Me
parecía que podía iniciar esta crónica con algún comentario sobre los
resultados de la cita electoral del pasado 26 de mayo, pero he desechado casi inmediatamente
la tentación porque considero que es suficiente expiación la inapelable
constatación de lo cosechado en algunos lugares y las consecuencias que de ello
se derivarán durante los próximos cuatro años, y hasta más allá. Carece de
sentido fustigarse con especulaciones sobre lo que pudo haber sido y no fue,
aunque, afortunadamente, sí se logró en muchos sitios. Y es que, también en
esto, la alegría va por barrios. En todo caso, era casi obligado hacer alguna
mención del asunto que ha ocupado hoy buena parte de nuestras conversaciones,
no en vano estábamos en el Medio Vinalopó, el territorio donde nacieron y viven
Luis y Antonio, personas de convicciones, que afortunadamente han visto
triunfar las opciones progresistas en sus respectivos municipios y aún más allá,
en otros lugares de la comarca.
De
modo que, alternativamente, me he decantado por iniciar este relato con algunas
alusiones a Paul Auster y John M. Coetzee, unos fulanos que me vienen al pelo
para enhebrar algunas reflexiones que quiero compartir, quizá para eludir el
escozor del menoscabo político y tal vez hasta para compensar, siquiera con unos
párrafos, la ausencia del programa cultural, que vamos desatendiendo mientras
nos abandonamos en los brazos de unas opíparas refacciones que algunos –soy
consciente de que no todos– consideramos nada provechosas para
nuestros privativos quebrantos y que, probablemente, demandan parada y
reflexión con creciente obstinación. Ahí lo dejo, en la confianza de que
sabréis disculpar la pedantería de abrir la crónica refiriéndome a dos grandes
novelistas. Por ello os confesaré que me cautiva el embrujo narrativo del
primero, siempre enredando –como lo intento yo, y pocas veces lo
consigo–
con el destino, el deseo, el azar, la identidad, el amor y su Nueva York natal,
que yo mudo por Gestalgar. Nada, o todo, como se prefiera, puede sorprendernos
de un ilusionista literario, de un ‘bibliomago’ de lo cotidiano, que con cuatro
palabras y un par de engañifas es capaz de transformar lo banal en prodigioso
ante nuestra incrédula y fascinada mirada. Qué diferente es, sin embargo, Coetzee,
exquisito orfebre de la expresión, del que Javier Marías dijo en 2003, cuando
le otorgaron el Nobel de Literatura, que tiene la extraña virtud de que cada
frase de sus novelas impele a pasar a la próxima, y a la vez consigue que uno
desee permanecer en ella y lamente siempre dejarla atrás. Ni Marías, ni creo
que nadie, conoce mejor y más noble efecto al que cualquier escritor,
aficionado o consagrado, pueda aspirar. Añadiré que también es difícil encontrar
mejor cumplido.
Hoy
quiero insistir en ciertas alusiones a uno y otro, desde el vago recuerdo que
conservo de las ideas que me indujo la lectura del volumen que recoge la amistosa
correspondencia que mantuvieron durante un trienio. En ese libro, titulado Aquí
y ahora. Cartas 2008-2011, Paul
Auster declara categóricamente que "la amistad sigue siendo un
enigma". Es una afirmación que comparto porque la amistad atiende y
entiende, como lo demuestra esa correspondencia, en la que ambos comparten la cercana
geografía del reconocimiento recíproco y contemplan el mundo con un
escepticismo desprovisto de disonancias o desgarramientos, como creo que justamente
hacemos nosotros. Y es que me resulta curioso contrastar ahora, tiempo después
de haber leído su obra que, pese a que ninguno de los dos era viejo, las ideas
que vertían sobre la vejez, con ligeros matices, abundan en muchos de los pensamientos
que nosotros compartimos.
La mencionada
correspondencia refleja una animado diálogo que vincula a dos personas que escuchan
y se dejan escuchar. Ambos cuentan en sus relatos sus congojas creativas y, en
su asumida “vejez”, recuerdan "el estilo tardío" al que aludía Edward
Said caracterizándolo por “el lenguaje sencillo, los contenidos sin ornamentos
y el énfasis en ciertas asuntos de importancia real, incluyendo cuestiones
sobre la vida y la muerte”. Hablan, como lo hacemos nosotros, desde la edad
madura, aunque sus palabras son poderosamente juveniles. Y es que la vejez,
como casi todo en la vida, también se cansa de envejecer, llega a decir con
aplastante lógica el Nobel sudafricano en algún fragmento de su
correspondencia.
Como
hacen las personas sensatas, ambos eligieron vivir la existencia más difícil de
cuantas afrontamos los seres humanos: la vida cotidiana, con toda su banal
crudeza. En sus discursos asumen la responsabilidad ética de la literatura, suscriben
la obligación que tienen los escritores de refunfuñar, reñir y atacar las
hipocresías, las injusticias y las estupideces del mundo en que vivimos. La
conversación entre Auster y Coetzee se desarrolla cordialmente, lo que no es
óbice para que juzguen implacablemente la estupidez del mundo que ven y les
duele. El cierre de tan singular relación epistolar es una espléndida lección
de juventud: el mundo nos sigue enviando sorpresas y debemos seguir aprendiendo.
Creo que concordamos plenamente con ella, o al menos me lo parece. Y es justo
por esa espita por donde intento redimir el desencanto y la pesadumbre que me
produce la estulticia de ciertos comportamientos sociales que, pese a mi edad,
sigo sin comprender, y mucho menos compartir.
En
cierta manera, a mi juicio, podría decirse que esa apuesta por el aprendizaje
permanente es uno de los trasuntos de las citas, como la que hoy teníamos en
Aspe. Ya el pasado sábado, Pascual, siempre diligente y previsor, empezó a
poner en marcha la servidumbre del transporte. Los del norte, que somos más abandonados,
esperamos hasta la última hora del
martes para ajustar los desplazamientos. Finalmente acordamos vernos en el
habitual punto de encuentro, junto a la floristería Los Claveles, en la
emblemática Plaza de los Luceros, para emprender desde allí el viaje a Aspe,
concretamente a la cafetería Sama, junto al parque dedicado al ilustre Dr.
Calatayud.
Apenas
pasaban diez minutos de la hora convenida cuando entrábamos en el
establecimiento al que ya habían llegado los demás. Hoy nuestro encuentro hacía pleno. Tras los
obligados abrazos y saludos, trufados con las primeras conversaciones, hemos
degustado algunos refrescos acompañando un primer aperitivo a base mejillones
en escabeche, navajas en conserva y calamares a la andaluza, que nos han
reconfortado cuando rayaba la hora del Ángelus. Un brevísimo desplazamiento nos
ha situado a las puertas del Ateneo Musical Maestro Gilabert, lugar de habitual
concurrencia para Antonio García, donde nos han preparado unas tapas de
ensaladilla y unos zepelines que maridados con los refrigerios nos han puesto
en órbita para dirigirnos al Restaurante Roca. Allí nos aguardaba un nuevo y
pantagruélico aperitivo a base de pan de cristal con tomate rallado y alioli, jamón
ibérico y queso, coca de secreto ibérico, boletus y champiñones; crepe relleno
de gamba roja y calabacín gratinado al ajo suave; timbal de pulpo gratinado y
una rueda de quisquilla cocida, que han precedido al plato principal, que para
unos ha sido un discreto entrecot de ternera a la parrilla y para otros unas
breves cucharadas de un desafortunado y salobreño arroz con conejo y caracoles,
todo ello maridado con las acostumbradas cervezas y un excelente magnum de
Tarima Hill, elaborado por las
pinoseras Bodegas Volver.
Ya en la terraza, sobrellevando el viento de poniente que hoy anunciaba con
brío la inmediata llegada del verano, hemos despachado el postre que esta vez
integraban unos platos de fruta del tiempo y un coulant de chocolate con helado
de leche merengada. El final del banquete ha dado paso a la larga y habitual
sobremesa, que quizá es el momento cumbre de estos encuentros, siempre pródigo
en libaciones y canciones. Esta vez recordamos Porque no engraso los ejes, Que
tinguem sort, Lola y Girl; y
Antonio Antón, además de acompañarlas a la guitarra, nos interpretó magistralmente
y en exclusiva Quiero escribir y Fidelidad, ambas letras de Blas de
Otero; Soldado, de León Felipe y Cruel War, de Peter, Paul y Mary. Sus clásicos
José Ramon Cantaliso y Songorocosongo (N. Guillén) dieron paso
a Lola, La Bohème, Mañana, mañana y un largo etcétera.
Y si
cuanto antecede nos parece poco, todavía faltaba rematar el encuentro con los
obsequios que nos hicieron Alfonso y Pascual. El primero nos entregó una
primorosa caja con cerezas de la Montaña de Alicante y una genuina pieza de
artesanía, torneada con sus propias manos utilizando maderas de la tierra.
Pascual nos obsequió un ejemplar de Santa
Pola (1900-1949), obra de Antonio Baile, que a primera vista parece una
miscelánea enciclopédica de su querido pueblo, magníficamente editada.
Mientras
intercambiábamos los presentes y nos dábamos los últimos abrazos fijábamos para
septiembre la próxima cita. Por turno le corresponde a Novelda, pero ya se
verá. Quizá surjan otros proyectos para acoger a nuestro amigo ibicenco como se
merece. Ya se irá viendo a lo largo del verano. Salud amigos y… que tinguem sort!
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