jueves, 25 de febrero de 2021

Tomás Artero

El nombre y los apellidos de las personas resultan a veces curiosos e incluso graciosos y hasta pintorescos. ¿Acaso no son llamativos, por ejemplo, Tiberio Feliz, Rosa Verde y Amarillo, Encarna Vales, Paca Garte, Lola Mento, Elvia Ratón Calvo o Antonio Bragueta Suelta? Sin embargo, otras veces les vienen a sus titulares como anillo al dedo y no son pocos los casos en los que evidencian una radical incongruencia entre su significado y las características de la persona a la que corresponden. Algo de esto último ocurre con mi amigo Tomás Artero Bataller.

Su nombre, que significa gemelo, corresponde a uno de los doce apóstoles de Jesucristo y procede del latín eclesiástico «Thomas», vocablo derivado del griego «thoma» o «theoma», que a su vez es préstamo del arameo. En el evangelio de San Juan a Tomás se le denomina también Dídimo, que no es sino su traducción al griego. Todo parece indicar, pues, que el apóstol tenía un hermano gemelo que probablemente falleció antes de que trascendiera la vida pública de Jesucristo, particularmente a través de las crónicas evangélicas. Tomás fue señalado por su incredulidad pues, como se recordará, no creyó en la resurrección de Cristo hasta que le enseñó sus llagas. Pues bien, considerando cuanto antecede, doy fe de que ni Tomás es gemelo de nadie, ni me parece que sea persona especialmente incrédula. Por otro lado, los diccionarios certifican que «artero» es un adjetivo peyorativo, sinónimo de «mañoso» y de «astuto», que en femenino corresponde a un instrumento de hierro con el que antiguamente la gente marcaba su pan antes de llevarlo a cocer a un horno común. Y también que «bataller» deriva de «batallar», término que tiene dos acepciones; por un lado, expresa la acción de combatir o hacer la guerra; y por otro, alude a la acción de poner badajos a las esquilas del ganado. Ni uno ni otro me parecen significados que encajen con las características de mi amigo, que en absoluto responde al prototipo de las personas arteras ni es verosímil imaginarlo arreglando cencerros.


Sin embargo, cuando conocí a Tomás —hace más de 50 años— ya me pareció que tenía ante mí un «bon chic», aunque entonces desconocía el significado de tal expresión porque no sabía una palabra de su lengua materna. Pues bien, en las cinco décadas transcurridas ha acreditado sobradamente que no estábamos equivocados quienes percibimos tan preliminarmente su bonhomía. Pudiera parecer que el término “bon chic” es una alusión genérica, idónea para designar a los muchachos de apariencia amable y bonachona. Y en cierto modo lo es aunque aplicada a mi amigo trasciende amplísimamente ese significado porque Tomás, además de lo anterior, es persona cálida, cariñosa, acogedora, afable, jovial, atenta, amigable, bondadosa, apacible y comprensiva. No contento con ello es, además, un hombre capaz, fiel, alegre, responsable, respetuoso, empático, educado, leal, comprensivo, paciente, servicial y divertido. Y, por si faltaba algo, es también tierno, delicado, sensible, humilde, perspicaz, atento, aparentemente feliz y bonachón, como decía al principio. He necesitado más de treinta adjetivos para calificarlo pese a que soy plenamente consciente de que la construcción literaria se asienta en la economía de las palabras, que es lo mismo que decir en la erradicación de elementos innecesarios para comunicar la idea que se pretende trasladar al lector. Pero, por otro lado, también sé que el adjetivo es elemento imprescindible para la concreción lingüística y que, como todo en la vida, conviene utilizarlo con mesura, lo que no equivale a economizarlo a toda costa. En mi opinión, sin los adjetivos los textos estarían vacíos y los sustantivos huérfanos de matices. Reto por tanto al lector que conozca a Tomás a que despoje a la oración “Tomás es un bon xic” del resto de los adjetivos que he añadido para calificarlo y determinarlo. Si transmite lo mismo, acepto la penitencia y los suprimo del discurso porque también tengo la convicción, como Carpentier, de que los adjetivos son las arrugas del estilo, aunque en este y en otros casos me parecen ideas verdaderas, cual los sustantivos que, como ellos, nunca envejecerán. Porque si ya nadie discute que la arruga llega a ser bella, ¿qué impide aceptar que los adjetivos sean parte de la belleza natural del lenguaje?

Como he dicho, cuando conocí a Tomás ya era persona de apariencia bonachona y ademanes comedidos. Muchacho parco en la palabra, contenido en sus expresiones y particularmente prudente. Quizá uno de sus aspectos más llamativos era la capacidad que demostraba jugando al fútbol. Entonces ya militaba en el equipo de La Vila, su pueblo, y exhibía buenos fundamentos que le hicieron partícipe por derecho propio de los equipos con los que competía la Escuela de Magisterio y también de los que alineaba el club de su localidad. En ellos se desenvolvía con una solvencia bastante más rotunda que la que traslucían sus comportamientos académicos o sus relaciones sociales. Pese a todo ya apuntaba maneras en tanto que persona amistosa y de concordia, que porfiaba por ubicar su existencia en el territorio de lo cercano, de la amabilidad y la confortabilidad.

Aunque nuestros itinerarios profesionales se han desenvuelto de manera disociada y no hemos tenido oportunidad de coincidir a lo largo de las respectivas carreras, no han escaseado las referencias y los contactos mutuos. En ese dilatado periodo, tanto directamente como a través de amigos y conocidos comunes, he sabido de la bonhomía de Tomás y de la magnífica labor que desplegaba como educador en uno de los centros emblemáticos de Benidorm, el Lope de Vega, en el que dejó una huella perdurable. Podría seguir glosando otras facetas de Tomás, pero para no hacerme pesado me centraré exclusivamente en dos aspectos que me parece que lo caracterizan y que resumen en cierto modo su talante vital.  El primero de ellos son las amistades y el segundo su afición por la gastronomía.

Tomás cuenta por centenares sus amigos, no en vano cultiva como pocos la amistad y las formas que hacen posible la convivencia. Además de una infinidad de conocidos, tiene un potente núcleo de amigos con los que empatiza, interactúa y disfruta. Todos sabemos por experiencia que conservar los amigos no es sencillo. Al contrario, como he dicho en otras ocasiones, es sustancialmente difícil y requiere la ineludible práctica de importantes virtudes. La primera de todas ellas es la honestidad, que a la amistad le conviene por encima de cualquier otra cosa; es más, puede afirmarse categóricamente que sin ella resulta imposible ya que mentira y amistad son incompatibles: solo las amistades francas perduran en el tiempo. Otra de ellas es la generosidad, y a Tomás le sobra por los cuatro costados, como la anterior. Y, consecuentemente, igual se embarca para pescar al curricán que guarda el cuartel de la filà durante las fiestas. De la misma manera que viaja a la Rioja, a Navarra o a donde sea para acompañar a un amigo en la descubierta de una nueva añada de caldos, come, cena o revela el enésimo restaurante interesante o la penúltima tasca que merece la pena visitarse. Porque, aunque no lo confiese, es un gourmet reconocido, alguien a quien se puede inquirir sobre cualquier espacio gastronómico de su localidad, de cualquier pueblo de la comarca, de la provincia de Alicante, de la Comunidad Valenciana y hasta de mucho más allá… y dará referencias.

Así que, remedando a Wyoming, podría escribir más y mejor pero ello no mejoraría a mi amigo, porque eso es tarea imposible.


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