lunes, 22 de noviembre de 2021

Objetivo: gestionar el propio personaje

Hace pocos días Beatriz Gimeno, periodista del diario digital Público, nos ofrecía una excelente tribuna que titulaba ¿Qué es neoliberalismo? El cartel del curso de Albert Rivera. La redactó a propósito del pasquín anunciador de un máster de liderazgo y management político que, a razón de casi 6000 euros, coordina Albert Rivera y patrocina el CES Cardenal Cisneros, adscrito a la Universidad Complutense de Madrid. El programa está dirigido a profesionales del ámbito institucional (cargos públicos y miembros de sus equipos), a directivos del área de relaciones institucionales del sector empresarial y a otros profesionales de la esfera privada interesados en desarrollar su carrera en el terreno de la política. El equipo docente de este posgrado lo integran una treintena de ponentes y profesores, líderes políticos y académicos, que aportarán y compartirán las fortalezas y capacidades que los han llevado a incursionar en el mundo de la política, el derecho, la economía o la empresa, que a la vez constituyen las claves reales de sus hipotéticos éxitos y fracasos. Entre ellos Mario Vargas Llosa, Alberto Uribe, Toni Cantó, Alberto Ruiz-Gallardón, Leopoldo López, Marcos de Quinto, Jorge Bustos y el propio Rivera. 

A poco que recordemos las trayectorias de muchos de estos eximios conciudadanos contrastaremos que la mayoría son acreditados fracasados en las iniciativas políticas que han emprendido. E incluso algunos también lo han logrado en sus ocupaciones profesionales. Cuesta imaginar que semejantes «personajes» acierten a impartir en ese curso materias que transciendan el anecdotario de su propia existencia.

Aunque bien mirado tal vez lo que menos importe a sus organizadores y participantes es que exista saber alguno que se pueda transmitir y asimilar o materia concreta susceptible de aprenderse o enseñarse. Me parece que lo que únicamente interesa a ambos, especialmente a los segundos, es asegurarse la cercanía al calor que emana de tan insignes próceres. Esa proximidad que seguramente consideran un vector de contagio idóneo para asimilar y emular con presteza las generosas raciones de cinismo y desvergüenza que aquellos atesoran. Porque en este mundo de marcado sesgo neoliberal que nos ha correspondido habitar nadie debe acreditar y menos justificar un bagaje intelectual, ideológico, cultural o ético para alcanzar el reconocimiento social. Carece de importancia si se ha tenido éxito en lo que se emprendió o si, contrariamente, se ha contribuido a hundir cuantas empresas se han gestionado o incluso se ha logrado acabar con la propia reputación. Resulta curioso constatar que es absolutamente irrelevante haber conseguido ser el peor de cuantos concurrieron a cualquier desafío. Por el contrario, lo que importa es llegar, sea como sea, al espacio donde están los dueños, los que se enriquecen y se reparten el pastel. Y para ello lo único que debe gestionarse es el propio personaje; esa es la única empresa: la propia.

No hay una ideología que sustente semejante desvarío, no hay teorías económicas o filosóficas detrás. Lo que subyace a él es la posesión de la característica de ser dueño de una parcela del mundo. Y para acceder a esta posición, si no se es rico de nacimiento, debe acreditarse la capacidad de autogestionarse en el mercado de la fama. Esto, que antes valía para el mundo del espectáculo, ahora vale para todo, política incluida. La superioridad de la propia imagen sobre cualquier idea, razonable o no, inteligente o no. Se trata de dar con la tecla adecuada en el momento justo. No hay un programa electoral que presentar ni ideología que defender, tampoco empresa que hacer triunfar ni éxito electoral del que ufanarse, ni inteligencia o cualidades morales que demostrar. No hay otra lógica que el sí mismo: yo, mi, me, conmigo.

Es la representación perfecta de la subjetivación neoliberal, que va mucho más allá del imaginario capitalista. Es el mundo de la emoción sin base tangible, el mero deseo de estar ahí, dando clases de lo que sea sin tener ni idea de nada. Vivir sin que importe lo que hacemos con nosotros mismos, eso sí, siempre que logremos triunfar, aunque tampoco sepa nadie como conseguirlo.


domingo, 21 de noviembre de 2021

«Dueñidad»

Hace más de tres décadas que Rita Segato, escritora, antropóloga y feminista argentina es conocida por sus investigaciones y reflexiones sobre la violencia de género y las relaciones entre género, racismo y colonialismo en las comunidades latinoamericanas. En los últimos años su voz resuena potente y deviene ineludible en los contextos del feminismo y de las luchas de género a nivel global. Algunos de los conceptos que ha acuñado («pedagogía de la crueldad» o «dueñidad») y sus análisis críticos sobre las distintas violencias sexuales resultan fundamentales para comprender y enfocar un fenómeno que amenaza permanentemente la vida de las mujeres en cualquier parte del mundo.

Entre sus múltiples reflexiones me parecen especialmente relevantes las que hace derivar de su análisis del mundo actual, que percibe como una realidad marcada por la «dueñidad» o el señorío, un neologismo, el primero, con el que alude a la añeja potestad, al ejercicio del dominio sobre el cuerpo, los bienes o la tierra, e incluso sobre las vidas de las personas, y muy singularmente sobre las de las mujeres y las niñas. Ahondando en esta idea, argumenta que la «dueñidad» es curiosamente la renovada forma de gobernanza adoptada actualmente por las élites, que se orienta casi exclusivamente a la acumulación del poder y de los recursos. Sus intereses los representan las derechas extremas de medio mundo que, fatídicamente, ha dejado de ser el lamentable espacio donde proliferaban las desigualdades para convertirse en el dramático territorio donde campa la «dueñidad» auspiciada por la concentración de la riqueza y el imperio de la pedagogía de la crueldad. Con esta última expresión la referida autora alude a los actos y prácticas que enseñan, habitúan y programan a las personas para transmutar en cosas lo vivo y su vitalidad.

En enero de 2020 un informe publicado por Oxfam, justo la víspera de la celebración del habitual y prestigiado Foro Económico Mundial de Davos (Suiza), reflejaba que los poco más de dos mil milmillonarios que había entonces en el mundo poseían mayor riqueza que la que acumulaba el 60% de la población mundial, equivalente a 4600 millones de personas. Ello equivale a decir que solo diez personas poseen una riqueza y un poder de compra tan formidables que pueden condicionar a su capricho la solvencia o la ruina del conjunto de las instituciones y los estados. Y lo que es más dramático, esa aristocracia del poder ejerce un señorío discrecional sobre la vida y la muerte de las personas que habitan en cualquier territorio del planeta. 

Por otro lado, Rita Segato apunta con sus reflexiones a los nuevos modos que han impregnado la política en las últimas décadas. Como otros pensadores, asegura que es a partir de la presidencia de George W. Bush cuando se impone en el mundo la tendencia a que los grandes dueños de la riqueza empiecen a tener representantes directos en la política, cuando no son ellos mismos los que incursionan personalmente en ella, incorporándose a la primera línea. El caso paradigmático lo representa Donald Trump. Esta realidad ha provocado un giro copernicano en el actual significado de los estados y las instituciones. Emergen así nuevos escenarios en los que los operadores reales ya no manejan las tramas utilizando personajes interpuestos sino que irrumpen directamente en la primera línea escenográfica sin maquillajes ni tapujos, con su propia caracterización.

Me parece que los neologismos que aporta la doctora Segato responden bien a las exigencias semánticas requeridas por esta postrera fase del capitalismo inhumano, de esta enésima etapa en la que el enriquecimiento y la concentración obedecen al despojo descarnado que caracteriza un mercado global donde prima la negación de lo local, de la individualidad y de la propia empatía. Un espacio que impone la pedagogía de la crueldad que resulta significativamente funcional para esta fase del capitalismo. Obviamente frente a la estulticia de los menos debemos batallar por imponer la cordura de la mayoría. No cabe otra que luchar por transformar unos comportamientos sociales que nos perjudican a casi todos. Se impone generar nuevos vínculos, recuperar las relaciones interpersonales, asegurar la interdependencia.

Desgraciadamente esta guerra sorda que hoy libra la humanidad no puede ser detenida por acuerdos de paz. Es una contienda sin forma definida, sin reglas, sin tratados humanitarios. Es la guerra del capital desquiciado que obedece exclusivamente al imperio de la «dueñidad» concentradora. Ese me parece que es, justamente, el mandato que debe desmontarse para acabar con ella.


jueves, 11 de noviembre de 2021

«Metaverso»

 

Si hay un neologismo que está especialmente de moda es «metaverso». El origen del término se atribuye al escritor de ciencia ficción estadounidense Neil Stephenson que en su novela Snow Crash (1992) describe un espacio virtual colectivo, un universo ficticio, que los humanos podemos experimentar como una especie de extensión complementaria del mundo real. Etimológicamente el término equivale a más allá (metá) del universo (de uno y de cuanto lo rodea). Pero esa definición es muy genérica y probablemente necesitemos concretar más su significado. Podría decirse que alude a un mundo virtual al que los humanos nos conectaremos utilizando dispositivos que nos harán pensar que realmente estamos en su interior interactuando social y económicamente con sus elementos. Constituirán una especie de avatares en un ciberespacio que se comporta como una metáfora del mundo real pero sin sus limitaciones físicas y económicas. De manera que nos estamos refiriendo a espacios tridimensionales, interconectados y persistentes, que en el futuro serán accesibles para todos (?).

Como digo, eso será en el futuro porque actualmente nadie sabe cómo será ni quien impondrá finalmente su metaverso, aunque las empresas tecnológicas pugnan enconadamente por no quedarse atrás en la desenfrenada carrera que se está librando para llevarse el gato al agua. Nadie quiere perder el paso en tan enardecida porfía. De ahí que Facebook, que ahora se denomina Meta—más allá—, ha anunciado una estrategia a medio y largo plazo al respecto y otras muchas empresas impulsan también el desarrollo de tecnologías que deben conducir a que el metaverso sea una realidad en pocos años. Es el caso de Nvidia, Epic Games, Microsoft, Unity, SoftBank, Autodesk y Google, entre otras.

Para que este universo virtual funcione (recordemos que «funcionar» en el mundo contemporáneo es sinónimo de «ganar dinero a espuertas») habrá que desarrollar un sistema de pagos, bien mediante elementos que se puedan usar en el metaverso, o bien a través de un sistema de criptomonedas o token no fungibles, las denominadas NTF (Non Fungible Token). De hecho esta tecnología ya existe asegurando el origen y la autoría de un bien virtual a través de una cadena de bloques, conocida como «blockchain». Cuando el metaverso llegue a ser una auténtica realidad, la tecnología habrá evolucionado, será más segura y permitirá hacer transacciones entre ambos universos. De modo que podremos, por ejemplo, trabajar en el metaverso y cobrar el sueldo en una criptomoneda que será susceptible de utilizarse en el mundo real para comprar alimentos o entradas para los espectáculos, o bien pagar el alquiler y los suministros, etc.

Las empresas que se mueven en este universo están convencidas de que quien controle el metaverso logrará ejercer un inmenso poder sobre el mundo real. Por otro lado, no desconocen que a la hora de desarrollar las tecnologías que lo hagan posible unas dependen de otras. Es decir, todas están posicionándose para una carrera en la que las alianzas parecen insoslayables.

Más allá de cuanto antecede nos preguntaremos qué es lo que se puede y lo que se podrá hacer dentro del metaverso. Replicando a sus creadores la respuesta es que lograremos realizar múltiples cosas, como por ejemplo jugar. Aunque ya existen videojuegos en línea multijugador y multiplataforma, los futuros juegos del metaverso serán inmersivos y estarán interconectados porque ahora no lo están. También podremos trabajar. Las empresas tendrán la opción de organizar reuniones virtuales o combinarlas con otras presenciales, de trabajar de forma colaborativa e incluso de montar negocios. De hecho Microsoft ha tomado la iniciativa en este segmento y el año 2022 lanzará Mesh, un metaverso en el que podrán usarse los propios avatares. Facebook también está trabajando en algo semejante.

Naturalmente, se podrá comprar. Las personas podremos interactuar con las marcas para comprar objetos virtuales, pero también se logrará conseguir otros productos para el mundo real. Para ello se necesitará un sistema de pago a través de criptomonedas mediante tecnología Blockchain o similar. Actualmente, en Fortnite, Roblox o Decentraland permiten la compraventa de bienes intangibles. Otra de las virtualidades que tienen los metaverso es la socialización. Al tener avatares personalizados y con capacidad para reproducir nuestras expresiones y gestos, los usuarios podrán interactuar con otros y socializar. Actualmente ya existe en el mercado VRChat, un juego gratuito multijugador que permite conocer a gente y explorar entornos utilizando gafas de realidad virtual. En el futuro se espera que dispongamos de sensores que harán más realistas estas experiencias.

En fin, el mundo virtual que nos acecha también nos permitirá disfrutar. Posibilitará que asistamos a conciertos, espectáculos y reuniones de grupo de forma inmersiva, como hacemos en el mundo real. De hecho Fortnite organizó durante el confinamiento conciertos de Ariana Grande, Marshmello o Travis Scott a los que acudieron usuarios de todo el mundo de forma masiva.

Algunas de las cuestiones que se considera que van a determinar la implementación del metaverso son, por un lado, la extensión de las transacciones sobre activos y derechos de naturaleza virtual pero susceptibles de valoración económica a través de piezas no fungibles (non-fungible token o NFT); y por otro, el desarrollo generalizado de «gemelos digitales» en la industria y los servicios, en tanto que réplicas virtuales de espacios físicos reales (fábricas, oficinas…) que pueden servir para el diseño y la experimentación en ellos. Desde el pasado junio se puede invertir en los negocios de metaverso a través de un fondo cotizado en la Bolsa de Nueva York (Roundhill META ETF). Todavía parece muy arriesgado tratar de poner un valor global a la oportunidad que supone, aunque la firma Ark Investments estima que la facturación por productos y servicios asociados al mismo en 2021 debe aproximarse a 180 mil millones de dólares, llegando a 400 mil millones en 2025. 

De modo que si atendemos a sus promotores parece que estamos frente a una plataforma idónea para usos sin ánimo de lucro e incluso aseguran que facilitará la armonía en las relaciones humanas y la defensa de valores fundamentales como la justicia y la libertad. En fin, parece que el metaverso está llamado a ser la ultimísima manifestación del genio humano que hará posible desde la cooperación que la sociedad contemporánea se aproxime a la tentación de lograr construirse a su antojo otra realidad paralela. 

No dudo que todo esto sea o pueda ser así pero tampoco logro evitar preguntarme para qué necesita el género humano construirse una realidad paralela. ¿Acaso no tiene suficientes aristas la que nos rodea: desde el cambio climático a la ineludible transición energética; desde la sostenibilidad de la economía, del desarrollo urbano y de la movilidad hasta la neutralización de las crecientes inequidades e injusticias o al aseguramiento del acceso al agua, a la electricidad y a la atención sanitaria de miles de millones de personas? O realmente se trata del penúltimo intento para imaginar una nueva utopía. 

Desde los albores de la historia hasta nuestros días han menudeado los pensadores disconformes con las sociedades en las que les correspondió vivir, que les llevaron a diseñar sistemas alternativos ideales y construir utopías que ansiaban materializar una sociedad mejor. Partiendo desde ideologías dispares casi todas las propuestas utópicas (sean la Ciudad Estado de Platón, la Utopía de T. Moro, la Atlántida de F. Bacon, la Ciudad del Sol de Campanella, el Contrato Social de Rousseau, los falansterios de Fourier, la Filosofía de la miseria de Proudhon, el marxismo de Marx y Engels, Looking Backward de Bellamy o la Utopia moderna de H. G. Wells) han recalado en temáticas comunes: el retorno a sociedades idílicas donde los seres humanos pueden desplegar una existencia plácida y feliz colmada de bienes, la desaparición de la propiedad privada y el deseo de una sociedad que comparte las cosas comunes, el rechazo al individualismo o a todo aquello que nos diferencia y nos hace originales, etc. Unos y otros ofrecen propuestas para construir comunidades al margen de las sociedades de su tiempo. La cruda realidad es que cuantas de ellas lograron experimentarse desembocaron en estrepitosos fracasos. Es más, la materialización de algunos de esos sueños se convirtieron en auténticas pesadillas. Y no puedo evitar preguntarme si tal vez el metaverso no será la penúltima e interesada versión de esa ansiada búsqueda de la utopía.


domingo, 7 de noviembre de 2021

A propósito de la reforma constitucional

    Dentro de pocas semanas celebraremos el cuadragésimo tercer aniversario de la promulgación de la Constitución Española (CE). En una tribuna aparecida recientemente en el diario El País, Diego López Garrido, Vicente Palacio y Nicolás Sartorius,  miembros de la fundación Alternativas, aludían al nuevo paradigma tecnológico y a la cuestión medioambiental como elementos sobrevenidos, posteriores y extraños al contenido de la norma básica, que en su opinión deberían ser recogidos en la necesaria reforma de la ley fundamental, que si bien en su momento se calificó —no sé si justa o exageradamente— de ejemplar, cuarenta y tantos años después debería modernizarse inexcusablemente.

    Es evidente que si se abre el melón de la reforma constitucional, además de los anteriores, pedirán paso otros asuntos importantes que han eclosionado en las últimas cuatro vertiginosas décadas, que reclaman insistentemente el amparo de un reformado y novedoso texto constitucional. Sin duda, tales empeños concitarán expectativas favorables para unos y demandarán cautelas insoslayables para otros porque iniciativas reformistas de semejante naturaleza se sabe cómo y por qué comienzan, pero no resulta tan fácil predecir cómo y cuando concluyen. Pensemos, por ejemplo, en la relevancia y la polémica que tienen y suscitan en el país cuestiones como la fórmula que debe adoptar la Jefatura del Estado, los reinos y repúblicas que se reclaman independientes o las tensiones territoriales entre centralistas, federalistas o secesionistas, por poner algunos ejemplos.

    Los mencionados autores argumentaban que en las tres décadas transcurridas del siglo XXI hemos sufrido otras tantas grandes crisis globales que han influido notoriamente en nuestra percepción del mundo y de nuestro papel en él. Insistían en que estamos viviendo una revolución digital que no se parece a las que la humanidad ha conocido anteriormente. No se referían con ello a los adelantos tecnológicos que cambian los sistemas de producción sino a una inédita realidad que conforma un nuevo universo de naturaleza virtual que condiciona novedosamente nuestras sociedades. Ponían con ello de relieve la creciente y enorme brecha existente entre la realidad social que afecta la vida cotidiana de los ciudadanos y la regulación de la misma que incorpora el texto constitucional y su desarrollo reglamentario. 

    Innegablemente, hoy en día, los conceptos tradicionales de libertad, derechos, soberanía o representación política, entre otros incorporados en la Carta Magna, aparecen mediatizados por el interés y las decisiones de los poderes económicos transnacionales y de las nuevas corporaciones tecnológicas. Y es que nuestras constituciones se hicieron para un mundo analógico y no alcanzan a regular las pulsiones del mundo digital que se nos ha echado encima. La revolución digital y sus aplicaciones han desfasado muchos aspectos de nuestras leyes. Uno de ellos, especialmente relevante, es la producción y el control masivo de los datos que componen la materia prima del funcionamiento de las sociedades contemporáneas, que han alumbrado un capitalismo que escapa a las regulaciones de las constituciones analógicas.

    Las grandes corporaciones tecnológicas nos expropian impunemente los datos asociados a nuestras conductas cotidianas, que constituyen un inmenso territorio, absolutamente desgobernado, que crece vertiginosamente y que confiere un poder inconmensurable a quienes tienen acceso a él y capacidades para influenciarlo. No cabe duda que el desarrollo democrático ha perdido el paso con relación a los avances de la ciencia y la tecnología y que, en consecuencia, resulta insoslayable introducir en la Constitución el derecho a la posesión y control de nuestros datos personales y el del acceso a Internet en condiciones de igualdad.

    Otro aspecto importantísimo que los mencionados autores consideran que debe incorporar una hipotética reforma constitucional es la denominada matriz medioambiental. Se trata de intentar asegurarnos, para nosotros y para las generaciones venideras, un planeta sostenible y un modelo energético que lo haga posible. En consecuencia, la protección del medio ambiente obligaría a redefinir los derechos medioambientales regulados en el artículo 45 de la Constitución, que es claramente insuficiente en la situación que vive actualmente el mundo. De ahí que se proponga que esos derechos constituyan prerrogativas humanas esenciales y que su violación sea sancionada de manera equivalente a la gravedad que tiene su transgresión.

    A las reformas que proponen los mencionados autores, que comparto, les añadiría otras. La primera de ellas apunta a la articulación de la creciente fragmentación política que existe en España y en buena parte de la Europa occidental. Es una evidencia que en las últimas décadas el voto se reparte más equilibradamente que antaño, ampliándose el abanico de los grupos parlamentaros y obligando a las formaciones políticas a acometer dinámicas de diálogo y consenso crecientemente complejas, que dificultan la gobernabilidad de los diferentes territorios. A menudo constato que en nuestras democracias se han instalado el cortoplacismo y la supervivencia como únicas normas de conducta, anteponiéndose las premuras de la inmediatez y el egoísmo a cualquier pretensión o proyecto colectivo y de futuro para el conjunto de la sociedad.

    Soy consciente de que la política no es ajena al devenir de la vida social. En ese declive de la coherencia política a que aludía concurren razones históricas, culturales y éticas. Desconozco si existen soluciones eficaces para combatir la fragmentación parlamentaria, pero no tengo duda de que las formaciones políticas deben estar dispuestas a pagar un precio para hacer posible esa realidad coadyuvando al logro de una gobernabilidad que haga compatible la fragmentación parlamentaria con el respeto democrático por el valor que tienen todos y cada uno de los votos ciudadanos. Ni esta realidad ni la cicatería del cortoplacismo deben empujar a la clase política a tomar decisiones acríticas, haciéndola rehén de la enfermiza fragmentación de la voluntad popular que está minando los cimientos de la sociedad democrática de forma tan imperceptible como incruenta. Se hace necesario articular mecanismos constitucionales que faciliten vías de concurrencia para encauzar la fragmentación, habilitando procedimientos para agilizar la conformación de gobiernos legítimos con capacidad de afrontar los auténticos problemas de los ciudadanos.

    Otro asunto que en mi opinión debería incorporarse a una hipotética reforma del texto constitucional es el aseguramiento de la renovación en tiempo y forma de los órganos jurisdiccionales, de acuerdo con los procedimientos y los tiempos que reglamentariamente se establezcan. No tiene sentido que el Gobierno de la Nación pueda ser elegido por una mayoría simple del Parlamento, cuando deviene imposible alcanzar la vía de las deseables mayorías absolutas, y que la renovación de los diferentes órganos jurisdiccionales (Consejo General del Poder Judicial, Tribunal Supremo, Tribunal Constitucional…) no replique esa realidad. ¿Acaso es más importante el gobierno de los jueces que el de todos los ciudadanos, entre los que ellos mismos se cuentan?

    En fin, por aproximarme a una síntesis de lo que vengo argumentando diría que si las minorías, dumpin, lobbies o cualesquiera otros individuos o corporaciones —adopten el formato de  compañías financieras, emporios digitales, foros políticos y económicos o cualesquiera otras fórmulas— usurpan la representación de la ciudadanía e imponen sus intereses a los que deben explicitar y defender sus legítimos representantes no tiene sentido continuar con la pantomima de la representación formal que representan las sociedades democráticas. Si orillamos el principio esencial de «un hombre, un voto», si convertimos el voto en mera retórica, sin capacidad decisoria alguna, existen vías mucho más expeditivas (no sé si además más baratas) para asegurar el gobierno de la sociedad. Pero si realmente creemos en los principios que sustentan el Estado de Derecho, que es lo mismo que decir en la soberanía popular, en la separación de poderes, en la articulación democrática de la representación ciudadana se impone cuanto antes una reforma de la norma básica. En otro caso, seguiremos haciendo el “caldo gordo” a la involución y a la desfiguración de la democracia. Y quienes medran con ello están encantados de conocerse constatando la inacción general de la sociedad.