viernes, 5 de abril de 2019

Tal vez

Para mi amigo Antonio, con el afecto que merece.


Tal vez llegó el tiempo de pararse, de mirar en derredor y contemplar lo que aún habiéndolo visto miles de veces jamás se ha observado con detenimiento. Tal vez llegó el tiempo de renunciar a los retos y a las jactancias, de ser insensible a algunos de los estímulos que, justificadamente o no, han alimentado la pulsión que cada mañana, durante muchos años, nos ha ayudado a abandonar el lecho.

Quizás llegó la estación en la que lo aconsejable es abandonar la prisa y esperar pacientemente el final de las cosas, que se percibe inexorable. Acaso llegó la hora de paladear los frágiles segundos, de recuperar los espacios prolongadamente descuidados y de volver a escudriñar los recovecos injustamente desatendidos. Probablemente llegó el tiempo propicio para merodear sin más, sin rumbo ni guía definidos. Tal vez llegó la oportunidad de convertir en transcendentes los pormenores de la cotidianidad.

En la antesala de esa insólita estación, y más si cabe cuando se es consciente de la escasez del tiempo que resta, no se pueden evitar las preguntas acerca de si se logrará realizar el tránsito desde el habitual y vertiginoso universo desbocado y furibundo, perennemente cinético e inasible, hasta los apacibles espacios de la placidez y de la paciente espera.

Personalmente, reconozco mi propensión a hacer oídos sordos y a vivir de espaldas a muchas de las cosas que me rodean, pese a que muchos indicios me vienen alertando de que debo ocuparme de ellas, de que me conviene renunciar a la acostumbrada tolvanera y detener y reorientar el curso de la vida; de que es más que recomendable habitar en los sitios de la quietud, en el universo que conforman los espacios menudos y las cosas pequeñas, en el ecosistema que delimitan sobre todo el cobertizo familiar y el confort de los afectos de los amigos.

Esta autorecomendación, este certero convencimiento, que me he propuesto transformar en obligación y deber imperioso lo antes posible, debe lograr que detenga el paso y reflexione. He de escudriñar otros lugares, encontrar ocupaciones y evasiones que me ayuden a conjugar la necesidad de seguir bregando, aunque a otro ritmo, con el amansamiento y la placidez de las rutinas consuetudinarias, con la calma característica de quienes carecen de aspiraciones. Debo aprender a vivir despacio, mirando detenidamente lo que sucede a mi alrededor, atento a los pequeños detalles, percibiéndolos, considerándolos y valorándolos. Debo preocuparme solícitamente de las pequeñas cosas que son importantes para quienes me rodean porque, aunque habitualmente las he considerado irrelevantes, ahora se me revelan sustantivas.

Debo imponerme la obligación de reconocer los detalles nimios en apariencia; trabajar para descubrirlos, atenderlos y disfrutar de ellos. Y esforzarme en hacer esta novedad perceptible a los ojos de quienes tengo cerca, alertándolos de que algo está cambiando e importa, que empieza a adquirir relevancia lo que habitualmente fue considerado insustancial. He de aprender a hacer sustantivo lo anecdótico. Probablemente he vivido demasiados años incurso en una carrera desbocada y superflua, sin desmayos y sin propósitos adecuadamente definidos. Una galopada frenética que me ha absorbido tanto que, cuando estoy llegando al final del trayecto, percibo que tal vez no aprendí otra cosa que no fuera correr.

Esta no es reflexión para un día, bien al contrario, debe constituir una suerte de vademécum, que dejaré imaginariamente sobre la mesita de noche para que me recuerde cada mañana, al levantarme, la letanía de propósitos que debo repasar antes de poner los pies en tierra. Una retahíla que, justo desde ese preciso momento, debe convertirse en la normativa orientadora de la conducta de un transeúnte del universo de la jubilación.

Y es que ese oscuro objeto de deseo, tan ansiado por quienes la ven lejana, no es una estación tan plácida como creemos o se nos promete.  Al contrario, representa un estadio crecientemente dificultoso porque no sólo acoge la imparable senectud, el progresivo deterioro e incluso la pérdida de las capacidades físico-sensoriales e intelectuales, con lo que ello significa para quien toma conciencia de tan ineludibles quebrantos; además, conlleva la conciencia que cada cual toma de ese irremediable menoscabo, e incluye cómo se metaboliza el agotamiento de las facultades y la irresistible tendencia a simplificar los propósitos, e incluso a olvidar las cosas. El efecto de esta consciente e inconsciente, voluntaria o involuntaria, razonada e irracional deriva, no solo condiciona las propias vidas sino que influye también significativamente en las relaciones que fraguamos con quienes convivimos. Por ello, resulta inaplazable que cada mañana, antes de levantarme, me esfuerce en acotar los elementos que deben conformar mi conducta cotidiana, las actuaciones que deben favorecer la convivencia con quienes tengo más cerca, particularmente, con mi mujer. Definitivamente, tengo el convencimiento de que la situación no admite más dilaciones ni demoras. En la medida en que lo consiga las cosas empezarán a ser de otro modo; y todo nos parecerá diferente; y, muy probablemente, mejor.

2 comentarios: