jueves, 6 de junio de 2019

Crónicas de la amistad: Aspe (30)

Me parecía que podía iniciar esta crónica con algún comentario sobre los resultados de la cita electoral del pasado 26 de mayo, pero he desechado casi inmediatamente la tentación porque considero que es suficiente expiación la inapelable constatación de lo cosechado en algunos lugares y las consecuencias que de ello se derivarán durante los próximos cuatro años, y hasta más allá. Carece de sentido fustigarse con especulaciones sobre lo que pudo haber sido y no fue, aunque, afortunadamente, sí se logró en muchos sitios. Y es que, también en esto, la alegría va por barrios. En todo caso, era casi obligado hacer alguna mención del asunto que ha ocupado hoy buena parte de nuestras conversaciones, no en vano estábamos en el Medio Vinalopó, el territorio donde nacieron y viven Luis y Antonio, personas de convicciones, que afortunadamente han visto triunfar las opciones progresistas en sus respectivos municipios y aún más allá, en otros lugares de la comarca.

De modo que, alternativamente, me he decantado por iniciar este relato con algunas alusiones a Paul Auster y John M. Coetzee, unos fulanos que me vienen al pelo para enhebrar algunas reflexiones que quiero compartir, quizá para eludir el escozor del menoscabo político y tal vez hasta para compensar, siquiera con unos párrafos, la ausencia del programa cultural, que vamos desatendiendo mientras nos abandonamos en los brazos de unas opíparas refacciones que algunos –soy consciente de que no todos– consideramos nada provechosas para nuestros privativos quebrantos y que, probablemente, demandan parada y reflexión con creciente obstinación. Ahí lo dejo, en la confianza de que sabréis disculpar la pedantería de abrir la crónica refiriéndome a dos grandes novelistas. Por ello os confesaré que me cautiva el embrujo narrativo del primero, siempre enredando –como lo intento yo, y pocas veces lo consigo– con el destino, el deseo, el azar, la identidad, el amor y su Nueva York natal, que yo mudo por Gestalgar. Nada, o todo, como se prefiera, puede sorprendernos de un ilusionista literario, de un ‘bibliomago’ de lo cotidiano, que con cuatro palabras y un par de engañifas es capaz de transformar lo banal en prodigioso ante nuestra incrédula y fascinada mirada. Qué diferente es, sin embargo, Coetzee, exquisito orfebre de la expresión, del que Javier Marías dijo en 2003, cuando le otorgaron el Nobel de Literatura, que tiene la extraña virtud de que cada frase de sus novelas impele a pasar a la próxima, y a la vez consigue que uno desee permanecer en ella y lamente siempre dejarla atrás. Ni Marías, ni creo que nadie, conoce mejor y más noble efecto al que cualquier escritor, aficionado o consagrado, pueda aspirar. Añadiré que también es difícil encontrar mejor cumplido.

Hoy quiero insistir en ciertas alusiones a uno y otro, desde el vago recuerdo que conservo de las ideas que me indujo la lectura del volumen que recoge la amistosa correspondencia que mantuvieron durante un trienio. En ese libro, titulado Aquí y ahora. Cartas 2008-2011, Paul Auster declara categóricamente que "la amistad sigue siendo un enigma". Es una afirmación que comparto porque la amistad atiende y entiende, como lo demuestra esa correspondencia, en la que ambos comparten la cercana geografía del reconocimiento recíproco y contemplan el mundo con un escepticismo desprovisto de disonancias o desgarramientos, como creo que justamente hacemos nosotros. Y es que me resulta curioso contrastar ahora, tiempo después de haber leído su obra que, pese a que ninguno de los dos era viejo, las ideas que vertían sobre la vejez, con ligeros matices, abundan en muchos de los pensamientos que nosotros compartimos.

La mencionada correspondencia refleja una animado diálogo que vincula a dos personas que escuchan y se dejan escuchar. Ambos cuentan en sus relatos sus congojas creativas y, en su asumida “vejez”, recuerdan "el estilo tardío" al que aludía Edward Said caracterizándolo por “el lenguaje sencillo, los contenidos sin ornamentos y el énfasis en ciertas asuntos de importancia real, incluyendo cuestiones sobre la vida y la muerte”. Hablan, como lo hacemos nosotros, desde la edad madura, aunque sus palabras son poderosamente juveniles. Y es que la vejez, como casi todo en la vida, también se cansa de envejecer, llega a decir con aplastante lógica el Nobel sudafricano en algún fragmento de su correspondencia.

Como hacen las personas sensatas, ambos eligieron vivir la existencia más difícil de cuantas afrontamos los seres humanos: la vida cotidiana, con toda su banal crudeza. En sus discursos asumen la responsabilidad ética de la literatura, suscriben la obligación que tienen los escritores de refunfuñar, reñir y atacar las hipocresías, las injusticias y las estupideces del mundo en que vivimos. La conversación entre Auster y Coetzee se desarrolla cordialmente, lo que no es óbice para que juzguen implacablemente la estupidez del mundo que ven y les duele. El cierre de tan singular relación epistolar es una espléndida lección de juventud: el mundo nos sigue enviando sorpresas y debemos seguir aprendiendo. Creo que concordamos plenamente con ella, o al menos me lo parece. Y es justo por esa espita por donde intento redimir el desencanto y la pesadumbre que me produce la estulticia de ciertos comportamientos sociales que, pese a mi edad, sigo sin comprender, y mucho menos compartir.

En cierta manera, a mi juicio, podría decirse que esa apuesta por el aprendizaje permanente es uno de los trasuntos de las citas, como la que hoy teníamos en Aspe. Ya el pasado sábado, Pascual, siempre diligente y previsor, empezó a poner en marcha la servidumbre del transporte. Los del norte, que somos más abandonados,  esperamos hasta la última hora del martes para ajustar los desplazamientos. Finalmente acordamos vernos en el habitual punto de encuentro, junto a la floristería Los Claveles, en la emblemática Plaza de los Luceros, para emprender desde allí el viaje a Aspe, concretamente a la cafetería Sama, junto al parque dedicado al ilustre Dr. Calatayud.

Apenas pasaban diez minutos de la hora convenida cuando entrábamos en el establecimiento al que ya habían llegado los demás.  Hoy nuestro encuentro hacía pleno. Tras los obligados abrazos y saludos, trufados con las primeras conversaciones, hemos degustado algunos refrescos acompañando un primer aperitivo a base mejillones en escabeche, navajas en conserva y calamares a la andaluza, que nos han reconfortado cuando rayaba la hora del Ángelus. Un brevísimo desplazamiento nos ha situado a las puertas del Ateneo Musical Maestro Gilabert, lugar de habitual concurrencia para Antonio García, donde nos han preparado unas tapas de ensaladilla y unos zepelines que maridados con los refrigerios nos han puesto en órbita para dirigirnos al Restaurante Roca. Allí nos aguardaba un nuevo y pantagruélico aperitivo a base de pan de cristal con tomate rallado y alioli, jamón ibérico y queso, coca de secreto ibérico, boletus y champiñones; crepe relleno de gamba roja y calabacín gratinado al ajo suave; timbal de pulpo gratinado y una rueda de quisquilla cocida, que han precedido al plato principal, que para unos ha sido un discreto entrecot de ternera a la parrilla y para otros unas breves cucharadas de un desafortunado y salobreño arroz con conejo y caracoles, todo ello maridado con las acostumbradas cervezas y un excelente magnum de Tarima Hill, elaborado por las pinoseras Bodegas Volver. 

Ya en la terraza, sobrellevando el viento de poniente que hoy anunciaba con brío la inmediata llegada del verano, hemos despachado el postre que esta vez integraban unos platos de fruta del tiempo y un coulant de chocolate con helado de leche merengada. El final del banquete ha dado paso a la larga y habitual sobremesa, que quizá es el momento cumbre de estos encuentros, siempre pródigo en libaciones y canciones. Esta vez recordamos Porque no engraso los ejes, Que tinguem sort, Lola y Girl; y Antonio Antón, además de acompañarlas a la guitarra, nos interpretó magistralmente y en exclusiva Quiero escribir y Fidelidad, ambas letras de Blas de Otero; Soldado, de León Felipe y Cruel War, de Peter, Paul y Mary. Sus clásicos José Ramon Cantaliso y Songorocosongo (N. Guillén) dieron paso a Lola,  La BohèmeMañana, mañana y un largo etcétera.

Y si cuanto antecede nos parece poco, todavía faltaba rematar el encuentro con los obsequios que nos hicieron Alfonso y Pascual. El primero nos entregó una primorosa caja con cerezas de la Montaña de Alicante y una genuina pieza de artesanía, torneada con sus propias manos utilizando maderas de la tierra. Pascual nos obsequió un ejemplar de Santa Pola (1900-1949), obra de Antonio Baile, que a primera vista parece una miscelánea enciclopédica de su querido pueblo, magníficamente editada.

Mientras intercambiábamos los presentes y nos dábamos los últimos abrazos fijábamos para septiembre la próxima cita. Por turno le corresponde a Novelda, pero ya se verá. Quizá surjan otros proyectos para acoger a nuestro amigo ibicenco como se merece. Ya se irá viendo a lo largo del verano. Salud amigos y… que tinguem sort!

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