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lunes, 24 de marzo de 2025

El almuerzo

Aunque no tengamos conciencia de ello, vivimos rodeados de tópicos. Admitimos, sin más, que los andaluces son graciosos y los vascos bruscos; o que los madrileños son chulos y los catalanes tacaños. Comprensiblemente, esos prejuicios nos alcanzan también a los valencianos. De nosotros se dicen y se creen muchas cosas. Se asegura, por ejemplo, que somos pasotas y que nos da todo igual; se dice que somos antipáticos, difíciles en el trato y los más pirómanos entre los españoles, pues subrayan que cuando no andamos con las fallas, estamos con las hogueras, y si no con las mascletás. Se dice que comemos y bebemos sin mesura; y por ello se nos considera borrachos y glotones. Se nos tilda de festeros compulsivos, pues sostienen que siempre estamos de marcha. Se nos califica de falleros, de gente poco seria, preocupada en exceso por la juerga y la celebración. Sin embargo, también se reconoce que somos espontáneos y que poseemos una gran capacidad de improvisación, aunque inmediatamente se apela nuestro talante quisquilloso, que tan bien resume la frase «es más fácil poner de acuerdo a toda a España que a tres valencianos». Para rematar el glosario de trivialidades con las que se nos engalana, se nos tilda de provincianos y obcecados, de personas dadas a mirarse el ombligo, permanecer excesivamente apegadas a las costumbres y ser reticentes al progreso.

Como sabemos, generalizar significa establecer una conclusión universal a partir de una o más observaciones particulares. La generalización es útil para simplificar, entender u ordenar el mundo, pero si es abusiva, si se pierde la conciencia de lo que se está haciendo al practicarla y se cree ciegamente que la realidad es tal cual se ve o se verbaliza, se caerá inevitablemente en el error. Es más, yendo por ese camino se contribuirá a ahondar dos comprometidos estigmas que perjudican la convivencia y ahondan la infelicidad: el insulto y el odio.

Desconozco lo que puede haber de verdad en los tópicos mencionados sobre el carácter de los valencianos, o si, simplemente, se trata de meras habladurías. Supongo que habrá al respecto división de opiniones y acuerdos parciales. En todo caso, es lógico suponer que, entre los más de cinco millones de personas que vivimos en un territorio de más de 23.000 km², distribuido en 24 comarcas y 542 municipios, serán muchas las concomitancias y resultarán evidentes las particularidades y divergencias que nos singularizan, más allá de los rasgos que consuetudinaria y genéricamente se han considerado propios de la idiosincrasia valenciana.

Hoy me he propuesto compartir algunas reflexiones sobre una costumbre que se supone que nos caracteriza pero que, a la vez, al menos en mi opinión, expresa como pocas nuestra diversidad, pues se practica con formatos disímiles y adquiere matizaciones que muestran la innegable pluralidad presente en estas tierras. Me refiero a lo que conocemos con los nombres de almuerzo, esmorzar o esmorzaret.

Por aquí, el origen del almuerzo se vincula con el mundo del trabajo agrícola, que requería completar dilatadas jornadas de esfuerzo fuera de casa y exigía reponer energías. Para ello se echaba mano de artículos no perecederos y de fácil transporte, como los embutidos, salazones, quesos o escabeches. Paco Alonso, en su reciente Cultura del almuerzo (Bromera, 2024), asegura que lo que se entiende hoy por tal es fruto de la concurrencia y evolución de ciertos factores socioeconómicos. De ahí que, para comprender este fenómeno, sea primordial conocer la historia de los bares centenarios, pese a que cada vez resulta más difícil porque quedan menos. No obstante, algunos todavía siguen con los almuerzos, aunque la mayoría desaparecieron o cambiaron de rumbo. Les Tendes (Almàssera), Venta Guillamón (Castelló), Bodega J. Flor (Cabanyal), Ca Pepico (barrio de Roca), Quitín (Burjassot), El Famós (camino de Vera), la Venta Sant Jordi (Alcoi), la Venta Nadal (Benilloba), la Venta Gaeta (Cortes de Pallás) o la Venta El borrego (Banyeres de Mariola), casi todos, empezaron siendo puntos de venta de cuerdas, sogas, aperos y, sobre todo, de vino. La vida social orbitaba en torno a los barriles, garrafas, pellejos, tinajas y botellas de licor. Poco a poco, la comida ganó presencia en ellos, a medida que cambiaron las circunstancias y entró en juego la mano de las cocineras.

En aquella época, ni la huerta valenciana, ni las de los territorios alicantinos y castellonenses, eran especie en peligro de extinción. Bien al contrario, representaban los ecosistemas donde más lucrativa resultaba la actividad económica. Allí, las tabernas eran el corazón de la cotidianeidad, los espacios compartidos donde se reunía la gente para beber y comer. Hasta los años sesenta, los clientes portaban sus víveres porque en los bares únicamente se dispensaba el porrón con vino y los imprescindibles cacahuetes y altramuces (lo que se denomina «el gasto»). Los asiduos del almuerzo solían concurrir por gremios el día que libraban, mientras los labradores, que desconocían la libranza, acudían más a su aire. Bien es verdad que a menudo sus mesas se mostraban más variopintas porque salpicaban el tentempié convencional con tomates, pepinos o cebolletas, con las que improvisaban ensaladas y sabrosos complementos.

Tras la autarquía, con el desarrollismo llegó la «modernor» y todo se transformó. La enorme emigración de los años cincuenta y sesenta vació los pueblos del interior y llenó las ciudades y las costas. Cambiaron las costumbres y las pautas alimentarias. Aparecieron las cafeterías, los restaurantes, los bares en los nuevos polígonos industriales; en fin, los cafés con leche, cortados, sándwiches y tostadas. Sin embargo, en la huerta de Valencia, en la Plana de Castellón, y en algunos territorios colindantes, fueron emergiendo versiones evolucionadas de aquellos primigenios bares y ventas, que mutaron en establecimientos con pedigrí y hondas reminiscencias agropecuarias, en los que no solo dispensan almuerzos a los esforzados trabajadores de factorías, cooperativas y negocios adláteres, sino que casi se han convertido en lugares de culto por los que procesionan especímenes más conspicuos, auténticos entusiastas o, llanamente, reputados «reyes del triperío» (glotonería).

El esmorzar, armorzar, esmorzaret o almuerzo (todas son acepciones reconocidas) al que aludo tiene como eje de rotación un bocadillo (cantell o entrepà en tierras de Valencia, y rua en las de Castellón) del tamaño de un brazo de persona fornida. En su interior, las leyes de la física colapsan y se producen combinaciones imposibles en las que imperan los embutidos de calidad, introducidos en el cantell a paladas, y también las tortillas de cualquier ingrediente que se pueda imaginar. Se puede cebar más el mamotreto con otros elementos inestables, como mollejas, hígado, carne de caballo, figatell, ternera, pimientos, mayonesa, atún, queso, alioli… En suma, cuánto más rebosante esté la panza del bocata y más colesterol aporte, mejor.

Naturalmente, el megabocadillo siempre debe ir acompañado de la picaeta: cacahuetes del collaret o del terreno, aceitunas, encurtidos y altramuces. No puede faltar la caña larga de cerveza o el vi amb llimonà para remojar el gaznate y deglutir el bolo alimenticio. Para rematar bien el esmorzar hay que pedir el cremaet, un invento con tres texturas que deja en paños menores al carajillo y se prepara con una montaña de azúcar, ron flambeado, café corto, canela, corteza de limón y granos de café.

Hoy por hoy, se han consolidado auténticas rutas gastronómicas del esmorzar cuya nombradía ha trascendido ampliamente los límites del País Valencià. Son cada vez más los foráneos que itineran por establecimientos señeros como La Pepi o el Bar Levante (Quartell), La Pascuala (El Cabanyal), La Paquita (Eslida), los que mencioné al principio y otros muchos. Con nombre propio o genérico, en ellos se degustan especialidades como el chivito (mahonesa, bacon, huevo, lechuga y queso); la brascada (de lomo o ternera, con bacon, cebolla y alioli); el Almussafes (con queso, sobrasada y cebolla) o el de esgarraet (con pimiento y cebolla escalivada).

Obviamente, existen otros preparados más contundentes como el bocata de longaniza de pascua fresca, pesto, queso scamorza ahumado, tomates asados, cebolla caramelizada y mahonesa; o el de albóndigas de bacalao, esgarraet con boquerones en vinagre y alioli de almendra tostada y canela; o el de sepia plancha con alcachofas fritas, mahonesa de hierbas y majada de almendra, bacon y perejil; o el de pato asado con miel y soja, verduras salteadas con salsa hoisin y boniato frito con toques cítricos... En su defecto, puede optarse por un Conqueridor (bocadillo de cachopo ibérico relleno de jamón y queso, huevo frito y salsa de piquillos); un Americano (panceta a la brasa, patatas a lo pobre, mayonesa, huevo frito y pimientos verdes); el Top Musafes 4.0 (sobrasada, cebolla a la brasa, queso, mermelada de cebolla, jamón y huevo frito); un Abastos (panceta a la brasa con ajos tiernos y patatas a lo pobre); o el más tradicional Copa del mundo (tortilla de patata, longanizas y alioli). Y así, hasta donde imaginar se pueda, incluyendo las rotaciones periódicas y las innovaciones en tan meritadas especialidades.

Llegados a este punto, habrá que convenir que «cuando el río suena, agua lleva» y que, aunque «no es oro todo lo que reluce», igual algo de razón tienen los tópicos y las habladurías. Sin embargo, como dije al inicio, las generalizaciones suelen ser amigas de los errores porque «no todo el monte es orégano». En mi opinión, afortunadamente.

 


viernes, 7 de marzo de 2025

Casquería, déjà vu

Como soy locuaz y escribiente perseverante, yerro con frecuencia. Hace años, en una de las entradas de este blog, aludí a ciertos entresijos de la villa y corte a propósito del adagio «Dicen que de Madrid, al cielo». Entonces, tras revisar someramente algunas especulaciones sobre su autoría, me incliné por aceptar su origen popular. Me pareció que su justificación más plausible encajaba en el contexto de la gran migración interior generada por la capitalidad de la villa que materializaron los Austrias, aceleró el centralismo borbónico y disparó definitivamente la Dictadura. Una progresión desaforada, reedición meseteña sui géneris del legendario «El Dorado», alumbrada en un contexto fantasioso, especulativo y desregulado, que promovió incontables núcleos de infraviviendas y zonas residenciales precarias, en las que se confinó a un cuantioso y denostado populacho, conformado por centenares de miles de humildes labriegos, destripaterrones, gañanes, arrieros y peones llegados a Madrid, a los que se les prometía su particular «sueño dorado» mientras permanecían obnubilados por el tren de vida que llevaban algunos y que ellos ansiaban lograr. ¿Qué mejor pretexto para aderezar su dramática realidad cotidiana que la inasible esperanza de alcanzar el edén? 

Aludía en aquel escrito a que, durante los días que permanecí en la capital, percibí ciertos indicios de esa suerte de fiebre del oro que deslumbró a aquellos provincianos alojados en frágiles construcciones, ancestros de muchos de los actuales distritos madrileños. Del mismo modo que a ellos les deslumbró el glamur de la capital, a mí me dejó estupefacto la contemplación en un comercio de un expositor que albergaba un desusado y heterogéneo muestrario de productos de casquería: zarajos, panceta adobada, blanquitos, entresijos, gallinejas, sangre, cabecitas de cordero, riñones de cerdo, morro, manitas de cordero deshuesadas, callos, asadura de lechal, criadillas de cordero, hígado, lengua de ternera blanca, morro del mismo animal, y alguna cosa más. Un muestrario completo que resumía en un par de metros cuadrados el escenario gastronómico que disfrutaban los cuantiosos colectivos de inmigrantes y aseguraba su subsistencia.

Me refiero a la casquería que tienen (o tenían) los hermanos Gómez en el mercado tradicional de la calle Nápoles, en el distrito de Hortaleza. Un establecimiento emplazado en los bajos comerciales de un antiguo bloque de viviendas, construido en la plenitud especulativa de los años 40 y 50 del pasado siglo. Un lugar que necesita algo más que una remodelación y que todavía permite visualizar la inasible distancia existente entre Madrid y el cielo. Un auténtico regreso al pasado, prefigurado por una implosión de viandas, antaño tan apetecidas y más recientemente excluidas de los menús.

Desconfiaba entonces de que las vísceras pudiesen recuperar su antiguo pedigrí y lucir convenientemente aderezadas sobre las mesas. Desde mi propensión derrotista, conjeturaba que, si no se acertaba a remediarlo, en pocos años subsistiríamos a base de bollería y refrescos industriales, proteínas artificiales y aire específicamente contaminado. Y, como dije al principio, me equivoqué. Al menos, parcialmente. Según se acredita en los anuarios económicos, en España se consumen en los últimos años treinta mil toneladas anuales de casquería, por un valor de 184 millones de euros. Al menos, eso acreditan los datos del Panel Anual de consumo en los hogares del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación (2023).

Los más veteranos sabemos que la casquería ha sido una de las enseñas del recetario tradicional, pues en los tiempos de escasez, que experimentamos en nuestra niñez y juventud, debía aprovecharse al máximo la carne de los animales. Pero, además de las razones económicas, la utilización de las vísceras se justifica por su valor nutricional, derivado de su riqueza en hierro, proteínas y vitaminas. La crisis de las vacas locas del año 2000 marcó un punto de inflexión, descendiendo un 50% el consumo de carne. Muchos establecimientos cerraron y las ventas de vísceras y despojos se desplomaron estrepitosamente, porque a lo anterior se añadía su aspecto poco atractivo, que produce repelús y quita el apetito a muchas personas. Bien es cierto que, con el pasar de los años y las influencias externas, se ha normalizado relativamente el uso de una casquería alternativa (foie, carrilleras, rabo de toro, oreja y morro adobados...) que empieza a gozar del favor popular.

El renacer culinario de menudillos, cabezas y tripas obedece a diversos factores. Por un lado, la población migrante tiene mucho que ver, pues en Latinoamérica y África las menudencias cárnicas son un ingrediente habitual en sus cocinas. Y no debe olvidarse que uno de cada cinco madrileños es extranjero. También crecen las exportaciones a otros países, especialmente a los asiáticos, donde la casquería está considerada un bocado exquisito. La mayor sensibilización por avanzar hacia el desperdicio cero es otro elemento que juega a favor de ella. Por otro lado, una nueva generación de chefs la ha introducido en la alta cocina, y en sus cartas ofrecen platos como la cabeza de cochinillo confitada, crujientes de cresta de gallo, tendones de ternera o corazones de pato con guarnición vegetal.

Recientemente, la web Un país de casquería (https://www.xn--casqueriadeespaa-lub.es/), busca poner en valor estos productos y ofrece recetas vanguardistas como gyozas de oreja de cerdo, croquetas de tuétano o chicharrones con chipirón, entre otras. Es más, desde el pasado 2024, el 30 de octubre se ha instituido como el Día Mundial de la Casquería. Previamente, en Madrid, se han celebrado cinco ediciones de la Ruta de la casquería con el objetivo de actualizar el concepto, dar a conocer sus virtudes y ganarse a los más jóvenes, enmascarando el producto con presentaciones atractivas para que visualmente no recuerde crudamente a la víscera.

Esta vuelta a los orígenes, este prosaico déjà vu, me retrotrae a las primeras páginas de la novela de un insigne emigrante extremeño, el genial Luis Landero, que desde su balcón invernal nos enseñó los confines del Madrid de su adolescencia, desde los que tal vez creyó divisar el cielo, como probablemente lo hicieron antes y lo han hecho después millones de desterrados. Porque, como dice en su novela, «Entonces Madrid acababa como quien dice allí, en el barrio de la Prosperidad. Más allá, hacia el aeropuerto de Barajas, había edificios aislados, algunas casas pequeñas y pueblerinas, merenderos con emparrados y el juego de la rana en la puerta, descampados, montones de basura y de ripio, terraplenes, campos de fútbol de tierra, cuevas donde vivían familias de gitanos. Había también rebaños de ovejas que pastaban por los muchos solares del barrio, y que pasaban por nuestra calle, al atardecer, camino del canalillo de Isabel II, donde abrevaban, y luego de recogida hacia las majadas que había por aquellos despoblados. Pero después, primero poco a poco y luego, casi de golpe, como cosa de magia, aquellas extensiones yermas empezaron a poblarse de bloques de viviendas, de barrios bonitos, con calles amplias y parques para los niños, y rascacielos y avenidas, como si un cataclismo milagroso hubiera cambiado de repente el paisaje».

Aunque parece que cambió el paisaje, reparando en sus contornos y fragmentos, se aprecia que conserva íntegramente su idiosincrasia. Únicamente se han desdibujado sus confines. Apenas se alteró lo sustantivo. Reclamó su vigencia el dicho popular y su ambiguo sentido. 



sábado, 27 de marzo de 2021

De Gestalgar a Santa Eulalia- II

Las tierras de la Colonia corresponden a una gran propiedad rústica que se había mantenido casi intacta desde la Edad Media. A partir del siglo XVII perteneció a diversos propietarios de Villena y Valencia hasta que a principios del siglo XIX pasó a manos de la familia del conde de Gestalgar. El año 1862, Antonio de Padua recibió ese legado conjuntamente con los numerosos títulos y dignidades que ostentaba su estirpe. Era persona de rigurosa educación y muy culta, que estudió Derecho, aunque no obtuvo el correspondiente título universitario, y sentía pasión por el arte y la música.

La Colonia está situada en una zona de topografía prácticamente llana, excepto la superficie que corresponde a la falda de una colina, el cerro del Cuco, que remonta hasta aproximadamente los quinientos metros de cota. Dista unos nueve kilómetros de Villena y aproximadamente siete de Sax, lo que le proporciona cierto aislamiento y facilita su autonomía respecto a ambos núcleos urbanos. Radica, a su vez, junto a un camino que se dirige al oeste, en dirección a Salinas, que arranca a menos de un kilómetro hacia el este, desde la actual autovía E-903, que sigue el viejo trazado de la carretera nacional que enlazaba Alicante con Madrid. Aproximadamente a la misma distancia, casi paralelamente a ella, discurre la línea ferroviaria que une ambas ciudades, en cuyo margen se levantó antaño una estación de tren que fue demolida posteriormente. Finalmente, el río Vinalopó discurre por las inmediaciones del núcleo poblacional, hallándose hacia el noroeste la llamada Acequia del Rey que pertenece al municipio de Villena y que tradicionalmente ha cedido agua a la Colonia. Estas privilegiadas condiciones geográficas han determinado que este territorio haya sido un paraje ocupado desde tiempo inmemorial. De hecho, junto a ella existe un yacimiento arqueológico que corresponde a una villa romana y también se ha localizado en sus proximidades un cementerio andalusí, que no ha sido estudiado suficientemente por lo que se desconoce a qué lugar o alquería perteneció. La explotación tenía una superficie de 138 Has. plantadas de frutales, almendros, olivos y vid. El cultivo de esta última fue muy relevante porque la elaboración y exportación de vino y alcoholes dio pujanza a la explotación, siendo fuente de riqueza para toda la comarca y sustentando en buena medida las fortunas de los terratenientes.

Para su puesta en marcha el conde de Gestalgar se inspiró en las colonias industriales catalanas que visitaba frecuentemente. En Barcelona residía su amigo y compañero carlista don Manuel María de Llanza y Pignatelli de Aragón, duque de Solferino y de Monteleón. Los viajes a aquella ciudad posibilitaron que el conde conociese el funcionamiento de la producción que se desarrollaba en las colonias textiles instaladas en la cuenca del río Llobregat. La amistad entre el conde de Gestalgar y la Alcudia y el duque de Solferino se consolidó especialmente a partir del 1915 cuando su primogénito, Antonio de Paula Saavedra y Fontes, se casó con Concepción de Llanza y Bobadilla, hija del duque de Solferino.

Las tierras pertenecían al conde desde 1862. En 1878 contrajo matrimonio con María de la Concepción Fontes y Sánchez de Teruel. Desde su creación, el uno de julio de 1887, hasta 1900 fue su único impulsor y director. En este periodo tiene una vocación esencialmente agrícola aspirando a convertirse en un enclave autosuficiente. En él se construyen la casa-palacio, las viviendas para los obreros, las estructuras de almacenamiento y algunos espacios de transformación de la producción. Se logra así mismo la instalación de una línea telefónica (1890), de una rueda hidráulica (1896) y de una oficina de correos.

Vista general de la Colonia (Puig Moneva, 2016)

Será a principios del siglo XX cuando adquirirá y reforzará su sesgo industrial. El año 1900 el conde de Gestalgar se asoció con su primo el ingeniero agrónomo Mariano Bertodano Rocalí, vizconde de Alzira, que estaba casado con María de la Concepción Avial Peña, hija de un rico indiano de Cuba que, según la tradición, en 1892 había dotado al matrimonio con 18.000.000 de pesetas por la unión conyugal y, además recibiría un millón adicional por año cumplido en matrimonio. Así pues, los cónyuges aportaron buena parte del dinero que se precisaba desarrollar una empresa cuya administración correspondía al conde de Gestalgar y que a partir de esos años adquiere su orientación industrial. La sociedad explotadora se denominó «La Unión» y tenía como objetivo el cultivo, la recolección y la elaboración industrial de la producción agrícola, preparándola para su comercialización, tarea que facilitaba mucho la situación estratégica de la explotación. Según un informe pericial de 1907 realizado por el Ayuntamiento de Sax se construyen en esos años nuevos molinos de aceite, la alcoholera, las bodegas y la fábrica de harinas, además de otros edificios, y se llevó a cabo la transformación de la base productiva con nuevas plantaciones de vides, olivos y almendros. La referida Sociedad se constituyó el año 1900 y cuatro años más tarde María Avial se convirtió en la propietaria única de la Colonia pues se había comprado con el dinero de su dote. Tres años después, en 1907, la Sociedad entró en crisis coincidiendo con el adulterio que protagonizaron ella y el conde, siendo embargada e iniciándose así su decadencia. El divorcio entre los cónyuges Bertodano-Avial se materializó en 1908 y, a partir de entonces, la Colonia pasó a manos de María en exclusiva, figurando el conde como simple empleado. Así aparece en los padrones municipales posteriores a 1910. Por otro lado, no es irrelevante recordar que el 23 de mayo de 1907 se extinguen los beneficios legales y tributarios de los que disfrutaba la explotación. Desde entonces hasta su práctica extinción, en los primeros años cuarenta, sigue funcionando pese a los referidos problemas personales entre los socios, el aumento de las cargas tributarias y la crisis del sector vitivinícola. La diversificación de la producción, la plaga de filoxera en el sur de Francia y una ligera recuperación durante los años de la I Guerra Mundial explican que, a pesar del contexto adverso, la Colonia pudiera seguir funcionando durante veintitrés años, tras la extinción de los beneficios ligados a su creación.

En marzo de 1908 se insta procedimiento de quiebra de la referida sociedad en el juzgado de primera instancia de Villena. A partir de este momento se abre un periodo continuista (1908-39) tanto en cuanto a la estructura urbana de la Colonia —solo se construye el Teatro Cervantes, en 1919— como en lo referido a la producción agroindustrial del conjunto, que disminuyó notablemente. Se trata de una etapa muy condicionada por el juicio por adulterio al que fueron sometidos el conde de la Alcudia y María Avial, en 1910, por la muerte de este en 1925, por la subasta pública de la finca en 1934 y por la posterior salida de María Avial en 1936. Durante la Guerra Civil, los colonos solicitaron a los ayuntamientos de Sax y Villena el cambio de nombre, pasando a denominarse Colonia de Lina Ódena, en homenaje a la militante comunista.

No me adentraré en los pormenores de la estructura urbanística de la Colonia de Santa Eulalia. Simplemente apuntaré que consta de dos grandes plazas conectadas por la calle Salinas que la atraviesa de noreste a suroeste. La primera de ellas, la plaza de S. Antonio, estaba perimetrada por viviendas de planta baja destinadas para residencia de los trabajadores, además de acoger la fábrica de harinas y la almazara. En el otro extremo de la calle se encuentra la plaza de Santa Eulalia, que delimitan el teatro, la bodega, la fachada lateral de la almazara y una casa de labranza demolida en los años 80. También la componen la ermita de Santa Eulalia, que da nombre al conjunto, y alrededor de ella están la casa palacio y la fábrica de alcoholes En el perímetro de la plaza se encuentra así mismo la carnicería, una tienda, un casino y un horno de pan. La educación se impartían el colegio de Carmelitas ubicado en la avenida Margot, cerca del parque Gilabert. El conjunto urbanístico lo completaban estatuas, zonas verdes, fuentes, elementos decorativos y el lago de la condesa. Fuera del recinto se localizaban establos y corrales en la zona denominada el Ventorrillo, una estación de tren que ya no existe y la casa de la Azuda. Así pues, su trazado responde a las especificaciones de los manuales europeos de la época para el diseño de esta tipología de espacios agrarios. Con él se pretendía el control del campesinado, la reducción de los tiempos de desplazamiento hacia los campos y la concentración de las actividades. A medida que avanza el siglo XX, al afán por la vigilancia y el control del campesinado le sustituye una tendencia a la mejora de sus condiciones de vida intentando neutralizar los posicionamientos políticos radicales. Ello redundará en el mejoramiento de la vivienda, la extensión de la educación y la habilitación de espacios de ocio y esparcimiento.

Sobre la Colonia de Santa Eulalia, especialmente sobre sus fundadores y moradores, han surgido leyendas, dimes y diretes y especulaciones de todo tipo. Se ha imaginado como lugar de residencia de nobles desdichados, impotentes para asegurar su descendencia, que acudían a la brujería y a otros hechizos para lograrla. Menudean otras especulaciones en torno a familias de relumbrón vencidas por la lascivia y la ludopatía que hicieron de algunas de sus instalaciones lupanares y casas de tolerancia. Lo cierto es que la concepción de las edificaciones era ajena a tales ensoñaciones. Sin embargo, debe reconocerse que en su época de esplendor tenía su encanto, todo lo provinciano y agropecuario que se desee, pero que lograba interesar a cualificados representantes de la alta sociedad que solían pasar por allí en las épocas estivales. En todo caso, devaneos y chismes al margen, debe destacarse que fue una de las pocas colonias rurales exitosas, con una fructífera vida productiva que contrasta con la atribulada existencia de sus promotores y moradores.

Planimetría (Puig Moneva, 2016)

En este sentido, me parece que una de las personas que mejor se aproxima a esos detalles es Pilar Marés y de Saavedra, a través de un trabajo titulado Estudio del linaje poseedor de la hacienda Santa Eulalia, desde el siglo XVI al siglo XX, que se publicó originalmente en la revista «El Castillo de Sax», con el título El origen de la Colonia de Santa Eulalia de la prosperidad la decadencia, en 2011 y 2012. En esa detallada aportación aborda prolijamente los ancestros de su antepasado Antonio de Padua y de Saavedra. Dice conocer por transmisión oral, pues escasea la documentación al respecto, que cuando alcanzó la mayoría de edad se hizo cargo de los bienes que le correspondían y que su abuela y parientes, todos designados albaceas por su progenitor, se habían encargado de administrar tras la prematura muerte de sus padres, más en beneficio propio que en el de sus pupilos. El conde de Gestalgar se casó a la edad de veintiún años en Murcia (en 1878) con María de la Concepción Fontes Sánchez de Teruel Álvarez de Toledo y Rocafull, nieta del marqués de Torre-Pacheco, de la nobleza local. Antonio era hombre de exquisita educación y extremadamente culto, pero al mismo tiempo persona poco agraciada. De ese matrimonio nacieron cuatro hijos, dos Antonios (el segundo alumbrado tras el fallecimiento del primero), que vieron la luz en el palacio de los Saavedra, de Murcia, además de Luis Gonzaga y Joaquina, nacidos en Valencia. Los condes alternaban la residencia entre sus propiedades de Madrid, Valencia y Murcia. Antonio se dedicaba intensamente a la administración de sus bienes y a la política, pues militaba muy activamente en el partido carlista. Por tal razón viajaba con frecuencia a Barcelona donde se intrigaba intensamente. Allí conoció a Manuel María de Llanza y Pignatelli, duque de Solferino, que era a la sazón el jefe regional carlista y que acabaría siendo su consuegro. Como ya se ha dicho, en Cataluña le impactaron las colonias industriales establecidas en las márgenes del río Llobregat, cuya estructura se articulaba sobre la fábrica, incluyendo la casa señorial, viviendas para los trabajadores, colegio, iglesia, hospital, economato, teatro, etc. Es el modelo que transplantó a la Colonia de Santa Eulalia.

A los pocos años de iniciar su proyecto contrastó que tenía un problema importantísimo, pues su economía no le permitía atender las inversiones requeridas por semejante empresa. Antes de 1887 ya había vendido el palacio de los Saavedra y otras propiedades para hacer frente a los gastos de construcción de la Colonia. En esos años levantó la fábrica de harina, la de alcohol, la escuela, la estación y el pequeño palacio de 425 m² con una decidida inspiración modernista, que terminó en 1898. De hecho los blasones de los Saavedra todavía lucen en ambos lados de la puerta principal con el lema familiar "padecer por vivir". Consciente de sus dificultades le propuso a su primo Mariano Bertodano Roncalli (1866-1912) asociarse a la empresa, cosa que sucedió en 1900, constituyéndose la sociedad Saavedra-Bertodano. Los refinados gustos del conde y la inyección económica que proporcionaron al proyecto los nuevos socios facilitaron que se amueblase profusamente el pequeño palacio con mobiliario y complementos de inspiración modernista, como se contrasta a través de las colecciones de postales que se hicieron del interior de la edificación.

Interior del palacete (2021)

Esas instantáneas permiten comprobar que durante los veranos la vida en la Colonia era bulliciosa y divertida. El nivel social de los visitantes se correspondía con el de los propietarios. Generalmente se trataba de citas efímeras, pues las limitadas dimensiones del palacio no permitían pernoctar en él a personas ajenas a la familia. El teatro era otro aliciente pues, según la tradición popular, en él actuaron figuras de la lírica y de la comedia. Durante los nueve años que perduró la sociedad Saavedra-Bertodano ambas familias se reunían en la Colonia durante el verano y en Madrid en otras épocas del año pues, además de ser parientes, pertenecían a la misma clase social. La única persona ajena a ese círculo era la condesa de Gestalgar, María de la Concepción Fontes y Sánchez de Teruel, que nunca visito la Colonia. Era persona «de ciudad» y, por tanto, detestaba el campo. Por otra parte, parece que era intuitiva y muy inteligente y no cabe descartar que intuyese algo especial en el ambiente, o bien que le llegasen rumores y comentarios sobre las tribulaciones que sucedían en la Colonia. Así pues, si durante esos años el negocio marchaba excelentemente no podía decirse lo mismo de la situación familiar, que era harina de otro costal. Debe suponerse que en ese periodo hubo algo más que trato filial entre el conde de Gestalgar y María Avial, 12 años más joven que él. La consecuencia de ello fue la separación del matrimonio Bertodano-Avial y la disolución de la Sociedad. María permaneció en la Colonia viviendo con el conde, pues no debe olvidarse que había aportado el caudal que posibilitó la compra de tierras y dotó de liquidez al negocio; por tanto, se quedaba con lo que era suyo aunque perdía a sus hijos, a los que ya no volvería ver, y se enfrentaba a una demanda por adulterio.

Durante los meses de enero a marzo de 1910 los periódicos se hicieron eco de la causa por adulterio instruida contra María Avial y el conde de La Alcudia, que se resolvió finalmente el 3 de marzo con una sentencia que condenaba a ambos a tres años, seis meses y veintiún días de prisión correccional y que fue la comidilla del momento. No se tienen noticias de que se cumpliera la sentencia pues es posible que los inculpados la recurrieran y, por tanto, que se alargase la resolución del pleito. A ello se añade la defunción de Mariano Bertodano pocos años después. Todas ellas son circunstancias que debieron coadyuvar a su archivo. Pese a todo, durante los años que siguieron al escándalo —un auténtico culebrón en la época— la explotación rendía desde el punto de vista económico, aunque no lo suficiente para afrontar los gastos que generaba el mantenimiento de las instalaciones, el pago de los salarios a los trabajadores, los impuestos y el elevado nivel de vida de sus propietarios. Antonio de Paula Saavedra conservaba las casas de Valencia y Madrid, donde residía su esposa, e intentó casar bien a sus hijos. Pese a todo, se vio obligado a vender propiedades para tapar agujeros y mantener las apariencias durante el periodo que media entre 1915 y 1925. La relatora afirma que tiene noticias orales relativas a algunas visitas que su propio abuelo, Antonio de Saavedra y Fontes, hizo a su padre, el conde de Gestalgar, en Santa Eulalia. Ya entonces los negocios no marchaban bien y su estado de salud tampoco. En los primeros días de 1925, avisados del agravamiento del conde, se trasladaron a la Colonia Antonio, desde Barcelona, y Luis, desde Alicante, acompañándole en sus últimos momentos, contrariamente a lo que recogen las habladurías y leyendas. La señora Marés y de Saavedra menciona que conserva un billete de tren a nombre de su abuelo para realizar el trayecto Barcelona-Alicante el 8 de enero de 1925, que demostraría lo que refiere. El conde falleció el 13 de ese mes y fue enterrado en una cripta de la ermita de Santa Eulalia, según consta en la partida de defunción, con entierro de primera clase. Años más tarde, sus hijos trasladaron sus restos a Villena o a Valencia, desconociéndose ese detalle.

Interior del teatro (2021)

Por otro lado, su esposa, María Concepción Fontes y Sánchez de Teruel, condesa viuda de Gestalgar, falleció el 10 de junio de 1936, resignada y discreta como fue su vida, que llevó con enorme resignación pese a lo tormentoso de su matrimonio. Finalmente, se tiene noticia de que alrededor de 1935 María Avial Peña había fallecido, aproximadamente a la edad de 70 años.

En fin, las variopintas tribulaciones que he relatado nos traen al momento presente.  En la actualidad la Colonia de Santa Eulalia se encuentra en estado de casi pleno abandono. Algunas de las viviendas continúan ocupadas, bien de forma permanente o como segunda vivienda, pero los principales edificios industriales, el teatro y la casa-palacio se hallan en un estado ruinoso. Durante los últimos lustros se han presentado algunas propuestas de recuperación sin que haya cuajado ninguna de ellas. En el año 2016 fue declarada Bien de Interés Cultural (BIC), en la categoría de Espacio Etnológico, por parte de la Conselleria de Cultura. A pesar de la evidente dejadez por parte de propietarios y administraciones públicas no faltan las ideas aportadas por especialistas en patrimonio cultural para asegurar el futuro de la Colonia, que proponen fórmulas para gestionarla de manera sostenible y equilibrada por los dos municipios a los que pertenece, concertando la inversión privada o los consorcios público-privados para acometer su recuperación y explotación cultural y turística.

Es evidente que este espacio patrimonial merece algo más que la mera declaración de intenciones, pues atesora potencial más que suficiente para acometer su recuperación integral, inclusiva de la restauración de los edificios y su aprovechamiento para fines culturales, sociales y educativos. Entre otras, se han hecho propuestas para transformar la Colonia en un «museo de sitio», es decir, en una suerte de exposición monográfica permanente que pueda ofrecer a los visitantes la historia del lugar y su contexto histórico. Ideas no faltan, lo que escasean son las sensibilidades y las voluntades para preservar un patrimonio que da fe de una experiencia singular de urbanismo utópico y de los proyectos de colonización interior que no debieran ser olvidados.

De Gestalgar a Santa Eulalia-I

Lo que voy a contar sucedió hace más de cien años y a más de ciento cincuenta kilómetros de Gestalgar. Es un relato protagonizado por Antonio de Padua de Saavedra Rodríguez de Guerra Frígola y Díez de Riguero —XII conde de Gestalgar y IX de La Alcudia— que se propuso materializar algunas de las ideas del socialismo utópico —aunque intuyo que no era devoto ni de lo uno ni de lo otro— y a tal efecto en el último tercio del siglo XIX levantó un proyecto singular radicado entre las localidades alicantinas de Villena y Sax, la denominada Colonia de Santa Eulalia, una iniciativa que llegó a ser un productivo núcleo agrario, industrial y urbano ideado para dar respuesta a algunas de las necesidades socioeconómicas del momento.

Vista general de la Colonia (Puig Moneva, 2016)

Haré un inciso para referir que el condado de Gestalgar es un título nobiliario creado por Felipe IV que, el 20 de febrero de 1628, concedió al noble valenciano Baltasar de Montpalau y Ferrer la titularidad del señorío, que se convertía en condado. El dominio señorial tenía su origen en 1237, cuando Jaime I lo donó a Rodrigo Ortiç aunque posteriormente revirtió de nuevo a la Corona hasta 1296, en que se otorga a Bernardo Guillermo de Entenza. Desde entonces y hasta 1484 su titularidad la ostentaron diferentes casas nobiliarias, siendo en esa fecha cuando Salelles de Montpalau, antepasado del mencionado Baltasar, adquirió en subasta pública el castillo y el lugar de Gestalgar, sucediéndose los señores de su linaje de manera ininterrumpida hasta 1666, cuando heredó el condado una nieta del mencionado Baltasar, la IV condesa, Francisca Felipa de Monsoriu, Montpalau y Centelles. Y así se prolonga la dinastía en el tiempo llegando hasta nuestros días en los que la titularidad del condado corresponde, desde 2005, a María Asunción de Saavedra y Bes, XV condesa de Gestalgar.

Retomando el hilo del relato, la iniciativa que concibió Antonio de Padua no era una empresa desusada sino que, por el contrario, replicaba otras similares promovidas fundamentalmente en Cataluña. La idea subyacente era poner en funcionamiento una sociedad autosuficiente sustentada en una realidad productiva. Obviamente, la propiedad en cuestión correspondía a sus promotores que lógicamente aspiraban a obtener beneficios con sus inversiones, aunque sin desatender las necesidades y exigencias de la vida en colectividad y, por ende, asegurando el autoabastecimiento y la autosuficiencia del lugar. Sus inicios fueron prometedores, pues funcionó muy bien desde su creación hasta que se precipitó el declive durante los primeros años veinte. Es entonces cuando se desencadena una regresión que no se detuvo hasta la extinción de la actividad pocos años después de finalizada la Guerra Civil.

Conviene recordar que el galés Robert Owen (1771-1858), considerado el padre del cooperativismo, creía firmemente en que el desarrollo de las personas está muy mediatizado por las circunstancias que acompañan sus vidas. En consecuencia, proponía extremar el cuidado de los entornos vitales para asegurar las condiciones favorables para el desarrollo personal. Esa idea matriz subyace a su propuesta para construir aldeas comunitarias de nueva planta, que concibe como colectividades de acogida para grupos de personas que asumen el cultivo y las manufacturas de los productos necesarios para su subsistencia. Evidentemente, poner en pie tales empresas dependía en buena medida de la voluntad fundacional de un terrateniente o de un industrial. Sin embargo, pese a esa paradoja, Owen estaba convencido de que si se conseguía instaurar un nuevo orden moral, basado en la razón y en la fraternidad universal, unos y otros activarían sus disposiciones para que cristalizasen tales empresas pues ambos obtenían beneficios, unos mejorando la calidad de sus vidas y otros rentabilizando sus inversiones. Y parece que no andaba desencaminado porque las colonias de inspiración utópica no solo germinaron en Gran Bretaña sino también en Estados Unidos, Francia, Brasil, México, Argelia y en España, con distintas modulaciones adaptadas a cada territorio. Así sucedió en la que prosperó en el Alto Vinalopó con el nombre de Colonia de Santa Eulalia.

Entrada principal del palacete (2021)

Previamente a detallar los pormenores de la iniciativa y para contextualizarla conviene recordar que desde hacía décadas, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, coexistían en España tres fenómenos aparentemente paradójicos: un importante aumento de la población, numerosos espacios despoblados y el incremento de las rentas de la tierra. Tal problemática motivó que los gobernantes ilustrados adoptasen distintas medidas para hacerle frente. Entre las disposiciones que promulgaron a tal efecto destacan las que atañen a la propiedad agraria, que ejemplifican la importancia que se concedió a la repoblación interior en tanto que mecanismo para poner tierras en cultivo y crear nuevas explotaciones. Iniciativas que fueron del gusto de Olavide y Jovellanos, defensores de las pequeñas propiedades frente a las grandes colonias. A esa finalidad responden las colonizaciones que se emprendieron en el último tercio del s. XVIII en Sierra Morena, Mallorca, Salamanca o Guadalajara, todas ellas ejemplos de una actuación fragmentaria que solo incidía sobre núcleos aislados del territorio nacional. Años después se promulgaron otras medidas que repercutirían en el proceso colonizador de la segunda mitad del siglo XIX y hasta inspirarían a los agraristas del régimen franquista en el siglo XX. Constituyen lo que se ha denominado el «camino hacia el individualismo de las relaciones socioeconómicas del agro español» y, entre otras, deben subrayarse la libertad para cercar fincas particulares arboladas, la desamortización de ciertos bienes en manos muertas y la liberalización de la propiedad particular con la reducción de algunos censos y el repartimiento de tierras municipales. Todas ellas disposiciones inspiradas en la denominada «escuela doctrinal española» que influirá decisivamente en posteriores colonizaciones, como la que nos ocupa.

La Colonia Santa Isabel es, por tanto, una iniciativa que debe incardinarse en un proceso que venía desgranándose desde hacía décadas en España. Como se ha referido y refrendan numerosas publicaciones, hasta la segunda mitad del siglo XIX la casi única preocupación de nuestros gobernantes con relación a la ocupación del territorio se circunscribe a apoyar las iniciativas para poblar físicamente el espacio —que implícitamente equivalen a emplazar población en grandes despoblados mediante proyectos puntuales y heterogéneos— o a impulsar alguna experiencia de colonización de tipo americano. En consecuencia, no existía una visión estructurada para orientar la intervención en el conjunto del territorio; se actuaba, sin más, en los lugares donde eran evidentes la peligrosidad social o la inseguridad, o bien había recursos inexplotados. Es a partir de 1855 cuando se modifican los fines de la colonización y cambia el panorama como consecuencia de la unificación de la legislación y el inicio de un programa general de ocupación del suelo. Lo que ahora se pretende es dar respuesta al intenso crecimiento de la población distribuyéndola mejor sobre el espacio disponible, de ahí que se empiece a sustituir el viejo léxico. Ya no se alude a las colonias sino que referencia la población del espacio rural, de la misma manera que se desechan las intervenciones en espacios concretos, imponiéndose una visión que abarca el conjunto del territorio.

En ese marco general, el año 1855 se promulgó la Ley de Colonización  —reformada por otras disposiciones posteriores— con un objetivo primordial: fijar la población rural y evitar su marcha hacia los núcleos urbanos. Esta iniciativa fue secundada mayoritariamente por empresarios burgueses, que acapararon el 62% de las concesiones, seguidos de grupos vecinales, que optaron al 26%, siendo muy escasas las concesiones a nobles, municipios y sociedades, que apenas alcanzaron el 12%. La procedencia de las tierras objeto de colonización era mayoritariamente pública (baldíos o tierras del Estado) siendo escasos los particulares que aportaron terrenos. En definitiva, se puede afirmar que la colonización desarrollada entre 1855 y 1866, a diferencia de lo que ocurrirá posteriormente, se centra casi exclusivamente en tierras de dominio público, aprovechando las oportunidades que ofrecía el patrimonio de titularidad estatal resultado de la desamortización. La Ley de 1855 trataba de armonizar las consecuencias de las leyes desamortizadoras con el proceso de colonización aunque lo cierto es que la complementariedad desamortización–colonización no se materializó ni legislativamente ni en la práctica. De ahí que las críticas a la Ley insistan en que no logró la redistribución de la propiedad y, en consecuencia, tampoco sus pretendidas finalidades sociales.

Sede de la Sociedad La Unión (2021)

En esta coyuntura debe aludirse a un libro del conquense Fermín Caballero, titulado Fomento de la población rural (1864), que rompe con la tradición existente y propone un nuevo modelo. Se publica cuando ya se ha comprobado que la desamortización no había logrado las mejoras previstas en lo referente a la población y al poblamiento y, a su vez, se había constatado el fracaso de la Ley de 1855, pese a que se habían eliminado los mayorazgos, liberado la propiedad rural de los condicionantes legales del Antiguo Régimen y llevado a cabo los procesos desamortizadores, todas ellas iniciativas que acarrearon el traspaso de muchas propiedades en manos muertas a propietarios burgueses que, lógicamente, tenían una concepción capitalista de las relaciones de producción. Por tanto, la obra de Caballero alumbra en el momento en que culminaba el proceso liberalizador de la propiedad de la tierra, se habían desarrollado mejoras en la función agraria y se había reformado el comercio al aumentar su radio de acción.

Caballero parte de una definición restrictiva de población rural que circunscribe a las personas que viven en una casa aislada, edificada sobre el terreno que cultivan, excluyéndose a los residentes en núcleos concentrados. Propone que las «caserías» (casas de labor) dispersas deben situarse sobre un «coto redondo», es decir, en una posesión cerrada o acotada que aprovechará exclusivamente su dueño, sin extensión predeterminada, que se fijará en función de lo que en cada localidad se considere el terrazgo que puede cultivar un agricultor. Con tal solución se pretendía distribuir la propiedad homogéneamente en todo el territorio nacional, sin disparidades ni desequilibrios. Es decir, se proyectaba la creación de explotaciones familiares que no obligasen a realizar desplazamientos diarios, optimizándose con ello la utilización del suelo y del trabajo. Tal propuesta colisionaba con la legislación colonizadora, mucho más orientada a levantar pueblos en lugares distantes unos de los otros y a facilitar las comunicaciones entre los espacios deshabitados que a mejorar las condiciones del cultivo. Caballero consideraba que las colonias representaban un sistema que no se adaptada a todas las regiones españolas, siendo que era especialmente aplicable a las propiedades extensas. No es que rechazase el procedimiento, simplemente lo consideró inadecuado para un momento histórico caracterizado por el aumento de población. En su opinión las leyes colonizadoras debían proponerse mejorar las condiciones de vida de la población, más que satisfacer las aspiraciones de las políticas «poblacionistas». Su obra tuvo una amplia repercusión, recibiendo elogios y críticas. Las reacciones más virulentas tenían carácter ideológico, económico y legal, pues su ideal de «coto redondo» se consideró un ataque al derecho de propiedad que colisionaba frontalmente con los presupuestos ideológicos de la Restauración.

Así pues, ni las tesis de Fermín Caballero encontraron demasiado eco, ni las leyes promulgadas en el último tercio del siglo XIX lograron impulsar nuevas explotaciones de labriegos y propietarios, pese a que parecían fórmulas pertinentes para fomentar la fijación de la población rural. Por el contrario, se logró que aumentase la masa de colonos, sin derecho al arrendamiento a largo plazo o de compra sobre los terrenos que cultivaban. De modo que la colonización que regularon leyes como la Ley de población rural de 11 de julio de 1886 y otras posteriores solo sirvió para poblar y cultivar algún despoblado, sanear amplias extensiones de terreno o ejecutar importantes obras de riego, pero no constituyeron una estrategia eficaz y prolongada para el mantenimiento y la conservación de la población rural. En consecuencia, a lo largo del siglo XIX la agricultura seguía anclada en las viejas tradiciones y no alcanzaba para abastecer las necesidades generadas por el constante crecimiento de la población, lo que motivó numerosas crisis de subsistencia que solo resolvieron parcialmente la ralentización del crecimiento demográfico y la liberalización de la emigración hacia América, que se produjeron en la segunda mitad del siglo.

Sirva este amplio preámbulo para contextualizar la iniciativa del conde de Gestalgar en las tierras del Alto Vinalopó que, como se deducirá, no fue fruto de una tórrida ensoñación ni de un espíritu radicalmente innovador y filantrópico. Bien al contrario, engarza perfectamente con las iniciativas agrarias que promovieron las disposiciones legislativas y las políticas gubernamentales desarrolladas a lo largo del siglo XIX para intentar detener el vaciamiento de amplísimos territorios del Estado y contribuir a la mejora de las condiciones de vida de la población, inercias que lamentablemente subsisten dos siglos después casi en idénticos términos.

La Ley de 3 de junio de 1868 sobre Colonias Agrícolas favorecía explícitamente la creación y el levantamiento de esta tipología de corporaciones para la gestión del suelo agrícola a través de beneficios fiscales que estimularon a muchos emprendedores, tanto terratenientes como industriales. Se pretendía incentivar la formación de nuevos núcleos rurales y, sobre todo, la transformación de los cultivos, la roturación de nuevas tierras y la creación de explotaciones en coto redondo. Se trataba de impulsar la radicación de la población rural en el campo, basándose en conceptos como la deseable homogeneidad y racionalidad productiva del territorio. Se buscaba, como se ha dicho, frenar el éxodo imparable de la población hacia los pueblos y las ciudades, proteger y modernizar la agricultura y combatir sus endémicas crisis.

En un país como el nuestro no se hizo esperar la picaresca, de modo que bastantes proyectos fueron sancionados por incumplir los requisitos aducidos para acceder a los beneficios fiscales previstos en la Ley, que eran de mayor relevancia conforme aumentaba la distancia del asentamiento rural hasta las respectivas poblaciones. Estaban exentas de contribución industrial las explotaciones que formasen parte de una colonia rural. Se estimulaba la transformación de cultivos y la creación de nuevos regadíos. Por otro lado, los cambios o mejoras en ellos también podían acogerse a beneficios tributarios. A las ventajas fiscales se añadían otras que afectaban al coste de las maderas extraídas de los montes del Estado o de las dehesas comunales, al disfrute de leñas, pastos y otros aprovechamientos, a la facultad explotar canteras y establecer talleres en terrenos públicos, etc.


Pues bien, la Colonia de Santa Eulalia constituye un enclave agrícola e industrial fundado en 1886 al amparo de la mencionada Ley de 3 de junio de 1868, que compendió numerosos aspectos de la legislación anterior estableciendo nuevas disposiciones para favorecer las iniciativas privadas de tipo agroindustrial mediante exenciones de diversos impuestos o a través de beneficios fiscales por la roturación de terrenos con determinados cultivos y, en el caso de las colonias de más de 100 habitantes, con el mantenimiento de servicios médicos, educativos y religiosos por parte del Estado. Tuvo mucho mayor repercusión que las disposiciones precedentes, aunque las solicitudes fueron limitadas hasta el comienzo del reinado de Alfonso XII. Concretamente en 1875 se produjeron cerca de 800 solicitudes en toda España, aunque en los años siguientes la demanda se estabilizó en torno a 50 solicitudes anuales hasta 1886. Pocas empresas continuaron más allá de dos años, aunque las que se diseñaron con objetivos claros, orientados a la rentabilidad económica, funcionaron como ejemplos de innovación tecnológica. Es justamente lo que sucedió con la Colonia Santa Eulalia, una empresa agroindustrial radicada en una finca que fue declarada colonia agrícola de primera clase el 1 de julio de 1887, con todos los beneficios y privilegios establecidos por la Ley de 1868. Se pretendía poner en cultivo los terrenos de los denominados «prados de Santa Eulalia» aprovechando los incentivos legales y tributarios para la promoción de las colonias agrícolas y funcionó satisfactoriamente durante cuatro décadas. Una vez que decreció su actividad económica se inició un progresivo declive que llega hasta el casi total abandono actual, perviviendo unos edificios reconocibles, aunque mayoritariamente ruinosos.


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lunes, 4 de enero de 2021

Nunca caminarás solo

 Cuando cruces caminando una tormenta,

mantén tu cabeza bien alta,

y no tengas miedo a la oscuridad.
Al final de la tormenta,
hay un cielo dorado,
y el dulce y plateado canto de una alondra.
Camina cruzando el viento,
camina cruzando la lluvia,
aunque tus sueños sean vapuleados.
Sigue caminando, sigue caminando
con esperanza en tu corazón,
y (así) nunca caminarás solo.
Nunca caminarás solo.
[You’ll never walk alone, de Gerry & The Pacemakers]


Mi amigo Emilio Soler que ciertos días es como una versión actualizada y a la vez vintage de Gustavo, el reportero más dicharachero de Barrio Sésamo, nos informa de buena mañana por whatsup que ayer falleció el genuino intérprete de You’ll never walk alone, el mítico himno del no menos mítico Liverpool Football Club, el de los legendarios Callaghan, Fowler, Keegan, Rush, Barnes, Dalglish y tantos otros. Sí, ayer se fue Gerry Marsden que con su banda Gerry and the Pacemakers popularizó la ya universal canción que compusieron Richard Rogers y Oscar Hammerstein dos décadas antes, y que en 1963 fue adoptada por la hinchada de la famosa grada “Kop” en Anfield Road como himno de su equipo. 

La noticia me ha retrotraído a agosto de 2004 cuando mi mujer y yo viajamos a Mánchester para participar en sendos cursos de perfeccionamiento del inglés en el ELTC, el Centro de Idiomas de su Universidad. Mánchester era entonces una gran ciudad en plena recuperación, tras los funestos tiempos de la señora Thatcher. Una ciudad que es parte importantísima de la tercera mayor aglomeración urbana del Reino Unido, tras Londres y Birmingham. Históricamente ha pertenecido al condado de Lancashire, al sur del Mersey, el río que justamente desemboca en Liverpool y que, entre otras muchas cosas, ha dado nombre al “merseybeat”, el sonido que acuñó y contribuyó a difundir la banda de Gerry Marsden, los inefables Beatles y también The Searchers y The Merseybeats, formaciones menos conocidas pero igualmente curtidas en el Cavern Club.  

Todo el mundo sabe que Mánchester fue la primera ciudad industrializada del mundo y que desempeñó un papel central durante la revolución industrial, convirtiéndose  en el principal centro internacional de fabricación de algodón. Hasta el punto de que durante el siglo XIX adquirió el apodo de “cottonopolis”, que era como atribuirle el título de metrópoli de las fábricas de algodón. Un acicate para las prolíficas mentes de Eric Hobsbawm, Arnold Toynbee, Alexis de Tocqueville y otros muchos historiadores, economistas y sociólogos que hicieron y hacen de la revolución industrial un objeto privilegiado del debate socioeconómico e historiográfico. 

La cercanía al puerto de Liverpool ayudó muchísimo al crecimiento de Mánchester Tan es así que, en 1760, para agilizar la llegada del carbón, el algodón y otras materias primas se construyó el Bridgewater Canal —canal del duque de Bridgewater— que conectó las dos ciudades. Curiosamente es uno de los pocos de Gran Bretaña que no han sido nacionalizados y, por tanto, sigue siendo de propiedad privada. Años más tarde la firma George Stephenson construyó la primera línea férrea del mundo entre Mánchester y Liverpool. Poco después, en 1894, la Reina Victoria inauguró el canal que convertiría a Mánchester en un singular y continental puerto marítimo. De ese modo se erigió en la primera ciudad industrial del mundo, rivalizando con su vecina Liverpool.


Pasamos tres agradabilísimas semanas en Mánchester. La experiencia en el ELTC  fue extraordinaria. A mi permitió perfeccionar mis escasas habilidades lingüísticas  y a mi mujer le ayudó a no oxidarlas facilitándole, además, el contacto con personas de otras culturas, particularmente rusas y árabes, que le acercaron curiosas perspectivas de entender la vida. Durante esas semanas ocupamos un apartamento que nos alquiló una profesora de la Escuela a la que contacte a través de la Universidad de Alicante. Era una casa unifamiliar y humilde, ubicada en un barrio del sur de la ciudad, habitado por emigrantes y refugiados mayoritariamente africanos. Ciertamente impactaba salir a ciertas horas de la tarde y deambular por las calles. En prácticamente todas las esquinas había cámaras de vídeo enjauladas con protecciones metálicas antivandálicas. El “Ejercito de Salvación” —The Salvation Army— se hacía presente todas las tardes con sus peculiares vehículos, sus músicas características y sus atenciones a los ciudadanos y niños desfavorecidos. Paradójicamente, muy cerca estaba el barrio mancuniano de Rusholme, o como todo el mundo lo conoce allí,  la Curry Mile (milla del curry),  nombre que le viene dado por los múltiples restaurantes de comida india, pakistaní o libanesa extendidos a lo largo de su avenida central. Rostros exóticos, restaurantes a espuertas, olor a especias, innumerables joyerías son algunos de los detalles que te impactan cuando llegas a aquellos lares tras orillar el Etihad Stadium, el estadio del Mánchester City, que entonces no era tan famoso como ahora pues entonces todo lo acaparaba,  futbolísticamente hablando, el United. Allí hay restaurantes donde se puede probar comida de prácticamente todos los países del sur y del levante mediterráneos. Algunos son muy baratos y cutres, de comida fast food, como si la estuvieses encargando en una callejuela de Bagdad, Damasco o Túnez. Otros, por el contrario, son espléndidos. A ellos acuden para cenar los viernes y sábados por la noche las acomodadas familias de negociantes hindúes de Mánchester. Es curioso observar cómo bajan de sus Mercedes y Audis hombres ricamente vestidos con atuendos que parecen sacados de un peli de Bollywood. Pero lo verdaderamente espectacular son las mujeres cuyas vestimentas no se occidentalizan y responden a la más rancia y preciosa tradición de los saris. Abundan los comercios de dulces típicos de Oriente Medio, los locutorios telefónicos y las tiendas de objetos electrónicos de segunda mano. Y muchas fruterías, en las que se venden hortalizas exóticas provenientes de África o Sudamérica que no acostumbramos a ver. Aunque los comercios más impresionantes son las joyerías. Sus escaparates están repletos de fastuosas alhajas de oro cuyas destinatarias son las aludidas mujeres hindúes. 

Aquella estancia nos permitió contrastar cómo una ciudad que había sido masacrada por las políticas ultraliberales del thatcherismo recuperaba el pulso y rehacía su centro histórico, transformando las antiguas factorías en edificios de viviendas y centros comerciales. Esa transformación era especialmente perceptible en la zona de los Docks, el complejo de muelles a ambos lados del canal de Salford y Mánchester que había sido abandonado a raíz de las crisis económicas precedentes y que permanecía en un estado de abandono lamentable. Tanto en esta zona como en Trafford, además de apartamentos de lujo con embarcaderos y otras comodidades, se erigieron museos como el War Museum North o The Lowry, este último dedicado al más universal de los pintores mancunianos.

Aprovechamos para hacer turismo por las localidades cercanas siendo uno de nuestros destinos favoritos Liverpool, donde tuvimos oportunidad de visitar no solo el Cavern Club y las construcciones de la dársena con sus inefables remates escultóricos recreando la emblemática ave Liver, que da nombre a la ciudad, también visitamos la Walker Art Gallery, un museo que alberga una de las colecciones artísticas más grandes de Inglaterra que, por cierto, presentaba un aspecto lúgubre y deplorable, como el conjunto de la ciudad, que se mostraba ennegrecida, abandonada y sucia, necesitada de reformas que imaginamos que se habrán acometido en los últimos años.

En ese verano de 2004 cayeron sobre nosotros algunas de las singulares tormentas británicas —showers las llaman por allí— pero siguiendo los consejos de los “scousers” mantuvimos la cabeza bien alta y obviamos el miedo a la oscuridad.

miércoles, 26 de septiembre de 2018

Esclatasangs

El DRAE define la pasión como el apetito de algo o la afición vehemente a ello. Sin duda, es una cualidad auténticamente humana. Amorosa, laboral, artística, o alusiva a lo que sea, muchos la concebimos como el combustible imprescindible para disfrutar de una vida prolongada y feliz. Aunque, todo hay que decirlo, si se adueña de nuestro cerebro o de nuestra voluntad, también puede cristalizar en un peligro nada desdeñable. En cualquier caso, la pasión, inequívocamente, es un sentimiento intenso y vigorizante que arraiga en lo más profundo del ser humano y que aflora en los momentos transcendentales, esos en los que palpamos de verdad la razón última de nuestras vidas. No en balde nos inocula adrenalina y pujanza haciendo que todo cobre sentido y pierda importancia el qué, el cómo, el cuándo y el dónde de las cosas. Porque cuando algo nos apasiona lo que importa por encima de todo es el porqué acometemos ese propósito y las emociones que nos reporta. De modo que una emoción considerada indeseable en la antigüedad, cuando se concebía como una “perturbación o afecto desordenado del ánimo” (passio), hoy se ha transformado en un sentimiento prestigiadísimo, en un estado emocional codiciado, que para muchos supone la auténtica razón de su existencia.

Es tiempo de setas, una estación que hogaño ha llegado con cierto adelanto, sin duda. Las tormentas de principio del verano y unas temperaturas excepcionales han precipitado un proceso que suele comenzar a finales de septiembre y terminar a principios de diciembre. Este año, para sorpresa general, ha debutado cuando finiquitaba agosto y veremos hasta cuando se prolonga porque, para que nadie agote su capacidad de sorpresa, diré que quienes saben de esto aseguran que se han recolectado setas en febrero. De modo que llegó la temporada de las setas, o “dels bolets”, como se prefiera. Eso significa para muchos viajar y perderse en las montañas, hurgar entre los perfumados matorrales, levantar la espesa capa de pinocha u hojarasca que recubre el suelo de pinares y bosques, tantear en la tierra fresca y olorosa para localizar las variedades de esclatasangs, rovellons o níscalos. También las amanitas cesáreas (ou de reig), los rebozuelos (los afamados rossinyols), los boletus (ceps), etc. Estos últimos, y tantos más, son piezas que recolectan quienes saben distinguirlos, cosa nada fácil porque la diversidad climática existente en España propicia que existan alrededor de 35.000 especies distintas. Y no debe olvidarse que, como asegura la frase que circula desde siempre en el mundo micológico, “todas las setas se pueden consumir, pero algunas una sola vez”.

No descubro nada nuevo al decir que recolectar setas es una costumbre que levanta pasiones. Tantas, que las especies nacionales se quedan cortas para satisfacerlas. De hecho, para abastecer la ingente demanda del mercado, los proveedores profesionales buscan hongos en lugares impensables, que identificamos más con desiertos y palmeras que con zonas pobladas por bosques de abetos, pinos y encinas. Aunque resulte difícil creerlo, algunos empresarios de la industria micológica investigan cómo transformar parte del territorio de Marruecos, Argelia y Túnez en nuevas despensas de setas, que se sumarían a la larga lista preexistente que incluye amplias superficies alpinas, del este de Europa y hasta de Rusia. Nosotros, quiero decir, mis amigos y yo, no aspiramos a tanto. Particularmente, no ansío casi nada. Mi participación en la pequeña aventura que reseñaré obedece exclusivamente a la desprendida actitud de mi amigo Alfonso que, sabedor de que todavía me atrae la inveterada costumbre que de vez en cuando practiqué en la infancia, determinó invitarme a participar en una de sus “correrías”.  Esta en concreto la había programado con su amigo Joaquín, una persona excelente: educada, jovial, atenta, espléndida y, sobre todo, experta en la recolección de setas.

Con Alfonso, en Gúdar-Javalambre
Dormí la noche del sábado en Benilloba, en casa de Alfonso. Teníamos prevista la salida a las cinco de la mañana y no era cosa de viajar desde Alicante para estar allí, disponible, a esas horas. Los saludos protocolarios, las atenciones a Alfonso Jr., una cena ligera y una brevísima sobremesa compartida con Paqui fueron el preámbulo imprescindible para encaminarnos al lecho. Apenas eran las cuatro y media cuando abandonaba la habitación. Alfonso ya lo había hecho media hora antes y estaba preparando el café con leche cuando llegué a la cocina. Lo despachamos con presteza y cargamos los pertrechos en el coche (cestas, cuchillos, garrotes, anoraks, almuerzos y bebidas). Nos esperaba un largo recorrido. Recogimos a Joaquín y nos montamos en su Discovery. Él, que es un excelente conductor y al que le agrada conducir, despachó el zigzagueante camino que enlaza Benilloba con la A-7 en pocos minutos. Inmediatamente nos zambullimos en la autovía viajando prácticamente solos hasta Alcudia de Carlet, donde repostamos antes de enfilar hacia el bypass que permite sortear el callejero del “Cap i Casal”. Llegados a las proximidades de Sagunto, tomamos la A-23, la denominada autovía mudéjar, que nos llevaría casi hasta nuestro destino. El paso por Sot de Ferrer, Soneja, Segorbe, Navajas, Jérica, Viver, Barracas y San Agustín fue jalonando las primeras horas y minutos de la mañana, que anunciaban y daban paso a un amanecer que nos asediaba por la espalda, prolongándose desde la mar hacia el horizonte cada vez más montaraz y empinado al que nos conducía el infatigable Discovery. Con las primeras luces del día, estábamos ya en Venta del Aire, una localidad que hoy forma parte del municipio de Albentosa, en la comarca de Gúdar-Javalambre, a mil metros de altitud. Desde allí, la A-1515 nos llevó, casi solos, a Rubielos de Mora. Arrancando de esa afamada población, la A-1701 nos condujo a Nogueruelas y Linares de Mora, donde tomamos la T-V-3 hasta Valdelinares, que era nuestro destino. Bueno, es un decir, porque todavía nos esperaban casi nueve kilómetros de pistas forestales que, transcurridos tres cuartos de hora, nos depositaron en una inimaginable pradera a dos mil metros de altitud. Un espacio que me pareció semejante al paraíso, aunque nunca he estado allí. Es aquella una tierra hermosa, cubierta de pinos, sabinas rastreras y enebros, de encinas, álamos y algún chopo que resiste en la penuria de los sedientos regatos veraniegos. Como alguien dijo, cuando se recorren estos montes de las sierras de Gúdar y Javalambre parece que nos estamos asegurando el don de la longevidad; aquí el tiempo parece detenido y la vida hace mucho que perdió el compás, al menos el que marca las nuestras.

Abandonamos el coche, tomamos los pertrechos y, provistos de un café con leche y cuatro horas de camino, renunciamos al almuerzo presos de un “gusanillo” que nos invitaba a tirarnos al monte, como si barruntásemos que el mundo acabaría ese mismo día. Fijamos la posición del coche con relación al sol, que ya se elevaba sobre el horizonte aunque no calentaba nada, y decidimos avanzar hacia el oeste. Atravesamos la pradera, trepamos a la primera loma y descendimos despaciosamente por la subsiguiente umbría. De repente se abrieron ante nosotros las puertas del paraíso. Pocas veces habíamos contemplado lo que se ofrecía a nuestros ojos. Setas por doquier: en medio de los senderos, en los alcorques que cercan los pinos, bajo los matorrales, entre los restos de las entresacas y podas; prácticamente en todo lugar. En apenas dos horas habíamos llenado nuestras cestas, habíamos colmado nuestras ansias y satisfacíamos nuestros mejores deseos. Poco más se podía pedir. Si acaso, descender pausadamente buscando la pradera y saborear el almuerzo que nos aguardaba en el maletero del coche: bocatas de tortilla con panceta ibérica, y de lomo y jamón, aderezados con exquisito aceite del Comtat, una litrona de cerveza y agua fresquísima. Eran casi las doce cuando, recostados sobre una ligera pendiente del terreno, cobijados a la sombra de una imponente sabina, dábamos buena cuenta de todo ello.

Despenado el tentempié, el ansia  recolectora nos hizo emprender una segunda batida que fue mucho más cansina que provechosa. En apenas una hora decidimos dar por finalizada la aventura y nos dispusimos a deshacer el camino. Apostillaré que tardamos hora y media en recorrer los apenas nueve kilómetros de pistas forestales que conducen hasta la carretera. Fueron seis o siete las ocasiones en que nos detuvimos para recolectar las setas que visualizábamos en los márgenes de las veredas. Realmente, aquello fue un continuo sucumbir a una retahíla interminable y gratísima de tentaciones. Por fin llegamos al dominio del asfalto e iniciamos el descenso. Esta vez nos desviamos de la ruta de llegada, tomando el ramal que bordea por el norte las pistas de esquí de Valdelinares y se dirige a Alcalá de la Selva. Allí tomamos la A-228 hasta la monumental Mora de Rubielos, que dejamos atrás para llegar a la Venta del Aire, hacernos un rápido piscolabis en el Restaurante Los Maños en la entrada de Albentosa y enfilar la A-23 de regreso a casa.

Un día pletórico en el que hicimos seiscientos kilómetros con el definido propósito de amansar la pasión recolectora que los humanos arrastramos desde nuestro origen más remoto. Pero no cosechamos cualquier cosa ni lo hicimos en un lugar cualquiera. La nuestra fue una recolección de primerísima calidad, pausada y casi exclusiva (apenas nos cruzamos con una decena de personas), que nos proporcionó unos frutos conservados excepcionalmente, germinados a dos mil metros de altura y en un territorio prácticamente virgen. Y por si ello fuera poco, bebimos aguas purísimas y fresquísimas que brotan de manantiales inagotables, respiramos un aire limpísimo que parecía que invitaba a sentir lo hermoso que es el mundo y lo maravilloso que es vivir. El domingo, hubo momentos en que me pareció que estuvimos casi a punto de tocar el cielo con las manos.

miércoles, 9 de mayo de 2018

Sicilia

Ocho días en Sicilia dan para bastante más que para imaginar un desconcertante “mal encuentro” con Salvatore Giuliano, o para sentarse bajo la pérgola que enmarca la puerta del bar Vitelli, en Savoca, y degustar un granizado de limón con “zucaratti”, imaginando el rodaje de aquella escena de El Padrino en la que Michael Corleone pide al padre de Apollonia, hipotético dueño del establecimiento, la mano de su bellísima hija.

Ocho días en Sicilia dan para mucho más que hacer una visita a Corleone, cuna de jefes legendarios de la Mafia como Michele Navarra, Luciano Leggio, Leoluca Bagarella, Salvatore Riina o Bernardo Provenzano, además de ficticio lugar de nacimiento de Vito Corleone, el personaje que creó Mario Puzo.

Ocho días en Sicilia dan para mucho, para muchísimo más, que para dar un paseo por la Albergheria de Palermo y perderse en el laberíntico trazado de un barrio pobre y abandonado, que conserva las huellas de los bombardeos bélicos y amontona una creciente población inmigrante, además de albergar en su flanco oriental uno de los mercados más bulliciosos y genuinos de la isla, el de Ballarò, casi colindante con la hermosísima Chiesa del Gesù, también conocida como Casa Professa, que levantaron los jesuitas.

En fin, ocho días en Sicilia dan para bastante más que para visitar Scicli y la pequeña escalinata que da acceso al edificio de su ayuntamiento, la comisaria en la que realiza sus pesquisas el comisario Montalbano. Ciudad patrimonio de la UNESCO, cantada por Elio Vittorini como "la más bella del mundo" y convertida en la Vigata cinematográfica del popular comisario, Scicli es una "ciudad al revés", construida no en altura sino sobre tres valles próximos a las aguas del Mediterráneo, con castillo e iglesia desvencijados al unísono.

Sin embargo, ocho días en Sicilia apenas permiten desplegar una mirada superficial al infinito parque arqueológico que aloja la mayor isla del Mare Nostrum, tan inaprensible en su extensión como desmesurada en su valor. Segesta, Selinunte, Agrigento, Taormina… ofrecen las asombrosas ruinas de las viejas civilizaciones en entornos naturales privilegiados, que sólo desnaturalizan a ratos y en temporada alta adocenadas y circunstanciales tropas de turistas.

Ocho días en la isla son una fugaz oportunidad para apreciar un patrimonio urbano inabarcable que aglutina miles y miles de edificaciones vetustas, desvencijadas, ruinosas. Palacios, capillas, mansiones, iglesias, oratorios, cúpulas barrocas, capillas rococó… Un inmenso tesoro que me parece tan irrecuperable como maravillosamente arruinado.

Un patrimonio entretejido con tramas urbanas de ciudades de tamaño medio, tan hospitalarias como imposibles para quienes sufren cualquier discapacidad motriz. Ciudades y pueblos de tonos ocres y desleídos, idénticos a los que proyectan los rayos del sol cuando atraviesan un vaso con malvasía de las Lipari. Ciudades geográficamente colgadas de agrestes montañas y profundos desfiladeros. Continentales, sí, pero lo suficientemente próximas a la mar para evitar que te atrape o acalore la continentalidad que, sin embargo, se siente.

Ciudades que uno imagina que alguna vez fueron el caos arquitectónico del Oriente Medio y púnico y que, inesperadamente, se vieron sacudidas por el devastador terremoto de 1693 que les obligó a adoptar una nueva belleza. Una beldad influida por el patrón estilístico del barroco que arrasaba entonces en Europa. Nuevas calles fueron rediseñadas por encargo del duque de Camastra, Giuseppe Lanza, al que los españoles habían designado virrey, que ordenó alargar las avenidas y reformar las escalinatas. Las nuevas y grandes iglesias se inspiraban ahora en la gracia barroca. Ingenio y orden, espacio y aire. Un estilo espectacular, voluptuoso y sensorial que casaba a la perfección con el carácter siciliano, heterodoxo y exuberante.

La ciudad pensada como obra de arte gracias a la perspectiva monumental, a la línea recta; la ciudad ideológica, escenográfica, convertida en expresión de la realidad política; la ciudad diseñada para la exaltación del príncipe y los gobernantes, plagada de simetrías, en la que se despliegan grandes avenidas ajardinadas con iglesias de cúpulas y retablos prolijamente decorados, plazas con estatuas, fuentes y palacios cubiertos de columnas y frontones, en los que se combinan la dorada piedra del lugar y el potente sol siciliano para intercalar luces y sombras, la quintaesencia del barroco... siciliano: Caltagirone, Catania, Militello in Val di Catania, Modica, Noto, Palazzolo Acreide, Ragusa y Scicli, esencialmente.

Todo ello es Sicilia, pero también lo es el castillo normando de Erice, un nido de águilas codiciado por griegos y fenicios, como lo son las sarde in beccaficco (sardinas empanadas rellenas de piñones y pasas) o los mejores cannoli (cañas de masa frita con vino Marsala, rellenas de crema de queso ricota) del mundo.

Y qué decir de la fascinante mole del Etna, dominando la costa este de la isla desde todos los ángulos. Vigilante perpetuo del horizonte que dibujan los bulevares de Catania, antorcha del escenario del teatro de Taormina, manantial inagotable de ocio al aire libre, volcánico y fértil nutriente de una agricultura milenaria.

Sicilia me ha parecido un espléndido mosaico que, como alguien dijo, hay que mirar desde la relatividad y el escepticismo si atendemos a la fabulosa galería de personajes que han conformado a través de los siglos los rasgos generales de la sicilianidad. Empezando por los ancestros fenicios, griegos, púnicos, normandos, árabes y españoles, y siguiendo por Lampedusa y su Gatopardo, junto a Pirandello y la disolución de los límites entre el teatro y la vida. Les acompañan el príncipe Ferdinando Gravina, artífice de la Villa de los monstruos, y el visionario de la bomba atómica Ettore Majorana; el bandido Giuliano y el implacable juez Falcone; el naturalista Verga y el realismo lúcido de Sciascia; el pérfido cardenal Ruffini y el americanizado Frank Capra, entre otros muchos. Un catálogo de personalidades que nos conducen del espanto a la maravilla, de la náusea al asombro y la devoción, todos hijos de un territorio que ha alumbrado algunos de los mejores y de los peores ejemplares de la raza humana.

En las escasas conversaciones que he mantenido con algunos lugareños (que a veces no eran tales) han emergido los tópicos que han dibujado la imagen exterior de Sicilia, y también la idea que los sicilianos tienen de sí mismos y el modo en que ha condicionado históricamente sus conductas: el vicio de la impostura, el machismo endémico, las tentaciones inquisitoriales, el ensueño, la ambición de poder… Da la impresión de que, al igual que los terremotos, las erupciones volcánicas, las invasiones o las pestes, los mitos han terminado condicionando la vida de los sicilianos hasta casi absorberlos. Tal vez porque los pueblos dan pie a los tópicos, o a lo mejor porque tarde o temprano son éstos los que acaban moldeando a los pueblos. Quizá porque lo que empieza siendo un disfraz termina convirtiéndose en uniforme, o acaso porque el simple matiz deriva en rasgo de identidad.

Como dijo Gaetano Savatteri, “se puede ser siciliano sin haber puesto nunca un pie en Sicilia, pero es difícil no serlo si por casualidad se ha caído por allí”. Viajes como el que concluí el pasado domingo suponen un aterrizaje feliz, suave y acolchado en el corazón de uno de los rincones más fascinantes del Mediterráneo. Por encima, o más bien por debajo, de la uniformización planetaria que hoy confunde casi todo (coches, móviles, turismo, aeropuertos...), creo que debería volver para conocer mejor la autenticidad de la isla. Probablemente no lo haré, pero recomendaré a cualquiera de mis amigos que se pierda cuanto antes por allí.