sábado, 29 de junio de 2019

Tinnitus

Será difícil que olvide la peripecia que me sucedió hace algo más de una década. Era una tarde cualquiera de las muchas que entretenía entonces trabajando en casa con el ordenador. De repente y sin causa aparente escuché un zumbido prolongado e intenso. Una especie de siseo continuo, interminable, como el que producen los pequeños escapes de aire o de agua en las tuberías, del que hasta ese preciso momento no había tomado conciencia. Al percibir tan inopinadamente un ruido así de insistente no pude evitar prestarle atención y empecé a preocuparme porque pasaba el tiempo y no cesaba. Por más que lo intentaba, era incapaz de sustraerme a la escucha de tan prolongado y desagradable sonido que, a medida que monopolizaba mi atención, incrementaba mi inquietud. Llegó la noche y aquel zumbido me acompañó a la cama, obsesionándome e induciéndome una importante excitación. Me preocupaba algo que no solo parecía no tener fin, sino que cobraba más relevancia por momentos amenazando con “taladrarme” el cerebro. Sin saberlo, ese día me incorporé de pleno derecho al colectivo que integramos centenares de miles de conciudadanos que casi nunca escuchamos el silencio. Cuando los demás duermen o disfrutan de la silenciosa placidez de un atardecer en la playa o del leve siseo que producen las hojas de los pinos cuando las mece la brisa a nosotros nos acompaña un pitido continuo o un zumbido que, aunque no tiene signos externos, es pertinaz e incesante.

Le comenté el incidente a mi mujer e inmediatamente decidimos que debía visitar al otorrino. Pedí la oportuna cita y durante el intervalo de días que medió hasta que se materializó sobrellevé como pude la escucha permanente de los zumbidos, que cada vez se hacían más insistentes y desagradables, amenazando con llegar a desquiciarme. Finalmente concurrí a la visita, atendiéndome un galeno hosco y parco en la expresión que me preguntó lacónicamente sobre lo que me sucedía. Le conté la sintomatología y se interesó por el tiempo que venía percibiendo los ruidos. Le respondí y formuló un nuevo interrogante que, más o menos, vino a ser algo como “¿por qué oído oye usted el zumbido, por el izquierdo o por el derecho?”. Tras un breve silencio en el que reflexioné al respecto mi respuesta fue: “no lo sé”. Y su apostilla no la olvidaré: “La hemos jodido. Ya lo tiene usted aquí”, señalando con el dedo índice la parte superior de su cabeza. A partir de ese lacónico diagnóstico, el médico cambió la actitud y abundó en explicaciones que pueden resumirse del siguiente modo: “Lo que usted tiene se llaman acúfenos o tinnitus, como prefiera. Hoy por hoy ese fenómeno no tiene cura, ni quirúrgica ni medicamentosa. Puedo darle unas pastillitas para que se relaje, pero eso…, para que se relaje. Así que cuanto antes se olvide de esos ruiditos mejor para usted”.

Me preguntó si durante mi vida laboral había estado expuesto a ruidos intensos y/o había sufrido algún accidente relacionado con el oído, a lo que respondí negativamente. Entonces me explicó que a veces el tinnitus se produce por una pérdida de audición, que induce que el oído eleve su sensibilidad y empiece a escuchar ruidos que habitualmente no percibe. Me aconsejó que me hiciese una audiometría para acotar y controlar en su caso esa hipotética merma auditiva. Lo hice y me tranquilizaron los resultados; he repetido en varias ocasiones el protocolo y todo sigue razonablemente bien diez años después; creo que fundamentalmente porque me he olvidado de los acúfenos.

Leo en un reciente artículo que pese a la cantidad de pseudoremedios que un paciente desesperado puede encontrar en internet, para la mayoría de quienes padecen tinnitus los tratamientos reales alcanzan poco más allá de paliar el estrés que produce escuchar un pitido continuo. En los últimos años se han ensayado fármacos para afrontar este problema. En todo caso, ninguno de ellos ha superado las fases previas al uso público y parece que no está muy próxima la posibilidad de encontrar una solución farmacológica al problema.

Lo que viene a decirse en el artículo es que la investigación va mejorando el conocimiento de la enfermedad, pero que hoy por hoy sólo existen tratamientos que se enfocan a ayudar al paciente a convivir con su falta de silencio. Los ensayos acordes con los protocolos científicos han fracasado en fases avanzadas porque el oído es un órgano bastante inaccesible, que está lleno de líquido que se renueva cada poco tiempo y eso hace que el fármaco desaparezca rápidamente y haya que administrarlo reiteradamente, algo que es difícil de hacer en un órgano bastante inaccesible.

De modo que lo que hoy funcionan son las terapias que ayudan a tener menos presente el ruido. Son tratamientos para la depresión o el estrés que pueden reducir la intensidad con que se percibe el tinnitus. También se han hecho ensayos con la llamada terapia sonora, que consiste en crear un archivo sonoro de una hora de duración, con diferentes formas y tonos que tratan de estimular la vía auditiva para revertir o paliar el daño.

No quiero concluir esta entrada sin transmitir un mensaje de tranquilidad y esperanza a los miles de conciudadanos que todavía no han aprendido a vivir sin escuchar el silencio. Quiero decirles que ello es posible. Y que hasta se puede lograr dejar de oír a ratos el puñetero ruido que nos atormenta desde que lo descubrimos. Es cuestión de proponérselo y de dar tiempo al tiempo. Yo también estuve desesperado y, sin embargo, ahora hay momentos en los que creo que consigo volver a escuchar el silencio.  

martes, 18 de junio de 2019

Pájaros en la cabeza

La cabeza de los escritores está llena de pájaros. Cuando leemos o releemos sus obras los descubrimos mimetizados con los renglones. Son incontables los artificios con que formulan sus percepciones, sus opiniones, sus juicios o sus emociones. Esos recursos, que unas veces son morfosintácticos y otras léxicos, les ayudan a expresarse con mayor énfasis o claridad que el lenguaje oral. Cuando leemos, a poco que nos fijemos, descubrimos con prontitud las sutilezas que activan los creadores para decirnos lo que pretenden. Esos son los imaginarios pájaros a los que me refiero, que van desde la adjetivación a la enumeración, desde las comparaciones a las metáforas, o desde las hipérboles y las etopeyas a las caricaturas, entre otros muchos ingenios denominados recursos expresivos.

También los poetas pecan de lo mismo, e incluso lo hacen con más vehemencia porque no solo echan mano de repertorios de recursos gramaticales y semánticos, sino que se apoyan en otros de carácter fónico, como la aliteración, la anáfora, la onomatopeya, el equívoco o el símil. Y todavía añaden a sus imaginarios universos los artificios de la métrica, la rima y la diversidad de las estrofas, transitando desde el pareado a la alegría, desde la octavilla a la copla, o desde la silva y la octava italiana al soneto.

Este enorme torrente de recursos que manejan quienes escriben –muy especialmente quienes lo hacen bien– incluye las llamadas figuras retóricas que acrecientan todavía más su acervo expresivo. La prosopografía, el epifonema, la paradoja, la perífrasis o el circunloquio; la ironía, el sarcasmo, la paranomasia, la anáfora o el polisíndeton; la concatenación, la derivación, la dilogía o el retruécano son recursos que enriquecen los textos logrando que trasluzcan de manera fiel, brillante y pormenorizada las pretensiones de sus autores.

De modo que cualquier escritor que se precie debe tener la cabeza llena de pájaros, que es lo mismo que decir de recursos expresivos. Nadie puede ser un buen literato sin dominar las herramientas que propician la escritura de calidad, del mismo modo que el dominio de la técnica no garantiza la excelencia de lo que se escribe. Todos conocemos personas diestras en el manejo de los recursos que demanda una determinada faceta expresiva, que, sin embargo, carecen del ingenio, la perspicacia, la originalidad o la inspiración que diferencia a los artistas de los artesanos.

Sin embargo, a veces, ni la sagacidad ni el pellizco creativo que tienen las gentes ingeniosas son necesarias para visualizar algunos de los recursos de la escritura. La realidad cotidiana pone ante nuestros ojos auténticos ejemplos de figuras literarias o de conceptos que hablan por sí mismos, simplemente echándoles una ojeada. Esos instantáneos golpes de vista logran que captemos fenómenos complejos, difíciles de explicar con palabras. Me cautiva ese juego espontáneo y subyugante que hace de las palabras el carburante de la imaginación y de las imágenes los nutrientes del pensamiento.

Me sucedió hace pocos días viajando por Zaragoza. La anécdota se contextualiza en el servicio de catering de un hotel. Un contingente de viajeros mayores, mermados en fuerzas y habilidades, se ejercita a regañadientes en esta modalidad de restauración durante el desayuno. La escena que presencié se resume en tres o cuatro personas cortando y preparando el pan para introducirlo en una tostadora de cinta continua, que funcionaba ininterrumpidamente y con escasa intensidad, lo que obligaba a reintroducir dos o tres veces las piezas para lograr que se tostasen. Puede imaginarse la porfía desatada entre personas mayores, impacientes y atolondradas, que intentaban introducir las respectivas piezas en la tostadora para concluir su propósito y empezar a desayunar. Pues bien, en ese atribulado proceso terció el que presumo que era el marido de una de ellas que, ansioso, se llevó consigo algunas tostadas. La señora, que estaba a pie de artilugio, ya se había abrogado entonces la responsabilidad de reintroducir en la tostadora no solo las suyas sino cuentas piezas aparecían por la parte inferior, que obviamente incluían las que correspondían a quienes la seguían en el turno. En una situación de estrechez e incomodidad, algunos iban recogiendo como podían sus respectivas tostadas, colocándolas en sus platos y dirigiéndose a sus respectivas mesas. Entretanto la señora a la que me refiero seguía al pie del cañón, esperando a que apareciesen las suyas, inasequible al desaliento. Algunas otras personas completaron también la secuencia descrita, sin que las tostadas de la señora consiguiesen concluir el circuito. Tras esperar pacientemente varios turnos, empezó a interactuar con los demás asegurando a todo el mundo que su pan se había bloqueado en el interior de la tostadora. Miraba por un resquicio y decía con convicción: “¿lo ve, lo ve como están allí atascadas?” Nadie daba crédito a sus palabras porque las tostadas hacían su curso sin que ningún obstáculo impidiese su circulación. Es más, de ser cierto lo que decía la señora, era tal el tiempo que la hipotética tostada llevaba en el interior de aquel artilugio que sin duda estaría ardiendo.

Evidentemente lo que debió suceder es que el marido se llevó las tostadas cuando ella permanecía despistada o atendiendo cualquier otra cosa. Ello no trasciende la relevancia de la simple anécdota; lo preocupante es que tras mirar y remirar en el interior de la tostadora, pese contemplar con sus propios ojos el curso ininterrumpido de una docena de tostadas introducidas tras las suyas, seguía creyendo que estas continuaban en su interior. Y no solo lo creía sino que llegaba a verlas. Justo en ese momento, la mujer se me antojó la imagen de la fe. Representaba con nitidez absoluta el sentimiento de total creencia, y como tal se manifestaba, incluso conociendo las evidencias que negaban la veracidad de aquello en lo que creía.

Así pues, no sé si las imágenes que me sugieren las figuras literarias me asombran y deleitan más que las visiones de la cruda realidad. A veces tengo la impresión de que una simple ojeada me aporta mucho más que los alambicados recursos expresivos, pero tampoco tengo plena certeza de ello. Quizá todavía son pocos los pájaros que alberga mi cabeza.

domingo, 9 de junio de 2019

Intemperies

Al meu país la pluja no sap ploure:
o plou poc o plou massa;
si plou poc és la sequera,
si plou massa és la catàstrofe.
(Raimon, 1983)


Dicen los técnicos de la Agencia Estatal de Meteorología (Aemet) que las lluvias están por bajo de sus valores normales en buena parte de la provincia de Alicante y en el oeste de la provincia de Valencia. Ocho meses después del inicio del año hidrológico 2018-19, las precipitaciones acumuladas en España suponen un 15 por ciento menos de lo normal y parece que la tendencia apunta, en general, a la continuidad del endémico déficit hídrico que sufrimos por estos lares.

Probablemente la machacona reiteración del día a día nos hace perder perspectiva y deslavaza la percepción que tenemos de la secuencia de las estaciones, que con tenues oscilaciones creo que genéricamente se repite con regularidad. Sin embargo, en las últimas décadas se han producido enormes transformaciones tecnológicas que han acrecentado exponencialmente nuestra capacidad destructiva. Los expertos tienen cada vez menos dudas sobre el daño irreversible que estamos infligiendo al Planeta, que debemos evitar a toda costa. Sin embargo, subjetiva y contradictoriamente, tengo la impresión, por supuesto infundada, de que apenas han cambiado las cosas. De hecho insistiré en ciertas observaciones que escuché de boca de mi padre hace muchos años y que he mencionado en alguna otra ocasión.

Sería allá por el año 1967, meses después de nuestra llegada a Alicante, cuando se nos ofreció la primera oportunidad de viajar al pueblo, volviendo esta vez “de visita”. No es posible olvidar aquellos interminables recorridos en los autobuses de la Unión de Benissa, que nos llevaban a su cochera de la calle Játiva, en Valencia, desde donde nos desplazábamos a la cercana calle Cuenca, en las proximidades de Lanas Aragón, para enlazar con los de la VASA (Valenciana de Transportes, S.A.), que tenían allí la parada desde la que nos conducían a Gestalgar, donde conseguíamos llegar tras un par de horas de viaje que había que sumar a las tres o cuatro precedentes para completar finalmente un recorrido total de poco más de doscientos kilómetros. Esos desplazamientos, que fuimos frecuentando progresivamente, nos dieron la oportunidad de familiarizarnos con las panorámicas que acompañaban el trayecto, aunque las visualizásemos  apresuradamente. Mirábamos a través de las lunas de los autobuses y nos impactaban paisajes y labores desconocidos que despertaban nuestra curiosidad. Imaginábamos y comentábamos los hipotéticos trabajos y las cavilaciones de las gentes que habían puesto en pie aquellas ínfimas explotaciones agrarias; nos preguntábamos por la idiosincrasia de las colectividades que habrían poblado desde antiguo esos agrestes y desabridos territorios, modelándolos tan primorosamente.

Recuerdo que, en uno de esos viajes de regreso a Alicante, mi padre me hizo un comentario que ejemplifica sus habituales, cáusticas y lacónicas sentencias: “chiquillo –me vino a decir– hemos venido al desierto; aquí no se cría más que el esparto”. Ese fue su pronunciamiento. A su juicio, habíamos dejado atrás un vergel (verdaderamente, no era tal) para adentrarnos en una tierra yerma e inhóspita, con escasísimas posibilidades de aprovechamiento agrícola. Yo asentí; primero, porque mi padre era para mí, entonces, fuente de autoridad incuestionable; segundo, porque desconocía absolutamente cuanto veía a mi alrededor. Años después, cuando recorrí y descubrí a fondo esos paisajes y me documenté sobre las transformaciones que los moriscos llevaron a cabo en los territorios de la montaña alicantina y en sus abruptos piedemontes, no es que cambiase de opinión, pero sí que alcancé a ver las cosas de manera muy diferente a como las percibimos inicialmente.

Decía que la aridez característica de las tierras del sur del País Valencià y el paisaje estepario que modela nos impactaron poderosamente cuando llegamos a este territorio. Veníamos de un pueblo en el que, aunque su latitud difiere apenas un grado de la que corresponde a Alicante, sorprendentemente, los otoños y las primaveras eran estaciones en las que menudeaban lo que allí se llamaban “temporales”, unas precipitaciones persistentes, procedentes del Mediterráneo, que durante tres o cuatro días descargaban copiosas lluvias que anegaban barbechos y labrantíos, dejando la tierra con sazón para acometer labranzas y sementeras.

Recuerdo perfectamente aquellas jornadas interminables, recluidos en las casas y ocupados en tareas inhabituales que los mayores, intencionadamente, reservaban para esos días en los que “el tiempo estaba hinchao”. Días y noches en las que no dejaban de chorrear los canalones, vertiendo las aguas desde los tejados a las calles con un característico repiqueteo de ritmos e intensidades dispares, acompasados con la intensidad de los chaparrones, que llenaban todo de charcos. Ese soniquete que nos acompañaba durante horas y horas no solo lo producía la lluvia al precipitarse sobre la calle, sino también las gotas que se filtraban por los desperfectos de los tejados, golpeando sobre los cacharros que colocaban nuestras madres sobre el suelo de la cambra para recogerlas y neutralizar las filtraciones. Esos goteos sonaban con timbres diferenciados en función del material con que estaban fabricados los recipientes y de su tamaño. De modo que cada noche conciliábamos el sueño escuchando el concierto de ruidos producidos por el fluir de las aguas cayendo desde los tejados o discurriendo por las calles, al que ponía un desacompasado contrapunto el soniquete de los cacharros que recogían el agua de las goteras.

Era el tiempo reservado para desgranar el maíz, pelar las almendras, trasegar el aceite, remendar los sacos, ensebar las lonas, ordenar aperos, arreos y carros, hacer las pequeñas y aplazadas reparaciones domésticas, apilar las cosechas en la cambra, limpiar los corrales, etc. Jornadas en las que la única holgazanería autorizada era el desplazamiento a la escuela calzando las botas de agua. Aquella especie de borceguíes de goma negra con los que nos metíamos en los charcos, chapoteando en ellos hasta rebosarlos de agua, que obviamente vaciábamos antes de volver a casa para intentar eludir los castigos de nuestras progenitoras.

Días de temporal en los que jugábamos a huir de las aguas y, paradójicamente, acabábamos anegados en ellas. Días que se extinguían inexorablemente a medida que se iba deteniendo la lluvia y el cielo se despejaba. El paisaje recobraba entonces su belleza, rendido a la ternura de una vegetación renovada que asomaba entre las perezosas hebras de niebla, o sorteaba las nubes bajas que dormitaban abrazadas a las laderas de las montañas. Escampaba y el tiempo seguía su imparable transcurso con indiferencia, cincelando su impronta en las particulares biografías de quienes vivíamos, por fin, libres y a la intemperie.

jueves, 6 de junio de 2019

Crónicas de la amistad: Aspe (30)

Me parecía que podía iniciar esta crónica con algún comentario sobre los resultados de la cita electoral del pasado 26 de mayo, pero he desechado casi inmediatamente la tentación porque considero que es suficiente expiación la inapelable constatación de lo cosechado en algunos lugares y las consecuencias que de ello se derivarán durante los próximos cuatro años, y hasta más allá. Carece de sentido fustigarse con especulaciones sobre lo que pudo haber sido y no fue, aunque, afortunadamente, sí se logró en muchos sitios. Y es que, también en esto, la alegría va por barrios. En todo caso, era casi obligado hacer alguna mención del asunto que ha ocupado hoy buena parte de nuestras conversaciones, no en vano estábamos en el Medio Vinalopó, el territorio donde nacieron y viven Luis y Antonio, personas de convicciones, que afortunadamente han visto triunfar las opciones progresistas en sus respectivos municipios y aún más allá, en otros lugares de la comarca.

De modo que, alternativamente, me he decantado por iniciar este relato con algunas alusiones a Paul Auster y John M. Coetzee, unos fulanos que me vienen al pelo para enhebrar algunas reflexiones que quiero compartir, quizá para eludir el escozor del menoscabo político y tal vez hasta para compensar, siquiera con unos párrafos, la ausencia del programa cultural, que vamos desatendiendo mientras nos abandonamos en los brazos de unas opíparas refacciones que algunos –soy consciente de que no todos– consideramos nada provechosas para nuestros privativos quebrantos y que, probablemente, demandan parada y reflexión con creciente obstinación. Ahí lo dejo, en la confianza de que sabréis disculpar la pedantería de abrir la crónica refiriéndome a dos grandes novelistas. Por ello os confesaré que me cautiva el embrujo narrativo del primero, siempre enredando –como lo intento yo, y pocas veces lo consigo– con el destino, el deseo, el azar, la identidad, el amor y su Nueva York natal, que yo mudo por Gestalgar. Nada, o todo, como se prefiera, puede sorprendernos de un ilusionista literario, de un ‘bibliomago’ de lo cotidiano, que con cuatro palabras y un par de engañifas es capaz de transformar lo banal en prodigioso ante nuestra incrédula y fascinada mirada. Qué diferente es, sin embargo, Coetzee, exquisito orfebre de la expresión, del que Javier Marías dijo en 2003, cuando le otorgaron el Nobel de Literatura, que tiene la extraña virtud de que cada frase de sus novelas impele a pasar a la próxima, y a la vez consigue que uno desee permanecer en ella y lamente siempre dejarla atrás. Ni Marías, ni creo que nadie, conoce mejor y más noble efecto al que cualquier escritor, aficionado o consagrado, pueda aspirar. Añadiré que también es difícil encontrar mejor cumplido.

Hoy quiero insistir en ciertas alusiones a uno y otro, desde el vago recuerdo que conservo de las ideas que me indujo la lectura del volumen que recoge la amistosa correspondencia que mantuvieron durante un trienio. En ese libro, titulado Aquí y ahora. Cartas 2008-2011, Paul Auster declara categóricamente que "la amistad sigue siendo un enigma". Es una afirmación que comparto porque la amistad atiende y entiende, como lo demuestra esa correspondencia, en la que ambos comparten la cercana geografía del reconocimiento recíproco y contemplan el mundo con un escepticismo desprovisto de disonancias o desgarramientos, como creo que justamente hacemos nosotros. Y es que me resulta curioso contrastar ahora, tiempo después de haber leído su obra que, pese a que ninguno de los dos era viejo, las ideas que vertían sobre la vejez, con ligeros matices, abundan en muchos de los pensamientos que nosotros compartimos.

La mencionada correspondencia refleja una animado diálogo que vincula a dos personas que escuchan y se dejan escuchar. Ambos cuentan en sus relatos sus congojas creativas y, en su asumida “vejez”, recuerdan "el estilo tardío" al que aludía Edward Said caracterizándolo por “el lenguaje sencillo, los contenidos sin ornamentos y el énfasis en ciertas asuntos de importancia real, incluyendo cuestiones sobre la vida y la muerte”. Hablan, como lo hacemos nosotros, desde la edad madura, aunque sus palabras son poderosamente juveniles. Y es que la vejez, como casi todo en la vida, también se cansa de envejecer, llega a decir con aplastante lógica el Nobel sudafricano en algún fragmento de su correspondencia.

Como hacen las personas sensatas, ambos eligieron vivir la existencia más difícil de cuantas afrontamos los seres humanos: la vida cotidiana, con toda su banal crudeza. En sus discursos asumen la responsabilidad ética de la literatura, suscriben la obligación que tienen los escritores de refunfuñar, reñir y atacar las hipocresías, las injusticias y las estupideces del mundo en que vivimos. La conversación entre Auster y Coetzee se desarrolla cordialmente, lo que no es óbice para que juzguen implacablemente la estupidez del mundo que ven y les duele. El cierre de tan singular relación epistolar es una espléndida lección de juventud: el mundo nos sigue enviando sorpresas y debemos seguir aprendiendo. Creo que concordamos plenamente con ella, o al menos me lo parece. Y es justo por esa espita por donde intento redimir el desencanto y la pesadumbre que me produce la estulticia de ciertos comportamientos sociales que, pese a mi edad, sigo sin comprender, y mucho menos compartir.

En cierta manera, a mi juicio, podría decirse que esa apuesta por el aprendizaje permanente es uno de los trasuntos de las citas, como la que hoy teníamos en Aspe. Ya el pasado sábado, Pascual, siempre diligente y previsor, empezó a poner en marcha la servidumbre del transporte. Los del norte, que somos más abandonados,  esperamos hasta la última hora del martes para ajustar los desplazamientos. Finalmente acordamos vernos en el habitual punto de encuentro, junto a la floristería Los Claveles, en la emblemática Plaza de los Luceros, para emprender desde allí el viaje a Aspe, concretamente a la cafetería Sama, junto al parque dedicado al ilustre Dr. Calatayud.

Apenas pasaban diez minutos de la hora convenida cuando entrábamos en el establecimiento al que ya habían llegado los demás.  Hoy nuestro encuentro hacía pleno. Tras los obligados abrazos y saludos, trufados con las primeras conversaciones, hemos degustado algunos refrescos acompañando un primer aperitivo a base mejillones en escabeche, navajas en conserva y calamares a la andaluza, que nos han reconfortado cuando rayaba la hora del Ángelus. Un brevísimo desplazamiento nos ha situado a las puertas del Ateneo Musical Maestro Gilabert, lugar de habitual concurrencia para Antonio García, donde nos han preparado unas tapas de ensaladilla y unos zepelines que maridados con los refrigerios nos han puesto en órbita para dirigirnos al Restaurante Roca. Allí nos aguardaba un nuevo y pantagruélico aperitivo a base de pan de cristal con tomate rallado y alioli, jamón ibérico y queso, coca de secreto ibérico, boletus y champiñones; crepe relleno de gamba roja y calabacín gratinado al ajo suave; timbal de pulpo gratinado y una rueda de quisquilla cocida, que han precedido al plato principal, que para unos ha sido un discreto entrecot de ternera a la parrilla y para otros unas breves cucharadas de un desafortunado y salobreño arroz con conejo y caracoles, todo ello maridado con las acostumbradas cervezas y un excelente magnum de Tarima Hill, elaborado por las pinoseras Bodegas Volver. 

Ya en la terraza, sobrellevando el viento de poniente que hoy anunciaba con brío la inmediata llegada del verano, hemos despachado el postre que esta vez integraban unos platos de fruta del tiempo y un coulant de chocolate con helado de leche merengada. El final del banquete ha dado paso a la larga y habitual sobremesa, que quizá es el momento cumbre de estos encuentros, siempre pródigo en libaciones y canciones. Esta vez recordamos Porque no engraso los ejes, Que tinguem sort, Lola y Girl; y Antonio Antón, además de acompañarlas a la guitarra, nos interpretó magistralmente y en exclusiva Quiero escribir y Fidelidad, ambas letras de Blas de Otero; Soldado, de León Felipe y Cruel War, de Peter, Paul y Mary. Sus clásicos José Ramon Cantaliso y Songorocosongo (N. Guillén) dieron paso a Lola,  La BohèmeMañana, mañana y un largo etcétera.

Y si cuanto antecede nos parece poco, todavía faltaba rematar el encuentro con los obsequios que nos hicieron Alfonso y Pascual. El primero nos entregó una primorosa caja con cerezas de la Montaña de Alicante y una genuina pieza de artesanía, torneada con sus propias manos utilizando maderas de la tierra. Pascual nos obsequió un ejemplar de Santa Pola (1900-1949), obra de Antonio Baile, que a primera vista parece una miscelánea enciclopédica de su querido pueblo, magníficamente editada.

Mientras intercambiábamos los presentes y nos dábamos los últimos abrazos fijábamos para septiembre la próxima cita. Por turno le corresponde a Novelda, pero ya se verá. Quizá surjan otros proyectos para acoger a nuestro amigo ibicenco como se merece. Ya se irá viendo a lo largo del verano. Salud amigos y… que tinguem sort!

sábado, 1 de junio de 2019

Por una pedagogía de la indignación

Delante de la injusticia, la impunidad y la barbarie,
 necesitamos de una pedagogía de la indignación.
Paulo Freire


“En todo el planeta, la nueva derecha está lanzando una ofensiva cultural que representa uno de los mayores retos con que la izquierda y otras fuerzas progresistas se han enfrentado desde la emergencia del fascismo en Europa durante los años 30. Las dimensiones culturales del ‘nuevo orden mundial’ que está siendo creado por la nueva derecha desborda las fronteras, trasciende los paisajes tradicionales de la nación estado y reordena las relaciones entre tiempo, espacio e identidad. Las viejas divisiones y límites que definían rígidamente las disciplinas, las actividades culturales y el trabajo de los profesionales están siendo cruzados, reescritos y reconstruidos dentro de una nueva economía global…"

Podría ser una cita extraída de una entrevista realizada a cualquier intelectual esta misma semana, pero no lo es. Se trata del primer párrafo de la introducción al libro Igualdad educativa y diferencia cultural, que publicaron en 1992 Henry A. Giroux y Ramón Flecha. Tras haber trabajado en distintas universidades norteamericanas, Giroux es actualmente investigador en la McMaster University de Ontario. Un autor relevante que ya en 2002 fue considerado uno de los cincuenta pensadores que más han contribuido al debate educativo en el siglo XX. Recientemente visitó Barcelona para presentar su libro La guerra del neoliberalismo contra la educación superior (Herder), en el que asegura que las universidades están siendo atacadas con recortes continuos en su financiación, especialmente los departamentos de humanidades, para que dejen de ser centros de pensamiento.

Henry A. Giroux
Con motivo de su visita realizó algunas entrevistas en las que los periodistas le interpelaron sobre una de sus principales obsesiones, la pedagogía crítica, que considera la auténtica alternativa que posibilita construir la escuela que queremos. Porque sostiene sin ambages que la educación es siempre política y el tipo de pedagogía que se utiliza tiene mucho que ver con la cultura, la autoridad y el poder. La historia que contamos o el futuro que imaginamos se refleja en los contenidos que enseñamos. Por eso asegura que la pedagogía convencional agrede en lugar de educar, puesto que representa un sistema opresivo, basado en el castigo y en la memorización, que no persigue otra cosa que el conformismo. En consecuencia, deben desarrollarse otras metodologías que formen alumnos capaces de desafiar las prácticas antidemocráticas en el futuro. Y por eso Giroux, como hicieron Freire o McLaren, reclama una reforma del sistema educativo para que el pensamiento crítico impregne todas las asignaturas. Porque la pedagogía no se relaciona únicamente con las prácticas de enseñanza sino que implica también un reconocimiento de las políticas culturales que sustentan dichas prácticas.

La pedagogía crítica también se concibe como parte de un proyecto ético y político, en el que la acción educativa se propone como relación con el otro (alteridad) y se basa en la responsabilidad y en el acogimiento de los demás (hospitalidad). Requiere asegurar la comprensión de los otros desde las prácticas reflexivas, hermenéuticas y de compromiso. Como ha dicho Bárcena, la pedagogía introduce el cuidado formativo del otro. En definitiva, consiste en una práctica de formación y aprendizaje ético y político, que incide en las formas de producción de subjetividades, en los procesos de construcción y difusión de valores y también en la socialización. Las orientaciones que ofrece permiten promover el desarrollo de la autonomía, la participación, el reconocimiento y el respeto por la alteridad, la generación de espacios para la comprensión y la resolución de los conflictos y la creación de ambientes sociales y comunitarios para reconocernos en propósitos colectivos.

Es posible que los pensamientos que preceden les puedan parecer enrevesados a quienes no están familiarizados con el mundo educativo. Incluso algunos docentes expertos pueden considerarlos antiguallas obsoletas. Sin embargo, estoy convencido de que no lo son; bien al contrario, cada día que pasa tienen mayor razón de ser. Y es que los planteamientos educativos de base son imprescindibles. Es falaz enfocar la educación desde la mera razón instrumental, desde la mera tecnologización de los procesos de aprendizaje a través de los enfoques plurilingües, el b-learning, el gamming o cualesquiera otras técnicas de aprendizaje e innovación docente. La educación auténticamente transformadora responde a un marco conceptual mucho más amplio que engloba diferentes prácticas y metodologías, que tienen como fin último conseguir que las personas analicen la realidad que les rodea, la sitúen en un contexto global, tomen conciencia de las diferencias y desigualdades que existen y decidan actuar para incidir positivamente en esa realidad y transformarla. Podemos expresarlo de otro modo: educar significa formar a las personas en el plano emocional para que sean capaces de quererse a sí mismas, empatizar con los demás y ponerse en acción para mejorar el contexto en el que viven. Paulo Freire lo explica muy bien cuando asegura que “la educación no puede cambiar el mundo, pero puede cambiar a las personas que pueden cambiar el mundo”.