sábado, 27 de marzo de 2021

De Gestalgar a Santa Eulalia-I

Lo que voy a contar sucedió hace más de cien años y a más de ciento cincuenta kilómetros de Gestalgar. Es un relato protagonizado por Antonio de Padua de Saavedra Rodríguez de Guerra Frígola y Díez de Riguero —XII conde de Gestalgar y IX de La Alcudia— que se propuso materializar algunas de las ideas del socialismo utópico —aunque intuyo que no era devoto ni de lo uno ni de lo otro— y a tal efecto en el último tercio del siglo XIX levantó un proyecto singular radicado entre las localidades alicantinas de Villena y Sax, la denominada Colonia de Santa Eulalia, una iniciativa que llegó a ser un productivo núcleo agrario, industrial y urbano ideado para dar respuesta a algunas de las necesidades socioeconómicas del momento.

Vista general de la Colonia (Puig Moneva, 2016)

Haré un inciso para referir que el condado de Gestalgar es un título nobiliario creado por Felipe IV que, el 20 de febrero de 1628, concedió al noble valenciano Baltasar de Montpalau y Ferrer la titularidad del señorío, que se convertía en condado. El dominio señorial tenía su origen en 1237, cuando Jaime I lo donó a Rodrigo Ortiç aunque posteriormente revirtió de nuevo a la Corona hasta 1296, en que se otorga a Bernardo Guillermo de Entenza. Desde entonces y hasta 1484 su titularidad la ostentaron diferentes casas nobiliarias, siendo en esa fecha cuando Salelles de Montpalau, antepasado del mencionado Baltasar, adquirió en subasta pública el castillo y el lugar de Gestalgar, sucediéndose los señores de su linaje de manera ininterrumpida hasta 1666, cuando heredó el condado una nieta del mencionado Baltasar, la IV condesa, Francisca Felipa de Monsoriu, Montpalau y Centelles. Y así se prolonga la dinastía en el tiempo llegando hasta nuestros días en los que la titularidad del condado corresponde, desde 2005, a María Asunción de Saavedra y Bes, XV condesa de Gestalgar.

Retomando el hilo del relato, la iniciativa que concibió Antonio de Padua no era una empresa desusada sino que, por el contrario, replicaba otras similares promovidas fundamentalmente en Cataluña. La idea subyacente era poner en funcionamiento una sociedad autosuficiente sustentada en una realidad productiva. Obviamente, la propiedad en cuestión correspondía a sus promotores que lógicamente aspiraban a obtener beneficios con sus inversiones, aunque sin desatender las necesidades y exigencias de la vida en colectividad y, por ende, asegurando el autoabastecimiento y la autosuficiencia del lugar. Sus inicios fueron prometedores, pues funcionó muy bien desde su creación hasta que se precipitó el declive durante los primeros años veinte. Es entonces cuando se desencadena una regresión que no se detuvo hasta la extinción de la actividad pocos años después de finalizada la Guerra Civil.

Conviene recordar que el galés Robert Owen (1771-1858), considerado el padre del cooperativismo, creía firmemente en que el desarrollo de las personas está muy mediatizado por las circunstancias que acompañan sus vidas. En consecuencia, proponía extremar el cuidado de los entornos vitales para asegurar las condiciones favorables para el desarrollo personal. Esa idea matriz subyace a su propuesta para construir aldeas comunitarias de nueva planta, que concibe como colectividades de acogida para grupos de personas que asumen el cultivo y las manufacturas de los productos necesarios para su subsistencia. Evidentemente, poner en pie tales empresas dependía en buena medida de la voluntad fundacional de un terrateniente o de un industrial. Sin embargo, pese a esa paradoja, Owen estaba convencido de que si se conseguía instaurar un nuevo orden moral, basado en la razón y en la fraternidad universal, unos y otros activarían sus disposiciones para que cristalizasen tales empresas pues ambos obtenían beneficios, unos mejorando la calidad de sus vidas y otros rentabilizando sus inversiones. Y parece que no andaba desencaminado porque las colonias de inspiración utópica no solo germinaron en Gran Bretaña sino también en Estados Unidos, Francia, Brasil, México, Argelia y en España, con distintas modulaciones adaptadas a cada territorio. Así sucedió en la que prosperó en el Alto Vinalopó con el nombre de Colonia de Santa Eulalia.

Entrada principal del palacete (2021)

Previamente a detallar los pormenores de la iniciativa y para contextualizarla conviene recordar que desde hacía décadas, especialmente a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, coexistían en España tres fenómenos aparentemente paradójicos: un importante aumento de la población, numerosos espacios despoblados y el incremento de las rentas de la tierra. Tal problemática motivó que los gobernantes ilustrados adoptasen distintas medidas para hacerle frente. Entre las disposiciones que promulgaron a tal efecto destacan las que atañen a la propiedad agraria, que ejemplifican la importancia que se concedió a la repoblación interior en tanto que mecanismo para poner tierras en cultivo y crear nuevas explotaciones. Iniciativas que fueron del gusto de Olavide y Jovellanos, defensores de las pequeñas propiedades frente a las grandes colonias. A esa finalidad responden las colonizaciones que se emprendieron en el último tercio del s. XVIII en Sierra Morena, Mallorca, Salamanca o Guadalajara, todas ellas ejemplos de una actuación fragmentaria que solo incidía sobre núcleos aislados del territorio nacional. Años después se promulgaron otras medidas que repercutirían en el proceso colonizador de la segunda mitad del siglo XIX y hasta inspirarían a los agraristas del régimen franquista en el siglo XX. Constituyen lo que se ha denominado el «camino hacia el individualismo de las relaciones socioeconómicas del agro español» y, entre otras, deben subrayarse la libertad para cercar fincas particulares arboladas, la desamortización de ciertos bienes en manos muertas y la liberalización de la propiedad particular con la reducción de algunos censos y el repartimiento de tierras municipales. Todas ellas disposiciones inspiradas en la denominada «escuela doctrinal española» que influirá decisivamente en posteriores colonizaciones, como la que nos ocupa.

La Colonia Santa Isabel es, por tanto, una iniciativa que debe incardinarse en un proceso que venía desgranándose desde hacía décadas en España. Como se ha referido y refrendan numerosas publicaciones, hasta la segunda mitad del siglo XIX la casi única preocupación de nuestros gobernantes con relación a la ocupación del territorio se circunscribe a apoyar las iniciativas para poblar físicamente el espacio —que implícitamente equivalen a emplazar población en grandes despoblados mediante proyectos puntuales y heterogéneos— o a impulsar alguna experiencia de colonización de tipo americano. En consecuencia, no existía una visión estructurada para orientar la intervención en el conjunto del territorio; se actuaba, sin más, en los lugares donde eran evidentes la peligrosidad social o la inseguridad, o bien había recursos inexplotados. Es a partir de 1855 cuando se modifican los fines de la colonización y cambia el panorama como consecuencia de la unificación de la legislación y el inicio de un programa general de ocupación del suelo. Lo que ahora se pretende es dar respuesta al intenso crecimiento de la población distribuyéndola mejor sobre el espacio disponible, de ahí que se empiece a sustituir el viejo léxico. Ya no se alude a las colonias sino que referencia la población del espacio rural, de la misma manera que se desechan las intervenciones en espacios concretos, imponiéndose una visión que abarca el conjunto del territorio.

En ese marco general, el año 1855 se promulgó la Ley de Colonización  —reformada por otras disposiciones posteriores— con un objetivo primordial: fijar la población rural y evitar su marcha hacia los núcleos urbanos. Esta iniciativa fue secundada mayoritariamente por empresarios burgueses, que acapararon el 62% de las concesiones, seguidos de grupos vecinales, que optaron al 26%, siendo muy escasas las concesiones a nobles, municipios y sociedades, que apenas alcanzaron el 12%. La procedencia de las tierras objeto de colonización era mayoritariamente pública (baldíos o tierras del Estado) siendo escasos los particulares que aportaron terrenos. En definitiva, se puede afirmar que la colonización desarrollada entre 1855 y 1866, a diferencia de lo que ocurrirá posteriormente, se centra casi exclusivamente en tierras de dominio público, aprovechando las oportunidades que ofrecía el patrimonio de titularidad estatal resultado de la desamortización. La Ley de 1855 trataba de armonizar las consecuencias de las leyes desamortizadoras con el proceso de colonización aunque lo cierto es que la complementariedad desamortización–colonización no se materializó ni legislativamente ni en la práctica. De ahí que las críticas a la Ley insistan en que no logró la redistribución de la propiedad y, en consecuencia, tampoco sus pretendidas finalidades sociales.

Sede de la Sociedad La Unión (2021)

En esta coyuntura debe aludirse a un libro del conquense Fermín Caballero, titulado Fomento de la población rural (1864), que rompe con la tradición existente y propone un nuevo modelo. Se publica cuando ya se ha comprobado que la desamortización no había logrado las mejoras previstas en lo referente a la población y al poblamiento y, a su vez, se había constatado el fracaso de la Ley de 1855, pese a que se habían eliminado los mayorazgos, liberado la propiedad rural de los condicionantes legales del Antiguo Régimen y llevado a cabo los procesos desamortizadores, todas ellas iniciativas que acarrearon el traspaso de muchas propiedades en manos muertas a propietarios burgueses que, lógicamente, tenían una concepción capitalista de las relaciones de producción. Por tanto, la obra de Caballero alumbra en el momento en que culminaba el proceso liberalizador de la propiedad de la tierra, se habían desarrollado mejoras en la función agraria y se había reformado el comercio al aumentar su radio de acción.

Caballero parte de una definición restrictiva de población rural que circunscribe a las personas que viven en una casa aislada, edificada sobre el terreno que cultivan, excluyéndose a los residentes en núcleos concentrados. Propone que las «caserías» (casas de labor) dispersas deben situarse sobre un «coto redondo», es decir, en una posesión cerrada o acotada que aprovechará exclusivamente su dueño, sin extensión predeterminada, que se fijará en función de lo que en cada localidad se considere el terrazgo que puede cultivar un agricultor. Con tal solución se pretendía distribuir la propiedad homogéneamente en todo el territorio nacional, sin disparidades ni desequilibrios. Es decir, se proyectaba la creación de explotaciones familiares que no obligasen a realizar desplazamientos diarios, optimizándose con ello la utilización del suelo y del trabajo. Tal propuesta colisionaba con la legislación colonizadora, mucho más orientada a levantar pueblos en lugares distantes unos de los otros y a facilitar las comunicaciones entre los espacios deshabitados que a mejorar las condiciones del cultivo. Caballero consideraba que las colonias representaban un sistema que no se adaptada a todas las regiones españolas, siendo que era especialmente aplicable a las propiedades extensas. No es que rechazase el procedimiento, simplemente lo consideró inadecuado para un momento histórico caracterizado por el aumento de población. En su opinión las leyes colonizadoras debían proponerse mejorar las condiciones de vida de la población, más que satisfacer las aspiraciones de las políticas «poblacionistas». Su obra tuvo una amplia repercusión, recibiendo elogios y críticas. Las reacciones más virulentas tenían carácter ideológico, económico y legal, pues su ideal de «coto redondo» se consideró un ataque al derecho de propiedad que colisionaba frontalmente con los presupuestos ideológicos de la Restauración.

Así pues, ni las tesis de Fermín Caballero encontraron demasiado eco, ni las leyes promulgadas en el último tercio del siglo XIX lograron impulsar nuevas explotaciones de labriegos y propietarios, pese a que parecían fórmulas pertinentes para fomentar la fijación de la población rural. Por el contrario, se logró que aumentase la masa de colonos, sin derecho al arrendamiento a largo plazo o de compra sobre los terrenos que cultivaban. De modo que la colonización que regularon leyes como la Ley de población rural de 11 de julio de 1886 y otras posteriores solo sirvió para poblar y cultivar algún despoblado, sanear amplias extensiones de terreno o ejecutar importantes obras de riego, pero no constituyeron una estrategia eficaz y prolongada para el mantenimiento y la conservación de la población rural. En consecuencia, a lo largo del siglo XIX la agricultura seguía anclada en las viejas tradiciones y no alcanzaba para abastecer las necesidades generadas por el constante crecimiento de la población, lo que motivó numerosas crisis de subsistencia que solo resolvieron parcialmente la ralentización del crecimiento demográfico y la liberalización de la emigración hacia América, que se produjeron en la segunda mitad del siglo.

Sirva este amplio preámbulo para contextualizar la iniciativa del conde de Gestalgar en las tierras del Alto Vinalopó que, como se deducirá, no fue fruto de una tórrida ensoñación ni de un espíritu radicalmente innovador y filantrópico. Bien al contrario, engarza perfectamente con las iniciativas agrarias que promovieron las disposiciones legislativas y las políticas gubernamentales desarrolladas a lo largo del siglo XIX para intentar detener el vaciamiento de amplísimos territorios del Estado y contribuir a la mejora de las condiciones de vida de la población, inercias que lamentablemente subsisten dos siglos después casi en idénticos términos.

La Ley de 3 de junio de 1868 sobre Colonias Agrícolas favorecía explícitamente la creación y el levantamiento de esta tipología de corporaciones para la gestión del suelo agrícola a través de beneficios fiscales que estimularon a muchos emprendedores, tanto terratenientes como industriales. Se pretendía incentivar la formación de nuevos núcleos rurales y, sobre todo, la transformación de los cultivos, la roturación de nuevas tierras y la creación de explotaciones en coto redondo. Se trataba de impulsar la radicación de la población rural en el campo, basándose en conceptos como la deseable homogeneidad y racionalidad productiva del territorio. Se buscaba, como se ha dicho, frenar el éxodo imparable de la población hacia los pueblos y las ciudades, proteger y modernizar la agricultura y combatir sus endémicas crisis.

En un país como el nuestro no se hizo esperar la picaresca, de modo que bastantes proyectos fueron sancionados por incumplir los requisitos aducidos para acceder a los beneficios fiscales previstos en la Ley, que eran de mayor relevancia conforme aumentaba la distancia del asentamiento rural hasta las respectivas poblaciones. Estaban exentas de contribución industrial las explotaciones que formasen parte de una colonia rural. Se estimulaba la transformación de cultivos y la creación de nuevos regadíos. Por otro lado, los cambios o mejoras en ellos también podían acogerse a beneficios tributarios. A las ventajas fiscales se añadían otras que afectaban al coste de las maderas extraídas de los montes del Estado o de las dehesas comunales, al disfrute de leñas, pastos y otros aprovechamientos, a la facultad explotar canteras y establecer talleres en terrenos públicos, etc.


Pues bien, la Colonia de Santa Eulalia constituye un enclave agrícola e industrial fundado en 1886 al amparo de la mencionada Ley de 3 de junio de 1868, que compendió numerosos aspectos de la legislación anterior estableciendo nuevas disposiciones para favorecer las iniciativas privadas de tipo agroindustrial mediante exenciones de diversos impuestos o a través de beneficios fiscales por la roturación de terrenos con determinados cultivos y, en el caso de las colonias de más de 100 habitantes, con el mantenimiento de servicios médicos, educativos y religiosos por parte del Estado. Tuvo mucho mayor repercusión que las disposiciones precedentes, aunque las solicitudes fueron limitadas hasta el comienzo del reinado de Alfonso XII. Concretamente en 1875 se produjeron cerca de 800 solicitudes en toda España, aunque en los años siguientes la demanda se estabilizó en torno a 50 solicitudes anuales hasta 1886. Pocas empresas continuaron más allá de dos años, aunque las que se diseñaron con objetivos claros, orientados a la rentabilidad económica, funcionaron como ejemplos de innovación tecnológica. Es justamente lo que sucedió con la Colonia Santa Eulalia, una empresa agroindustrial radicada en una finca que fue declarada colonia agrícola de primera clase el 1 de julio de 1887, con todos los beneficios y privilegios establecidos por la Ley de 1868. Se pretendía poner en cultivo los terrenos de los denominados «prados de Santa Eulalia» aprovechando los incentivos legales y tributarios para la promoción de las colonias agrícolas y funcionó satisfactoriamente durante cuatro décadas. Una vez que decreció su actividad económica se inició un progresivo declive que llega hasta el casi total abandono actual, perviviendo unos edificios reconocibles, aunque mayoritariamente ruinosos.


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