miércoles, 17 de abril de 2024

Crónicas de la amistad: Benilloba (52)

El DRAE define la amistad como el «afecto personal, puro y desinteresado, compartido con otra persona, que nace y se fortalece con el trato». Así pues, con ese término se alude en primer lugar a las pasiones del ánimo, a las inclinaciones o preferencias que desde la niñez experimentamos unas personas hacia otras, moldeando vínculos vigorosos que llegan a prolongarse a lo largo de toda la vida. Pero, además de esas privativas predilecciones, el concepto de amistad incluye el trato, la recíproca y perseverante conexión de unos individuos con los otros, sin el que resulta inconcebible.

La forja de la pasión amistosa corre paralela a la historia de la humanidad. Es más, algunas investigaciones han probado que las relaciones de amistad modelan un andamiaje emocional muy particular, que es determinante para la transmisión del conocimiento. De ahí que constituyan un factor fundamental para explicar el progreso logrado por la especie humana. Hasta el punto de que cualquier ligero cambio en esas conexiones, o en su duración, menoscaba sensiblemente la eficiencia de tales redes sociales. Así pues, no solo las personas individualmente consideradas somos fruto de la evolución, también nuestras relaciones sociales son el resultado de un proceso de selección orientado a la eficiencia del intercambio cultural. Gracias al conocimiento acumulado y transmitido en determinadas redes (sean las plantas con propiedades medicinales, los métodos de caza y pesca o la selección de semillas, por mencionar algunos ejemplos), los seres humanos hemos ido progresando y construyendo sociedades cada vez más complejas y competentes.

Si las cosas son más o menos así, como parece, no debe sorprender que las relaciones amistosas tengan acreditada presencia en uno de los productos culturales más genuinos de cualquier colectividad: el refranero. A él acudiré hoy que transitamos por el territorio de El Comtat, al que me referí en otras ocasiones. Un espacio que pueblan en la actualidad tres decenas de miles de almas diseminadas aleatoriamente en las párvulas poblaciones que amparan los estrechos valles que excavan algunos regatos y acentúan macizos calcáreos imponentes. Pronto hará dos años que merodea por estos pagos nuestro querido Elías, definitivamente despreocupado, enteramente ensimismado y absorto en el embeleso de los sones de la muixeranga murera.

A lo largo de la historia, las gentes que han habitado esta y otras muchas tierras del planeta han condensado y expresado su sabiduría práctica mediante los refranes, que son auténticas esencias del pensamiento, genuinas formas de experiencia, que sintetizan y expresan el saber popular, como explica Martínez Kléiser, uno de los principales especialistas en la materia. Su Refranero general ideológico español incluye nada menos que seiscientos cincuenta refranes sobre la amistad, una profusión que revela la relevancia de una de las relaciones humanas más añejas. En esa monumental obra encontramos dichos que conciernen a muchas de sus facetas. Unos apuntan a las características de la verdadera amistad: «El amigo leal, más que en el bien te acompaña en el mal», «En prisión y enfermedad se conoce la amistad». Otros se refieren a la conducta con los amigos: «A amistades que son ciertas, siempre las puertas abiertas». No faltan las menciones a la escasez de los buenos amigos: «Amigos, uno entre ciento, y si mejor lo he de decir, uno entre mil». O al número de ellos: «Amigos, pocos y buenos». Y no son pocas las alusiones a la reconciliación entre ellos: «Amigo reconciliado, vaso quebrado y mal lañado». Incluso algunos previenen sobre la falsa amistad: «Quien se fía de amigo no fiel, buen testigo tiene contra él», e incluso a la que se guía por el interés en exclusiva: «Amistad por interés, hoy es y mañana no es». Y los hay que advierten de la amistad peligrosa: «El amigo imprudente, con una piedra te mata el mosquito de la frente». Y así hasta donde pueda imaginarse porque, como puede deducirse, tal número de refranes da para mucho.

Alfonso nos había citado a las 12:00 h. a las puertas de su casa en Benilloba. El contingente proveniente del Vinalopó había llegado puntualmente, mientras que el que se desplazaba desde Santa Pola, Alicante y La Vila se demoraba unos minutos. De modo que, apenas nos hubimos saludado y los primeros despachado unos cuantos botellines en la terraza de Alfonso, casi sin solución de continuidad nos desplazamos a la recién rehabilitada casa de sus padres, que ahora ocupa su hijo Xavi. Un primor de restauración y funcionalidad que nos ha encantado. Por su parte, Domingo Moro nos venía siguiendo la pista bien temprano desde su Ibiza.

Hemos continuado el recorrido unas decenas de metros hasta alcanzar el bar Les Moreres, uno de los dos existentes en Benilloba, que ocupa el edificio de las antiguas escuelas, en cuyo patio se alinean algunos vetustísimos ejemplares, cuyos tallos empiezan a brotar por estas fechas y ofrecen una sombra fresquísima durante los meses estivales. Allí nos habían preparado un aperitivo pantagruélico a base de especialidades de La Montaña, reforzadas con otras tapas: cacahuetes valencianos, queso fresco a la plancha con mermelada, jamón y queso con tostas y pasas, lomo a la plancha con ajos tiernos, maíz tierno frito, sangre con salsa verde, lomo e hígado con la misma salsa, bacalao rebozado con mahonesa y, finalmente, chipirones también rebozados. Todo ello ha sido convenientemente maridado con cerveza, Protos y un verdejo de Rueda.

Tras despachar tan opíparo tentempié, hemos enfilado de nuevo hacia la casa de Alfonso y Paqui. Una rápida visita a su cada vez más completo taller/exposición ha puesto ante nuestros ojos piezas novedosas, confeccionadas con diferentes maderos, tamaños y texturas, cuya morfología y acabado revelan el asombroso progreso de un profano, autodidacta, que ha contraído méritos más que suficientes para ser calificado justamente como ebanista primoroso.

De nuevo quebrábamos una de las cláusulas fundacionales de los encuentros y comíamos en una de nuestras casas. No sólo quebrantábamos el acuerdo explícito de hacerlo en «territorio neutral» sino que remachábamos la ligadura del apego con la concurrencia de un puntal primordial: Paqui. Imposible especificar las atenciones recibidas de una amiga tan delicadamente sencilla, generosa, entrañable y sagaz. Difícil hallar adjetivos con los que calificar con justeza sus exquisitos cuidados y sus genuinos afectos.

Los anfitriones habían determinado reforzar el tentempié y han dispuesto sobre la amplia mesa de su terraza unas generosas tapas de mojama y hueva con tomate trinchado, unas lonchas de queso fresco y una primorosa tortilla de patata y cebolla, digna de cualquier restaurante de postín. Y para rematar el ágape, Paqui había preparado una de sus especialidades culinarias: unas extraordinarias manitas de cerdo, que han hecho que nos chupásemos los dedos. Su buen hacer, puesto a disposición de sus amigos a través de tan exquisita vianda, me ha sugerido una impremeditada metáfora, que liga a la perfección con el hoy requerido refranero: «más sabe el cerdo por cochino que por sabio», nos recuerda la paremia; es decir, la verdadera sabiduría no está en las apariencias o en los títulos, sino en la experiencia. O con ese otro refrán que reza: «aunque sea cerdo, siempre sabe a gloria», animando a encontrar la belleza o el valor en cualquier cosa, desestimando sus aparentes imperfecciones.

Y es que las manitas son un suculento bocado, más saludable de lo que se cree, porque carecen de valor proteico y aportan muy poca grasa. Al ser alimento rico en vitamina B1 levantan el ánimo; de ahí que los nutricionistas las aconsejen para combatir el decaimiento. Plato conocido desde la Antigüedad, especialmente tradicional en la vecina Francia, donde se conocen como pieds de cochon. También en Italia es frecuente encontrar en las cartas de los restaurantes los populares piedinini. E incluso constituyen el ingrediente fundamental de uno de los estofados más preciados de la cocina coreana. Así pues, se trata de un plato con historia y leyenda. Una de las más conocidas asegura que fue determinante en la captura del rey Luis XVI de Francia y su familia. El monarca, gran aficionado a la buena mesa, se detuvo en un mesón de Sainte-Menehould, pequeña localidad cercana a Varennes, para deleitarse con las manitas de cerdo que llevan el nombre de ese pueblo de la Champagne, siendo reconocido, apresado y, finalmente, guillotinado. Doy fe de que nada de esto nos sucedió a nosotros.

Al contrario, como no podía ser de otro modo, las canciones hicieron acto de presencia en la sobremesa. Antonio Antón volvió a deleitarnos con su voz y su guitarra interpretando piezas conocidas de su amplísimo repertorio, invitándonos a que le acompañásemos activamente, cosa que hacemos siempre a base de desafinados y profusión de destemples y disonancias. En esta ocasión, como en otras, el remate musical se vio trufado con intervenciones socio-filosóficas que han añadido un contrapunto de distinción a la tertulia.

En fin, queridos amigos, permitid que concluya esta crónica con unas breves reflexiones a propósito de la conservación de la amistad, que tomo prestadas al viejo médico y pensador Laín Entralgo. Parto, como hace él, de un principio general: la amistad no llega a ser auténtica si no está naciendo constantemente. El status nascendi es el característico de toda amistad verdadera, que aunque sea vieja debe renacer cuántas veces se reencuentren los amigos. La pregunta subsiguiente sería: ¿cómo conservar una amistad que germina constantemente? Me parece que intuitivamente todos conocemos la respuesta pero, por si albergamos alguna duda, reiteraré las recomendaciones de Laín, basadas en las consignas que propuso Kant, cuya observancia considero esencial para lograrlo. No son otras que respeto, franqueza, liberalidad, discernimiento afectivo, imaginación y camaradería, todas ellas asentadas en las tres notas esenciales de la relación amistosa: benevolencia, beneficencia y confidencia. Estos me parecen los principales recursos para lograr una amistad «delicadamente cincelada»; para alcanzar ese modo de convivencia que cuando se protege primorosamente casi alcanza a ser la cima del universo, como en su día aseguraron Ortega y Laín.

Salud y felicidad, amigos. Nos vemos en Elx, el próximo 5 de junio.



miércoles, 31 de enero de 2024

Escribir es corregir

Hace una década que anoté en este blog una entrada relativa a la necesidad de escribir que tenemos algunas personas. Dije en ella que la escritura es una experiencia muy personal, y por ello tiene tantos significados. Confesé que a veces escribía para dejar correr el pensamiento y registrarlo en un determinado soporte, y que en otras buscaba radiografiar mi raciocinio o mis emociones definiendo lo que siento o lo que medito. Decía que la escritura me liberaba de algunas pasiones y preocupaciones, que me aligeraba de las cosas de la conciencia y hasta de algunas sensaciones vegetativas. Añadía que escribir significa decir lo que no se puede o no se debe callar. De ahí que, como alguien dijo, suponga siempre poner la cara, hablar de frente. Por ello, cuantos escribimos sabemos que nos jugamos algo con nuestras palabras. Apostillé, finalmente, que escribir es una aventura fascinante, resultado de la transpiración más que de la inspiración. E insistí en que la escritura exige esfuerzo, dedicación, hacer y deshacer, buscar, corregir, reescribir...

Hoy quiero volver sobre esto último. Tras una década escribiendo con cierta regularidad, aseguro —como lo han hecho otros— que escribir es en buena medida corregir. Cuando escribo nunca sé bien si estoy haciendo una cosa o la otra, pues a menudo me sorprendo practicando ambas simultáneamente. Podría decir que escribo corrigiendo, o que corrijo escribiendo. Ahora bien, debo precisar lo que entiendo por corregir. Por lo general, se piensa que consiste simplemente en concordar correctamente sujeto, verbo y predicado, utilizar razonablemente la acentuación y los signos de puntuación, y poco más. Eso es lo que significa corregir el lenguaje ordinario o los textos administrativos. Sin embargo, desde el punto de vista literario, corregir es un verbo inmenso que atiende a muchas otras cosas, engloba una fase primordial de la escritura e incluye atender aspectos lingüísticos, estructurales y semánticos.

La primera versión de cualquier relato constituye poco más que un tosco andamiaje, que es necesario pues contiene el pensamiento primigenio subyacente, sin el que nada vendría después. A veces resulta de elaboración molesta, casi desagradable, y cuesta consumarla. Pero a ella debe suceder la fase primordial de la escritura: la corrección.

Corregir significa analizar el contenido de lo redactado para subsanar incoherencias, malentendidos, confusiones, lapsus… Significa detectar y remediar errores en la aplicación de la norma de la lengua escrita: fallos ortográficos (puntuación, tildes omitidas o innecesarias...), morfosintaxis incorrecta, ambigüedades, imprecisiones… Supone atender al uso estético o artístico del lenguaje, preservando los rasgos del estilo particular de quien escribe.

Escribir es corregir, corregir y corregir. Combinar la artesanía de la palabra con la orfebrería semántica. Una experiencia tan gravosa como prodigiosa. Como dije, sigo sin querer olvidar las palabras, y menos lo que significan. Y solo por eso merece la pena escribir…, y corregir.



miércoles, 24 de enero de 2024

Filosofía «delulu»

Con esta expresión no pretendo pitorrearme de nadie, aunque pueda parecerlo. Lejos de mi ánimo semejante dislate. Bien al contrario, aspiro exclusivamente a compartir el asombro —y también algunas reflexiones— que me produce el enésimo fenómeno que se viraliza en las redes sociales. Seis mil millones de likes en TikTok respaldan a un recentísimo mantra que ha sido objeto de profusos comentarios en la prensa nacional e internacional. La frase en cuestión es «Delulu is the solulu», un enunciado expansivo que ha permeabilizado las mentes y las redes, especialmente las que frecuentan los jóvenes de la Generación Z. Si bien no disponemos de traducción acreditada del vocablo delulu —del inglés delusional (delirante)—, en el contexto de la mencionada frase podría equivaler a algo parecido a «autoengañarse», y la sentencia completa sería «autoengañarse es la solución». En este caso, se entiende que para conseguir en la vida lo que se desea. Algo que habitualmente se ha considerado un desatino y que, sin embargo, ahora se ofrece como una solución de una sencillez abrumadora.

Obviamente, el éxito de la propuesta se asienta en el atractivo que supone la perspectiva de que cualquiera puede inducir y disfrutar de profusas oportunidades y venturas en la esfera profesional y en el ámbito emocional. Lo que ofrecen los gurús de tan escueta proposición es una sucinta y peculiar filosofía con la que se eluden las complejidades de la vida real y se alcanza una suerte de enajenación transitoria, que permite adoptar el perfil de la persona que se desea.

Esta invitación, que algunos consideran una versión satírica e hipertrofiada del pensamiento positivo, ha brotado de la nada y se ha divulgado rapidísimamente. Hasta el punto de que en los medios de difusión se especula sobre sus potenciales e inmediatas aplicaciones. Podría decirse que nos hallamos frente a una resumida y renovada versión de los viejos (?) libros de autoayuda, o de los ensalmos para alcanzar la felicidad, que intenta hacernos creer que semejante asunto depende exclusivamente de cada cual. Eso es lo que propone esta mirífica fórmula con un novedoso formato que realmente no es tal, sino que esconde vetustos mensajes de autoayuda —como los que incorporaba el bestseller de Rhonda Byrne (2006): El Secreto— que ahora se ofrecen envueltos en flamantes términos o empaquetados en cortos vídeos.

En suma, me refiero a un fenómeno vinculado al llamado pensamiento positivo que, en opinión de muchos académicos, no es sino una «reducción y simplificación» de conceptos e ideas bastante más poliédricos. Algunos de los aspectos especialmente criticados son la negación de las emociones negativas (miedo, ansiedad, ira, tristeza, depresión, asco…) y el rechazo de su contribución al crecimiento personal. Sin olvidar la propuesta de endiosamiento de la denominada «ilusión positiva», una suerte de venda de optimismo que distorsiona radicalmente la realidad, pues aspira a instaurar en las mentes una fe casi ciega en la rúbrica que augura que todo irá bien. Sin embargo, como sabemos, la interpretación errónea de tan bienintencionado lema conduce al derrumbamiento emocional cuando las cosas no ruedan como esperamos o cuando tomamos conciencia de que el correlato entre actitud positiva y bienestar no existe. En definitiva, cuando los actos considerados positivos no se traducen mecánicamente en consecuencias favorables, cosa que sucede frecuentemente como todos sabemos

Así pues, el reduccionismo de estos enfoques psicológicos difunde un mensaje equívoco de conceptos como el optimismo o la felicidad. Porque la ira, el miedo o la tristeza también son per se emociones productivas, esenciales para el aprendizaje y el crecimiento personal. Los seres humanos no podemos evitar la tristeza, ni enfadarnos o sentirnos aterrorizados porque dejaríamos de serlo. Lo que sí podemos, como hacemos con las emociones positivas, es aprender a moderar su impacto negativo y a transformarlo en fuente de conocimiento y de desarrollo personal. Justamente para eso sirven las denominadas emociones básicas, cuya finalidad no es otra que contribuir a facilitar el equilibrio personal y a asegurar la adaptación social.

Estas corrientes del pensamiento positivo me parecen peligrosísimas. Los mantras que se difunden desde la esfera política, o desde la propia psicología, apelando a que: «tus deseos son tus derechos», «Good vibes only», «los sueños se cumplen», los duros se cambian a cuatro pesetas o los perros se atan con longanizas, me parece que abonan un contexto ineducativo, que no puede sino contribuir a causar en diferido un profundo malestar entre la ciudadanía, cuando no generar una frustración insoportable. No deja de sorprender que a estas alturas todavía se sigan prodigando los timos del tocomocho o de la estampita. Y me pregunto qué pasará con las nuevas generaciones inmersas en la nueva religión del narcisismo, el egocentrismo, las inalcanzables expectativas, la autoayuda y el pensamiento positivo. Me pregunto por lo que harán cuando constaten, descarnadamente, que no siempre suelen cumplirse; más bien casi nunca. Porque es evidente que no basta con creer en el éxito profesional o personal para alcanzarlo.

El esfuerzo, el optimismo, la gratitud, la creencia en la felicidad, la sonrisa como respuesta o lo que se nos ocurra, poco o nada tendrá que hacer si ocultamos el lado negativo de las cosas. Solo siendo conscientes de que existe lograremos hacer algo para intentar cambiarlo. Porque, nos guste o no, es ineludible pensar sobre qué hacer con aquellos que no conseguirán profesionalmente lo que esperaban, con los que se quedarán sin pareja, con los que no podrán tener casa propia o con los que enfermarán y no tendrán acceso a los recursos sanitarios. Ni siempre seremos felices, ni siempre conseguiremos lo que nos propongamos. Ni pasa nada por no serlo o no conseguirlo. A no ser, claro, que optemos por vivir narcotizados e inmersos en un pensamiento mágico que identifica vida con sonrisa y felicidad. Afortunadamente, la vida son muchas cosas más.



jueves, 18 de enero de 2024

Crónicas de la amistad: Novelda (51)

Sin que su versión meteorológica nos alertase, volvió a sorprendernos el invierno astronómico. Se nos echó encima la estación en la que hormiguean los balances del pasado y se forjan esperanzas para el futuro. Se desgranó el año viejo y cuanto en él sucedió para gusto o disgusto de unos y de otros. Hubo de todo y para todos: se desató por enésima vez la guerra perpetua entre judíos y palestinos, solapándose con la de Ucrania y con otras muchas, a cuyas crueldades y tragedias, tristemente, nos hemos acostumbrado. Estalló la «ebullición global» que hizo de 2023 el año más caluroso de la historia. Acontecieron sismos devastadores en Turquía y Marruecos que provocaron miles de víctimas. Donad Trump se convirtió en el primer presidente estadounidense procesado penalmente; y no una sola vez, sino en cuatro ocasiones. Lula da Silva recuperó el poder en Brasil y un ultraliberal antisistema fue elegido presidente de Argentina. La OMS declaró el fin de la emergencia por Covid-19 y la India se erigió en el país más poblado del mundo, arrebatándole el récord a China. Carlos III, eterno candidato al trono británico, fue coronado rey a los setenta y tres años. La Luna volvió a situarse en el corazón de la carrera espacial: India se sumó a China, Rusia y USA en el ranking de los alunizajes controlados. Pedro Sánchez volvió a la Moncloa tras pactar con casi cuanto existe a la izquierda del PSOE y con el conjunto del independentismo. Como siempre, al PP le resultó insoportable que se le esfumase la plenitud del poder —atribución que considera su patrimonio natural—, pese a haber arrasado en los comicios municipales y autonómicos y gozar de mayoría absoluta en el Senado. En fin, sucedieron acontecimientos para contar y no acabar.

Pese a todo, en esta suerte de interludio, antesala del invierno, se prodigan las reflexiones y los buenos propósitos que, desgraciadamente, suelen ser circunstanciales y perecederos. Tan efímero paréntesis llega a ser ocasión propicia para recordar y avivar intenciones y pronunciamientos tan juiciosos como los que siguen: «Lo que sabemos es una gota de agua; lo que ignoramos es el océano» (I. Newton). «Felicidad no es hacer lo que uno quiere sino querer lo que uno hace» (J.P. Sartre). «Quien no entiende una mirada tampoco comprenderá una larga explicación» (Anónimo). «Lo que es de uno es casi de nadie, así que es mejor que sea de muchos» (E. Chillida). «El tiempo no existe porque el tiempo son las cosas que te pasan, por eso pasa tan deprisa cuando a uno ya no le pasa nada» (Manuel Vicent). Continuaría con una amplísima retahíla de sentencias, del mismo modo que podría recrearme comentando cualquiera de las mencionadas; pero, para no hacerme pesado, me limitaré a compartir algunas reflexiones que me suscita la última paremia.

Años ha que en una de sus impagables columnas Manolo Vicent decía lo siguiente: «No existe otro remedio conocido para que el tiempo discurra muy despacio, sin resbalar sobre la memoria, que vivir a cualquier edad pasiones nuevas, experiencias excitantes, cambios imprevistos en la rutina diaria. Lo mejor que uno puede desear para el año nuevo son felices sobresaltos, maravillosas alarmas, sueños imposibles, deseos inconfesables, venenos no del todo mortales y cualquier embrollo imaginario en noches suaves, de forma que la costumbre no te someta a una vida anodina. Que te pasen cosas distintas como cuando uno era niño». Bien podría haber sido este el contenido de mi carta a los reyes magos, si es que no lo fue.

Porque, como él, constato casi diariamente que se me escapa imperceptiblemente la capacidad de exprimir el tiempo, e incluso de aprovechar los estrechos márgenes que deja la atención de las obligaciones cotidianas. Todavía me subyuga, como a él, la idea de percibir a mi alcance efímeras pasiones o algunos de los venturosos sobresaltos que descubro en las lecturas que emprendo y en otros pagos. A veces, cuando me acuesto, invoco el retorno de sueños imposibles. Y de vez en cuando regresan a mi mente y resuenan en ella las estrofas de viejas canciones; como aquella de Battiato intitulada por su primer verso: «La stagione dell'amore viene e va/, i desideri non invecchiano quasi mai con l'età./Se penso a come ho speso male il mio tempo/che non tornerà, non ritornerà più./La stagione dell'amore viene e va, all'improvviso senza accorgerti, la vivrai, ti sorprenderà/Ne abbiamo avute di occasioni/perdendole; non rimpiangerle, non rimpiangerle mai…»

De alguna manera, tengo la inconsistente convicción de que la ficticia misiva que consigné para oriente llegó a sus destinatarios. Lo intuyo porque, en esta epifanía del nuevo año, contrasto que algunos de mis deseos han sido satisfechos. Además, en algunos de los sueños que consigo evocar, he vislumbrado bienandanzas futuras. Por otro lado, en las párvulas tardes de enero he paladeado frecuentemente la matizada luz violeta proyectada por efímeros ocasos entintados de oropel y carmesí. Y he experimentado sensaciones agridulces que me han transportado a lejanos fríos heladores, compañeros de fatigas de una infancia apurada en callejuelas, corralas y labrantíos, arrebujada en la luminosidad torva de jornadas nivosas, que casi siempre eran el obligado preludio de la ansiada primavera.

Así mismo, en estas jornadas, durante mis timoratos paseos, he observado por centésima vez la sutileza de las yemas incipientes que ribetean las ramas de los almendros con su hinchazón característica, que anuncia la espléndida floración que alimentada por sabias vigorosas colonizará y vestirá sus desnudeces en pocas semanas. De ese modo, como por arte de ensalmo, se acabará gozosamente con el ostracismo vegetal que imponen los rigores invernales.

Y por encima de todo ello, hoy, compruebo y proclamo que somos especialmente felices porque hemos vuelto a detener el tiempo durante unas horas. De nuevo dejamos constancia irrefutable de que nos subyuga la armonía amistosa y de que nos siguen pasando cosas interesantes. Proclamamos que hemos resuelto abolir la monotonía y nos hemos propuesto firmemente evitar que los días resbalen sin dejar huella sobre nuestras vidas. Hoy hemos declarado tácita y explícitamente que queremos seguir escalando la pendiente de la existencia y resistir luchando contra el tiempo, como lo hicimos cuando éramos niños y adolescentes. Y ello, venturosamente, ha sucedido en Novelda donde, como siempre, nos había emplazado Luis, en el restaurante-cafetería Panach, al que conocemos cariñosamente como su «oficina».

Era poco más del mediodía, cuando pasábamos lista y allí estábamos todos. No pudieron concurrir físicamente ni Domingo Moro, que nos seguía telemáticamente desde Ibiza, ni Elías, que sigue distraído con sus cosas. Sin embargo, ambos estaban allí; doy fe. En el espacioso y agradable patio interior del establecimiento, una diligente y eficientísima camarera, de nombre Bea, nos ha servido un copioso tentempié conformado por sendas tapas de ensaladilla rusa, verduras salteadas, croquetas varias, sepia a la plancha y una fritura de pescadito y gambosí. Todo ello regado liberalmente con cerveza, vino blanco de Rueda y un tempranillo de crianza. A lo largo del cuantioso piscolabis, Luis ha mantenido en secreto el destino donde había previsto que diésemos cuenta de la refacción posterior. Tras ponernos al día con las novedades sobrevenidas desde el cónclave anterior y despachar algunos comentarios sobre la actualidad, hemos cerrado la primera parte del encuentro y nos hemos encaminado a ese lugar, tan discretamente ocultado, que no era otro que el Ristorante italiano, de la calle Valencia, junto a la plaza de la Glorieta. En el anexo que tiene en la esquina que forma la calle Carlos I con la plaza, habían dispuesto una mesa tipo banquete en la que nos hemos acomodado tras girar una sucinta visita al establecimiento principal. Una vez allí, dos espléndidas camareras, Rosa y Marieli, rumana y cubana respectivamente, nos han dispensado un pantagruélico menú compuesto por una espléndida variedad de productos de la cocina italiana servidos generosamente, entre ellos: vitello tonnato, tagliatta alla crudaiola, polpetielli alla Luciana, pizza margherita, marinara con acciughe, pasta arrabbiata, bolognese y carbonara. Todo ello regado con cerveza Peroni Nastro Azzurro y sendos Montepulciano d’Abruzzo Solandia, y rematado con postres no menos rumbosos, como el semifredo di yogurt, el tiramisú o el brownie.

Los cafés han dado paso a las canciones y a las copas. Antonio Antón ha vuelto a echar mano de su inseparable guitarra y de su inagotable repertorio dirigiendo magistralmente el final canoro que remata siempre nuestros encuentros. Una vez más ha puesto lo mejor de sí en las canciones que interpretaba y los demás, como hacemos siempre, lo hemos seguido como hemos podido. Han vuelto a sonar las viejas melodías (Si em dius adéu, María la portuguesa…), acompañadas esta vez de otras que parecían hacer un guiño al establecimiento (Bella ciao, No tengo edad…) y alguna incursión en las canciones de trinchera, como Hasta siempre comandante Che Guevara, junto a otras más distendidas como Rosas en el mar. Una vez más la música puso el mejor punto final a un encuentro que resultó nuevamente espléndido.

Así pues, en estos machadianos «días azules y este [recordado] sol de la infancia», reivindico que nos pasen cosas —cuantas más mejor— para evitar que nos resbale, sin dejar rastro, el valioso tiempo que consumimos. Y también que acertemos a mirarlas con ojos rejuvenecidos. No creo en eso que se dice:  —Lo único que no envejece de las personas son los ojos. Claro que envejecen. Se empieza por las borrosidades y se llega a no ver casi nada. De tanto recordar, las luminarias se transforman en vidrios anodinos. Un determinado día, cuando te miras en el espejo, descubres en tu rostro una mirada aquerenciada al vacío, una suerte de masa cristalina a la que vuelven y vuelven las pupilas, como retornando a un punto ciego, casi infinito, que concentra la memoria de cuanto nos sucedió. Percibes un regusto agridulce que hace que te rebeles y recuperes la obstinación por retomarle el pulso al tiempo. Es por ello que propongo para el año nuevo que combatamos con determinación la opacidad que a veces amenaza a nuestros almendrados ojos. Reivindico que nos esforcemos en recuperar de vez en cuando las miradas infantiles, las que antaño esparcían tan generosamente nuestros ojos redondos, como soles. Y reclamo, además, para determinadas ocasiones, la intensidad de las miradas adolescentes. Tengo la certeza de que, si logramos ensayarlas, con las renovadas perspectivas conseguiremos disipar las nostalgias y las monotonías. E incluso, como propone nuestro paisano Vicent, algunas mañanas hasta nos parecerá que reestrenamos la vida. 



lunes, 15 de enero de 2024

Año nuevo, viejos propósitos

Llegó el año nuevo y lo primero que me viene al pensamiento es aquello de..., que no nos pase nada. Desde la perspectiva política, medio planeta está llamado a las urnas en 2024. Más de 3.700 millones de ciudadanos podrán votar en las elecciones que se convocarán en 70 países, entre ellos EE. UU., la UE y la India, cuyos resultados tendrán un incuestionable impacto global. Ello, por sí mismo, es una grandísima noticia. Sin embargo, vista la reciente preeminencia de las opciones conservadoras y ultraconservadoras, las perspectivas de progreso no son precisamente halagüeñas. Por otra parte, siguiendo tendencias que se han consolidado en las últimas décadas, actualmente existen en el mundo más de treinta conflictos armados y un centenar de focos de tensión. Si bien cada conflicto es diferente y tiene distintas repercusiones humanitarias y geopolíticas, todos comparten características comunes: precarización de las condiciones vitales, violencias injustas y arbitrarias, maltrato y discriminación negativa de los más débiles (personas con discapacidad, mujeres, niños y mayores), quiebra de los derechos humanos, migración forzosa… Todos ellos factores netamente contribuyentes a la insalubridad, el malestar y la infelicidad de la ciudadanía planetaria.

El pasado verano, el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, proclamaba que la era del calentamiento global había terminado porque se iniciaba la de la «ebullición global». Lo decía porque con los últimos datos se confirmaba la aceleración de la crisis climática. Efectivamente, el verano de 2023 fue el más cálido desde que existen registros. Y lo que es peor, a lo largo de la última década se han ido acumulando los récords de temperatura. Y nada parece que vaya a cambiar durante 2024.

Por otra parte, los ricos son cada vez más ricos mientras la pobreza se sigue cebando con los más vulnerables. Los cinco hombres más acaudalados del mundo han duplicado sus fortunas desde 2020, pese a la pandemia del Covid19 y las guerras. Un reciente informe sobre desigualdad que publica anualmente Oxfam, coincidiendo con la reunión del elitista Foro de Davos, refleja que los cinco mayores «superricos» (Elon Musk; el jefe del imperio del lujo LVMH, Bernard Arnault y su familia; el fundador de Amazon, Jeff Bezos; el magnate tecnológico Larry Ellison y el inversor Warren Buffet) han incrementado su riqueza a un ritmo de 14 millones de dólares por hora, mientras simultáneamente se empobrecían 5.000 millones de seres humanos. En términos absolutos, las fortunas de las cinco personas mencionadas han pasado de 405.000 a 869.000 millones de dólares. De manera que estamos asistiendo a una década de división, de una rampante desigualdad —que no es accidental—, en virtud de la que miles de millones de personas soportan las secuelas de pandemias, guerras o especulaciones financieras, mientras las fortunas de los multimillonarios permanecen ajenas al contagio y se disparan protegidas con un manto de plena inmunidad.

En algunos idiomas, un único término  designa el azar y la oportunidad. En francés, por ejemplo, la palabra chance tiene las dos acepciones. Lo que diferencia a una de la otra es simplemente una mera cuestión de actitud. La primera corresponde a la pasiva, a la de quien espera sentado que un golpe de fortuna le solucione sus problemas. La otra es la activa, la de quien se propone un objetivo y traza un plan para conseguirlo. Es el talante de quienes piensan que la suerte puede provocarse porque depende básicamente de dos factores: estrategia y perseverancia. Ser estratega consiste en saber lo que se quiere y cómo se puede conseguir. Ser perseverante es no dejar de visualizar el objetivo apetecido y bregar por lograrlo. Inequívocamente, la práctica de ambas virtudes favorece que la suerte nos acompañe.

Muchos consideramos que la gente con suerte son personas convencidas de que el futuro está lleno de buena fortuna. El optimismo les ayuda a persistir cuando fracasan y a no desistir tras los fiascos. Lamerse las heridas, lamentarse por los infortunios, reiterar que se haga lo que se haga todo saldrá mal…, no conduce sino al desánimo, a la disuasión por intentarlo de nuevo. En ocasiones, tenemos la impresión que algunas personas han nacido con una «flor en el culo», pues parece que todo les llueva del cielo. Sin embargo, con poco que afilemos la mirada, nos percataremos de que nos enfrentamos a seres que, de manera más o menos consciente, ensayan continuamente todo tipo de estrategias para aumentar sus posibilidades de atraer la buena fortuna; bien abriendo sus mentes a lo inesperado, bien quebrando las rutinas, o arriesgándose y venciendo los miedos y trabajando las relaciones y los contactos. Son personas que intentan crear permanentemente las circunstancias propicias y siembran el terreno para que emerjan las oportunidades. Y ese es mi propósito para el año nuevo: no dejar nada al azar y pelear por lo que es justo y humanitario. ¿Y el vuestro?