domingo, 24 de junio de 2018

Por qué necesito la amistad

La felicidad ha sido un preocupación recurrente de la humanidad y lo sigue siendo en la actualidad, no en vano todos porfiamos por lograrla aunque desconozcamos cómo hacerlo. A lo largo de la historia se ha filosofado mucho sobre ella. Hoy, sin embargo, se va más allá. Se ha concretado un corpus de conocimiento que constituye lo que se ha llamado ciencia de la felicidad, que aporta herramientas para mejorar la vida de las personas y de las organizaciones. Esta nueva ciencia rebosa de cosas archisabidas y de sentido común. Nos dice, por ejemplo, que lograr objetivos como ganar mucho dinero o tener éxito no nos hace felices a largo plazo. Al contrario, en el mejor de los casos, solamente nos proporciona cierto bienestar temporal. Sin embargo, curiosamente, las relaciones con los demás son uno de los factores que más ayudan a vivir felices. Así lo argumentan las conclusiones de algunas de las más importantes investigaciones en el ámbito de la psicología positiva, acreditando que quienes tienen unas relaciones íntimas sólidas, sean amorosas, familiares o amistosas, y también quienes aprecian lo que han conseguido son más felices, más optimistas, tienen más éxito y hasta fortalecen su sistema inmunológico.

A poco que reflexionemos, constataremos que en los últimos tiempos las relaciones virtuales entre las personas están sustituyendo en buena medida a las reales. Cada vez dejamos más al albur de los flujos de las redes sociales y los media esta importantísima parcela de nuestra personalidad. Por otro lado, los efectos del consumismo y el individualismo, que han colonizado amplísimas parcelas de nuestra privacidad, nos conducen demasiado a menudo a no apreciar sufientemente las cosas buenas que hemos conseguido. Parece que importa mucho más lograr más, que valorar lo bueno que tenemos. Tales actitudes no hacen sino mermar la felicidad porque existen pruebas científicas que demuestran que cuando apreciamos a los familiares y a nuestras parejas, cuando justipreciamos el trabajo que hacemos o valoramos el saldo que arrojan nuestras vidas, acrecentamos nuestro patrimonio personal.

Podría decirse que vivimos en la era de las distracciones. Nos envuelve un maremágnum de estímulos que nos requieren y tiran de nosotros desde distintas posiciones, entorpeciendo el disfrute del aquí y del ahora. De modo que, en mi opinión, se impone instaurar una especie de alquimia emocional que nos allegue orientaciones fundamentales para aproximarnos a la felicidad. Según dicen los expertos, hay dos condimentos esenciales para ello, aunque obviamente existen otros. El primero son las relaciones interpersonales, que constituyen su principal indicador. Naturalmente se refieren a las que establecemos cara a cara, íntima y profundamente, no a las relaciones virtuales. Y el segundo ingrediente es la simplificación de la vida. Como decía, vivimos extraordinariamente distraídos y necesitamos centrarnos. Sinceramente, creo que debemos autoimponernos una cierta cordura y esforzarnos en hacer pocas cosas en lugar de intentar cumplimentar muchísimas. Esos espacios monotarea (conversar con un amigo, leer, meditar…) son imprescindibles para emprender y transitar el camino que condice a la felicidad.

El viernes se me presentó una nueva oportunidad para amalgamar los condimentos referidos: disfrutar durante un par de horas de las relaciones personales, sin hacer nada ni preocuparme de otra cosa durante ese tiempo. Fue en Cheste, donde se inauguraba la remodelación del local que la Sociedad Cultural Ateneo La Alianza tiene en la Plaza del Doctor Cajal. La ocasión venía pintiparada por un conjunto de fortuitas coincidencias: las personas que regentan el establecimiento son hijos de una vieja compañera de estudios, otros compañeros tienen vínculos históricos y estrechos con el Ateneo y yo me había desplazado a Gestalgar para pasar el fin de semana. En síntesis, un conjunto de sinergias que posibilitaron un gratísimo encuentro que nos permitió reanudar un diálogo interrumpido hace cincuenta y dos años.

A mediados de mayo, también de manera casual, contacté a través de Facebook con Bienve Valencia, compañera de bachillerato. Tras la sorpresa y la consiguiente alegría por el reencuentro, nos pusimos al día en cuestiones familiares y profesionales, repasamos algunos recuerdos, refrescamos alusiones a amistades comunes y compartimos buenos propósitos para el inmediato futuro. Aquella breve conversación digital me allegó un pálpito: tal vez fuera posible que la vieja pandilla de estudiantones se volviese a reunir gracias a una nueva conjunción de contingencias de naturaleza astral, digital o emocional. O, simplemente, por los buenos oficios ejercitados por mi veterana compañera o cualesquiera otras personas. Me consta que unos guasaps, alguna conversación telefónica y otras gestiones de naturaleza imprecisa fueron determinantes para que el pasado viernes, a las siete y media de la tarde, y en el lugar que he referido, mi mirada se cruzase con la de Mari Carmen Tarín, que la reconoció al instante. Y justo ahí, en un inesperado flashback, mi mente retrocedió medio siglo. Y proyectó en segundos un viejo paisaje plenamente reconocible, el del Colegio Libre Adoptado Luis Vives de Chiva, dependiente del Instituto Nacional de Enseñanza Media de Requena. Vi deambular por su párvulo territorio a los jóvenes licenciados y profesionales que eran nuestros profesores: doña Amparito, Fernando Galarza, doña Maruja, don José Morera, Manolo Mora, Edelmira, don Juan… Rememoré como ellos, y bastantes más, nos ayudaron a aprender lo que entonces se enseñaba y a defendernos de los tribunales inquisitoriales que venían desde Valencia a final de cada curso para comprobar nuestros progresos, sometiéndonos a un tercer grado, que ahora se denomina evaluación externa, para validar lo obvio: los resultados de los exámenes previamente realizados con nuestros mentores naturales.

En esos escasos segundos en que Mari Carmen y yo volábamos hacia nuestro esperado encuentro, visualicé ese pequeño colegio donde viví buena parte de la pubertad y eclosionó mi adolescencia; en el que la enseñanza no era segregada por sexos, como en casi todos los demás centros, sino que chicos y chicas compartíamos aulas, seguramente más por la escasez de la demanda que por razones pedagógicas o ideológicas. Sin duda, ello ayudó a que me cautivasen –platónicamente– muchas de mis condiscípulas: Matilde, Silvia, Maricarmen, Mercedes, María Luisa…, todas algo mayores que yo, sempiterno benjamín, cautivo de amores imposibles, preso del arrebatado impulso adolescente, varado en un escenario vital tan novedoso como seductor. Pero no sólo de pan vive el hombre. También hice amigos que me duraron muchos años. Algunos todavía perduran: Aniceto y Paco Tarín Herráez, Juan Vicente Muñoz, José Vicente García, Juan Morea, Armando Boullosa, Juanjo Arrastey...

Y se sucedieron los abrazos y las anécdotas, los recuerdos y las invenciones, la alegría de vivir enredados como las cerezas. Allí, viernes y en la tarde, nos vimos y nos recordamos Mercedes y Pilar Saus, Pepe Arrastey, Mari Carmen Tarín y Bienve Valencia, la decana del grupo, alma y columna vertebral entonces y seguramente también ahora. Y nos conchabamos y nos prometimos volver a vernos en el otoño. E hicimos propósito de convencer a quienes no estuvieron allí para que viniesen a la próxima.

Yo hago votos porque así sea, porque estoy convencido de que la amistad no conoce de patrias ni banderas, como no sabe de rangos ni trienios. Sólo requiere dos adjetivados sustantivos: generosidad e incondicionalidad. Y así surgió o surge, espontáneamente, en cualquier momento de la vida, atrapándonos en su círculo mágico, haciendo irrelevante el intervalo temporal en que la conocemos. No entiende de juegos de adivinación, ni de exclusividad. Es como un Love Parade con barra libre, una fiesta a la que te han invitado y a la que has decidido ir. Yo quiero asistir a todas las fiestas de la amistad a las que me inviten porque estoy convencido de que la amistad, como el amor, es un recurso que se puede compartir hasta el infinito. Y, además, es extraordinariamente saludable. De modo que, queridas Bienve, MariCarmen y Mercedes, espero tener una nueva oportunidad el próximo otoño. Gracias por acogerme tan espléndidamente.

miércoles, 13 de junio de 2018

Impunidad

Acabé de leer hace pocos días, y releo, un libro tan breve como necesario: “Verdugos impunes. El franquismo y la violación sistémica de los derechos humanos”. Una reciente y fundamental aportación sobre el régimen que desplegó Franco a lo largo de la Guerra Civil y la larga posguerra asentado en el terror, uno de sus caracteres fundacionales. Quienes lo han escrito documentan, rigurosa y puntualmente, la consideración del franquismo como régimen antiberal y antiobrero, en tanto que estructura de poder que arrasó los derechos políticos, civiles, sociales, económicos y culturales, implementando una sistemática y sistémica vulneración de los derechos humanos.

Han sido tantos años de silencio que incluso a quienes ya tenemos cierta edad se nos olvida a veces que la sublevación militar que se produjo en España el 18 de julio de 1936, más allá de lograr derrocar al régimen legal y legítimo de la II República, pretendió el exterminio de lo que los sublevados llamaban “enemigos” de España (¿verdad que suena este lenguaje?). Lo que entonces denominaban “enemigos de España” (igual que sucede ahora respecto a otros colectivos político-sociales) englobaba un vasto y diverso conglomerado político-social integrado por militantes y simpatizantes de los partidos del Frente Popular, pero también de los sindicatos obreros e incluso por los cargos públicos que no se sumaron al golpe de Estado.

Eran también enemigos de España los intelectuales de convicciones republicanas o los masones, y cuantas personas se apartaban de los cánones morales de los golpistas, como las mujeres con visibilidad o proyección en el espacio público y los homosexuales. Incluso muchísimas personas sin militancia ni desempeño público, que fueron considerados enemigos simplemente porque tenían ideas o identidades propias. De modo que no puede sorprender que en semejante concepción de la vida sociopolítica los “bandos” (órdenes con fuerza de ley dadas por la autoridad militar en zona de guerra durante las hostilidades) se erigieran en la quintaesencia de las disposiciones normativas. Bandos que, por otro lado, se promulgaron con plena conciencia de que eran ilegales e ilegítimos, porque su única finalidad era amparar las primeras prácticas de violencia asociadas al golpe.

Pero siendo ello gravísimo, como imprescriptibles son las ignominias que ampararon, no quedó la cosa ahí. Los bandos sentaron las bases de una singular arquitectura jurídica que tenía como punto neurálgico la denominada Junta de Defensa Nacional, constituida el 24 de julio de 1936, que asumía todos los poderes del Estado y representaba legítimamente al país ante las potenciales extranjeras. De modo que lo que Franco compartió con los tradicionalistas, los monárquicos, los falangistas y los católicos que integraron la coalición que sustentó el golpe de Estado fue nada más y nada menos que la destrucción de la democracia parlamentaria y su sustitución por un modelo de representación corporativa: la denominada “democracia orgánica”. Un auténtico (anti)sistema político por antiliberal, antidemocrático,  antifederalista y anticomunista, en el que no cabía otro partido político que el denominado partido único: Falange Española y de las JONS durante las primeras décadas, y Movimiento Nacional después, hasta su disolución en 1977. El franquismo negó siempre los derechos políticos fundamentales y por eso nunca dejo de ser una dictadura. Tampoco toleró los derechos sociales como la sindicación, la negociación colectiva o la huelga. Y si hay que destacar un colectivo que sufriese especialmente la privación de sus derechos civiles fundamentales es el integrado por las mujeres. La influencia de la Iglesia Católica y la tendencia patriarcal del régimen se los negaron radicalmente.

La violencia de hecho y en caliente, desatada por los golpistas en 1936, se transformó en violencia deliberada y de derecho en la medida que se articularon una legislación y un aparato de represión específicos. Inmediatamente después de que se aprobaran las últimas grandes medidas referidas a la eliminación del conglomerado social enemigo del nuevo régimen, se instauraron las bases jurídico-policiales de la Dictadura. El número de víctimas mortales directas ocasionadas por las prácticas violentas desde 1936 hasta 1945 sigue siendo un dato provisional, pero hoy sabemos que alcanza la cifra de 150.600 muertos. Por otro lado, los estudios realizados por investigadores de distintas asociaciones han permitido constatar la existencia de más de 2.000 fosas comunes, teniéndose constancia de que el número de personas enterradas en ellas supera las 100.000. Por otra parte, la Dictadura acometió una política de segregación infantil que permitió la adopción irregular e ilegal, y propició la pérdida de identidad, de miles de niños en la década de los 40. Un muestra de ello es la cifra de hijos de presas tutelados por el Estado, que llegó a casi 31.000 niños y niñas, según datos facilitados al general Franco por el Patronato Central de Nuestra Señora de la Merced para la redención de penas.

El régimen organizó un complejo sistema de purgas entre los empleados públicos, que incluyó a todas las ramas de la administración y a las distintas funciones y competencias estatales. Una depuración que se complementó con la depredación, saqueo, robo e incautación de bienes cuya titularidad recaía en los llamados enemigos de España. La represión, y con ella la violación masiva de los derechos humanos, tuvo un carácter sistémico en el régimen y, por tanto, no se limitó al periodo de guerra y posguerra porque, si bien en la segunda mitad de su vigencia se crearon tribunales especiales de carácter civil, los tribunales militares mantuvieron prerrogativas represivas. Además, la policía política, de origen militar, extendió sus actividades hasta el final de la Dictadura. Por otro lado, los estados de excepción se erigieron como uno de los instrumentos represivos por excelencia. De hecho, entre 1956 y 1975 se decretaron en 11 ocasiones en parte o en la totalidad del territorio español. La tortura fue habitual hasta el final de la Dictadura e incluso durante los años de la transición política, resultando una práctica estructural utilizada por los funcionarios de orden público, muy particularmente por los miembros de las Brigadas Regionales de Información, constituidas como la policía política del régimen.

En síntesis, el régimen dictatorial fue impuesto violentamente a los españoles. Durante su primera etapa ejecutó un plan de exterminio de un grupo amplio de la población. Posteriormente y hasta su extinción, pervivieron las prácticas violentas y masivas contra los civiles, obedeciendo a una estrategia planificada, generalizada y sistemática.

Hoy, a la luz de recientes estudios jurídicos, parece que la Ley de Amnistía, de 1977, no impediría por sí misma la apertura de causas por asesinatos y torturas, por detenciones ilegales, por sentencias judiciales sin garantías, por ejecuciones sumarísimas y por desapariciones forzadas durante la Dictadura. Todos ellos  son delitos de lesa humanidad e imprescriptibles, de acuerdo con el Derecho Internacional. El problema para emprender la persecución de sus autores no está, pues, en el enfoque jurídico del asunto, sino que radica en las disposiciones y comportamientos políticos. Dicho de otro modo, el Estado democrático no ha cuestionado la radical oposición entre los responsables y autores de los asesinatos y torturas, y las personas que las sufrieron. Es más, ha fijado una doctrina de equiparación ética entre los servidores y colaboradores de la Dictadura y sus opositores y, a la vez, víctimas. De modo que hasta hoy se extiende un manto de impunidad sobre los verdugos o perpetradores de las grandes matanzas que llevaron a cabo quienes protagonizaron el golpe del 18 de julio de 1936, durante el curso de la guerra y  durante la posguerra.

Así pues, los actos impunes del pasado emergen en el presente como una especie de vacío ético. Y por ello cabe preguntarse si se puede reparar a las víctimas del terror y a sus familiares sin identificar y reprobar a sus verdugos. Si el asesinato y la tortura fueron realidades estructurales de la Dictadura, su supervivencia en el tiempo casi equivale a aceptarlas como fruto del actual sistema democrático. Y si ello acaba siendo así, si no se cuestiona esa inaceptable realidad, es inevitable que nos formulemos una pregunta ineludible: ¿qué calidad humana y cívica tienen los valores políticos que sustentan la actual democracia? Desde un punto de vista ético no es posible olvidar o aceptar sin más lo que fue intolerable en tiempos pretéritos. Construir una sociedad articulada sobre los derechos humanos y los valores universales es responsabilidad de la sociedad civil. Y ella (que somos todos) debe motivar, propiciar y, en último extremo, arrancar al poder político el reconocimiento de la verdad, la administración de justicia y la garantía de la reparación para quienes sufrieron el allanamiento institucionalizado y atroz de sus más elementales derechos. Ello se logra por la vía judicial y/o por el cauce político, es decir, mediante las resoluciones judiciales o con la promulgación de leyes. Ambos procedimientos han sido utilizados a tal efecto anteriormente en otras latitudes. Por tanto, frente a esta disyuntiva tampoco es preciso inventar nada.

Libros como el que han escrito José Babiano, Gutmaro Gómez, Antonio Míguez y Javier Tébar, aunque éste naciese con otro propósito, deben tener continuidad en otros estudios que arrojen luz e impulsen la actividad de los movimientos e iniciativas para exigir la administración efectiva de la justicia universal.

viernes, 8 de junio de 2018

Crónicas de la amistad: Aspe (25)

Tras la actividad tormentosa de la tarde-noche de ayer, hoy ha amanecido un día de sol radiante que anunciaba una nueva oportunidad para celebrar la amistad: uno de los platos fuertes del banquete de la vida y, también, uno de sus principales argumentos, junto con el amor, el trabajo y la cultura, entendida en su sentido más amplio y generoso. Nosotros, que gustamos del bien comer, sabemos que la amistad es un manjar importantísimo, que se ofrece con múltiples presentaciones que, a su vez, tienen distintos significados. Es una vianda que incorporan multitud de menús, en los que se percibe su presencia con desigual morfología y vigor. Todos hemos comprobado que no es lo mismo paladear las prodigalidades que brindan los amigos íntimos que degustar o sazonarnos con las cortesías y lisonjas de los conocidos que saludamos diariamente.

Tal vez la amplitud del espectro que abarca el término amistad haga que sea una palabra que, como otras, se falsee a menudo. No en vano si algo caracteriza especialmente al lenguaje coloquial es su alto nivel de imprecisión. A poco que nos detengamos a reflexionar contrastaremos que la gente le llama amor o amistad casi a cualquier cosa. Y, sin embargo, es evidente que tanto uno como otra, cuando alcanzan cierto nivel, aspiran a lo que podríamos denominar “lo absoluto”. Porque, como bien sabemos, la amistad auténtica es algo realmente “grande”, que tiene escasa relación con otros vínculos que sortean o permanecen ajenos a las vidas de quienes los mantienen, a sus intimidades, alegrías y tristezas, a sus cosas confesables e inconfesables. Cuando este delicado y sustantivo caudal resulta insólito en el cauce por el que discurre la amistad, lo que se da entre las personas es una mera relación de trato, de mutuo conocimiento, no de amistad profunda. Tener amigos es algo grande y hermoso, que hay que cultivar. Porque la amistad no es realidad pétrea e inamovible, al contrario, constituye más bien un estado de ánimo amenazado habitualmente por riesgos y peligros, entre los que destacaría especialmente tres.

Teatro Wagner
El primero es el individualismo, que encierra la dificultad para compartir la vida. Sin duda es una de las grandes epidemias que asola el mundo desarrollado, presentándose atrayentemente revestido de un conjunto de creencias, valores y prácticas culturales que hacen predominar los objetivos e intereses individuales sobre los grupales. Un modus vivendi que colisiona frontalmente con la auténtica vida amistosa. La amistad se sostiene en el cariño y la empatía, en el respeto mutuo, en el compromiso compartido, en el interés por el otro. En suma, en la “benevolencia recíproca”, como gustaba decir Aristóteles.

El segundo gran peligro que acecha a la amistad es la prisa y la consiguiente falta de tiempo, o viceversa. Es casi axiomática la sentencia que recuerda que los hermanos nos vienen impuestos por la genética, mientras que los amigos los seleccionamos cada cual. De ahí que los que escogemos como compañeros de viaje, con mayor o menor grado de intimidad, deban ser personas importantes, que merecen que les ofrezcamos la calma que procura la claridad de las ideas, frente a la prisa que caracteriza la superficialidad de las atenciones cotidianas. Ni más ni menos que lo que nos gusta que también ellos nos procuren.

El tercer riesgo es la instrumentalización de la amistad, es decir, servirse del amigo, utilizándolo interesadamente y abandonándolo cuando no lo necesitamos. A menudo se confunde el trato o el conocimiento de las personas con la amistad. Y ésta, cuando es auténtica, sólo se da entre las personas nobles, porque es fundamentalmente donación. Ya lo dice el refranero: “amigo que no da y cuchillo que no corta, aunque se pierda no importa”.

Hoy el grupo “procesionaba” hasta Aspe, patria chica de Antonio García Botella, que nos había convocado a media mañana en la cafetería Sama, próxima al parque en cuya cercanía se instala el mercadillo de los jueves. Desde allí nos hemos desplazado al bar Montaditos, en la Plaza Mayor, donde hemos despenado las primeras cervezas esperando a Mariano Cuevas, que asistía a una reunión de la Comisión de Patrimonio en el Ayuntamiento; una instancia con excelente y productiva trayectoria que evidencia el esmero de amplios sectores de la trama urbana.

En pocos minutos nuestro cicerone se reunía con nosotros para iniciar la visita cultural del día, que en este caso apuntaba al Teatro Wagner, una instalación casi centenaria, de estilo ecléctico y referencias formales modernistas, que fundó el empresario local José Terol Romero, construyéndolo y abriéndolo al público en marzo de 1922. Terol desarrolló su actividad en Alicante, siendo un exitoso agente comercial, consignatario de buques y representante de la Naviera Hispano Oriental, que realizaba el trayecto Alicante-Marsella, así como delegado comercial de las cervezas alemanas Moritz y Damm. El empresario era un ferviente admirador wagneriano y, como no había otro teatro en España con el nombre del afamado compositor, optó por dar su nombre al nuevo coliseo.

Según nos ha explicado el arquitecto artífice de su restauración, a principios de los años ochenta el teatro había perdido prácticamente su actividad y la familia Terol lo puso a la venta. El Ayuntamiento anduvo ágil para adquirirlo y, consumada la compra, inició un complicado proceso para reformarlo que se extendió por espacio de diez años, reinaugurándose en 1995. El proyecto de restauración y sus obras son obra del mencionado arquitecto Mariano Cuevas Calatayud que, amabilísimamente, nos ha puesto al corriente del proceso y de las características de una construcción espléndida, que responde al formato de los llamados “teatros de herradura” característicos del siglo XIX, con embocadura vienesa y detalles modernistas en la fachada. El facultativo está plenamente convencido de que su diseño original es obra de su insigne colega Vidal Ramos, autor de proyectos como el Palacio de la Diputación de Alicante, la Casa Carbonell o el Museo Arqueológico Provincial (MARQ). Actualmente posee una capacidad de 550 butacas repartidas entre el patio, los palcos y el anfiteatro y acoge una frenética actividad cultural que mantiene su ocupación por encima de los doscientos días al año.

Concluida la visita nos hemos dirigido al Ateneo Musical Maestro Gilabert donde hemos dado buena cuenta de un aperitivo a base de quisquillas, ensaladilla y atún a la plancha, bien regado con cerveza y una botella de Ramón Bilbao.  Desde allí nos hemos desplazado al Restaurante Alfonso Mira (antes Lavid), donde Antonio había encargado la comida. Se trata de un establecimiento de referencia en el que su titular ofrece lo que denomina “cocina de armonía”, mediterránea, de temporada y llena de matices, que intenta hermanar su origen, la tradición y la raíz del oficio con los nuevos retos, la formación constante y la búsqueda de la mejora continua. En suma, un proyecto exitoso, premiado y reconocido más allá de los límites de la localidad, que nos ha brindado un espléndido menú a base de pulpo gratinado, caramelo de queso brie, huevos a baja temperatura con setas y foie, tartar de merluza, gazpachos con conejo y caracoles, que ha rematado una degustación de postres dulces y digestivos.

Concluido el almuerzo, nos hemos retirado a la amplísima terraza del restaurante.  En ese punto del encuentro se ha incorporado al grupo Fiti, amigo de Antonio García. Juntos hemos degustado surtidos cafés y generosas copas, que hemos acompañado de un variopinto repertorio musical, que hoy discurría por melodías clásicas de María Dolores Pradera, George Brassens, Luis Llach, algún que otro bolero e himnos atemporales y universales, como Bella Ciao o Hasta siempre comandante, el clásico con que Carlos Puebla despidió al Che Guevara. Antonio Antón ha vuelto a oficiar de maestro de ceremonias musicales deleitándonos, como siempre, con sus magistrales interpretaciones y acompañamientos a la guitarra.

Hace cinco años que escribí la primera de estas crónicas, también relativa a un encuentro que celebramos en Aspe. Dije entonces que habíamos retomado el saludable placer de vernos, hablarnos, comer, abrazarnos y querernos, reeditando momentos especiales en los que recordar, compartir, argumentar, reconocernos y afirmarnos. En suma, vivir unas cuantas horas intensa y distendidamente, enredados como las cerezas que nos había obsequiado Alfonso. Hoy, cumplido el primer quinquenio de disfrute de estos cónclaves, persistimos con contumacia en un gozoso enredo, corregido, aumentado y musicalizado. Tal vez para intentar estar a la altura de las magníficas cerezas que también hoy nos trajo Alfonso desde La Montaña. Con ellas y con el riquísimo panettone de Juanfran Asencio que nos obsequió Antonio García despedimos la temporada. La próxima la inauguraremos en en septiembre, en Santa Pola. Se ha cursado invitación a cuantas señoras deseen participar en una velada a la que también asistirá Domingo Moro, el añorado amigo ibicenco. Un fortísimo abrazo y buen verano para todos, amigos.

viernes, 1 de junio de 2018

¡Aleluya!

Estoy contento, ¿para qué negarlo? Soy demócrata y defiendo que el poder no es patrimonio de nadie. El poder es la atribución que coyunturalmente otorgan los ciudadanos a determinadas personas para que hagan las cosas que, en su opinión, convienen al conjunto de la sociedad durante un determinado periodo de tiempo que, por definición, es finito e improrrogable. Esta es, en lenguaje de andar por casa, la vieja y clásica definición del poder político, que no tiene nada que ver con su significado real. En la sociedad actual, el poder es un intangible que urden las gentes del dinero, sin otra ideología que no sea el yo, yo, yo…y, después de mi, yo también. Gentes sin convicciones, morfología ni ubicación, que guardan sus recursos no se sabe donde, que manipulan las economías –y las vidas– del mundo entero y carecen de otros principios que no sean acumular dinero y más dinero,  una de cuyas traducciones es el poder.

Los ciudadanos nos hemos olvidado de la política. Eso lo saben muy bien, y lo aprovechan, gentes como las del PP, herederas naturales de quienes históricamente se han apropiado de ella en este país. No hace mucho que alguno de ellos, sin duda en horas bajas y refiriéndose a la situación en Cataluña, decía: “mientras Arrimadas y Puigdemont han hecho discursos, nosotros hemos hecho cuentas. Y los resultados son los que son”. Comparto su análisis. Hoy se atiende mucho más a la demoscopia que a la política. Y se apunta mal porque, en mi opinión, el electorado se mueve, cada vez más,  por los sentimientos y por el corazón. Craso error y, sin embargo, verdad de la buena.

Hace pocos meses decían algunas gentes del PP: “cuando en tu propia familia, en tus hijos y sus amigos, compruebas que sus simpatías van hacia Ciudadanos, y que existe una desafección real hacia el PP, es evidente que se ha producido un cambio político, que tendrá repercusiones en próximas elecciones autonómicas y generales”. Y concluían: “la marca PP, ahora, es un lastre. No hay que tener miedo a una refundación. Es necesaria”. No solo eso, aseguraban que “la reflexión en el PP debía abarcarlo todo (incluso a M. Rajoy)”, porque “de lo contrario, Ciudadanos seguirá comiéndonos terreno en las autonómicas y Pedro Sánchez puede llegar a la presidencia en las generales”.

Pues, mira por dónde, han acertado, y hasta ha sido antes de lo esperado. Verdaderamente, no le arriendo la ganancia al ciudadano Pedro Sánchez, tal vez “pan para hoy y hambre para mañana” (deseo fervientemente equivocarme), pero la satisfacción que me produce ver “desfilar” a semejante “tancredo”, que “desaparece” diez horas en un restaurante (?) cuando le va mal la partida, acompañado de personajillos grises e indecentes, huyendo entre enojado y perplejo por las alcantarillas de la historia, es algo que me permitirá, a partir de mañana, encarar los días con otra alegría.