Mi amigo Antonio García Botella es el principal responsable del apelativo con que autodenominamos a un selecto grupo de amigos. Hace más de 50 años que por motivos que desconozco y que él evocará, si lo considera oportuno o logra recordarlos, en complicidad con un reducido núcleo de colegas empezó a aludir a ciertas cosas alterando su denominación convencional mediante la anexión del sufijo «–amen». De ese modo conferían a los sustantivos elegidos —porque nunca eran adjetivos—una impronta particular que traslucía matices diferenciales predominantemente positivos o elogiosos, y a menudo ampulosos. De modo que, inopinadamente, se instalaron en la jerga estudiantil vocablos como «botellamen», «moramen», «bosamen», «chochamen», etc. Justamente de esta eventualidad nació la determinación unánime de asignar al referido grupo de amigos el calificativo de «Botellamen de Dios», en honor al apellido de Antonio y como recuerdo explícito de esa anécdota.
Debo decir, no obstante, que «–amen» es una terminación que se puso de moda por aquellos años, o quizá algunos más tarde, para designar castizamente las partes más sinuosas del cuerpo femenino. A su divulgación contribuyó muy generosamente el humorista gráfico Forges, que echaba mano del recurso con prodigalidad. Ello, por otro lado, es coherente con lo que he leído acerca de las palabras castellanas que terminan en «–amen», en el sentido de que comportan una idea de conjunto: («maderamen», 'conjunto de maderas que intervienen en una obra', «pelamen», 'conjunto de pelo abundante en todo el cuerpo', «velamen», 'conjunto de velas de una embarcación', «botamen», 'conjunto de botes de una oficina de farmacia' o «barrilamen», 'conjunto de barriles'). Aunque también aluden al volumen: («tetamen», 'busto de la mujer, especialmente cuando es muy voluminoso' y «caderamen», 'caderas de mujer, generalmente ‘rotundas’; y en la misma línea, «pechamen», «muslamen» y «culamen». Adicionalmente, es innegable el tono humorístico que estas últimas comportan, que tampoco debió ser ajeno a la anécdota en cuestión.
Pero dejemos digresiones y anecdotarios y vayamos al grano. Cuando decidimos afrontar nuevos retos o emprender nuevos caminos es frecuente que quienes nos aprecian nos estimulen con recomendaciones como: «no te preocupes, simplemente sé tú mismo y verás como todo irá bien». Tal exhortación no es sino una incitación a que actuemos según nuestras convicciones, aunque para ello se precisan las premisas del autoconocimiento y la autogestión, ambos compañeros inseparables de la autenticidad, la característica diferencial de quienes aborrecen la hipocresía.
«Auténtico» es una palabra que hace pocas décadas definía lo que merecía la pena, lo que tenía valor. Estaba presente en los argumentos de las novelas y de las películas, en las letras de las canciones e incluso en los mensajes publicitarios. Lo mejor que podía exhibir cualquier persona era su autenticidad, que era como una declaración explícita de integridad y legalidad, de compromiso con la palabra dada y de asunción de las consecuencias de sus actos, sin dejarse mediatizar por el ambiente. Vamos, lo que hoy significa comúnmente «ir por libre y a contracorriente». Es decir, algo inusual, incómodo, inadecuado y hasta provocador. Pero en aquellos tiempos era el modelo a imitar, el patrón por el que se regían los arquetipos y las aspiraciones juveniles.
Tal vez sea ese calificativo, «auténtico», el que mejor conceptúa —valga nuevamente el oxímoron— a mi amigo Antonio que, en mi opinión, atesora un valor que define a las personas que dicen verdad, aceptan la responsabilidad de sus sentimientos y conductas, y son sinceras y coherentes consigo mismas y con los demás. Ser auténtico, como lo es él, equivale a pensar con convicción, a actuar coherentemente con la realidad percibida, con el pensamiento, la palabra y la acción. Él ya era así cuando lo conocí hace más de medio siglo en la Escuela de Magisterio de Alicante, compartiendo aula y otras cosas que han permanecido secularmente anejas a la condición de estudiante.
Por otro lado, en este apresurado bosquejo de su persona, para serle fiel, me parece que debo resaltar otra de sus características diferenciales, que no es otra que el arraigo, es decir, la respuesta natural de los seres vivos hacia un determinado territorio que les provoca bienestar y seguridad y que, cuando se produce espontánea y/o deliberadamente —como es el caso— resulta absolutamente positivo, siendo por el contrario extremadamente nefasto cuando se impone. Si en el primer caso el arraigo provee de cuanto necesitamos para crecer y ser fuertes, en el segundo, nos desgarra vinculándonos a entornos que nos resultan yermos y tóxicos. Tengo la certeza de que Antonio hace tiempo que optó por el arraigo auténtico, por vincularse a su tierra y a su gente, que es lo mismo que adoptar un patrón de vida asentado en pocas pero inequívocas premisas: ser consciente de quién es, de donde está, con qué recursos cuenta y con qué personas desea entablar relaciones. Decidió lo que comúnmente se denomina tener los pies en la tierra, probablemente convencido de que a la fuerza del arraigo le suele acompañar la seguridad y la tranquilidad que con él logramos las personas. Y Antonio no me parece que haya sido nunca un ser dado a la ensoñación, sino más bien alguien que tiene los pies en el suelo permanentemente.
De igual modo, considero que si le preguntásemos por sus mayores compromisos respondería muy probablemente diciendo que es hombre que se propuso vivir y envejecer con dignidad y con la mayor lucidez posible. Y lo ha logrado en buena medida. Contrastando su trayectoria y sus comportamientos personales y profesionales, me parece persona con ideas firmes, que aprecia su coherencia y la de los demás, entendiendo por tal la concordancia entre pensamientos y acciones. Una posición doctrinal que a veces defiende con vehemente intransigencia, actitud que en ciertas ocasiones le resta crédito y en otras erosiona la contundencia de sus argumentos. En todo caso, sería profundamente injusto no reconocer que los años no han transcurrido en balde —tampoco para él— y nos han templado a todos. Sin duda, pese a que tal vez no hemos aprendido cuanto debíamos, la experiencia nos ha enseñado al menos a convivir transigente y amistosamente.
Dejado por sentado que mi amigo Antonio es persona auténtica, legal e íntegra, responsable, lúcida, digna y coherente, además de profundamente arraigada en Aspe, su pueblo natal; y del mismo modo que es empedernido andarín y reputado «cocinitas», también atesora importantes habilidades socioemocionales como la resiliencia, la tenacidad, la conciencia social, la empatía o la comunicación asertiva. Y no solo eso, recuerdo una frase de Hemingway que reza más o menos literalmente: "el hombre puede ser destruido, pero no derrotado", una expresión que considero que sintetiza como ninguna otra la filosofía vital del escritor y que, en cierta medida, pienso que también identifica algunos pasajes de la vida de mi amigo. Un hombre que, como yo mismo y tantos otros de nuestra generación, ha vivido tiempos y circunstancias en los que la masculinidad dura y viral lograba impedir, o casi, la exteriorización de los sentimientos y nos trasformaba en activistas con coraza. La exhibíamos ufana y ostentosamente a la par que escondíamos en su interior corazones vulnerables y sensibles, dispuestos a compartir y compadecer el sufrimiento de los más débiles y a afrontar con humildad las propias adversidades. Por encima de su aparente y/o circunstancial armadura, también reivindico para mi amigo las cualidades que subsumen adjetivos como cariñoso, acogedor, intenso, afable, jovial, amigable, apacible, comprensivo, empático, leal, servicial, sensible, humilde, apasionado y respetuoso.
Gracias por tu amistad, Antonio. Salud, felicidad y larga vida.
Magnífico como todo lo que escribes. El de Antonio Antón me encantó. Lo conoces mejor que yo.
ResponderEliminarMuchísimas gracias, eres muy amable. Un fuerte abrazo.
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