jueves, 25 de febrero de 2021

Tomás Artero

El nombre y los apellidos de las personas resultan a veces curiosos e incluso graciosos y hasta pintorescos. ¿Acaso no son llamativos, por ejemplo, Tiberio Feliz, Rosa Verde y Amarillo, Encarna Vales, Paca Garte, Lola Mento, Elvia Ratón Calvo o Antonio Bragueta Suelta? Sin embargo, otras veces les vienen a sus titulares como anillo al dedo y no son pocos los casos en los que evidencian una radical incongruencia entre su significado y las características de la persona a la que corresponden. Algo de esto último ocurre con mi amigo Tomás Artero Bataller.

Su nombre, que significa gemelo, corresponde a uno de los doce apóstoles de Jesucristo y procede del latín eclesiástico «Thomas», vocablo derivado del griego «thoma» o «theoma», que a su vez es préstamo del arameo. En el evangelio de San Juan a Tomás se le denomina también Dídimo, que no es sino su traducción al griego. Todo parece indicar, pues, que el apóstol tenía un hermano gemelo que probablemente falleció antes de que trascendiera la vida pública de Jesucristo, particularmente a través de las crónicas evangélicas. Tomás fue señalado por su incredulidad pues, como se recordará, no creyó en la resurrección de Cristo hasta que le enseñó sus llagas. Pues bien, considerando cuanto antecede, doy fe de que ni Tomás es gemelo de nadie, ni me parece que sea persona especialmente incrédula. Por otro lado, los diccionarios certifican que «artero» es un adjetivo peyorativo, sinónimo de «mañoso» y de «astuto», que en femenino corresponde a un instrumento de hierro con el que antiguamente la gente marcaba su pan antes de llevarlo a cocer a un horno común. Y también que «bataller» deriva de «batallar», término que tiene dos acepciones; por un lado, expresa la acción de combatir o hacer la guerra; y por otro, alude a la acción de poner badajos a las esquilas del ganado. Ni uno ni otro me parecen significados que encajen con las características de mi amigo, que en absoluto responde al prototipo de las personas arteras ni es verosímil imaginarlo arreglando cencerros.


Sin embargo, cuando conocí a Tomás —hace más de 50 años— ya me pareció que tenía ante mí un «bon chic», aunque entonces desconocía el significado de tal expresión porque no sabía una palabra de su lengua materna. Pues bien, en las cinco décadas transcurridas ha acreditado sobradamente que no estábamos equivocados quienes percibimos tan preliminarmente su bonhomía. Pudiera parecer que el término “bon chic” es una alusión genérica, idónea para designar a los muchachos de apariencia amable y bonachona. Y en cierto modo lo es aunque aplicada a mi amigo trasciende amplísimamente ese significado porque Tomás, además de lo anterior, es persona cálida, cariñosa, acogedora, afable, jovial, atenta, amigable, bondadosa, apacible y comprensiva. No contento con ello es, además, un hombre capaz, fiel, alegre, responsable, respetuoso, empático, educado, leal, comprensivo, paciente, servicial y divertido. Y, por si faltaba algo, es también tierno, delicado, sensible, humilde, perspicaz, atento, aparentemente feliz y bonachón, como decía al principio. He necesitado más de treinta adjetivos para calificarlo pese a que soy plenamente consciente de que la construcción literaria se asienta en la economía de las palabras, que es lo mismo que decir en la erradicación de elementos innecesarios para comunicar la idea que se pretende trasladar al lector. Pero, por otro lado, también sé que el adjetivo es elemento imprescindible para la concreción lingüística y que, como todo en la vida, conviene utilizarlo con mesura, lo que no equivale a economizarlo a toda costa. En mi opinión, sin los adjetivos los textos estarían vacíos y los sustantivos huérfanos de matices. Reto por tanto al lector que conozca a Tomás a que despoje a la oración “Tomás es un bon xic” del resto de los adjetivos que he añadido para calificarlo y determinarlo. Si transmite lo mismo, acepto la penitencia y los suprimo del discurso porque también tengo la convicción, como Carpentier, de que los adjetivos son las arrugas del estilo, aunque en este y en otros casos me parecen ideas verdaderas, cual los sustantivos que, como ellos, nunca envejecerán. Porque si ya nadie discute que la arruga llega a ser bella, ¿qué impide aceptar que los adjetivos sean parte de la belleza natural del lenguaje?

Como he dicho, cuando conocí a Tomás ya era persona de apariencia bonachona y ademanes comedidos. Muchacho parco en la palabra, contenido en sus expresiones y particularmente prudente. Quizá uno de sus aspectos más llamativos era la capacidad que demostraba jugando al fútbol. Entonces ya militaba en el equipo de La Vila, su pueblo, y exhibía buenos fundamentos que le hicieron partícipe por derecho propio de los equipos con los que competía la Escuela de Magisterio y también de los que alineaba el club de su localidad. En ellos se desenvolvía con una solvencia bastante más rotunda que la que traslucían sus comportamientos académicos o sus relaciones sociales. Pese a todo ya apuntaba maneras en tanto que persona amistosa y de concordia, que porfiaba por ubicar su existencia en el territorio de lo cercano, de la amabilidad y la confortabilidad.

Aunque nuestros itinerarios profesionales se han desenvuelto de manera disociada y no hemos tenido oportunidad de coincidir a lo largo de las respectivas carreras, no han escaseado las referencias y los contactos mutuos. En ese dilatado periodo, tanto directamente como a través de amigos y conocidos comunes, he sabido de la bonhomía de Tomás y de la magnífica labor que desplegaba como educador en uno de los centros emblemáticos de Benidorm, el Lope de Vega, en el que dejó una huella perdurable. Podría seguir glosando otras facetas de Tomás, pero para no hacerme pesado me centraré exclusivamente en dos aspectos que me parece que lo caracterizan y que resumen en cierto modo su talante vital.  El primero de ellos son las amistades y el segundo su afición por la gastronomía.

Tomás cuenta por centenares sus amigos, no en vano cultiva como pocos la amistad y las formas que hacen posible la convivencia. Además de una infinidad de conocidos, tiene un potente núcleo de amigos con los que empatiza, interactúa y disfruta. Todos sabemos por experiencia que conservar los amigos no es sencillo. Al contrario, como he dicho en otras ocasiones, es sustancialmente difícil y requiere la ineludible práctica de importantes virtudes. La primera de todas ellas es la honestidad, que a la amistad le conviene por encima de cualquier otra cosa; es más, puede afirmarse categóricamente que sin ella resulta imposible ya que mentira y amistad son incompatibles: solo las amistades francas perduran en el tiempo. Otra de ellas es la generosidad, y a Tomás le sobra por los cuatro costados, como la anterior. Y, consecuentemente, igual se embarca para pescar al curricán que guarda el cuartel de la filà durante las fiestas. De la misma manera que viaja a la Rioja, a Navarra o a donde sea para acompañar a un amigo en la descubierta de una nueva añada de caldos, come, cena o revela el enésimo restaurante interesante o la penúltima tasca que merece la pena visitarse. Porque, aunque no lo confiese, es un gourmet reconocido, alguien a quien se puede inquirir sobre cualquier espacio gastronómico de su localidad, de cualquier pueblo de la comarca, de la provincia de Alicante, de la Comunidad Valenciana y hasta de mucho más allá… y dará referencias.

Así que, remedando a Wyoming, podría escribir más y mejor pero ello no mejoraría a mi amigo, porque eso es tarea imposible.


Crónicas de la amistad, confinamiento fase III (38)


[Y] cuando por la calle
pasa la vida, como un huracán,
el hombre del traje gris
saca un sucio calendario del
bolsillo y grita:
¿Quién me ha robado el mes de abril?
¿Cómo pudo sucederme a mí?
¿Pero, quién me ha robado el mes de abril?
Lo guardaba en el cajón
donde guardo el corazón […]

[J. Sabina, ¿Quién me ha robado el mes de abril?,
 del álbum El hombre del traje gris, 1988]


No solo nos robaron el mes de abril, fueron muchos, muchos más. Dentro de pocos días hará un año que venimos sufriendo reiteradas e inevitables modalidades de confinamiento. ¡Vaya atrocidad de palabra! Hemos consumido una añada yerma y estéril. Doce meses de soledades y abandonos; de retiros forzosos, destierros y separaciones; de prescritas reclusiones, encierros y recogimientos; de retraimientos obligados, de forzada incomunicación y clausura. De inducida misantropía, en suma. Un horror que comporta un elevadísimo dispendio que afrontamos en efectivo, y que financiaremos en diferido hipotecando el futuro de varias generaciones. No solo me refiero a la vertiente económica de la pandemia, como puede imaginarse. Pero… ¡basta!, como diría Pascual. Hasta aquí llega la sección de agravios, denuestos y penalidades. No voy a dedicarle al asunto una línea más porque no la merece. Cambio de tercio.

Las Naciones Unidas aseguran que las personas de 60 años o más constituimos el grupo de edad que más crece actualmente. En 2015 éramos en el mundo 900 millones, previéndose que en 2030 alcanzaremos los 1.400 y, en 2050, quienes lleguen allá engrosarán la estratosférica cifra de 2.100 millones. Obviamente, a medida que ha ido creciendo la clientela ha aumentado la atención de los suministradores de servicios asistenciales y sanitarios, y también la de los que especulan sobre las esferas del desarrollo humano. De hecho, las construcciones sociales sobre el envejecimiento que se han ido abriendo paso en las sociedades occidentales se han ido distanciando progresivamente de la teoría de la desvinculación, sustentada en la concepción de la vejez como proceso de declinación, pérdida de funciones y deterioro. Pese a todo, ese paradigma centrado en el déficit coexiste con otro emergente que subraya la importancia que tiene la disposición subjetiva para las formas de envejecer y que, a su vez, relaciona la mejora del envejecimiento con la información, la actividad y la riqueza de los vínculos y las redes sociales que tejemos las personas. 

Así pues, frente a las teorías centradas en el enfoque deficitario, sustentado en la asistencia y la protección, se imponen las visiones que auspician miradas centradas en el ejercicio de los derechos ciudadanos y en el empoderamiento de las personas mayores. Estas últimas, cuando abordan su inserción en la sociedad actual, constatan que los mayores estamos en situación de desventaja respecto a la utilización de las tecnologías digitales. Nuestro colectivo se incardina ordinariamente entre los “excluidos digitales” y/o entre los “adoptantes tardíos". De ahí que el acceso a las nuevas tecnologías se reivindique como una oportunidad para que los mayores podamos continuar integrados en nuestros referentes sociales. En este sentido la inclusión digital emerge como una dimensión transversal que responde a los principios en favor de las personas de edad que enunció la ONU en 1991 y que son: independencia, participación, cuidados, autorrealización y dignidad. Obviamente, aprovechar esa coyuntura exige políticas, programas e iniciativas que promuevan la apropiación de las tecnologías por parte de los mayores. Y si no se dan o son insuficientes no queda otra que la autopromoción, que a fin de cuentas es lo que intentamos hacer con este nuevo formato comunicativo que estrenamos ayer —es verdad que no con el éxito apetecido—que no tiene otra finalidad que favorecer y asegurar nuestra histórica interrelación y nuestra amistad, posibilitando que se expliciten los afectos que la definen.

El mantenimiento de lazos amistosos es uno de los predictores que caracterizan el envejecimiento positivo y exitoso. Compartir un pasado común de vivencias, emociones y afectos no solo hace agradables las reuniones de amigos sino que entrena la mente y la memoria. No conviene olvidar que determinadas regiones cerebrales se estimulan cuando se recuerdan hechos pasados, un ejercicio que, por cierto, dicen que mejora otras funciones que son básicas para desenvolverse en la vida diaria. Las horas que pasamos recordando anécdotas, viajes, celebraciones, acaecimientos y peripecias, incluso haciéndolo de manera virtual y accidentada, como la de ayer, nos hacen partícipes de grupos de afecto que nos dan seguridad y facilitan que nos sintamos apreciados. Y no cabe la menor duda de que ello aumenta nuestra autoestima, que es pieza crucial que alarga los años de independencia y autodeterminación y merma el tiempo que pueda esperarnos de dependencia emocional e incluso física. Lo resume bien una frase usual, llena de sentido común: “sé que me vais a seguir queriendo, pase lo que pase, porque sois mis amigos de toda la vida”. No cabe duda de que afrontar el envejecimiento personal es menos duro si se hace colectivamente. Es como tener un «grupo de apoyo» espontáneo, placentero y no forzado. Quienes saben de esto opinan unánimemente que los efectos que genera la participación en un colectivo de personas proactivas, como el que nosotros conformamos, son invaluables. Pondré un solo ejemplo: se ha contrastado que a partir de los 60 años la probabilidad de que alguien se embarque en la práctica de una nueva actividad, en aprender una nueva destreza o en emprender un viaje es un 70% mayor cuando se hace acompañado.

Esa me parece la actitud. Ahora y siempre. Algún día, cuando releáis alguna de mis crónicas, cuando cualquiera de nosotros recite un poema, cante una vieja canción o aporte alguna sesuda reflexión, debemos seguir hablando de nuestras cosas, sin desfallecimientos, como siempre. Debemos estar convencidos de que nunca nos iremos, de que simplemente estaremos al otro lado del camino. Y de que siempre quedará alguien que alzará su copa y brindará por los demás, sabiendo que le estarán acompañando para que jamás camine solo.
¡Salud y suerte, amigos!



miércoles, 10 de febrero de 2021

Adiós, madrina

El escriba Ptahhotep, visir de uno de los faraones de la V dinastía, es autor del contenido de unos de los primeros textos de la literatura del Antiguo Egipto, las conocidas como Instrucciones, Máximas o Enseñanzas de Ptahhotep, que recopiló su nieto, Ptahhotep Tshefi, en torno al año 2450 a. de C. usando la escritura hierática. Se trata de una colección de proverbios morales, con forma de consejos e instrucciones, que da un padre a su hijo. Una de las copias más antiguas, el Papiro Prisse, se guarda en la Biblioteca Nacional de Francia y en él se lee: 

“Pasan los años, ha llegado la vejez, viene la fragilidad, la debilidad crece. Uno duerme todo el día, como los niños. Se enturbian los ojos, los oídos ensordecen. Con el cansancio disminuye la fuerza, la boca, silenciada, no habla; el corazón, vacío, no recuerda el pasado; duelen los huesos; lo bueno es malo; se ha ido el gusto; lo que los años le hacen a la gente es malo en todos sentidos.

No te vanaglories de tu conocimiento, ni te enorgullezcas porque eres un sabio. Toma consejo del ignorante del mismo modo que del sabio, pues no se han alcanzado los límites del arte, ni existe un artesano que haya adquirido su perfección. Observa la verdad y no la traspases, que no se revele el desahogo del corazón. No calumnies a gente alguna, grande o pequeña. Es de lo que abomina el ka (la fuerza vital)” 

De entonces acá han transcurrido 4500 años y la vida y la muerte han cambiado notablemente. Diría que de manera radical en algunos aspectos, especialmente en el último siglo, cuando la esperanza vital de las personas ha crecido más que durante todos los milenios anteriores. De hecho, se ha duplicado en lo que es apenas un abrir y cerrar de ojos considerado desde la perspectiva del conjunto de la evolución de la especie. Por tanto no debe extrañarnos desconocer tantas cosas sobre la vejez. De algún modo podría decirse que es algo nuevo, y hasta que resulta paradójica. Digo esto porque, según revelan ciertos estudios científicos, el estrés, la preocupación y la angustia disminuyen con la edad. Los sociólogos denominan a este fenómeno la paradoja de la vejez, que no es sino una sugerente incongruencia que cuanto más intenta negarla la ciencia más evidencias encuentran a su favor los científicos. Ello no debe llevarnos a la deducción simplista y absurda de que la gente mayor es feliz, sin más. No obstante, se ha demostrado que en general está de mejor ánimo que los jóvenes, aunque también es más propensa que ellos a experimentar altibajos emocionales, sintiendo tristeza y felicidad a la vez, o siendo presa del conformismo y la desesperanza a la par. Algo que ejemplifican como pocas cosas las lágrimas que a veces se nos escapan cuando hablamos, abrazamos o sonreímos cariñosa y/o esperanzadamente a un familiar o a un amigo. Las personas mayores probablemente aceptamos la tristeza con mayor naturalidad que los jóvenes porque resolvemos de mejor manera los conflictos emocionales. 


Sin embargo, la paradoja por antonomasia de la vejez la concreta el reconocimiento universal y expreso de que no viviremos eternamente; una constatación que altera positivamente la perspectiva existencial. Cuando somos jóvenes contemplamos el horizonte vital como algo lejano e incierto, lo visualizamos como una especie de inmenso territorio que incita a su exploración, que motiva a acopiar información que nos ayude a completar un recorrido que ansiamos largo y fructífero, con riesgos evidentes de los que somos relativamente conscientes. En esa perspectiva llegamos a pensar que si finalmente las cosas no llegan a funcionar siempre habrá un mañana esperándonos. Sin embargo, a partir de los cincuenta/sesenta difícilmente nos aventuramos con esa especie de citas a ciegas. 

Sirva este largo preámbulo para enfocar mi breve y sentida despedida a Amparo Corral, cuyo definitivo adiós, esta misma mañana, pone fin al linaje que inauguró su padre Antonio, que conjuntamente con su esposa Amparo dejó una fructífera cosecha de mujeres Amparo, Fina y Pura con las que sorprendentemente se agotó la dinastía, pues no hubo descendencia que asegurase su continuidad. Como he dicho en otras ocasiones, la casa de mis tíos fue un hogar donde imperó el toque femenino, una morada enseñoreada por las mujeres y bien gobernada por una magistral matriarca, cuyo rol, cuando desapareció siendo ya nonagenaria, heredó su primogénita desempeñándolo con innegable solvencia hasta hace apenas nada.

Con la marcha de Amparín, también nonagenaria, se apagan las luces de un linaje al que nadie auguraba tanta brevedad. Sin embargo, fortuitamente, la secuencia fundió a negro desapareciendo paulatinamente de la pantalla en absoluto olvidándose centenares de vivencias, anécdotas, recuerdos… tantas cosas, en tantos escenarios, durante tanto tiempo. Se apagaron las palabras, se perdieron las miradas que sirvieron para transmitir efímeramente proyectos de vida, ilusiones, sueños, decepciones, afectos y desafectos… Se impuso el ineludible silencio que ahora cruza los recuerdos y los apegos desgranados sordamente a ritmo de blues, reiterados y amalgamados con el machacón patrón de los doce compases. Sobreviene la deriva melancólica, la sororidad de una existencia señera, las pulsiones emocionales trabadas, metabolizadas…, apuntando inútilmente a quienes se fueron,  envolviendo contumaces y apelantes a quienes aún permanecemos lejos de las viejas fotografías.

La partida de Amparín no nos desgarra, como sucedió con las de sus hermanas. No lo hace porque se va naturalizadamente, a su tiempo, aunque jamás parezca que sea el tiempo de morir. Su partida nos deja en paz porque se va como fue: discreta, contenida, digna. Y esa es la grandeza de la vida: vivirla y despedirla en plenitud, desde el principio hasta el final, gozándola a raudales, contenida o desaforadamente, como cada cual ansíe, o elija.

Quiero subrayar una idea que es más bien una constatación estadística argumentada científicamente: la vejez aporta algunas mejoras significativas a nuestras vidas. Atesora más conocimiento, más experiencia y propicia el perfeccionamiento de ciertos aspectos socioemocionales. Según indicadores y evidencias acreditados es incuestionable que la mayoría de las personas mayores somos felices, al menos más que la gente de mediana edad y que los jóvenes. Todos los estudios que conozco llegan a la misma conclusión. Y si es así, ¿por qué pensar que Amparín, que vio desfilar a tantos conciudadanos, a tantos parientes y amigos, que enterró a sus padres y a dos hermanas más jóvenes, sea la excepción de esa regla?

Querida Amparo, sé que fuiste feliz a tu manera y con ello me basta. Que la tierra te sea leve, madrina.

domingo, 7 de febrero de 2021

Domingo

Otra vez es domingo. Se nos van de las manos las semanas como se escapa el agua entre los dedos. Casi sin apercibirnos ha transcurrido otra, la enésima de esta pandemia que parece infinita. Se nos echó encima otro fin de semana de confinamiento, de reclusión dentro de los límites municipales intangibles que señalan el final del territorio al que pertenecemos —¿quién hubiese dicho hace bien poco que la ciudadanía global estaba estrechamente vinculada con el confinamiento perimetral?—. Me pregunto si puede resultarnos forastero el espacio donde radica la casa que, además de ser nuestra, habitamos con regularidad. ¿O acaso puede serlo el territorio donde amigos y familiares, apostados en los respectivos lados de la raya fronteriza, nos saludamos imaginariamente, enviándonos abrazos y besos incapaces de salvar el hielo que apelmaza la distancia que señalan tan absurdas fronteras?

Va para medio año que ni toco ni abrazo a la práctica totalidad de mi familia carnal, que es lo mismo que decir a mis hijos y a mis nietos. Y va para otro tanto que tampoco comparto mesa ni sobremesa con mi familia política, ni siquiera los paseos y conversaciones que les suelen preceder y seguir. Y hace lo mismo que no piso el pueblo, pese a lo que ansío disfrutar de mis amigos, de la tranquilidad y del relajo que nos procura. Se esfumaron las oportunidades para saludar, convivir y compartir inquietudes con sus gentes. Son demasiadas semanas, demasiados meses de renunciar a tantas y tantas cosas. Pronto hará un año que me reuní por última vez con algunos de mis mejores amigos para celebrar, como veníamos haciéndolo, la alegría de vivir, de encontrarnos y de querernos. Va para un año que casi no hacemos otra cosa que saludar a la penúltima calamidad, que sucede a otra anterior que, a su vez, se supeditará pronto a la siguiente, sin que nadie sea capaz de augurar cómo acabará esta pesadilla.

Hace unos días que un buen amigo, con el que comparto casi diariamente rutinarios y dilatados paseos, me decía refiriéndose a una de las últimas entradas de este blog: “has hecho una descripción preciosa del lugar al que aludes, pero es mucho mejor la reflexión que la acompaña. Hasta en la más colosal desgracia siempre es posible encontrar algo a lo que aferrarnos”. Pocos más cualificados que él para testificar tan cruda realidad, pocos como él saben lo que significa abrir una puerta a la esperanza. Bueno…, pues en eso estamos. Hasta yo, que no soy precisamente la «alegría de la huerta» ni «Rita la cantaora», me siento obligado a ello.

Efectivamente, pese a sufrir el infortunio que nos amenaza a todos, dondequiera que nos hallemos, sin respiro ni reposo, pues cada semana nos asedia una novedad que cuando no es la insuficiencia de vacunas es el colapso de los hospitales, o el paro galopante, la ruina económica, la incivilidad de algunos de nuestros convecinos, o todo ello junto, cautivo como cualquiera de ese insufrible marasmo, encuentro que he recuperado los domingos una grata y renovada oportunidad para la convivencia y la vida. Sí, desde hace unos meses hemos institucionalizado en mi casa una especie de comida familiar a tres bandas que ocupamos respectivamente los convivientes habituales —mi mujer y yo— y mi hermana, que completa el tercero de los flancos.

La liturgia de esta singular ceremonia mandata un protocolo no pactado y sin embargo inalterable, que suele activarse casi invariablemente de la misma manera. Al final de la semana se encienden las alarmas. Inopinadamente, las partes tomamos conciencia de que se han evaporado otros siete días sin siquiera contactarnos por teléfono. Obviamente nos apresuramos a hacer esa olvidada llamada que, además de permitirnos contrastar retóricamente que todo va bien —no hay mejor indicio para conocer que las cosas funcionan que no recibir llamadas—, también nos advierte de que se nos ofrece otra ocasión para compartir unas horas, algo que últimamente escasea y que no es cuestión de andar regateando. De modo que nos ponemos las pilas e inmediatamente acordamos lo que no solo es deseable sino conveniente. De esa manera, con ligeras variantes, hemos institucionalizado los domingos una especie de renovada comida familiar. Eso sí, a tres bandas, gel hidoalcohólico mediante en manos y calzado, abundante jabón y demás sometimientos.

Un almuerzo que suele consistir habitualmente en un aperitivo levemente profuso acompañado de la paella valenciana que hago  respetando bastante escrupulosamente los parámetros con los que se manejaba mi madre. Un arroz sin pedigrí ni innovaciones, carente de pretensiones que, no obstante, nos parece algo más que aceptable a quienes lo degustamos. Y no debemos andar equivocados porque, como siempre hago más del necesario, una vez empaquetado en las socorridas barquetas, nos arregla algún que otro menú de la semana siguiente. Paella, en suma, para la que empleo siempre los mismos ingredientes: aceite de oliva, sal, agua del grifo, pollo, conejo, tomate, ñora picada, azafrán en hebra, arroz redondo, «bajoqueta», «ferradura», «roget» o judía verde plana, según lo que esté disponible, y «garrofó»; «tavella» (judía blanca) no le pongo y prefiero añadirle, en cambio, una infusión de tomillo que creo que le va bien.

En los últimos meses, con ligeros matices, la escaleta de los domingos se desarrolla con arreglo a la siguiente secuencia: levantarse, arreglar un poco la casa, echar una ojeada a los periódicos digitales y, sin solución de continuidad, emprenderla con la paella, que es lo mismo que habilitar los pertrechos (paellero, paella, botella de gas…), vituallas y condimentos y acometer su preparación. Dejo todo preparado a falta de echar el arroz y todavía tengo tiempo para sentarme un rato en la terraza, si hace un día bonancible, o en la cocina, cuando el viento o el frío lo impiden. Despeno una cervecita o un vasito de vino en tanto que reviso el correo, leo los mensajes de whatsup y las novedades de Facebook  mientras aguardo la llegada de mi hermana. Su venida es la señal para encender de nuevo el paellero, avivar la lumbre y echar el arroz. Una vez completado el ceremonial de la asepsia —incluidos zapatos, manos, mascarillas…—, trabamos las primeras conversaciones en la cocina, que a veces acompañamos con frutos secos y algún vinillo mientras vigilo de reojo la cocción, no fuera a ser que… Y por ahí sigue la celebración del domingo, satisfechos por gozar de la oportunidad de sentarnos tranquilamente alrededor de la mesa, charlar distendidamente de lo humano y lo divino, acompañarnos unas horas y despedirnos tras el postrero paseo por una acera ya desierta, que parece anunciar las tinieblas que constriñen el ocaso de la tarde del domingo.