sábado, 16 de febrero de 2019

Pornografía y educación sexual

Semanas atrás leí en la prensa una frase que aunque no me sorprendió demasiado me produjo cierto impacto, especialmente su segunda parte. Venía a decir que nunca se ha consumido tanta pornografía como ahora y, desde luego, jamás a edades tan tempranas. Tan es así que parece que es lugar común, aceptado por la mayoría de expertos, que, en ausencia de formación específica, los contenidos de sexo explícito que inundan la red se han convertido en la educación sexual del siglo XXI. Añaden que, también, en una fuente de confusión para los adolescentes que experimentan sus primeras relaciones adultas.

Es archiconocido que las representaciones eróticas forman parte no solo de la Historia sino también de la Prehistoria, remontándose al Paleolítico (recordemos, por ejemplo, las venus de Willendorf o de Laussel).  Se sabe que el falocentrismo caracterizó buena parte del arte griego y que la representación de escenas sexuales era habitual en el arte popular del Imperio Romano. El cristianismo, por su parte, asoció el erotismo y la pornografía con la lujuria, considerándolos pecados mortales y desterrándolos cínicamente de la iconografía medieval. Será en los últimos siglos del Medievo cuando aparezca la literatura erótica, y ya en el XVI eclosiona la pornografía propiamente dicha con la invención de la imprenta. Sin embargo, la comercialización masiva del erotismo deberá esperar todavía algunos siglos, concretamente hasta el XIX, durante la época victoriana. Finalmente, la pornografía moderna emerge en los años 70, en la denominada “edad de oro” del porno. Es, precisamente en 1969, cuando la Justicia de los Estados Unidos retira los cargos levantados contra un hombre que poseía pornografía en vídeo para su uso personal. Y ese mismo año Dinamarca se convierte en el primer país en legalizarla. A partir de los 90 se ofrece la pornografía en formato DVD permitiendo una distribución mayor y, entre 1995 y 2000, varias empresas se incorporan a Internet y activan sites oficiales de sus marcas (Playboy y Hustler, singularmente). Después vinieron las videoconferencias y la distribución de los contenidos de sexo explícito por la red, que ha alcanzado un volumen inusitado en esta segunda década del siglo.

Tan es así que, según las estadísticas que circulan por la red –es verdad que poco contrastadas, pero que pese a todo pueden darnos una idea general de la dimensión del fenómeno–, el 12% de las webs son pornográficas (unos 30 millones); cada segundo, los 30.000 usuarios que ven porno se gastan 2500 € en ello; 40 millones de estadounidenses visitan regularmente páginas porno (la tercera parte son mujeres). El 8% de los correos electrónicos son pornográficos (unos 2.500 millones). El 25% de las búsquedas realizadas con los motores de búsqueda están relacionadas con el porno, es decir, 68 millones al día. El 35% de las descargas en Internet son pornográficas y los términos más buscados: “Sex”,  “Adult Dating” y “Porn”. Diariamente se producen 116.000 búsquedas sobre pornografía infantil. Los niños empieza a ver porno alrededor de los 10-11 años. El 20% de los hombres admiten que lo ven mientras están en el trabajo y las mujeres lo hacen en un 13%. La duración media de la visita a una página de esta naturaleza está en torno a los 6-7 minutos.

Ingenuo de mí que creí que con el “destape” concluiría la fiebre sexual que atribuí a un país reprimido brutalmente por el nacionalcatolicismo durante cuarenta años. No podía imaginar lo que nos esperaba.  Aplicaciones como MilePics, SexTube, PornHub, PlanetPorn, Mikandi, cuya descarga permite llevar con nosotros imágenes y videos pornográficos a todos los rincones de nuestra vida diaria. Aps como Met24, Grindr, Bender o Manhut, que nos facilitan eventuales parejas sexuales a través de la geolocalización de personas afines a nuestra preferencia o apetencia sexual. Páginas para encuentros formales, de amistad, sexuales, swingers, etc., como Loventine.com, Badoo.com, Match.com, Zonacitas.com, Amigos.com, entre otras. En fin, un fenómeno inabarcable. Un negocio infinito.

En este contexto emerge la paradoja a que aludía al principio. En nuestro país, la edad de inicio del consumo de contenidos para adultos se sitúa en torno a los 9-10 años. El primer móvil, el regalo que más desean los niños, llega a esa edad. Más del 25%, lo consiguen, mientras que a los 12 lo tienen ya un 75%, y a los 14 más del 90%. Ese artefacto es su más preciado tesoro, un pequeño-enorme territorio vedado a sus padres. Los jóvenes no ven el porno como una ficción, sino como una realidad. Y es que nunca ha habido tanta facilidad de acceso a contenidos adultos, pese a que sigue sin haber una educación que les proporcione sentido crítico para analizar lo que ven. Los profesionales tienen la impresión de que en pocos años dejarán de dedicarse a educar para ocuparse casi exclusivamente de las terapias.

El porno ha distorsionado la visión del sexo de los jóvenes y adolescentes. Su inseparable teléfono está redefiniendo cuanto sucede antes de que lleguen a experimentar una relación íntima real: la seducción, la intimidad, las propias relaciones. Aparecen nuevos comportamientos sustitutivos como el sexting (enviarse entre chicos y chicas fotos de genitales, culos y tetas) porque dicen que les “pone”. El porno que domina la red es una propuesta radicalmente sexista y hasta racista, focalizado en amas de casa cachondas y niñeras desesperadas, en mujeres concebidas como objetos que satisfacen los deseos de los hombres. En los 70, en la época de la explosión de la pornografía, las películas tenían narrativa, los personajes contaban historias. En el porno actual no se ve más que a dos o más personas en un determinado lugar fornicando al límite. Nada más. No hay contexto. Y los adolescentes toman esa ficción como realidad y entran hipotéticamente en escena como si fueran stars porn. Y obviamente se equivocan. Se equivocan porque no lo son, son personas de verdad, no personajes. Se equivocan porque sus experiencias no se editan para corregir menoscabos y gatillazos. Se equivocan porque una cosa son los orgasmos incontinentes y ficticios de mujeres pseudoninfómanas o el exhibicionismo de varones sospechosamente dotados, y otra la realidad de sus atributos y prerrogativas, que en muchos casos confunden con patologías que no sufren.

Lamentablemente, la educación sexual todavía no forma parte del currículum académico. En los escasos espacios donde se aborda, generalmente, se limita a unas clases de contenido biologicista y centrado en la prevención de riesgos. Términos y temas como consentimiento, anticoncepción, sexismo, homofobia, higiene íntima, diversidad sexual, sexting seguro, empoderamiento y solidaridad femenina, etc. brillan por su ausencia. En el mejor de los casos, es una actividad que depende de la voluntad de profesores, AMPAS y ayuntamientos. Por tanto, se impone abordarla desde otros parámetros. Todo el mundo defiende que la educación sexual debe empezar con la propia educación y en ningún caso en la adolescencia. Todos los expertos coinciden en que los menores van a tener educación sexual; y en que depende de nosotros que sea adecuada o indeseable. Hoy por hoy la que tienen la mayoría de nuestros niños y adolescentes se la proporcionan sus móviles. Así de sencillo. ¿A qué esperamos?

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