Hace pocos días Beatriz Gimeno, periodista del diario digital Público, nos ofrecía una excelente tribuna que titulaba ¿Qué es neoliberalismo? El cartel del curso de Albert Rivera. La redactó a propósito del pasquín anunciador de un máster de liderazgo y management político que, a razón de casi 6000 euros, coordina Albert Rivera y patrocina el CES Cardenal Cisneros, adscrito a la Universidad Complutense de Madrid. El programa está dirigido a profesionales del ámbito institucional (cargos públicos y miembros de sus equipos), a directivos del área de relaciones institucionales del sector empresarial y a otros profesionales de la esfera privada interesados en desarrollar su carrera en el terreno de la política. El equipo docente de este posgrado lo integran una treintena de ponentes y profesores, líderes políticos y académicos, que aportarán y compartirán las fortalezas y capacidades que los han llevado a incursionar en el mundo de la política, el derecho, la economía o la empresa, que a la vez constituyen las claves reales de sus hipotéticos éxitos y fracasos. Entre ellos Mario Vargas Llosa, Alberto Uribe, Toni Cantó, Alberto Ruiz-Gallardón, Leopoldo López, Marcos de Quinto, Jorge Bustos y el propio Rivera.
Aunque bien mirado tal vez lo que menos importe a sus organizadores y participantes es que exista saber alguno que se pueda transmitir y asimilar o materia concreta susceptible de aprenderse o enseñarse. Me parece que lo que únicamente interesa a ambos, especialmente a los segundos, es asegurarse la cercanía al calor que emana de tan insignes próceres. Esa proximidad que seguramente consideran un vector de contagio idóneo para asimilar y emular con presteza las generosas raciones de cinismo y desvergüenza que aquellos atesoran. Porque en este mundo de marcado sesgo neoliberal que nos ha correspondido habitar nadie debe acreditar y menos justificar un bagaje intelectual, ideológico, cultural o ético para alcanzar el reconocimiento social. Carece de importancia si se ha tenido éxito en lo que se emprendió o si, contrariamente, se ha contribuido a hundir cuantas empresas se han gestionado o incluso se ha logrado acabar con la propia reputación. Resulta curioso constatar que es absolutamente irrelevante haber conseguido ser el peor de cuantos concurrieron a cualquier desafío. Por el contrario, lo que importa es llegar, sea como sea, al espacio donde están los dueños, los que se enriquecen y se reparten el pastel. Y para ello lo único que debe gestionarse es el propio personaje; esa es la única empresa: la propia.
No hay una ideología que sustente semejante desvarío, no hay teorías económicas o filosóficas detrás. Lo que subyace a él es la posesión de la característica de ser dueño de una parcela del mundo. Y para acceder a esta posición, si no se es rico de nacimiento, debe acreditarse la capacidad de autogestionarse en el mercado de la fama. Esto, que antes valía para el mundo del espectáculo, ahora vale para todo, política incluida. La superioridad de la propia imagen sobre cualquier idea, razonable o no, inteligente o no. Se trata de dar con la tecla adecuada en el momento justo. No hay un programa electoral que presentar ni ideología que defender, tampoco empresa que hacer triunfar ni éxito electoral del que ufanarse, ni inteligencia o cualidades morales que demostrar. No hay otra lógica que el sí mismo: yo, mi, me, conmigo.
Es la representación perfecta de la subjetivación neoliberal, que va mucho más allá del imaginario capitalista. Es el mundo de la emoción sin base tangible, el mero deseo de estar ahí, dando clases de lo que sea sin tener ni idea de nada. Vivir sin que importe lo que hacemos con nosotros mismos, eso sí, siempre que logremos triunfar, aunque tampoco sepa nadie como conseguirlo.
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