sábado, 29 de septiembre de 2018

¿Vale un texto más que mil imágenes?

Cada vez que te encuentres del lado de la mayoría,
 es tiempo de hacer una pausa y reflexionar.
 Mark Twain

“Una imagen vale más que mil palabras”, reza el dicho popular, que es a la vez una de las frases preferidas de fotógrafos, cineastas y artistas plásticos. Una sentencia que casi ha alcanzado la categoría de dogma, de pensamiento innegable, de verdad incuestionable. Asunto este delicado, e incluso peligroso, porque eludir poner en tela de juicio tal afirmación, o cualquier otra, puede conducir a un chasco estrepitoso, o al ensimismamiento más infructuoso. No son pocos los fotógrafos y artistas plásticos que en algún momento de sus trayectorias han asegurado que sus obras se vendían solas, mientras la terca realidad se obstinaba en demostrarles cada mañana que no existía comprador alguno para ellas.

Pero también hubo quien aseguró que “un texto vale más que mil imágenes”. Otra frase hecha y, si se quiere, reactiva respecto de la anterior, aunque no carente de fundamento. ¿Acaso un buen texto no ayuda a profundizar en la historia que cuenta una determinada imagen, matizando o destacando lo que transmite, e incluso lo que no dice? ¿O es que un relato bien contado, acompañado de fotografías, en formato storytelling, no incrementa la posibilidad de llegar a los potenciales lectores, y emocionarlos más de lo que consigue hacerlo una simple imagen? No puede negarse que un buen texto es siempre una ayuda estimable o una guía deseable para llevar a cabo cualquier propósito. Relatos, diálogos, libros, cortes radiofónicos… son evidencias del poder de la palabra. Y puestos a reconocernos en la sociedad numérica, acompañar una imagen con un texto solvente es apostar por mejorar el posicionamiento web de fotografías, videos, creaciones audiovisuales y, en general, de cualquier contenido digital, aumentando exponencialmente las posibilidades de que alguien los encuentre en Google que hoy, querámoslo o no, es la primera condición para que ese hipotético navegante pueda valorar si lo que ofrecemos es bueno, malo o regular.

Más allá de cuanto antecede, hoy, reivindico el poder de la imagen. En este caso, de pequeño formato. Ayer madrugué intencionadamente. Debía entregar un documento en el Registro General del Ayuntamiento y eran poco más de las ocho de la mañana cuando salí de casa y me dirigí al antiguo hotel Samper, después Palas, posteriormente Cámara de Comercio y, ahora, sede de algunas dependencias municipales. Debió ser por aquello de que "a quien madruga, Dios le ayuda" que apenas eran las nueve y cuarto y ya había terminado la tarea. De modo que invertí el sentido de la marcha y me dirigí nuevamente hacia mi domicilio. Tras recorrer un par de kilómetros, ya próximo a él, mientras transitaba distraídamente por la acera, mis ojos se fijaron en una persona de pequeña estatura que parecía observar, a través de una valla metálica, algún detalle existente en una parcela que forma parte de las instalaciones de la sede de la policía autonómica. Era un hombre octogenario, de pequeña estatura, enjuto y de porte ligero, tocado con una gorra, que blandía un cayado en su mano. Mientras ascendía por la avenida, advertí vagamente la pequeña silueta que se recortaba en la lejanía, proyectada sobre el panel acristalado de la marquesina de la parada del autobús. Conforme me fui aproximando lo descubrí mirando fija e intensamente algo que debió advertir tras la valla, que yo todavía no acertaba a identificar. Desconozco porqué reparé justo en esta persona y no en cualquier otra de las muchas que, a esas horas y en esa calle, desplazan cansinamente sus fatigadas morfologías. Se trata, por lo general, de gentes de cierta edad, que aprovechan el frescor de la mañana para dar sus paseos, tomar el aire y hacer algún recado. Me aproximaba a aquella persona y se me revelaban paulatinamente los pequeños detalles. Llegó un punto en el que percibí con claridad lo que hacía con velado sigilo. No era otra cosa que atravesar con su bastón la celosía que rellena los marcos metálicos que componen el vallado de la parcela e intentar alcanzar un caracol que había descubierto, acercándolo hacia sí para atraparlo. La escena me pareció tan ingenua como entrañable. Ni fui rápido de reflejos, ni estuve a la altura de las circunstancias. De ahí que eludiese preguntarle qué pretendía hacer con su codiciado botín. Estoy seguro de que me hubiese brindado una respuesta perspicaz, que no fui capaz de aventurar durante el discurrir de mis siguientes pasos, que únicamente me sirvió para reproducir reiteradas veces en mi retina, como si de un bucle se tratase, la imagen de aquel vejete afanándose por alcanzar el molusco y actuar en consecuencia.

Sin embargo, pasados unos minutos, una acción tan simple y espontánea me motivó bastantes interrogantes y reflexiones. Empecé preguntándome para qué querría ese hombre un único caracol y continué especulando sobre si lo que realmente pretendía era recoger los necesarios para hacer una caracolada, eventualidad que la penuria de aquel espacio hacía imposible a todas luces. Pensé que tal vez proyectaba enseñarle la presa a sus nietos, que seguramente serían ya bisnietos. Incluso llegué a imaginar que a lo mejor pretendía llevárselo a casa para que hiciese compañía a alguna maceta en  su balcón, o para aplicarlo a otro menester que ni siquiera alcanzaba a conjeturar cuál podría ser. La verdad es que la conducta del hombre me dejó absolutamente perplejo.

Simultáneamente a la atención que ponía en lo que hacía, reparé en sus rasgos. Me dio la impresión de que tenía ante mí a alguien con porte displicente, que aparentaba conservar plenamente sus capacidades intelectuales y que incluso parecía una persona avispada. Sus ojos saltones y su aguda mirada le conferían un aire despierto, de hombre con seso y cordura. Fue justo esa percepción la que en cierto modo me conmovió, porque alumbró en mi mente la colosal disparidad entre la imagen transcendente y el valor de una vejez bien alcanzada y la insustancial relevancia de un errático caracol que deambula ajeno a cualquier designio en una espléndida mañana otoñal. Me pareció que la disparidad de las imágenes del hombre y del molusco corporeizaban un soberbio contraste, una sugerente incongruencia: la dilatada y provechosa experiencia enfrentada al efímero e insignificante recorrido de un ser primitivo e irracional que, paradójicamente, subsumía en su simplicidad los infinitos matices y aristas de cualquier trayectoria vital que, por más que se pretenda, jamás consigue eludir su estricta dimensión biológica.

Llevo escritas más de mil palabras y todavía no he logrado plasmar la mitad de las sensaciones que me indujo una sola imagen. ¿O quizá lo que pretendo evocar ya no es la imagen original, sino una secuencia artificiosa que he construido con centenares de fotogramas que he imaginado a partir de aquella? Verdaderamente, a estas alturas del relato ya no sé si una imagen vale más que mil palabras, o un texto más que mil imágenes. Quizá hasta sean posibles ambas cosas, ¿quién sabe?

miércoles, 26 de septiembre de 2018

Esclatasangs

El DRAE define la pasión como el apetito de algo o la afición vehemente a ello. Sin duda, es una cualidad auténticamente humana. Amorosa, laboral, artística, o alusiva a lo que sea, muchos la concebimos como el combustible imprescindible para disfrutar de una vida prolongada y feliz. Aunque, todo hay que decirlo, si se adueña de nuestro cerebro o de nuestra voluntad, también puede cristalizar en un peligro nada desdeñable. En cualquier caso, la pasión, inequívocamente, es un sentimiento intenso y vigorizante que arraiga en lo más profundo del ser humano y que aflora en los momentos transcendentales, esos en los que palpamos de verdad la razón última de nuestras vidas. No en balde nos inocula adrenalina y pujanza haciendo que todo cobre sentido y pierda importancia el qué, el cómo, el cuándo y el dónde de las cosas. Porque cuando algo nos apasiona lo que importa por encima de todo es el porqué acometemos ese propósito y las emociones que nos reporta. De modo que una emoción considerada indeseable en la antigüedad, cuando se concebía como una “perturbación o afecto desordenado del ánimo” (passio), hoy se ha transformado en un sentimiento prestigiadísimo, en un estado emocional codiciado, que para muchos supone la auténtica razón de su existencia.

Es tiempo de setas, una estación que hogaño ha llegado con cierto adelanto, sin duda. Las tormentas de principio del verano y unas temperaturas excepcionales han precipitado un proceso que suele comenzar a finales de septiembre y terminar a principios de diciembre. Este año, para sorpresa general, ha debutado cuando finiquitaba agosto y veremos hasta cuando se prolonga porque, para que nadie agote su capacidad de sorpresa, diré que quienes saben de esto aseguran que se han recolectado setas en febrero. De modo que llegó la temporada de las setas, o “dels bolets”, como se prefiera. Eso significa para muchos viajar y perderse en las montañas, hurgar entre los perfumados matorrales, levantar la espesa capa de pinocha u hojarasca que recubre el suelo de pinares y bosques, tantear en la tierra fresca y olorosa para localizar las variedades de esclatasangs, rovellons o níscalos. También las amanitas cesáreas (ou de reig), los rebozuelos (los afamados rossinyols), los boletus (ceps), etc. Estos últimos, y tantos más, son piezas que recolectan quienes saben distinguirlos, cosa nada fácil porque la diversidad climática existente en España propicia que existan alrededor de 35.000 especies distintas. Y no debe olvidarse que, como asegura la frase que circula desde siempre en el mundo micológico, “todas las setas se pueden consumir, pero algunas una sola vez”.

No descubro nada nuevo al decir que recolectar setas es una costumbre que levanta pasiones. Tantas, que las especies nacionales se quedan cortas para satisfacerlas. De hecho, para abastecer la ingente demanda del mercado, los proveedores profesionales buscan hongos en lugares impensables, que identificamos más con desiertos y palmeras que con zonas pobladas por bosques de abetos, pinos y encinas. Aunque resulte difícil creerlo, algunos empresarios de la industria micológica investigan cómo transformar parte del territorio de Marruecos, Argelia y Túnez en nuevas despensas de setas, que se sumarían a la larga lista preexistente que incluye amplias superficies alpinas, del este de Europa y hasta de Rusia. Nosotros, quiero decir, mis amigos y yo, no aspiramos a tanto. Particularmente, no ansío casi nada. Mi participación en la pequeña aventura que reseñaré obedece exclusivamente a la desprendida actitud de mi amigo Alfonso que, sabedor de que todavía me atrae la inveterada costumbre que de vez en cuando practiqué en la infancia, determinó invitarme a participar en una de sus “correrías”.  Esta en concreto la había programado con su amigo Joaquín, una persona excelente: educada, jovial, atenta, espléndida y, sobre todo, experta en la recolección de setas.

Con Alfonso, en Gúdar-Javalambre
Dormí la noche del sábado en Benilloba, en casa de Alfonso. Teníamos prevista la salida a las cinco de la mañana y no era cosa de viajar desde Alicante para estar allí, disponible, a esas horas. Los saludos protocolarios, las atenciones a Alfonso Jr., una cena ligera y una brevísima sobremesa compartida con Paqui fueron el preámbulo imprescindible para encaminarnos al lecho. Apenas eran las cuatro y media cuando abandonaba la habitación. Alfonso ya lo había hecho media hora antes y estaba preparando el café con leche cuando llegué a la cocina. Lo despachamos con presteza y cargamos los pertrechos en el coche (cestas, cuchillos, garrotes, anoraks, almuerzos y bebidas). Nos esperaba un largo recorrido. Recogimos a Joaquín y nos montamos en su Discovery. Él, que es un excelente conductor y al que le agrada conducir, despachó el zigzagueante camino que enlaza Benilloba con la A-7 en pocos minutos. Inmediatamente nos zambullimos en la autovía viajando prácticamente solos hasta Alcudia de Carlet, donde repostamos antes de enfilar hacia el bypass que permite sortear el callejero del “Cap i Casal”. Llegados a las proximidades de Sagunto, tomamos la A-23, la denominada autovía mudéjar, que nos llevaría casi hasta nuestro destino. El paso por Sot de Ferrer, Soneja, Segorbe, Navajas, Jérica, Viver, Barracas y San Agustín fue jalonando las primeras horas y minutos de la mañana, que anunciaban y daban paso a un amanecer que nos asediaba por la espalda, prolongándose desde la mar hacia el horizonte cada vez más montaraz y empinado al que nos conducía el infatigable Discovery. Con las primeras luces del día, estábamos ya en Venta del Aire, una localidad que hoy forma parte del municipio de Albentosa, en la comarca de Gúdar-Javalambre, a mil metros de altitud. Desde allí, la A-1515 nos llevó, casi solos, a Rubielos de Mora. Arrancando de esa afamada población, la A-1701 nos condujo a Nogueruelas y Linares de Mora, donde tomamos la T-V-3 hasta Valdelinares, que era nuestro destino. Bueno, es un decir, porque todavía nos esperaban casi nueve kilómetros de pistas forestales que, transcurridos tres cuartos de hora, nos depositaron en una inimaginable pradera a dos mil metros de altitud. Un espacio que me pareció semejante al paraíso, aunque nunca he estado allí. Es aquella una tierra hermosa, cubierta de pinos, sabinas rastreras y enebros, de encinas, álamos y algún chopo que resiste en la penuria de los sedientos regatos veraniegos. Como alguien dijo, cuando se recorren estos montes de las sierras de Gúdar y Javalambre parece que nos estamos asegurando el don de la longevidad; aquí el tiempo parece detenido y la vida hace mucho que perdió el compás, al menos el que marca las nuestras.

Abandonamos el coche, tomamos los pertrechos y, provistos de un café con leche y cuatro horas de camino, renunciamos al almuerzo presos de un “gusanillo” que nos invitaba a tirarnos al monte, como si barruntásemos que el mundo acabaría ese mismo día. Fijamos la posición del coche con relación al sol, que ya se elevaba sobre el horizonte aunque no calentaba nada, y decidimos avanzar hacia el oeste. Atravesamos la pradera, trepamos a la primera loma y descendimos despaciosamente por la subsiguiente umbría. De repente se abrieron ante nosotros las puertas del paraíso. Pocas veces habíamos contemplado lo que se ofrecía a nuestros ojos. Setas por doquier: en medio de los senderos, en los alcorques que cercan los pinos, bajo los matorrales, entre los restos de las entresacas y podas; prácticamente en todo lugar. En apenas dos horas habíamos llenado nuestras cestas, habíamos colmado nuestras ansias y satisfacíamos nuestros mejores deseos. Poco más se podía pedir. Si acaso, descender pausadamente buscando la pradera y saborear el almuerzo que nos aguardaba en el maletero del coche: bocatas de tortilla con panceta ibérica, y de lomo y jamón, aderezados con exquisito aceite del Comtat, una litrona de cerveza y agua fresquísima. Eran casi las doce cuando, recostados sobre una ligera pendiente del terreno, cobijados a la sombra de una imponente sabina, dábamos buena cuenta de todo ello.

Despenado el tentempié, el ansia  recolectora nos hizo emprender una segunda batida que fue mucho más cansina que provechosa. En apenas una hora decidimos dar por finalizada la aventura y nos dispusimos a deshacer el camino. Apostillaré que tardamos hora y media en recorrer los apenas nueve kilómetros de pistas forestales que conducen hasta la carretera. Fueron seis o siete las ocasiones en que nos detuvimos para recolectar las setas que visualizábamos en los márgenes de las veredas. Realmente, aquello fue un continuo sucumbir a una retahíla interminable y gratísima de tentaciones. Por fin llegamos al dominio del asfalto e iniciamos el descenso. Esta vez nos desviamos de la ruta de llegada, tomando el ramal que bordea por el norte las pistas de esquí de Valdelinares y se dirige a Alcalá de la Selva. Allí tomamos la A-228 hasta la monumental Mora de Rubielos, que dejamos atrás para llegar a la Venta del Aire, hacernos un rápido piscolabis en el Restaurante Los Maños en la entrada de Albentosa y enfilar la A-23 de regreso a casa.

Un día pletórico en el que hicimos seiscientos kilómetros con el definido propósito de amansar la pasión recolectora que los humanos arrastramos desde nuestro origen más remoto. Pero no cosechamos cualquier cosa ni lo hicimos en un lugar cualquiera. La nuestra fue una recolección de primerísima calidad, pausada y casi exclusiva (apenas nos cruzamos con una decena de personas), que nos proporcionó unos frutos conservados excepcionalmente, germinados a dos mil metros de altura y en un territorio prácticamente virgen. Y por si ello fuera poco, bebimos aguas purísimas y fresquísimas que brotan de manantiales inagotables, respiramos un aire limpísimo que parecía que invitaba a sentir lo hermoso que es el mundo y lo maravilloso que es vivir. El domingo, hubo momentos en que me pareció que estuvimos casi a punto de tocar el cielo con las manos.

domingo, 16 de septiembre de 2018

Crónicas de la amistad: Santa Pola (26)

Si no tuviese la certeza de que la elección de la fecha de hoy es fruto de la aleatoriedad, de la fortuita programación del vuelo Ibiza-Alicante y viceversa, diría que seguimos magnetizados por los tics de la profesión. Pensaría que somos gentes de la vieja escuela, ajenas a las ‘modernores’, fantasías y ocurrencias de snobs y mindundis, que siguiendo el rito ancestral abren sus aulas el 15 de septiembre, como Dios manda. Pero casi todos sabemos que no es así. Hace años que abandonamos la profesión y vivimos en otra galaxia en la que, dicho sea de paso, no se está mal. Así que, con vuestro permiso, solemnemente, declaro inaugurado el nuevo curso amistoso.

A lo largo y ancho de estas crónicas he abordado una de mis grandes quimeras, la amistad, en algunos de los formatos en los que se presenta, sea como realidad o sentimiento compartido, relación afectiva, o estado de ánimo. La he analizado en su dimensión de valor transcendental y omnipresente en las relaciones humanas que se dan en el seno de las culturas. La he enfocado desde múltiples puntos de vista que, a su vez, me han sugerido reflexiones más o menos conceptuales o teóricas, que pueden parecer relativamente ajenas al devenir cotidiano. Ciertamente no creo que sea así pero, por si a otros os lo parece, hoy me he propuesto examinarla en la distancia corta, observándola desde la proximidad que delimitan mi pensamiento y mis palabras, inscrita en el microcosmos que conforman mi mente y las extremidades que la prolongan hasta el teclado del ordenador.

Club Náutico de Santa Pola
Son muchos los que defienden el valor terapéutico que tiene escribir sobre los pensamientos, las emociones y los sentimientos que no somos capaces de transmitir a los demás. Me parece que tal recomendación no tiene mucho objeto en mi caso, dada la propensión natural que tengo a hacerlo con cierta regularidad. No obstante, por si acaso alguien opina de otro modo, estoy plenamente determinado, queridos amigos, a transcribir y trasladaros las reflexiones que me hago sobre lo que siento cuando os quiero. Y deseo expresároslo a las claras, justo ahora, en este final del verano, disfrutando del paradisiaco espacio que conforma el Club Naútico santapolero y sus aledaños. Hace algunos años que resolví exteriorizar mis sentimientos, expresarlos sin cortapisas, con palabras y gestos, especialmente los positivos, porque los negativos carecen de interés pues no contribuyen a otra cosa que no sea a reconcomernos y corroernos inútilmente. Me harté de perder abrazos y besos irrecuperables. Me cansé de contrariarme por haber aplazado o interrumpido sine die decenas de conversaciones que no podré retomar. No estoy dispuesto a desperdiciar ni una sola de tales oportunidades.

De modo que, advirtiéndoos de que lo que sigue no es una declaración de amor al uso, os diré que siento que os quiero porque no me cuesta esfuerzo alguno encontraros, abrazaros y conversar largamente con vosotros, ni tampoco reírme y disfrutar de las cosas que os parecen graciosas, o apenarme con las que os apesadumbran. Os quiero porque os admiro, a cada cual en vuestra singularidad. Me agrada la pluralidad de nuestros privativos pareceres, como valoro la creciente tolerancia y comprensión que ha ido impregnando nuestras relaciones amistosas con el paso de los años. Me impresiona la entereza y la resiliencia con que habéis afrontado o enfrentáis las aciagas adversidades de la vida. Me asombra y me vigoriza comprobar que, incluso cuando parecéis exhaustos, os quedan fuerzas para ofrecernos a los demás buenas palabras, o para mostrarnos la generosidad y la mejor disposición para la ayuda. Me enorgullece ser amigo de personas que tienen corazones nobles y austeros, tanto que a veces hasta parece que se olvidan de sí mismas. Me complace que seáis capaces de relegar o minimizar las vanidades que acompañan a los papeles que representamos en el teatro de la vida y que, en cambio, exhibáis la humildad, en lugar de las dignidades y méritos que os corresponden por derecho. Permitid, pues, amigos, que os diga bien alto y claro, desde la cercanía, que estoy orgulloso de pertenecer a esta especie de casta –entendida en el mejor sentido– que hemos construido con el paso de los años, que es tan sensible y temperamental como inteligente y justa.

Aquí, en Santa Pola –como lo haría en Aspe y Novelda, en Muro y Elx, en La Vila, Benilloba o Alacant–, reitero que os agradezco infinitamente la amistad que habéis contribuido a forjar a lo largo y ancho de nuestras vidas, estando próximos o distantes; viéndonos y conviviendo a menudo o visitándonos episódicamente. Y os pido disculpas por no haberos frecuentado, escuchado y abrazado más, y por no deciros que os admiro y que os quiero en muchas otras ocasiones. Hoy es un día especialmente propicio para ello porque concita la mayor concurrencia del año. Están con nosotros, como sucede regularmente, Loli y Marisol, las dos Paquis y Pepi, Rosana, Amalia y Maite, nuestras queridísimas compañeras, además de Paco y Domingo, el “pitiuso” por antonomasia. Y emerge así otro encuentro que nos permite verificar de nuevo que la amistad es uno de los pilares que sustentan las vidas porque allega bienestar psicológico y salud física. Aunque esto último, según quien, se aprecie con criterios desiguales. Así, el bienintencionado anfitrión advertía en vísperas de que quienes integramos el grupo tenemos cierta edad y acusamos grandes contenidos de colesterol, triglicéridos, kilos en exceso, alcohol en venas y arterias, corazones debilitados por las pasiones y un largo etcétera; rogando a nuestro insigne visitante que refrenase su natural propensión a proveernos de sobrasadas, ensaimadas, licores ibicencos, y otros objetos de peso y calorías, y advirtiéndole de que si no practicaba la virtud de la obediencia debía prepararse para aceptar el reproche de una general y cariñosa admonición. En cambio, el renuente susodicho hacía oídos sordos y aseguraba que obedecería “a medias”, como así se ha evidenciado, dado que no volvieron las alegres golondrinas sino las ensaimadas y los orejones, la Frígola y otras hierbas ibicencas de la Familia Mari Mayans, personalizadas, además, para los paladares de señoras y caballeros. En fin, apercibido queda, aunque no estoy seguro de que haya germinado en él propósito de la enmienda alguno.

Domingo Moro en El Altet
Pero no alteremos el curso de los acontecimientos. Tras despachar el piscolabis de rigor en Boulevard Puerto, una concurrida terraza atracada en el paseo Adolfo Suárez, que bordea el Puerto Deportivo de Santa Pola, nos dirigimos al Restaurante Vintage del Club Naútico, un lugar para relajarse, remodelado recientemente y anclado en un entorno excepcional, con un restaurante de buena cocina y vinos excelentes, un espacio concebido para disfrutar. En un comedor casi exclusivo, servido sobre una larga mesa copresidida por Elías y Antonio G. Botella, despenamos un menú compuesto por una secuencia interminable de entrantes, todos ellos exquisitos: ensaladilla de raya, tartar de atún, patatas fritas con lomo loncheado y pimientos de Padrón, pulpo asado sobre lecho de cachelos y tinta de calamar, zepelines de bacalao y ensalada de mango, que precedieron a unos entrecots a la plancha, trinchados y servidos al centro, y a unas gallinas a la espalda, igualmente dispuestas; ambos platos acompañados con cachelos recubiertos de pisto. Todo ello debidamente maridado con cerveza a discreción y un Finca Resalso 2017, de Bodegas Emilio el Moro. Unas milhojas de crema remataron el menú oficial que, para ser fieles a la que ya empieza a ser tradición, reforzaron ‘orelletes’ y ensaimada ibicenca, por obra y generosidad de Domingo Moro que, unilateralmente, ya había decidido y conseguido con antelación que abriésemos boca con una pequeña degustación del genuino e ibicenco aperitivo Palo aderezado con unas gotitas de ginebra y limón y un toque de agua de seltz. El remate final lo pusieron unas exquisitas chocolatinas y unas trufas vileras, de Marcos Tonda, que nuevamente nos obsequiaron Rosana y Tomás, que algunos acompañaron de la Frígola y otras de la Rumaniseta, un novedoso producto de la familia Mayans que agradó mucho a las féminas.

Llegados a ese punto, se dictó auto de sobreseimiento de la causa y se decretó el inicio de la dispensa alcohólica. Coñacs, güisquis, gintónics y demás libaciones espirituosas pusieron los prolegómenos a la postrera fase de estos encuentros, en la que emerge la vis artística que en ocasiones como esta embarga a los humanos. Unos y otras, otras y unos, con la superior dirección y los sones de la guitarra de Antonio Antón, desafinamos hasta donde era posible…, y un poco más. Quisimos cantar todas las canciones del mundo…, y hasta del universo. No lo logramos, pero sí alcanzamos a tararear temas intemporales como Colores, Al vent, Palabras para Julia o Mediterráneo. Disfrutamos de la interpretación que hace Antonio del poema Songoro Cosongo, de Nicolás Guillén, y nos tiramos como locos a Desalambrar, antes de recalar en la arena de la Costa Azul para interpretar Aline o Tous les garçons, etc. La inmortalidad de la canción italiana se hizo presente con Il Mondo, de Jimmy Fontana, que precedió a la postrera Alfonsina y el mar, que casi nos depositó en la dársena porque el staff del restaurante, discretamente, nos invitaba a ello. Las despedidas, como siempre. Los que siguen un rato más, a mayor gloria de sí mismos. Y el viaje de vuelta a casa. Por lo que sé esta mañana, plenamente satisfactorio.

De modo que, ¿qué más se puede pedir? Yo, desde luego, solo ansío que todos consigamos vivir cada día de la mejor manera posible, que las contrariedades nos sirvan para hacernos más resilientes y sabios, que logremos metabolizar con diligencia los quebrantos y los miedos, que conservemos y nos  sigan motivando las pequeñas ilusiones, que, pase lo que pase, no olvidemos sonreír ni practicar los quereres en todas sus formas. Ojalá seamos capaces de seguir haciendo grandes cosas con gestos pequeños, ojalá que podamos caminar hacia donde queremos estar, ojalá que nos sigan guiando los sueños, ojalá que logremos vivir entre gentes que nos quieran y nos hagan fácil la existencia durante muchos años, ojalá que seamos capaces de querernos a nosotros mismos, incluso cuando nos falten los motivos. Ese es hoy mi deseo, amigos. Y como despedida, ahí va, la letra de esa canción popular de Ses Illes, que ayer interpretamos e instituimos como himno del nuevo curso.

ANÀREM A SANT MIQUEL

Anàrem a Sant Miquel (bis),
una colla de gent bona,
xim pum, da-li, da-li, da-li, trum trum,
una colla de gent bona.

Sa iaia mos va dir: Entrau (bis),
jóvens, si heu de mester dona,
xim pum, da-li, da-li, da-li, trum trum,
jóvens, si heu de mester dona.

Ses meues filles ho són (bis),
convenientes per un pobre,
xim pum, da-li, da-li, da-li, trum trum,
convenientes per un pobre,

Perquè m'han sortit petites (bis),
i han de mester poca roba,
xim pum, da-li, da-li, da-li, trum trum,
i han de mester poca roba.

Així mateix també tenen (bis),
alguna altra cosa bona,
xim pum, da-li, da-li, da-li, trum trum,
alguna altra cosa bona.

Sa cosa no vos la dic (bis),
però ja hi deveu pensar-hi,
xim pum da-li, da-li, da-li, trum trum,
però ja hi deveu pensar-hi.

Tal volta valtros teniu (bis),
es jugaroll de posar-hi,
xim pum, da-li, da-li, da-li, trum trum,
es jugaroil de posar-hi.

domingo, 9 de septiembre de 2018

A propósito de JD

La vida es un formidable caleidoscopio que ofrece colores, formas y enfoques para todos los gustos. Casi todos los días suceden cosas insólitas, fogonazos sorprendentes, que nos resitúan en su inexorable camino, motivándonos para revisitar vetustos y desfigurados espacios, sean desvanes o chiribitiles, tabucos o cuchitriles; como nos estimulan, también, a rememorar algunos de sus periclitados acontecimientos. A menudo porfío por disipar la evanescencia que acompaña la resaca del tiempo transcurrido. De ese ininterrumpido discurrir me subyugan los momentos en los que repentinamente te embargan sensaciones que instintivamente, en pocos segundos, te hacen pensar o sentir que eres inmensamente afortunado. Una percepción que te conduce, contradictoria e inevitablemente, al terreno del raciocinio y de la argumentación. ¿Por qué siento que soy tremendamente dichoso?, te preguntas. E inmediatamente te obstinas en identificar el detonante de tan placentero estado anímico, porque detrás de cada sensación siempre habita algún motivo.

Foto del perfil de Facebook de JD
En el día de hoy, el aguijón que ha espoleado mi perspicacia ha sido la escucha circunstancial del corte de una canción que ha compartido en Facebook un exalumno cincuentón, JD, al que perdí de vista hace treinta y tantos años y que fortuitamente reencontré hace unos meses. Desde entonces nos hemos hecho amigos en esa red social donde compartimos con cierta asiduidad publicaciones e inquietudes. He oído esa especie de preestreno del tema que ha compuesto conjuntamente con una amiga y, aunque había oído otras canciones suyas, esta me ha sorprendido gratísimamente porque me parece excelente. Hace semanas que compruebo que durante el tiempo libre que le deja su ocupación principal como bombero (otra morrocotuda sorpresa, cuando lo supe) compone y graba música y, por lo que dice, parece que conoce los entresijos del mundo audiovisual y sabe de las dificultades que deben superar los artistas para alcanzar sus sueños y lograr que otras muchas personas escuchen los mensajes que quieren transmitirles.

Hace treinta y cinco o cuarenta años, cuando compartí con él aula y colegio,  no hubiese dado un duro por JD. Entonces era un muchacho rebelde, peleón, insolente y con mala leche, que parecía decantado hacia derroteros poco recomendables. Sin embargo, cuando me lo eché a la cara hace unos meses, tenía ante mis ojos a otra persona, a un hombre hecho y derecho, comunicativo, educado, solvente, cariñoso, sensible… Cuando me suceden estas cosas no puedo evitar preguntarme por enésima vez por lo que pensamos y hacemos los maestros y los profesores, especialmente cuando nos ciegan las aparentes evidencias que se ofrecen ante nuestros ojos. No es la primera vez que me sucede algo semejante. En alguna otra ocasión he experimentado la perplejidad de encontrarme con exalumnos o exalumnas con unas capacidades, una preparación y unos desempeños en sus vidas personales y profesionales imposibles de augurar en su adolescencia.

Frente a tales constataciones, es inevitable que me pregunte si hice lo que debía cuando compartí con ellos las aulas, si completé relativamente bien mi tarea como educador, si confié suficientemente en esos muchachos, si logré alguno de mis mejores propósitos, muy especialmente ayudarles a recorrer el camino que más les convenía, pese a que ellos parecían empecinados en transitar recorridos aparentemente dispares. Bien es verdad que, llegados a este punto, uno contrasta dulcísimamente evidencias heterogéneas. Por un lado, la inmensa mayoría de esos muchachos recuerdan los tiempos pretéritos con afecto y se muestran agradecidos por el acompañamiento y la ayuda que les procuramos en sus aprendizajes y en su formación como personas. Por otra parte, lo que entonces aparentemente hacíamos por arte de birlibirloque (aunque bien nos esforzábamos en que nada quedase al albur de lo azaroso, programando nuestra actividad para que obedeciese a una premeditada intención de hacer, experimentar, comprobar, evaluar, rediseñar y volver a aventurarnos con nuevas propuestas), no parece que fuese mala estrategia. Bien al contrario, todo indica que dio sus frutos. Al menos es lo que creo que explicitan evidencias objetivas como la música que compone y comparte un bombero con la mayor generosidad, la capacidad de un gestor especializado en ventas de maquinaria industrial para reconvertirse en masajista profesional tras un duro reajuste laboral, el entusiasmo que muestran al iniciar cada nuevo curso quienes llegaron a ser maestros o, en suma, el afecto sincero que percibo procedente de decenas y decenas de mujeres y hombres que conocí cuando eran niños o jovencitos.

Entonces nos propusimos que fueran mejores que nosotros. Les motivábamos para emprender tareas y adquirir habilidades que les sirviesen de ayuda para transitar por la vida. Nos esforzamos en ilusionarlos por aprender e intentamos hacerles creer en sí mismos, convenciéndoles de que con voluntad y trabajo se pueden conseguir muchísimas cosas. En definitiva, intentamos inculcarles los mismos principios que practicábamos para intentar mejorar constantemente como profesionales y como personas. Ver ahora sus rostros maduros, comprobar el poso de formación, humanidad y decencia que ha dejado en ellos el paso de los años es una satisfacción impagable. Todo ello me lo ha recordado hoy el trocito de tu canción, JD. ¡Muchas gracias!

sábado, 1 de septiembre de 2018

Brutalismo

Oyes o lees “brutalismo”, así, sin más, e imaginas algún tipo de burrada o bestialidad, o cualquier especie de atrocidad. No en vano la segunda acepción del término que se encuentra en el DRAE, aunque esté en desuso, lo hace equivalente a brutalidad. Sin embargo, lo que hoy me interesa es la primera acepción, que lo concreta sin ambages como “movimiento artístico, especialmente arquitectónico, que se caracteriza por enfatizar la naturaleza expresiva de los materiales”.

Mi limitadísima y desfasada cultura arquitectónica y artística adolecía hasta hace pocas fechas de referencias sobre las manifestaciones de la llamada arquitectura brutalista, un movimiento que entre 1950 y 1970 encontró su inspiración en la obra del suizo Le Corbusier (particularmente en su edificio Unité d’habitation) y en la de Eero Saarinen, un arquitecto norteamericano de origen finlandés. Podría decirse que ambos eran forofos del hormigón, un material barato y abundante que, por cierto, es el más consumido hoy en el mundo, tras el agua, y cuyas posibilidades ya les cautivaron entonces. Cuando eclosionó esta corriente artística, en la década de los cincuenta del pasado siglo, una primera oleada de los denominados arquitectos brutalistas consideraba al hormigón como la sustancia perfecta para reconstruir Europa y sacarla de la ruina en la que la había sumido la Segunda Guerra Mundial. Esa loable y necesaria pretensión convirtió en pocos años al brutalismo en la tendencia arquitectónica por antonomasia. Por cierto, el término en cuestión es ajeno a la brutalidad y a sus sinonimias, simplemente concreta una derivación de béton brut, que, en francés, significa “hormigón crudo”.  

Ejemplos de arquitectura brutalista
en Belgrado (Serbia), Milán (Italia), y Tiflis (Georgia)
Rápidamente el brutalismo se convirtió en la tendencia arquitectónica dominante, en el arma del desarrollismo más salvaje, con un fulgurante éxito que, paradójicamente, precedió en poco tiempo a su reprobación general. De considerarse casi una panacea pasó a identificarse con lo peor de la arquitectura contemporánea y acabó despertando un rechazo casi unánime. Sus detractores lo mismo se contaban entre los conservadores y neoliberales, que lo asociaban con el bloque comunista; como entre los militantes o simpatizantes de la contracultura de izquierdas y los integrantes de la generación antisistema, que lo tacharon de fascista, una vez que había anidado en el imaginario popular su plasmación a través de plazas desoladas y edificios monstruosos e inanimados. Incluso se le ha llegado a denominar la arquitectura de los dictadores.

Pero como para gustos están los colores y no hay bien ni mal que cien años dure, ese largo rechazo ha periclitado. Con el inicio del siglo, coincidiendo con la llegada de la crisis y la universalización de las redes sociales ha vuelto a ponerse de moda. ¡Y de qué manera! En opinión del periodista británico Felix Salmon, el brutalismo ha desarrollado ahora una capacidad única de superar las divisiones de clase. Los obreros y los multimillonarios aprecian su encanto. Aunque a veces se sienten frustrados por su inflexibilidad, acaban sucumbiendo al atractivo de su sencillez. De manera que el brutalismo no solo florece impulsado por la cultura de los austeros movimientos okupas, también otras corrientes menos desinteresadas, ligadas a las artes visuales en general y a Instagram en particular, están espoleando su resurgimiento.

De hecho, diseñadores e influencers revisitan y revisan la arquitectura brutalista y nos desvelan tesoros arquitectónicos prácticamente desconocidos, que encuentran en sus viajes reales y virtuales. Un ejemplo de ello es la exposición que acoge estos días el MoMA (Museo de Arte Contemporáneo de Nueva York) que, bajo el título Toward a Concrete Utopia: Architecture in Yugoslavia, 1948–1980, exhibe más de 400 dibujos, modelos, fotografías y rollos de películas seleccionados de archivos municipales, colecciones familiares y museos de toda la región que se presentan por primera vez a una audiencia internacional. Incluye obras de los principales arquitectos yugoslavos (Bogdan Bogdanović, Juraj Neidhardt, Svetlana Kana Radević, Edvard Ravnikar, Vjenceslav Richter y Milica Šterić), que exploraron la urbanización a gran escala, la experimentación tecnológica y su aplicación en la vida cotidiana, al consumismo y a los monumentos, además del alcance global de la arquitectura de la época socialista de la extinta Yugoslavia, con ejemplos de brutalismo y experimentación constructiva desconocidos hoy, casi tres décadas después de la caída de aquella República, en 1992. Una arquitectura que,  desde los rascacielos de estilo internacional hasta los "condensadores sociales" brutalistas, es una manifestación del pluralismo, la hibridez y el idealismo radicales que caracterizaron al viejo estado yugoslavo. Algo que engarza con el llamado brutalismo pop, muy reivindicado hoy en redes sociales, como Instagram.

Me gusta el marcado carácter expresionista, la sencillez y la racionalidad del brutalismo. Me gusta la angulosidad de sus formas geométricas y sus texturas rústicas. Me subyuga su honestidad constructiva, que deja al aire las tripas de los edificios y exhibe sus instalaciones auxiliares (tuberías, conductos de electricidad y ventilación...).  Me agrada la intencionada visibilidad exterior de las asperezas del hormigón, del ladrillo o de la piedra. Ese romper con lo preestablecido, con los formalismos, con lo superfluo o lo ornamental, para poner en valor el material en su estado puro, transmitiendo su honestidad. Está claro que navego contracorriente porque es justamente sobre algunos de esos elementos sobre los que se han asentado sus principales críticas, que lo han tildado de estilo poco comunicativo e incluso feo.

También se le ha criticado por ignorar los precedentes arquitectónicos, posición que, desde mi incultura, me parece que ayuda a entender su concepción del edificio como elemento sencillo y comprensible. El arquitecto brutalista renuncia a cualquier veleidad misteriosa o romántica para expresar con total franqueza la función y la circulación que genera su obra. El radicalismo de la verdad, por decirlo con pocas palabras. Estoy convencido de que es eso lo que les confiere a las edificaciones su singularidad, su apariencia individualizada y casi escultórica que tanto atrae a los seguidores de Instagram, y también a mí, que no lo soy.

Me encanta esa arquitectura rotunda, ajena a toda preocupación formalista y despreocupada por las formas precedentes, que juega con los materiales y se proyecta siguiendo un módulo o una matriz, en busca de un orden lógico y preciso. Me magnetiza la habilidad de los arquitectos brutalistas para combinar los elementos indispensables sin concesión alguna a lo superfluo, su pericia para contrastar luces y sombras, para conjuntar los volúmenes, para armonizar el ritmo y la proporción de macizos y vanos. Me cautiva la aparente ingenuidad de un movimiento que, en mi modesta opinión, me parece que representa la honesta aspiración a lo que podría denominarse un estado de diáfana inocencia arquitectónica.