrión cualquiera. Pese a ello, no me resisto a compartir un par de leyendas que me contaron unos vileros como él que, curiosamente, ni están referidas a Santa Marta ni a la mar. Con ellas pretendo alfombrar la antesala de nuestro encuentro, no sé si influenciado por la proximidad de la festividad del libro, o es mi tímida renuencia  al abandono autoimpuesto de la vertiente cultural de los encuentros, o simplemente apreciándolas como indulgente preludio de otra jornada memorable que transcurrió en las vecindades de la mar.

La primera alude a la Roca Encantà, un bien de relevancia local (BRL) incluido en el Catálogo de Bienes y Espacios Protegidos de La Vila. Se trata de un afloramiento rocoso que existe junto al camino que conduce al Pont del Salt d’En Gil que desde muy antiguo los habitantes de La Vila han considerado un lugar embrujado, imponiéndoles cierto respeto a la vez que inspirándoles algunas leyendas. Una de ellas cuenta que una bella señora vestida de negro salía a pasear al caer la tarde, vendiendo cintas de colores. Cuando la gente se retiraba a sus casas ella se dirigía hacia la Roca Encantà y permanecía sentada sobre ella hasta la medianoche, esperando día tras día el regreso de su caballero que había partido a guerrear contra los moros. Cuentan que así lo hizo noche tras noche, viviendo como alma en pena y consumiendo su vida, hasta que un día desapareció misteriosamente. Al poco tiempo empezó a decirse que, en algunas noches de luna llena, de una grieta que tiene la Roca surge una dama vestida de negro, que lleva consigo una madeja de cintas de colores que va esparciendo por el camino que conduce hasta la Creu de Pedra, desde donde regresa a su refugio para volver a desaparecer. Y se asegura que la persona que logre coger una de las cintas, antes de que ella se esfume en el interior de la roca, gozará para siempre del amor verdadero.

Pero, además de la Roca Encantà, junto a la villa romana de Xauxelles y a poca distancia de l’Ermita de Sant Antoni, está la Olivera Grossa, un imponente ejemplar considerado también BRL. Este singular elemento patrimonial ha inspirado así mismo algunas leyendas. Una de ellas que, como no podía ser de otro modo, tiene relación con los musulmanes refiere que durante la invasión sarracena se enamoraron una doncella cristiana y un apuesto joven árabe. Obviamente vivían un amor imposible porque las diferencias religiosas y sociales de sus familias no permitían que se consumase el enlace. Sin embargo, era tan ardiente su amor que cada noche, sorteando todas las dificultades imaginables, se encontraban junto a un enorme olivo que actualmente se conoce como la Olivera Grossa. Fueron descubiertos en uno de esos encuentros, llegando la noticia a oídos de sus respectivas familias que les prohibieron taxativamente que volviesen a verse. Pero su amor era tan fuerte que idearon una treta para que su apasionado romance jamás se borrase de la faz de la tierra. Una noche, tras eludir la vigilancia que les ponían, se volvieron a encontrar junto al olivo, bajo la luz de la luna. Cada uno llevaba un anillo que simbolizaba su amor y su unión. Tras la definitiva despedida, decidieron quitárselos e introducirlos, juntos, por una rendija que tenía el olivo. Muchos años después, los más viejos del lugar aseguran que a ellos siempre les han contado que esos anillos siguen allí, en el corazón de este enorme árbol que a lo largo de los años los ha custodiado secretamente, preservando así la bella historia de amor de la que un día fue testigo.

No lejos de allí, era poco más del mediodía y ya estábamos en el bar Diego, frente a la casa de Tomás. Todos cuantos nos habíamos convocado excepto Luis, que se había comprometido a presentar el libro Vísperas de sangre y otros relatos sombríos, del periodista, investigador y escritor David Casado, en la Sede de la Asamblea Amistosa Literaria de Novelda. Un espléndido y soleado día, algo ventosillo, liquidaba un largo fin de semana de temporal y nos daba la bienvenida a la Vila, como no podía ser de otro modo. Hoy nos acompañaba otro ilustre vilero, Vicente Sellés, que se ha incorporado a la comitiva en el mencionado bar donde hemos comenzado a despenar los primeros aperitivos: unos espectaculares mejillones en escabeche, de conserva, y unos tacos de atún fresco, también escabechado, especialidad de la casa, que no desmerecían de los anteriores. Algunas cuñitas de queso manchego de oveja curado D. Apolonio, regadas con las correspondientes cañas y algún vaqueret han puesto fin a la primera estación. Desde allí hemos recorrido los apenas doscientos cincuenta metros que nos separaban de uno de los cafés decanos de La Vila, el Café Mercantil, donde se asegura que nació el nardo allá por el año de 1956, cuando lo regentaban Jaime Lloret y su hijo Luis. Un local excelentemente decorado y muy bien ambientado, cuya barra está coronada por un cartel en el que se explica pormenorizadamente la anécdota que originó tan singular bebida, aludiéndose a un concierto de Gloria Lasso en la capital al que asistieron un grupo de amigos que, a su regreso, decidieron tomar un refrigerio, queriendo el destino que se confeccionase con café granizado y absenta. De esta manera tan sencilla parece que nació el famoso nardo, que algunos se han animado a degustar. La mayoría hemos optado por la cerveza y el vino tinto con los que hemos acompañado unas criadillas rebozadas, especialidad de la casa, y unas lonchas de atún de hijada regadas con excelente aceite que han puesto un glorioso punto final a la fase del aperitivo.

Desde allí nos hemos dirigido a los vehículos, con los que hemos emprendido el camino hacia el Club Naútico donde nos esperaba un menú tipo degustación realmente espectacular, a base de lo que podría denominarse cocina de mercado, es decir, productos frescos del día, cocinados sin artificiosidades y con aliño justo. Me declaro insolvente para destacar especialmente nada de cuanto se ha ido presentando sobre la mesa porque todo ha resultado excelente, desde los iniciales boquerones en vinagre y la ensaladilla rusa al calamar de potera; pasando por los raorets y la gamba roja a la plancha, hasta llegar al atún de hijada, felizmente rematado con unos filetes de morrillo, también de atún, envueltos en hoja de platanero, cocinados a la sal. Todo ello perfectamente maridado con vino blanco de Rueda, un magnum de Rioja crianza y alguna que otra cerveza.

Luego, ya en la terraza, han llegado los cafés, las copas y los cigarrillos para quienes todavía fuman. También hoy Tomás nos trajo chocolates y bombones de Marcos Tonda, que nos han endulzado el paladar y las recurrentes canciones. No ha faltado Si em dius adeu, del amigo Llach, a petición del anfitrión que reclamaba su pequeño homenaje por haber cumplido recientemente la setentena. Homenaje que le hemos tributado gustosísimamente, como a Antonio Antón, que tiene a tiro los 69. Han seguido otras muchas: L’estaca, la Cançó de les balances y Hora negra. Antonio tampoco ha orillado la canción popular, deleitándonos con clásicos como La Briala i el cremaor, Les danses d’Elx o El segon dia de mona. Pascual se ha animado de nuevo y ha entonado con la complicidad de los demás La xica banyant-se en el sequió, que ha dado pie para que Tomás, espoleado por su amigo Vicente Sellés, se arrancase con La perdiz, haciéndonos viajar en el tiempo más de cincuenta años en pocos segundos, sumergiéndonos en el repertorio de la Sección Femenina que popularizó la inefable Amparo Ferrándiz. Inmediatamente, para compensar, hemos atacado María la Portuguesa, la Bella Ciao y el Songorokosongo Songo. Conforme se iban asentando las bebidas espirituosas avanzábamos hacia la encalmada, no sin antes remedar a los Lone Star a instancia de su rendido admirador Antonio García. La canción de la novia del pescador, Serra de Mariola, La Paloma y algunos clásicos de los Beatles (Yesterday, Let it be y otros) pusieron hoy punto final a nuestro encuentro. Caía la tarde y nuevamente se imponía emprender el regreso a casa tras exprimir otra magnífica oportunidad para cultivar la avenencia, la armonía y el afecto.

Cuanto antecede no es sino la expresión de lo que algunos llamamos “cosas de la amistad”, ese contrato tácito que, en palabras de Voltaire, se establece entre personas sensibles y honradas. Efectivamente, en su Diccionario filosófico refiere textualmente: “Digo sensibles, porque un monje, un solitario, puede no tener nada de malvado y vivir sin conocer la amistad. Digo honradas, o virtuosas, porque la gente perversa, o malvada, sólo tiene cómplices; la gente voluptuosa, o lasciva, tiene compañeros de vicios, o libertinaje; la gente interesada tiene socios; la gente política tiene partidarios; la mayoría de los hombres ociosos tiene relaciones; la gente de la realeza tiene cortesanos. Únicamente la gente honrada, o virtuosa, tiene amigos”. Eso mismo pienso yo, y no creo errar al considerar que vosotros también.

La próxima será en Aspe, el 5 de junio. Allí estamos todos emplazados.

martes, 23 de abril de 2019

Medicamentos y vejez, mucho que rascar

Quienes entramos en años vamos conociendo algunas de las alegrías que ello comporta. Una de ellas, acreditada rigurosamente, es que la edad transforma el paradigma de la atención terapéutica que se requiere. Por si alguien pone en cuestión tal asunto, aportaré un dato muy revelador: la mayoría de los ensayos clínicos que se realizan con los medicamentos excluyen a los mayores de 65 años. ¿Qué significa eso? Pues algo tan sencillo y a la vez tan dramático como que la ciencia sabe muy poco de cómo se comportan los fármacos en los cuerpos de quienes estamos entrados en años, pese a que paradójicamente somos sus principales consumidores.

Pero hay más. Me arriesgo a que se me tilde de simplista pero, por una razón estrictamente metodológica, me atrevo a clasificar a las personas mayores en dos grupos: el primero lo integrarían quienes son refractarios a visitar al médico y a ingerir medicamentos; en el segundo incluiría a quienes necesitan despachar regularmente con los galenos y que, a su vez, suelen ser proclives a ingerir diariamente múltiples fármacos. Más allá de lo dicho sobre el sesgo edista de los ensayos medicamentosos, hay otros detalles que abundan en la conveniencia de contener tanto la prescripción como la ingestión de fármacos. Mencionaré dos. Está acreditado que una de cada tres personas mayores o no se toma la medicación que le ha sido recetada, o no lo hace como le ha sido pautada. ¿Qué significa ello? Pues algo muy simple, que buena parte del colectivo está sobretratada o infratratada; es decir, mal tratada. Y uno se pregunta: ¿para que tratarse, si se hace mal o no se garantiza el resultado?

No hace mucho que leí un informe elaborado por la Sociedad de Medicina de Familia y Comunitaria que aseguraba que el conjunto de las personas que transitamos la séptima década de nuestras vidas, un contingente que representa aproximadamente entre el 19 y el 20% de los españoles, consumimos más del 40% de los fármacos que se dispensan en nuestro país. Ello no tendría mayor relevancia si las prescripciones fuesen las adecuadas y el rigor en la ingestión de los medicamentos estuviese asegurado. Pero, bien al contrario, parece que lo que sucede es algo muy diferente. Según se dice en el referido informe, y como también aseguran otras investigaciones, la mitad de los mayores toma al menos uno o más fármacos que no necesita, bien porque carece del valor terapéutico que requieren, bien porque lo toman por mera costumbre, o bien por que ya no son apropiados para su edad. Para que se entienda mejor lo que digo mencionaré un solo ejemplo: según dicen los especialistas, está demostrado que tomar la pastilla para reducir el colesterol en personas con ochenta o más años incrementa la mortalidad. Y añadiré que muchos conciudadanos consideran que algunos medicamentos no son tales; por ejemplo, los antiinflamatorios o los tranquilizantes. Adicionalmente, como suelen ser varias las carencias o patologías que presenta cualquier persona, es normal que asistan a la consulta de los respectivos especialistas que, naturalmente, prescriben la medicación que requiere la enfermedad que diagnostican aunque a la vez, en términos generales, se desentienden casi por completo de sus posibles interacciones con los fármacos que toman para combatir otras dolencias distintas de las que les han llevado a esa consulta.

La situación a la que me refiero, es decir, la denominada polifarmacia, o multimedicación de las personas mayores no es un asunto baladí. Además del extraordinario e innecesario gasto farmacéutico que genera, está acreditado que el diez por ciento de las urgencias que generan las cohortes que integran la ‘setentena’ obedece a efectos adversos de los medicamentos, afectando especialmente a quienes ingieren anticoagulantes, diuréticos y anticonvulsivos. También obedecen a interacciones que se producen entre los fármacos, y entre ellos y la enfermedad que se padece. Eludo hurgar más en la llaga pese a que, como todo el mundo sabe, la ingesta continuada de cócteles de medicinas puede causar otros múltiples problemas, como la reducción de la capacidad para realizar las tareas diarias, mareos, delirios, incremento de la mortalidad, etc.

En definitiva, de la misma manera que a los mayores nos conviene reflexionar sobre otras cosas –ahora mismo, sin ir más lejos, sobre qué hacer con quienes desprecian a las mujeres, enarbolan banderitas rojigualdas, patrioterismos de medio pelo, amenazas recentralizadoras, bajadas indiscriminadas de impuestos para que sea imposible garantizar pensiones y servicios básicos, ninguneando el mantenimiento del poder adquisitivo de las pensiones o de los salarios de los trabajadores, la asistencia sanitaria plena y universal o los servicios sociales, entre otras muchas cosas– también deberíamos hacerlo sobre nuestros tratamientos farmacológicos, identificando qué medicinas son esenciales para nuestra salud y qué otras no lo son, bien por su reducido valor terapéutico, o bien por las problemáticas que pueden inducirnos.

Además de ello, debemos exigir que los servicios sanitarios instauren y lleven a cabo revisiones rigurosas, supervisadas por los facultativos, utilizando herramientas que existen para valorar la efectividad y la seguridad de los fármacos, con listados de medicamentos potencialmente inapropiados. Se hace muy poco de todo esto y, lo que es peor, casi nunca de manera sistemática. La saturación de los centros de salud y la cantidad de pacientes que deben atender los médicos de familia hacen prácticamente imposible que ese seguimiento se lleve a cabo. De modo que crecen y crecen los botiquines en nuestras casas, despreciando la incontrovertible evidencia de que las personas mayores desarrollamos reacciones adversas a los medicamentos de forma especial. Se imponen, pues, los diagnósticos claros, basados en la valoración geriátrica integral, así como la revisión periódica y sistemática de los medicamentos que se utilizan. Ello no solo ayudará a prevenir los problemas relacionados con el uso de los fármacos sino que también contribuirá a reducir el gasto farmacéutico. Y como las instituciones tienen tendencia al estancamiento y a la inacción, reflexionemos y emprendamos acciones ciudadanas proactivas para desatascarlas y ponerlas a funcionar, también en este ámbito, porque de una manera u otra a todos nos concierne. 

viernes, 19 de abril de 2019

A Fina Corral, in memoriam

La consideración del tiempo como variable es algo que hace muchos años intentaron enseñarme algunos de mis profesores, aunque dudo si logré aprender entonces tal concepto. Su significado en tanto que magnitud que puede tener un valor cualquiera de los comprendidos en un conjunto es asunto que tardé en digerir algunos años más. Y todavía debieron transcurrir muchos otros para que lograse percatarme de que a veces el ingrávido nexo que nos une con la línea del tiempo es algo tan consustancial a los seres vivos como el parentesco.

Ayer por la noche me llamó mi prima Emilia Corachán para decirme que había fallecido otra prima común: Fina Corral. Su llamada obedecía, sin duda, al conocimiento que tiene de los inextinguibles vínculos afectivos que nos han unido a lo largo de los años, que tanto ella como sus familiares más próximos comparten. En otras ocasiones he aludido a ambas y a sus respectivos linajes, a los que me conecta el afecto imperecedero que me vincula a la estirpe familiar chivana, que engloba desde la tía María la Corachana (tía que fue de todos los “Corachanes” y “Corrales”), a mis tíos Bernardo y Amparo; Fernando y Pura; Antonio y Amparo. Y tras ellos a mis primos Amparín, Manolo, Emilia y Bernardo; Fernando y Alfredo; Amparín, Pura y Fina. Y a la tía Doloricas, entrañable hermana de mi tío Bernardo. Y después de ellos, a sus descendientes, aunque debo reconocer que con estos, como es natural, tres o cuatro generaciones después, los vínculos se han diluido en la mayoría de los casos.  Sin embargo, como decía, pese a los años transcurridos, todos hemos participado de una ligazón familiar activa, naturalizada, intensa y seguramente poco común. Más allá de situaciones coyunturales o de anécdotas fortuitas, el vínculo parental ha permanecido vigoroso, manteniéndose la trabazón consanguínea y atávica, que encuentra su expresión en una confraternidad admirable de la que participamos los parientes que sobrevivimos, que nos hemos esforzado en conservarla y alimentarla, me parece que tanto consciente como inconscientemente.

No me cabe duda de que uno de los asuntos a los que históricamente he asociado primordialmente a mi tío Antonio Corral y su familia es el Torico. Él y su hermano Fernando eran primos hermanos de mi padre, maestros de obra y residentes en Chiva. Sus hijos, mayores que yo, pasaron algunos veranos en la Casa Suay, una masía que tenían mis abuelos paternos en la partida del mismo nombre, en Gestalgar. En aquel tiempo, en el que ni existían los viajes ni las vacaciones, en el que la gente no tenía coches ni apartamentos, las familias que podían permitírselo enviaban a sus hijos a pasar algunos días de “vacaciones “ a las casas de campo, propias o de sus familiares. Podría decirse que como contrapartida, mi padre, que siempre mantuvo un sólido vínculo con su familia materna, me envió algunos años a Chiva para que presenciase sus fiestas, especialmente las del Torico. Eran varias las casas en las que podía recalar, pero casi siempre lo hacía en la de mi tío Antonio. Un hogar ocupado básicamente por mujeres. Empezando por su esposa, la tía Amparo, una auténtica matriarca, bien secundada por sus tres hijas solteras: Amparín, mi madrina, Pura y Fina. Era una vivienda donde se percibía especialmente el toque femenino. Seguramente contribuía singularmente a ello la condición de modista de la más pequeña, que propiciaba que el zaguán y la primera estancia de la planta baja fuese un lugar en el que revoloteaban permanentemente las mozas que aprendían a coser.

En aquella casa todos se esforzaban para hacerme grata la estancia. Allí conocí juguetes que jamás imaginé, como el diábolo, un artilugio excepcionalmente bien conservado por mis primas, que me enseñaron su manejo en un frondoso patio que tenían en su casa de la calle del Cura Valero. Rememoro a mi tío, con su piel cetrina, su boina calada y ladeada, su parquedad expresiva y su permanente disposición para endulzar la existencia de sus hijas. Valga un solo detalle como muestra. En la alicatada y amplia cocina de su casa, horadó en la pared una pequeña hornacina para enterrar un pajarito que se les murió in illo tempore, cerrando la singular sepultura con un cristal transparente que permitía visualizar el cadáver del ser que seguramente tanto apreciaron.

Hoy ha abandonado definitivamente esa morada mi prima Fina, aunque ciertamente ya lo hizo hace tiempo cuando, incomprensiblemente, se apagaron progresivamente las luces de su entendimiento. Sigue así los pasos a su hermana Pura, de la que nos separó hace ya muchos años el maldito bicho que arrasa la humanidad. Y lloro nuevamente a Fina, como lo hice cuando pasé por su casa a visitarla y ya no la encontré allí. El insólito contacto que tomé con ella y las  confidencias de su hermana Amparo me dolieron como me duele hoy haber perdido definitivamente a una persona, familiar y cercana, con tantos y tan excelentes atributos: guapa, tierna, afable, laboriosa, fraternal, comunicativa, comprensiva, optimista, competente, afectuosa, inteligente, bondadosa… ¿Qué no se podría decir de mi querida Fina?

Pero al mismo tiempo que lloro me siento afortunado por haber coincidido con ella en el tramo de la línea del tiempo que hemos compartido. Me alegra recordarla y volver a tomar conciencia de que hemos aprovechado el breve intervalo de nuestras vidas para intentar entender del mejor modo posible los fenómenos y las cosas que nos han rodeado, para aprender a querernos y a querer a las personas que hemos tenido a nuestro alrededor, para sentirnos fraternal y comprometidamente miembros de la gran familia que es la humanidad. Descansa en paz, Fina. Que la tierra te sea leve.

jueves, 18 de abril de 2019

¡Ay de la clase media!

Ahora que estamos en campaña, y aún cuando no se esté en ella, no hay debate público en el que no se suscite alguna problemática relativa a un colectivo tan extenso y difuso como el de la clase media; un grupo social al que todos queremos pertenecer, nos corresponda o no, y al que la práctica totalidad de los políticos quieren representar pese a su presunta decrepitud, que es consecuencia de una “salud” que parece que ha ido empeorando en las últimas décadas, como se argumenta en el reciente informe de la OCDE titulado Under Pressure: The Squeezed Middle Class (Bajo Presión: la clase media exprimida).

En él se asegura que la gente que engrosamos este segmento social cuestionamos sin paliativos los hipotéticos beneficios de la globalización, a la vez que nos sentimos abandonados por las clases gobernantes. Y ello no parece ser asunto de carácter emocional o perceptivo, sino más bien, al contrario, es el resultado de que durante estos años, en muchos países de la OCDE, los ingresos han crecido menos que el promedio o han permanecido estancados. Por otro lado, las tecnologías han automatizado muchas ocupaciones cualificadas, centrifugando hacia la periferia del mercado laboral a los trabajadores de clase media que precedentemente las desempeñaban. Además, los costes de algunos bienes y servicios que caracterizan su peculiar estilo de vida, como la vivienda o la educación de los hijos, han aumentado mucho más rápido que sus ganancias y que la inflación. En conjunto, todo ello ha mermado su capacidad de ahorro, cuando no ha generado, directamente, su endeudamiento.

De modo que el referido informe intenta –supongo que interesadamente, porque cuanto hace o propone la OCDE no suele ser ni aséptico ni bienintencionado– arrojar luz sobre los múltiples apremios que se han extendido sobre la clase media, a base de analizar indicadores concernientes a dimensiones como la ocupación laboral, el consumo, la riqueza y la deuda, o las percepciones y actitudes sociales que tiene la ciudadanía sobre su propia situación socioeconómica. El informe también incluye algunas propuestas políticas que ofrecen hipotéticas respuestas a las preocupaciones de este relevante estrato social, que se orientan a proteger sus estándares de vida y a garantizar su seguridad financiera.

Más allá de lo precedente, no conozco ni un solo economista que cuestione el viejo axioma de la ingeniería social que se resume en que la prosperidad de un país es directamente proporcional a la amplitud y estabilidad de su clase media. A lo largo de muchas generaciones, la han integrado ciudadanos que podían vivir en una casa cómoda, con un estilo de vida gratificante, desempeñando ocupaciones estables que les brindaban oportunidades para progresar y consolidar su carrera profesional. Este estado de cosas representaba para las familias una plataforma básica sobre la que asentaban sus aspiraciones, básicamente construir su bienestar y asegurar un futuro prometedor para sus hijos. Pues bien, conforme pasan los años esa clase social tiene dificultades crecientes para materializar los presupuestos básicos que constituyen su razón de ser. Y en buena medida, apostillo, como consecuencia de las políticas económicas propiciadas y apoyadas por la OCDE.

En el texto referido, la institución integrada por los países más desarrollados del mundo recurre a una definición más empírica para delimitar qué es exactamente la clase media. De hecho, allí se dice que incluye a los ciudadanos cuyos ingresos están entre el 75% y el 200% de la renta media nacional. Por otro lado, el consenso académico-institucional establece que en España la integran quienes no forman parte del 40% que menos gana ni del 30% que gana más. En términos generales, se acepta una horquilla de ingresos que oscila desde los 20.000 a los 60.000 euros anuales, intervalo que se explica considerando la profusa variedad de realidades sociales. Es evidente que el estándar para abordar estos cálculos no puede ser la persona, sino lo que llamamos hogar familiar. No es lo mismo 25.000 euros para una pareja sin hijos que los mismos ingresos para otra con dos hijos a cargo. Y huelga decir si adicionalmente deben atenderse las necesidades de una o varias personas mayores dependientes. La OCDE alerta de que cada vez hay menos ciudadanos englobados en esa horquilla y pide a los Gobiernos que hagan más esfuerzos para invertir la tendencia al progresivo encogimiento de la clase media. Constata que en las últimas décadas se ha estancado o ha disminuido su nivel de vida, mientras los grupos con rentas más altas han acentuando la patrimonialización de la riqueza. De  hecho, el 10% de las rentas superiores acumulan casi la mitad de los recursos, mientras que el 40% de las rentas más bajas acopian solo el 3%.

Es evidente que el empeoramiento de las perspectivas de la clase media no es ajena a la emergencia de los populismos y de otros fenómenos políticos y sociales, como los chalecos amarillos en Francia, o los jubilados de Euskadi. Promover políticas de apoyo a la clase media ayuda a impulsar el crecimiento económico y a crear un tejido social más cohesionado y estable. Hoy por hoy, muchos de quienes la engrosamos percibimos que el sistema económico actual es profundamente injusto y que el crecimiento general de las economías occidentales no nos reporta beneficios equiparables a lo que representa nuestra contribución, sino que redunda en beneficio de pocos, que cada vez son menos. De ahí que nos resulte inasumible el aumento del coste de la vida, como nos enoja la reducción de la movilidad social por las inciertas perspectivas del mercado laboral. Pese a todo, resulta difícil cuestionar que, durante el largo proceso de deterioro general iniciado con la gran crisis de 2008, ha sido la clase trabajadora la que más ha perdido. Ahora bien, desde una perspectiva estructural, saltan las alarmas cuando es la clase media la que sufre, en tanto que es factor de estabilización del sistema.

Sin embargo, por otro lado, algunos datos niegan el grave deterioro de la clase media en España al que aludimos. Ellos demuestran que los que más han sufrido con la crisis han sido los empleados no cualificados o con escasa cualificación, en tanto que la clase media es la que más se ha podido beneficiar de las prestaciones y ayudas habilitadas institucionalmente para compensar el descalabro. Realmente, lo que parece innegable es que la crisis ha producido una fractura en toda la franja media de la población, abriendo una grieta muy importante entre los grandes patrimonios y los medianos y bajos, generando muy distintas realidades dentro de la clase media, que ahora se ofrece más fragmentada que nunca. Tan es así que una de sus rasgos característicos, la aspiración a la promoción social, ahora se ha convertido en el anhelo por no verse afectados por los procesos de ‘desclasización’ y, por tanto, por evitar perder el estatus.

Creo que la crisis significó una profunda traición del sistema a las clases medias, a las que históricamente venía enviando un mensaje inequívoco: “estudien, trabajen, no se metan en líos y gozarán de unas condiciones de vida dignas”. No tengo la menor duda que la quiebra de esa confianza ha contribuido decisivamente al alza de los nuevos movimientos y organizaciones sociales y políticos que en los últimos años han ido ocupando amplios segmentos del espacio público. Y algo habría que hacer para frenar los populismos y radicalismos de uno y otro signo, si es que todavía seguimos considerando el centro político y social como el espacio predilecto de quienes ansían situarse en lo que podría llamarse “normalidad”. Por otro lado, los políticos tampoco debieran olvidar que les conviene ensanchar los límites de la clase media, porque al fin y al cabo es el caladero de votos en el que se decantan los resultados electorales, además de constituir por sí misma una herramienta de estabilidad social y política, tanto en España como en el conjunto del mundo occidental. De hecho, ¿acaso existe alguna duda de que buena parte de los valores que se han ido transmitiendo de generación en generación como definitorios del éxito y la solvencia socio-profesional han estado ligados a ella? 

sábado, 13 de abril de 2019

De nuevo, los nietos

Tras largas semanas de correr despendoladamente, casi sin tiempo para recuperar el resuello, voluntariamente incurso en los preparativos del Encuentro que la Generalitat Valenciana y la Comisión Cívica de Alicante para la Recuperación de la Memoria Histórica programaron en el último fin de semana de marzo, para conmemorar el 80 aniversario del final de la guerra civil en Alicante; después de aguantar a pie firme y con las carnes destempladas el temporal que aguó el último acto de esa celebración, en el Puerto; por fin, felizmente, llegó la bonanza. Se me brindaba la oportunidad para cambiar el chip y emprender un viaje alternativo y distinto, tan largamente previsto y tan cuidadosamente planificado como azarosa e imprevisible fue la peripecia anterior.

Contrariamente a la vorágine de los días precedentes, sin duda fruto del proverbial atolondramiento que caracteriza a buena parte de las conductas de la clase política y, también, por qué no decirlo, de la problemática que engloba la abundancia y disparidad de los aspectos que componen un Encuentro tan variopinto y plural como el mencionado, lo que ahora se terciaba era supuestamente mucho más sencillo, aunque no sé si en realidad menos embarazoso: el cuidado de los nietos. Es decir, asegurar la atención que requiere el precioso patrimonio familiar que se alcanza o no, de manera puramente aleatoria, sin que nadie, sea cual sea su naturaleza, estatus, condición o clase social, tenga la incontrovertible potestad de encarnarlo. Un fortuna que tal vez la hace tan valiosa el hecho de que se revele de este modo tan genuinamente caprichoso. Sus padres debían ausentarse por motivos de trabajo y, como no puede ni debe ser de otro modo, al menos mientras se pueda, nos comprometimos a atender como se merece la mejor heredad de su casa.

Media mañana del domingo. Optamos por desplazarnos hasta la estación del ferrocarril con el autobús urbano que a esas horas se ofrece casi vacío, con asientos libres y amplios espacios que aseguran un trayecto que suele recorrerse con despaciosidad y sosiego. Como disponíamos de tiempo, compramos los periódicos en el “relais” de la estación y nos encaminarnos tranquilamente hacia el control de equipajes y los andenes que dan acceso al AVE, que ya se nutrían de una concurrida y disciplinada columna de jubilados participantes en los viajes del IMSERSO, como acreditaba la guía que les acompañaba con su indumentaria y sus continuas instrucciones. Una primera ojeada a la prensa nos ponía al día de la agenda política de la jornada. Titulares que alertaban de que "La campaña [electoral del 28 de abril] se juega en todos los frentes, con resultado impredecible". Según los expertos, parece que está claro qué partidos ocuparán alrededor de 250 escaños, pero hay un centenar que no se sabe muy bien qué sucederá con ellos, pese a que son los que decidirán la contienda. Leemos, por otro lado, que “En España hay cerca de 2000 municipios en los que habitan más jubilados que trabajadores”, una realidad que nos motiva algunas preocupantes reflexiones. En el panorama internacional, la noticia que más resuena alude a las disputas por alcanzar el poder y la sucesión de Buteflika en Argelia. No le anda a la zaga “la batalla venezolana”, donde Juan Guaidó sigue intentando redoblar en las calles la presión sobre el gobierno, iniciando la que ha llamado Operación Libertad, un plan que pretende culminar en el Palacio de Miraflores, sede del gobierno venezolano. Por  otra parte, El Corte Inglés inaugura con la primavera el “mes del circuito”, ofreciendo viajes por el Mediterráneo, vueltas al mundo y escapadas a cualquier lugar del globo. Finalmente, Ideas, el cuaderno central de El País ofrece un interesante reportaje sobre el sindicalismo en la era del coworking. “¿Cómo se defiende los trabajadores atomizados?”, es el interrogante que enmarca un conjunto de reflexiones en torno al desafío que tienen ante sí las organizaciones sociales para enfrentarse al nuevo paisaje laboral, cada vez más individualizado y más líquido, que ofrece entre otros aspectos la desprotección de la creciente legión de trabajadores autónomos. O la desaparición de la conciencia de clase trabajadora en las profesiones tecnológicas, los problemas de precariedad y autoexplotación, o los difusos límites de las jornadas laborales. Se apela finalmente a que en un momento en que el mercado laboral demanda creatividad sin freno, tal vez la lucha de los trabajadores también tenga que ser más creativa. Y creo que no le falta razón a quien esto redacta.

Apenas has terminado de hojear el diario y, mientras franqueas algunos de los arrabales sureños de la villa y corte, visualizas el “Pirulí”. Casi sin solución de continuidad atraviesas el Puente de Vallecas y ya casi te has dejado atrás, a la izquierda, El Corte Inglés de Méndez Álvaro. Han transcurrido poco más de dos horas y estás poniendo los pies en la Meseta, encarnada en esta ocasión por la estación que constituye el principal complejo ferroviario de “los madriles”, a la que todo el mundo parece querer llegar y de la que nunca acaba de salir la gente que llega allí. Sorprendentemente se llama Atocha, el nombre de una planta herbácea de tallo recto, hojas radicales, largas, duras, resistentes, flores en panoja espigada y semillas muy menudas, también llamada esparto, característica de la vegetación esteparia, que en estas coordenadas se revela como un estrepitoso anacronismo.

Una vez allí, tras un larguísimo y concurridísimo desplazamiento trufado de escaleras mecánicas y cintas transportadoras, sales a la superficie, saludas a la torre de la basílica de Nuestra Señora de Atocha y al “gintónic” (monumento homenaje a las víctimas del 11M-2004, de tan azarosa como corta vida) y tomas el Cabify de turno, que se dirige a la casa de tus hijos, en la antigua Ciudad Lineal, el genuino espacio con el que, allá por 1886, el genial Arturo Soria, urbanista, constructor, geómetra y periodista, pretendía “ruralizar la ciudad y urbanizar el campo”. Allí, en un modesto apartamento de un centenar de metros cuadrados, esperan los nietos. Apenas han transcurrido veinte minutos y en el momento justo en que pones los pies en el zaguán de su casa, intuyes al mayor jugando al escondite para subrayar el interés y la relevancia de la visita, jugando a sorprenderse a sí mismo entre correrías, amagos, risas, bromas y chispazos… que hacen que se detenga el tiempo.

Ya no hay espacio para la especulación o el ocio, ni para la curiosidad o las retrancas habituales, tampoco para la displicente lectura o el disfrute de los horizontes uniformes y tediosos, siempre distintos, que conforman la planicie inmensa que nunca deja de sorprendernos. Justo en este momento empieza otra vida, en la que no existe otra prioridad que no sea el requerimiento pronto y la inmediatez de la respuesta, el efímero interés y la sorpresa, la plena dedicación a la atención de las necesidades más primigenias. No existe otro propósito que no sea empeñar tus mejores habilidades en la satisfacción de una incontinente y maravillosa demanda vital.  

viernes, 5 de abril de 2019

Tal vez

Para mi amigo Antonio, con el afecto que merece.


Tal vez llegó el tiempo de pararse, de mirar en derredor y contemplar lo que aún habiéndolo visto miles de veces jamás se ha observado con detenimiento. Tal vez llegó el tiempo de renunciar a los retos y a las jactancias, de ser insensible a algunos de los estímulos que, justificadamente o no, han alimentado la pulsión que cada mañana, durante muchos años, nos ha ayudado a abandonar el lecho.

Quizás llegó la estación en la que lo aconsejable es abandonar la prisa y esperar pacientemente el final de las cosas, que se percibe inexorable. Acaso llegó la hora de paladear los frágiles segundos, de recuperar los espacios prolongadamente descuidados y de volver a escudriñar los recovecos injustamente desatendidos. Probablemente llegó el tiempo propicio para merodear sin más, sin rumbo ni guía definidos. Tal vez llegó la oportunidad de convertir en transcendentes los pormenores de la cotidianidad.

En la antesala de esa insólita estación, y más si cabe cuando se es consciente de la escasez del tiempo que resta, no se pueden evitar las preguntas acerca de si se logrará realizar el tránsito desde el habitual y vertiginoso universo desbocado y furibundo, perennemente cinético e inasible, hasta los apacibles espacios de la placidez y de la paciente espera.

Personalmente, reconozco mi propensión a hacer oídos sordos y a vivir de espaldas a muchas de las cosas que me rodean, pese a que muchos indicios me vienen alertando de que debo ocuparme de ellas, de que me conviene renunciar a la acostumbrada tolvanera y detener y reorientar el curso de la vida; de que es más que recomendable habitar en los sitios de la quietud, en el universo que conforman los espacios menudos y las cosas pequeñas, en el ecosistema que delimitan sobre todo el cobertizo familiar y el confort de los afectos de los amigos.

Esta autorecomendación, este certero convencimiento, que me he propuesto transformar en obligación y deber imperioso lo antes posible, debe lograr que detenga el paso y reflexione. He de escudriñar otros lugares, encontrar ocupaciones y evasiones que me ayuden a conjugar la necesidad de seguir bregando, aunque a otro ritmo, con el amansamiento y la placidez de las rutinas consuetudinarias, con la calma característica de quienes carecen de aspiraciones. Debo aprender a vivir despacio, mirando detenidamente lo que sucede a mi alrededor, atento a los pequeños detalles, percibiéndolos, considerándolos y valorándolos. Debo preocuparme solícitamente de las pequeñas cosas que son importantes para quienes me rodean porque, aunque habitualmente las he considerado irrelevantes, ahora se me revelan sustantivas.

Debo imponerme la obligación de reconocer los detalles nimios en apariencia; trabajar para descubrirlos, atenderlos y disfrutar de ellos. Y esforzarme en hacer esta novedad perceptible a los ojos de quienes tengo cerca, alertándolos de que algo está cambiando e importa, que empieza a adquirir relevancia lo que habitualmente fue considerado insustancial. He de aprender a hacer sustantivo lo anecdótico. Probablemente he vivido demasiados años incurso en una carrera desbocada y superflua, sin desmayos y sin propósitos adecuadamente definidos. Una galopada frenética que me ha absorbido tanto que, cuando estoy llegando al final del trayecto, percibo que tal vez no aprendí otra cosa que no fuera correr.

Esta no es reflexión para un día, bien al contrario, debe constituir una suerte de vademécum, que dejaré imaginariamente sobre la mesita de noche para que me recuerde cada mañana, al levantarme, la letanía de propósitos que debo repasar antes de poner los pies en tierra. Una retahíla que, justo desde ese preciso momento, debe convertirse en la normativa orientadora de la conducta de un transeúnte del universo de la jubilación.

Y es que ese oscuro objeto de deseo, tan ansiado por quienes la ven lejana, no es una estación tan plácida como creemos o se nos promete.  Al contrario, representa un estadio crecientemente dificultoso porque no sólo acoge la imparable senectud, el progresivo deterioro e incluso la pérdida de las capacidades físico-sensoriales e intelectuales, con lo que ello significa para quien toma conciencia de tan ineludibles quebrantos; además, conlleva la conciencia que cada cual toma de ese irremediable menoscabo, e incluye cómo se metaboliza el agotamiento de las facultades y la irresistible tendencia a simplificar los propósitos, e incluso a olvidar las cosas. El efecto de esta consciente e inconsciente, voluntaria o involuntaria, razonada e irracional deriva, no solo condiciona las propias vidas sino que influye también significativamente en las relaciones que fraguamos con quienes convivimos. Por ello, resulta inaplazable que cada mañana, antes de levantarme, me esfuerce en acotar los elementos que deben conformar mi conducta cotidiana, las actuaciones que deben favorecer la convivencia con quienes tengo más cerca, particularmente, con mi mujer. Definitivamente, tengo el convencimiento de que la situación no admite más dilaciones ni demoras. En la medida en que lo consiga las cosas empezarán a ser de otro modo; y todo nos parecerá diferente; y, muy probablemente, mejor.