Mostrando entradas con la etiqueta Nietos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Nietos. Mostrar todas las entradas

sábado, 16 de agosto de 2025

El rumor de los días lentos

Cuando escuchó sus risas las pasadas semanas, Luis sintió algo muy parecido a la vida regresando. No eran carcajadas ni gritos: eran risas limpias, desbordadas, como si no pesaran. Se quedó quieto, apoyado en el borde de la barandilla de la terraza, observando cómo sus nietos corrían por las zonas comunes de la urbanización, junto a los setos, los bancos de madera y los rosales, que alumbraban tímidas flores estivales. No vivían cerca del mar, aunque en días despejados, desde el balcón, se adivinaba como una línea azul al fondo, a la derecha, por encima de los tejados. El aire, sin embargo, siempre traía aromas salobres.

Aria exhibía, feliz, vistosas extensiones de trenzas africanas coloreadas. Cumplió siete años hace pocos días. Vito, el niño, con nueve veranos recién estrenados, intentaba lanzar un avión de papel desde la entreplanta, convencido de que alcanzaría el edificio de enfrente. Venían de una gran ciudad, con sus padres, un poco como «de visita», porque no duermen aquí, sino en otra casa familiar, que utilizan algunos fines de semana y en vacaciones.

—¿Qué día es hoy? —preguntó Carmen desde el sofá, sin levantar mucho la voz.

Luis se giró. Carmen ya no era del todo la de antes. Su deterioro era leve, pero progresivo. Olvidaba los nombres, el orden de los días, las cosas que acababan de suceder. A veces confundía a los nietos con los hijos. Pero seguía siendo ella. Especialmente cuando sonreía.

—Es jueves, cariño. Hoy aprieta el calor. Han venido los niños.

—¿Y dónde duermen?

—Con sus padres. En la casa de los tuyos, ¿recuerdas?

Ella asintió, con esa expresión de quien no recuerda, pero agradece igual.

Los primeros días fueron una mezcla de caos y dulzura. La casa, silenciosa desde hacía meses, se llenó de carreras, gritos, migas en el suelo, huellas en los cristales de las mesas y risas, desde la cocina hasta el pasillo y las habitaciones. Luis, que se había acostumbrado al ritmo lento de los días iguales, se dejó arrastrar por esa energía luminosa que acompaña a los niños.

Carmen también intentaba seguirlos. A veces los acompañaba para que localizasen sus juegos; otras, trataba de reconvenirlos para evitar que se lastimasen en sus disputas. Pero pronto se cansaba. Se enredaba con las instrucciones. Una vez llamó a la niña Claudia, como si de pronto hubiera regresado a otro tiempo. Ella no se molestó. Se limitó a decir con dulzura:

—Soy Aria, abuela. Pero no importa, me gusta ese nombre.

Luis lo presenció todo. Y calló. Porque sabía que hay cosas que no se explican con palabras, sino con silencios.

El viernes por la tarde, mientras Vito desmontaba una vieja radio en la habitación y Aria dibujaba corazones en hojas sueltas, Carmen los miró largamente desde su sillón. Luis, desde la cocina, escuchó su voz apagada:

—¿Y si un día ya no sé quiénes son?

Luis tardó en responder. Secó sus manos con un paño y se acercó despacio. Le tomó las suyas con suavidad.

—Ellos sí sabrán quién eres tú —dijo.

Y fue suficiente.

El sábado, el día del cumpleaños, fue especial. Los padres de los niños trajeron una tarta de la pastelería del barrio. Habíamos decorado el salón con globos. Aria se puso un vestido azul con lunares y una diadema brillante.

Durante la merienda, Vito leyó en voz alta una carta que había escrito para su hermana. Fue muy emocionante. Aria sopló las velas con los ojos apretados, deseando en secreto que la abuela nunca se olvidara de ella. Carmen, sin saber que era su cumpleaños hasta ese momento, le cantó el «Cumpleaños feliz» con voz temblorosa, como si lo recordara de otra época, de otro lugar. Y al final, le dio un beso en la frente y le dijo: 

—Tú eres de las que se quedan.

Esa noche, cuando todos se habían ido, Luis se tumbó en una hamaca del balcón. La brisa olía a sal, aunque la playa quedaba lejos. Se levantó para comprobar que Carmen dormía. Lo hacía con el rostro en paz y las manos cruzadas sobre el pecho. La miró durante unos instantes y, finalmente, anotó en su cuaderno: 

«Carmen no recordó que hoy era el cumpleaños de Aria. Pero la miró con los mismos ojos con que miraba a nuestro hijo cuando era pequeño. Yo también olvido cosas (dónde dejé las llaves, qué día es...). Pero no olvido que el amor, cuando es verdadero, sobrevive al olvido; y que nuestros nietos no vinieron solo a vernos, sino a recordarnos que todavía estamos aquí. No olvido que el tiempo se encoge, sí, pero el amor se ensancha».

Luis sabía que la memoria se iría apagando. Que Carmen, un día, podría no saber que era su esposa. Ni él su nombre. Pero también sabía que la presencia —esa forma silenciosa de amar sin condiciones— no necesita recuerdos para seguir siendo verdad.

Mientras cerraba el cuaderno, oyó el murmullo de una risa. Era Aria, que había convencido a sus padres para que la dejasen dormir en casa de los abuelos. En su habitación le contaba un secreto a su peluche. Luis sintió que eso bastaba, que había luz aún. Que la historia no se acababa allí.

Se acercó al dormitorio y, en voz baja, susurró:

—Hasta mañana, tesoro.

Aria, medio dormida, murmuró:

—Te quiero, «abu».

Y Luis se quedó un instante quieto, como si el mundo entero se hubiera detenido solo para eso.

Después se acostó junto a Carmen, le tomó la mano y se dejó llevar por la noche. Con la certeza honda y tranquila de que, aunque el tiempo arrastre mucho, hay cosas —y personas— que se quedan.



viernes, 3 de enero de 2025

A vueltas con la «abuelidad»


«El juguete más sencillo, 
aquél que hasta el niño más pequeño puede manejar, 
se llama abuelo» [Sam Levenson]

Los abuelos y las abuelas –abuelos, en lo sucesivo– han desempeñado desde siempre un papel muy importante en la transmisión de los valores sociales y emocionales a sus nietos y nietas –nietos, en lo sucesivo–, además de contribuir significativamente a su educación aportándoles experiencias y conocimientos. Los cambios económicos y sociales acontecidos en las últimas décadas, el envejecimiento de la población y el aumento de la esperanza de vida han desdibujado esa realidad, redefiniendo los roles de los abuelos que, frecuentemente, asumen funciones educativas y cuidados de los nietos que sus padres y madres aseguran no poder atender, bien porque objetivamente es así o porque tienen otras prioridades. Muchos viejos, además de subvencionar, avalar y contribuir con sus ahorros al sostenimiento de los hogares filiales, acaban por ser la columna vertebral de la estabilidad familiar, responsabilizándose de los nietos, en una sociedad consumista en la que por muchos salarios que entren en casa siempre parece que son insuficientes.

Afortunadamente no es mi caso, pero son legión los abuelos que crían, cuidan y educan a sus retoños. Se han convertido en piezas imprescindibles sobre las que descansa la conciliación de la vida familiar, personal y laboral de sus hijos e hijas. Ello les obliga a realizar faenas que han pasado de ser voluntarias y esporádicas a convertirse en obligatorias y a tiempo completo en muchos casos. Esta incongruente realidad les da mucha más presencia y protagonismo en el núcleo familiar y condiciona su relación con los nietos, alterando la tipología de los roles que tradicionalmente se han desempeñado durante la vejez. De hecho, muchos abuelos realizan funciones que generacionalmente no les corresponden, pues son incompatibles con el disfrute y la permisividad característicos de su rol, que tiene más de complementariedad que de suplencia parental.

Aunque no lo parezca, ser abuelo no es una tarea fácil. Los cometidos están poco definidos y se desempeñan de muy diferentes maneras según sean el tipo de sociedad y la estructura familiar de que se trate, o la especificidad de cada situación y de las propias personas. De modo que no se puede generalizar porque los papeles de abuelos y abuelas son diversos y variables, y están muy mediatizados por los contextos en los que se desempeñan.

Ser abuelo o abuela no se elige. Es un estatus al que se llega de improviso, como resultado de decisiones ajenas. De ahí que se aprenda a ser abuelos poco a poco, ensayando tentativas, reestructurando las identidades, conjugando emociones placenteras y esfuerzos embarazosos para encajar los nuevos desempeños en los moldes y expectativas de un rol ambiguo, que tiene escasos puntos de referencia. De ahí que sea un proceso sembrado de significativas contradicciones. Pese a todo, en general, ser abuelo o abuela provoca un placer que da vida, rejuvenece y protege contra depresiones y enfermedades inducidas por la vida en soledad o compartida en exclusiva con otras personas mayores.

Se ha argumentado que hasta los sesenta o sesenta y tantos años las personas vivimos hacia los demás, como proyectándonos hacia afuera. Y que, a partir de ahí, nos transformamos existencialmente, miramos hacia nosotros mismos, nos escudriñamos y buscamos renovadas razones para vivir. Esta actitud, que podríamos denominar «razón creativa», se moviliza más fácilmente interactuando con los nietos, pues son seres en desarrollo que necesitan dar a su existencia sentido de futuro. De ahí que, paradójicamente, lo que vincula a abuelos y nietos resulta ser la concepción del tiempo: ambos viven el presente con intensidad y plenitud. Los niños perciben emocionalmente esta peculiar ligadura, ese circuito comunicativo intergeneracional, que aporta a la relación parental una atmósfera de alegría y seducción. Los niños perciben que sus abuelos los acogen y aceptan con gran generosidad, sin juzgarlos, y ello les aporta seguridad, respeto y libertad, valores que tienen un enorme potencial educativo y ayudan a crecer saludablemente.

Reivindico la «abuelidad», término cuyo uso y reconocimiento reclamo, aunque no esté aceptado por el DRAE, porque define irreprochablemente la cualidad de abuelo/a, como lo hacen otros reconocidos vocablos, como paternidad o hermandad. Obviamente, hay tantos modelos de abuelidad como yayos existen. Y celebro esta polifonía socioemocional, incluyente de los significados que le atribuimos los adultos y los enfoques que le dan los niños.

Tradicionalmente, en nuestra cultura el rol de abuelo subsume la función de cuidado de los nietos cuando sus padres no lo procuran. También conlleva aportar la ayuda necesaria cuando surgen crisis familiares (separaciones, divorcios, enfermedades, problemas económicos...), así como la contribución a la estabilización de la familia y el apoyo emocional. No obstante, más allá de estas ineludibles componentes de la crianza de los nietos, entiendo que cabe reclamar para la abuelidad al menos las prerrogativas que seguidamente se desglosan.

La primera es el derecho al contacto saludable entre abuelos y nietos y, en consecuencia, la obligación que cabe exigir a los progenitores para asegurar las situaciones que permiten a ambos detener el tiempo, entretenerse con experiencias que les cautivan y estimular la magia que los vincula. Dicho más sencillamente, reclamo el derecho a disfrutar de oportunidades para ofrecer placer y diversión a los nietos y a recibirlos de ellos.

Además, reivindico para los abuelos el rol de contador de historias. Los abuelos deben promover el diálogo con los nietos, contarles historias de cuando ellos eran jóvenes o sus padres pequeños, como lo son ellos ahora. Esos relatos les ayudan a vincular el presente con el pasado, a afianzar la relación con sus progenitores, a descubrir facetas desconocidas y completar la imagen ontogenética que tienen de ellos.

Reclamo para la abuelidad el papel de transmisores de valores morales, de filosofía de vida y de civilidad. Incluso si tales concepciones divergen o se oponen a las de los progenitores. Cada cual tiene su responsabilidad en la educación de los niños y debe ejercitarla de la mejor manera posible. Ser responsable no equivale a patrimonializar o sesgar su educación, al contrario, consiste en ofrecerles alternativas para que elijan su propio camino. En este sentido, una contingencia cada vez menos valorada es la necesidad de darles mecanismos para aprender a tolerar las frustraciones y a entender que, en el transcurso de la vida, se encontrarán con imponderables que no podrán controlar y deberán aceptar. No son realistas ni convenientes las actitudes que pretenden evitar a los hijos todo tipo de sufrimientos porque las frustraciones son parte de la vida y deben aprender a tolerarlas. En este sentido, entre otros muchos pretextos, gestionar el impacto de las enfermedades y defunciones de los abuelos pueden ser estrategias importantes a tal efecto.

Requiero para la abuelidad el derecho a transmitir a los nietos la diversidad de modelos de ocupación y de envejecimiento. Reclamo su prerrogativa para ofrecerles formas de hacer las cosas alternativas a las que practican sus padres, sin entrometerse en ellas. Simplemente, para que contrasten que convivir con ellos es algo distinto. Esa riqueza de enfoques entiendo que es de un valor vital.

En fin, reclamo para los abuelos el rol de intermediarios y estabilizadores de las tensiones que surgen en las relaciones entre padres e hijos. Y el derecho a mimar y malcriar, y a hacer y recibir confidencias de estos últimos. Todas ellas, prerrogativas que deslindan la abuelidad de la paternidad/maternidad.

Afortunadamente, en casi todas las culturas, la relación entre abuelos y nietos está llena de encanto, de mutua satisfacción y de posibilidades insospechadas. Bien es verdad que ese vínculo no es ajeno a conflictos cotidianos entre padres y abuelos, motivados generalmente por sus discrepancias sobre la crianza de los niños, por celos mal comprendidos o porque los abuelos se entrometen en tareas educativas o domésticas propias de los padres. En consecuencia, también reclamo para la abuelidad la práctica prescriptiva de servidumbres que aseguren la convivencia saludable. Entre ellas, de manera especial, la prudencia y la discreción para intervenir en los acontecimientos familiares. Lo ideal es el acuerdo entre las partes y ello exige una relación sosegada entre padres y abuelos, ponderada y libre de celos, en la que reine el respeto a las exigencias y a los hábitos del otro. En todo caso, estos inevitables conflictos nunca deberían opacar los extraordinarios valores de la relación entre abuelos y nietos. Como se dice al principio, nadie debiera entorpecer, y menos impedir, que nietos y abuelos gocen de los juguetes más sencillos con la más absoluta libertad.


 

viernes, 10 de noviembre de 2023

Quince centímetros

Esa es, exactamente, la distancia que media actualmente entre las estaturas de mis nietos. Quince centímetros que resumen la ventaja que el mayor ha logrado sobre la pequeña durante los dos años y cuarenta y cinco días que separan sus respectivos alumbramientos. Gardel decía en su canción que veinte años no es nada. Y otros han apostillado que tampoco lo son veinticinco, treinta, o incluso cincuenta. Todos erraron. Veinte, treinta o cincuenta son muchos, demasiados, años. Obviamente, según la mirada desde la que se contemplen, que, en mi caso, corresponde a la que hoy forja en mi mente y en mi corazón el recuerdo de dos espléndidas criaturas de siete y cinco años, cuyas edades son pequeñeces si se las compara con las añejas humanidades que vamos completando quienes peinamos canas —a veces, ni eso— y estamos de vuelta de tantas y tantas cosas.

Pronto hará un año que escribí en este blog los últimos renglones sobre Fernando y Arizona. Fue con motivo de nuestra coincidencia en Gestalgar, a donde se desplazaron con sus padres desde Madrid. Era noviembre y los niños ponían sus pies en el pueblo por primera vez. Cuanto encontraron allí fue extraordinario para ellos. Aquel fin de semana comprobamos reiteradamente su curiosidad y su asombro al contemplar espacios domésticos y naturales novedosos y desconocidos, productos agrícolas y objetos locales manufacturados, juguetes antiguos y desusados, comercios tan precarios como peculiares. Incluso degustaron productos que, pese a conocerlos, no habían probado antes. Les sorprendió, además, una casa de pueblo que, aunque está renovada, tiene espacios y recovecos para jugar y esconderse. Muchas fueron las anécdotas y no menos las alegrías que nos depararon los apretados días compartidos en un desertizado y párvulo lugar, cuyas proporciones siguen siendo acordes con la dimensión de las personas.

Retomo el hilo de relato parental, hoy que vuelven a estar con nosotros en Alicante, para decir que, aunque hace un año que no los menciono expresamente en este blog, no hay día que no los recuerde y los eche de menos. Y si por un casual ello sucede, ahí está el grupo de WhatsApp Los abuelos de Fer y Ari para recordármelos. Ahí están los chats, las fotografías y los vídeos que nos envía sistemáticamente su progenitor, que son como una suerte de cordón umbilical que enlaza a la familia permanentemente.

Durante el amplio intervalo al que me he referido, Fernando se ha consolidado como un pequeño hombrecito que, mientras sus abuelos sufrían y se trataban algunos de los variopintos e inevitables achaques característicos de sus edades, ha crecido 5 o 6 centímetros y ha perdido algunos de sus dientes de leche (creo que son cuatro). Por otro lado, por lo que percibo cuando hablo telefónicamente con él —poco, la verdad, porque no le gusta— y con lo que contrasto cuando lo veo personalmente, diría que ha consolidado y refinado su percepción del transcurso del tiempo, diferenciando correctamente las unidades de su medida. Según dicen sus profesoras, es un alumno ejemplar que muestra sus preferencias por un estilo de aprendizaje relacionado con las actividades prácticas, que le gusta desarrollar de forma independiente y tranquila.

En lo relativo a su desarrollo afectivo y social, percibo en sus desempeños un creciente interés y sensibilidad con los sentimientos de los demás, aprecio cómo va modelando su empatía, importándole y preocupándole las opiniones y estados de ánimo de los otros (no solo de sus familiares directos). Por otro lado, por lo que cuentan sus padres, parece que ha cambiado algunas de sus amistades, ampliándolas a otros niños, mayoritariamente compañeros de colegio. También ha mejorado su coordinación motriz en actividades que requieren la concurrencia de movimientos grandes. Nada con soltura, se lanza a la piscina desde cualquier posición, muestra notoria habilidad para conducir vehículos (karts, patinetes…), manejarse en las atracciones de feria, etc.

Arizona, por su parte, ya reconoce la mayoría de las letras del alfabeto. Cuenta hasta veinte objetos. Sabe los nombres de casi todos los colores. Comprende los conceptos básicos del tiempo y distingue perfectamente para qué se usan la mayoría de los objetos que tienen en casa (dinero, alimentos, aparatos electrodomésticos...).

En el ámbito del desarrollo afectivo y social, quiere agradar a sus amigos y ser aceptada por ellos, aunque a veces rechaza a algunos compañeros arguyendo que la insultan o le pegan. Suele obedecer las reglas y manifiesta una independencia creciente. Ha aumentado su capacidad para distinguir entre la fantasía y la realidad, aunque disfruta de los juegos de simulación y también disfrazándose. Participa en juegos sociales, preferentemente con niñas.

En cuanto al lenguaje, es capaz de mantener una conversación significativa con otra persona, comprende las relaciones entre los objetos («Tito monta en bicicleta»), usa el tiempo futuro, suele aludir a las personas (u objetos) por su relación con otros («la mamá de Celia», en lugar de «la señora Marta», por ejemplo), relata una pequeña historia o cuenta cuentos, haciéndose entender muy bien.

En la esfera del desarrollo sensorial y motor, sabe dar volteretas, hacer el pino, andar a saltos y hacerlo a la pata coja; así como balancearse y trepar. Usa sola el baño y rara vez moja la cama. Por otro lado, tiene bien desarrolladas ciertas habilidades motoras finas que le permiten copiar figuras geométricas, dibujar personas con cabeza, cuerpo, brazos y piernas. Escribe casi todas las letras minúsculas y mayúsculas del alfabeto. Se viste y se desviste con progresiva autonomía, aunque a veces necesita ayuda y todavía no ha aprendido a atarse los cordones de los zapatos. Además, come autónomamente con tenedor y cuchara.

Hoy me interesa destacar especialmente la positiva interacción que se percibe entre Arizona y Fernando. La relación entre hermanos es probablemente una de las más duraderas de nuestras vidas y juega un papel fundamental en el día a día de las familias. Sin embargo, en comparación con la gran cantidad de estudios realizados sobre la convivencia entre padres e hijos, es mucho más exigua la atención que se ha prestado al papel de los hermanos y a su impacto en el desarrollo mutuo, pese a constituir un componente integral de los sistemas familiares y coadyuvar a conformar un contexto importante para el aprendizaje y el desarrollo.

En la primera infancia, las relaciones entre hermanos presentan cuatro características esenciales: a) las define una fuerte carga emocional con pocas  inhibiciones;  b) predomina en ellas la intimidad (juegan juntos durante mucho tiempo y se conocen muy bien), lo que favorece las oportunidades para proporcionarse mutuamente apoyo emocional e instrumental; c) existen grandes diferencias individuales en la calidad de las relaciones; y d) a menudo, la disparidad de edades hace que se generen disputas, pero a la vez propicia un contexto positivo de intercambios complementarios que incluyen enseñar, ayudar y cuidar. En todo caso, las características de las relaciones fraternales a veces hacen difícil su abordaje por parte de los padres.

La convivencia fraternal se revela así como un laboratorio natural para que los niños aprendan sobre el mundo. Es un espacio seguro para desentrañar cómo debe interactuarse con los otros, para aprender cómo manejar los desacuerdos y cómo regular las emociones de toda índole desde parámetros socialmente aceptables. Son muchas las oportunidades que propicia el entorno familiar para que los niños y jóvenes analicen y metabolicen las relaciones con los demás miembros de la familia, que suelen ser cercanas y cariñosas, pero también desagradables y agresivas en algunas ocasiones. Por otro lado, en el hogar menudean las oportunidades para que cada uno de los hermanos utilice sus habilidades cognitivas para convencer a los demás, para enseñarles y, también, para imitar sus acciones. Los beneficios derivados de esas relaciones cálidas y positivas pueden durar toda la vida, de la misma manera que las interacciones tempranas difíciles suelen estar asociadas con procesos de desarrollo indeseados.

La crianza sensata y sensible que ensayan los padres de Fernando y Arizona, secundada por sus cuidadores, educadores y familiares, está contribuyendo significativamente a su adecuado desarrollo personal y social. Las estrategias parentales para gestionar la convivencia entre los hermanos son de vital importancia para aprender a vivir y a convivir. Y es que, como decía al principio, veinte, treinta o cincuenta años son eternidades contempladas desde la atalaya que proporciona el poco más de un centenar de centímetros que alcanzan las estaturas de mis nietos, pero como dijo William Blake en su poema Auguries of innocence, «[…] Para ver el mundo en un grano de arena/ y el cielo en una flor silvestre, / abarca el infinito en la palma de tu mano/ y la eternidad en una hora…».



miércoles, 30 de noviembre de 2022

De nuevo, Gestalgar

Plutarco decía que disfrutar de todos los placeres es insensato y evitarlos insensible. Según ese criterio me declaro sensato y sensible a la vez. Fernando Savater, con quien discrepo frecuentemente, reflexionaba en uno de sus artículos sobre los gozos, asegurando que los grandes placeres dependen de las necesidades y los pequeños de las aficiones. Decía —y en esto sí concuerdo— que los primeros los compartimos casi todos, y que por ello nos individualizan escasamente. Verdaderamente, ¿qué persona no ansía ser libre o feliz? Sin embargo, embelesarse contemplando un cuadro, olvidarse del tiempo mientras se lee una obra literaria o levitar escuchando un gran concierto son, sin duda, hechos más excepcionales. Las personas percibimos los pequeños placeres de manera distinta. Y esos encantos no son menos sustanciales que los grandes disfrutes porque, al fin y al cabo, los magnos sentimientos no representan sino acúmulos de pequeños goces. Con poco que reflexionemos constataremos que frecuentemente las cosas importantes de la vida apenas trascienden sutilmente la párvula entidad de las anécdotas cotidianas o de los sucesos irrelevantes.

He dicho en otra ocasión que uno de mis pequeños grandes placeres es practicar la pesca con caña. Siempre me gustó pescar. Aprendí a hacerlo en Gestalgar, cuando era un niño. Mis paisanos me enseñaron a ensamblar aparejos sencillos que prendíamos de una caña que nos acompañaba casi todas las tardes veraniegas. La tienda de la tía Angelita era el único establecimiento donde se vendían los anzuelos y el sedal («hilo de pescar», le llamábamos entonces). En aquel ecosistema, en el que todo era artesanal y reciclable, la construcción del aparejo empezaba por la elección de una caña común bien recta y seca, que seleccionábamos entre los miles que engordaban los cañares que enmarcan las orillas del río. La pelábamos y alisábamos con esmero para evitar pinchazos, asegurar su elasticidad y presumir ante los vecinos. Anudábamos a su extremo más delgado un segmento de hilo de palomar porque el presupuesto no alcanzaba para comprar el sedal necesario. En su extremo libre añadíamos alrededor de un metro de sedal, suficiente para salvar la profundidad del río. Previamente pasábamos el flotador y los pequeños plomos en espiral que lo mantenían enhiesto sobre la superficie del agua, anudando finalmente el anzuelo —tarea nada sencilla— que exigía entrenamiento y que todos conseguíamos completar.

Preparado el aparejo, debían habilitarse los cebos. El más habitual era la masilla, una mezcla de harina y agua a la que se añadían briznas de colorante alimentario, que le conferían cierta tonalidad y que nos parecía que la hacía más atractiva para los peces. Tengo dudas al respecto porque, cuando no disponíamos de él, utilizábamos la masilla sin más y los resultados eran similares. También empleábamos lombrices de tierra, abundantes en las zonas húmedas de los bancales colindantes con las acequias. Las introducíamos en botes de hojalata, donde habíamos depositado previamente un poco de barro, a los que no terminábamos de cortar la tapadera para doblarla y asegurar así la humedad y la adecuada conservación de la carnada.

Cuando era niño, durante los veranos, me divertía extraordinariamente pescando en el río centenares de «madrijas» y bastantes barbos. Cuando despuntaba la tarde un tropel de niños se alineaba en las riberas del Turia próximas a la población para practicar una afición compartida que, todo sea dicho, carecía de competencia entre las alternativas que ofrecía entonces el municipio. Algunas horas después, el ocaso ponía fin a la diaria aventura piscícola y encendía los ojos amorosos de nuestras madres, que nos veían volver con la sarta diaria de peces sin saber qué hacer con ellos para no desairarnos, pues además de ser desaboridos tenían muchas espinas. Los gatos eran finalmente quienes se daban el banquete. El transcurrir de los años me ha hecho apreciar más y más aquella manera sana, ecológica, placentera y social de vivir y convivir. 

Lo que antecede viene a cuento de que el pasado fin de semana lo pasamos en Gestalgar acompañados de nuestros nietos, Fernando y Arizona, y de sus padres. Los niños ponían sus pies en el pueblo por primera vez. Puede imaginarse el impacto que les debió producir el abrumador contraste entre una población netamente rural, con apenas 500 habitantes, y el ecosistema urbano del que proceden, que no es otro que el que conforma la villa y corte. Estoy convencido de que cuanto encontraron fue para ellos novedoso y extraordinario, aunque debe relativizarse el impacto que los objetos y los acontecimientos producen en los niños, que es notoriamente diferente del que suscitan en los mayores, como corresponde a sus peculiares maneras de entender la vida.

Pese a ello, a lo largo del fin de semana hemos constatado su curiosidad y su asombro cuando contemplaban espacios domésticos y naturales que les resultaban novedosos y desconocidos, o los productos agrícolas y objetos manufacturados en su contexto. También los juguetes antiguos y desusados o algunos comercios tan precarios como peculiares. Incluso algunos productos alimenticios que degustaban por primera vez. Contemplaban admirados los naranjos, los mandarinos y los persimones. También las riberas del río repletas de cañares, chopos, fresnos, lentiscos y brezos, que han avivado su interés por el conocimiento de la flora y de la fauna autóctonas. Les ha sorprendido una casa de pueblo, con diversas alturas, con espacios y recovecos para jugar y esconderse. Muchas son las anécdotas acaecidas en estos apretados días que podría contar. Sin embargo, me referiré exclusivamente a una de ellas.

Llegaron al pueblo el viernes por la tarde. Para el sábado por la mañana habíamos previsto llevar a cabo una pequeña jornada de pesca. A tal efecto, les habíamos comprado a los niños un par de cañitas para que practicasen en las proximidades de una especie de playa fluvial donde la gente se baña durante el verano. De modo que cumplimentadas las obligaciones matutinas cargamos con los aparejos decididos a iniciar nuestra pequeña aventura.

Dado que los niños son todavía muy pequeños —poco más de 6 y 4 años, respectivamente— , en lugar de fabricar masilla o buscar lombrices, optamos por una vía más expeditiva: unos cebos de material sintético que traían las cañas con una hipotética doble utilidad; por un lado, neutralizar la peligrosidad de los anzuelos y, por otro, facilitar la carnada. Adicionalmente, cogimos un par de panecillos para, por si acaso, emplearlos como cebo. Iniciamos la práctica del lanzamiento con los cebos artificiales, que era la primera habilidad que debían aprender los niños. Ensayamos reiterados lanzamientos hasta que Fernandito entendió la mecánica. Arizona permanecía más a la expectativa, entretenida con otros detalles que ofrecía la ribera.

Como puede deducirse, los peces son cualquier cosa menos tontos. Por tanto, tras observar detenidamente los cebos artificiales que les brindábamos, optaron por tomar las de Villadiego y desinteresarse absolutamente de nuestras artes de pesca. Frente a la evidencia, opté por cambiar el cebo, ensartando en el anzuelo trocitos de pan. Nieto y abuelo lanzamos al alimón repetidas veces el sedal y aquello fue harina de otro costal. Inmediatamente, una flotilla de barbos que nadaba tranquilamente se revolucionó. Empezaron a porfiar por morder la carnada y arrebatarla del anzuelo. Visto que aquello funcionaba, realizamos sucesivas carnadas y lanzamientos y, en una de ellos, un hermoso ejemplar, que andaría por los 750 gramos, optó por morder con decisión el anzuelo quedando prendido de él.

Puede imaginarse la sorpresa y la alegría del niño al contrastar que el extremo de la caña se doblaba apreciablemente, porque pendiendo del sedal venía un pez de considerable tamaño. Obviamente, tomé la caña y afortunadamente logré extraerlo del agua. Una vez agarrado por las agallas lo acerqué al niño, que lo contempló, lo tocó, se fotografío con él y expresó su incontenible alegría por haberlo capturado. Naturalmente, entendió que debía ser devuelto a su entorno natural, como hicimos, para preservar la fauna y, en su caso, para que diese futuras alegrías a otros pescadores. 

Desconozco las novedades y asombros que recordarán Arizona y Fernandito de cuanto encontraron a lo largo del fin de semana en el pueblo, pero tengo la convicción de que esa inicial experiencia de pesca que tuvo Fernandito quedará en su memoria a largo de su vida. Hasta es posible que sea el recuerdo al que más vivamente asocie a su abuelo, cuando pasen los años y la pesca llegue a ser una quimera en el río Turia a su paso por Gestalgar. Y es que, pese a las décadas transcurridas, preparar la pequeña aventura que significa una jornada de pesca mantiene el mismo interés y demanda parecidos preparativos: habilitar los cebos, realizar determinados desplazamientos, seleccionar el espacio idóneo, apostarse en una atalaya desde la que no se divise otra cosa que no sea el agua, preparar y lanzar los aparejos, esperar la picada de las presas, atraparlas, recogerlas y devolverlas a su medio, sin otro pensamiento que no sea elegir el mejor anzuelo o cebo para lograrlo, mientras se toma el sol o nos refresca la brisa. Algo que no tiene precio. Y eso lo saben hasta los niños.

viernes, 15 de abril de 2022

Nietos, ni más ni menos

Casi no han transcurrido dos semanas de primavera y ya son legión los foráneos que zanganean por nuestras calles y playas. Apenas despuntan los primeros calores primaverales —o lo que el tiempo dé, porque les resulta indiferente— y a esas gentes que tanto se ufanan de su territorio les faltan horas para huir de él con renovada presteza alegando cualquier pretexto, negando la mayor y haciéndose notar apenas llegan a estas tierras periféricas a fuer de exhibir su peculiar prepotencia, su natural estrépito y su proverbial chabacanería, cualidades que asombrosamente consideran ocurrentes y guais. Afortunadamente, desde hace algunos años, este acostumbrado alud de bahorrina coincide con un flujo emocional positivo proveniente de mis nietos, que en las fechas mencionadas y en otras se dejan caer desde la villa y corte por este territorio que los mesetarios denominan «Levante» acompañados de sus padres, como de hecho sucedió el pasado fin de semana.

En la última visita que nos hicieron a finales de febrero y especialmente en esta última hemos comprobado como Arizona recorre el gratificante estadio vital que algunos denominan «años mágicos», ese intervalo entre los tres y cuatro años en el que predomina la fantasía y la imaginación. Por otro lado, es una niña con gran vitalidad que corre y brinca que se las pela, sube y baja escaleras sin apoyos, trepa por sofás, sillones y cualquier tipo de asiento, lanza y atrapa pelotas, peluches y lo que se tercie y se mueve con agilidad en cualquier dirección. Es evidente que ha crecido mucho y ha hecho notabilísimos progresos en sus movimientos, perfeccionando sus destrezas corporales. Son igualmente notorios sus avances con las manos, sorprendiendo por su capacidad para dibujar objetos y personas, copiar figuras geométricas y trazar algunas letras mayúsculas, incluidas las que componen la versión hipocorística de su nombre, «ARI», que empezó rotulando «AIR».


También ha progresado muchísimo en sus logros con el lenguaje: comprende conceptos como igual y diferente, se expresa con frases compuestas por cinco o seis palabras, habla lo suficientemente claro para hacerse entender por personas extrañas e incluso cuenta pequeñas historias. Identifica la mayoría de los colores, comprende el concepto de contar y conoce la mayoría de los guarismos. Por otro lado comienza a tener una cierta percepción del transcurrir del tiempo, recuerda historias cortas, participa en juegos de fantasía y hasta utiliza expresiones irónicas.

En el ámbito de los logros sociales y emocionales juega con otros niños, le interesan las nuevas experiencias, tiene cada vez más inventiva en juegos de fantasía, coopera en vestirse y desvestirse, propone soluciones para algunos conflictos y es cada vez más independiente. Por otra parte, se autopercibe como una persona plena integrada por cuerpo, mente y emociones, y todavía confunde fantasía y realidad.

Dentro de un par de meses Fernandito cumplirá seis años. Tanto en esta visita como en la anterior, más allá de los flashes que nos proporcionan las videollamadas cotidianas, se han hecho perceptibles los progresos en su desarrollo motriz, su modo de pensar y sus habilidades comunicativas.

Sigue pleno de energía, ansía jugar continuamente y aprende a través del juego. Cada vez es más consciente de que atraviesa un período de transición y percibe que las cosas van cambiando de cara a la nueva etapa escolar que se le viene encima. Muestra mayor coordinación y control en sus movimientos corporales, conserva el equilibrio, salta a la pata coja, ha perfeccionado su aprendizaje de la natación, el uso del patinete y a montar en bicicleta. Salta y brinca con soltura y despliega sus movimientos con creciente armonía. Ha mejorado ostensiblemente su motricidad fina, como evidencian sus destrezas domésticas y escolares. Por otra parte, ha completado su conocimiento del esquema corporal, conoce perfectamente todas las partes externas de su cuerpo y muestra interés por algunas internas (corazón, estómago, cerebro…). Todo ello le permite dibujar la figura humana con profusos detalles, siendo los trazos de sus dibujos finos y precisos.

Por otro lado ya casi ha adquirido la lectoescritura: sabe leer y escribir todo tipo de sílabas (directas, inversas, trabadas…), entendiendo la funcionalidad de ambas destrezas y mostrando una comprensión lectora notable. En cuanto a sus habilidades lingüísticas ha ampliado notoriamente su vocabulario, que vocaliza correctamente con pleno dominio del repertorio fonético. Dice su nombre completo y la dirección donde vive y es capaz de expresar verbalmente su estado de ánimo, sus necesidades personales y deseos. Y, obviamente, intenta satisfacerlos. A veces sorprende su forma de hablar, que se parece crecientemente a la de los adultos, combinando frases y respondiendo de manera precisa a las preguntas que se le formulan. Se muestra deseoso de saber y de conocer cuanto le rodea. Pregunta constantemente y le gusta obtener respuestas claras, sin ambages ni circunloquios. Le divierten las adivinanzas, los chistes y los juegos de palabras.

Respecto a sus características conductuales y emocionales tiene clara su identidad sexual y aunque todavía no ha abandonado el egocentrismo es capaz de compartir juegos y juguetes con su hermana y otros amigos o compañeros, cooperando activamente en los juegos y disfrutando de su compañía.

Empieza a mostrarse independiente, aunque en ocasiones exterioriza inseguridades ante situaciones e individuos desconocidos. En todo caso, necesita sentirse importante para las personas de su entorno. Reconoce las emociones y los sentimientos de los demás y adopta actitudes de protección hacia los más pequeños, especialmente con su hermana. Le gusta hacer encargos y asumir responsabilidades en las tareas domésticas y escolares, de la misma manera que le agrada que le elogien cuando hace las cosas bien, siendo normalmente consciente de que se equivoca y comete errores. No obstante, porfía por ser autónomo y alcanzar una sólida autoestima.

De modo que puede decirse sin rodeos que afortunadamente disfrutamos de unos nietos saludables, que perfeccionan su desarrollo evolutivo con la más absoluta y deseable normalidad. Cada vez que los vemos gozamos comprobando que nos acogen con satisfacción, se sienten a gusto con nosotros y nos muestran su afecto y su respeto, lo que no deja de sorprendernos porque el hecho de que vivamos a cierta distancia impide que nos relacionemos con la frecuencia y la continuidad que lo hacen otros. Observamos el hermanamiento que existe entre ambos, cómo se quieren, se respetan, se preocupan el uno por el otro y exteriorizan gestos de afecto mutuo para satisfacción nuestra y de todos sus familiares. ¿Se puede pedir más? Diría que sí: que gocen muchos más años de la salud física, intelectual y emocional que muestran ahora.

lunes, 7 de junio de 2021

¡Benditos nietos!

Durante los primeros días de enero escribí la última entrada en este blog referida a mis nietos. En ella confesaba que empezaba a hartarme de contrastar sus progresos a través del plasma y de las fotografías y que ansiaba retomar las buenas costumbres de encontrarnos, abrazarnos, besarnos y percibir a través de sus cálidos y menudos cuerpos el fluir de sus emociones. Absurdamente, insistía en que el tiempo desconoce la vuelta atrás, en que el pasado jamás regresa, y me lamentaba de la vida distante y distanciada a la que nos condenaba una pandemia que parecía interminable. Hacía votos por recuperar las viejas costumbres en el año nuevo y les prometí que, viniese como viniese, les escribiría algo antes de que llegasen sus cumpleaños. Que osadía la mía, por bienintencionada que fuese. Así que no perderé la ocasión para celebrar que nos ha acompañado la suerte, pues el dichoso Covid19 nos ha respetado hasta hoy.

Igual que sucedió quince días atrás, el pasado fin de semana volví a estrechar entre mis brazos a Fernando y Arizona, mis nietos, dos criaturas que dentro de pocas semanas cumplirán respectivamente cinco y tres años. Dos niños que no habíamos disfrutado «en directo» casi durante los últimos nueve meses, el intervalo equivalente a un embarazo desarrollado durante el periodo de más incertidumbre y mayor canguelo que he conocido. Naturalmente, en esos meses se han operado en ellos múltiples transformaciones. Las capacidades y desempeños han crecido enormemente en Fernandito, si bien son menos llamativos que los progresos de Arizona. Los adelantos de la niña son espectaculares. En pocos meses hemos pasado de acunar un bebé a estrechar el cuerpecito de una niña que empieza a ser tal en su morfología y en su psicología, en su manera de ser y en sus gustos e inclinaciones.


Sorprende contrastar cómo un ser tan pequeño tiene interiorizados y practica espontáneamente comportamientos ajenos a las personas de su entorno. Así, por ejemplo, asegura convencida que cuando sea mayor será cantante. Y ello no es la expresión de un capricho infantil o la penúltima ocurrencia de la niña. Está tan convencida de que lo será que se esfuerza practicando las habilidades que entiende que requiere su futura ocupación. Se posiciona frente al espejo que cuelga en el dormitorio de sus padres y se observa tomando el micrófono entre sus manos e inclinándolo sobre su rostro mientras farfulla melodías ininteligibles que entona con su media lengua, acompañándose de ademanes, giros y piruetas. Observándola discretamente se comprueba la naturalidad con que interpreta sus genuinas composiciones, musitando a los cuatro vientos aquello de: —¡Mamá, quiero ser artista! Y uno se pregunta atónito: —Chiquilla, pero ¿de dónde has salido tú? Huelga señalar que a sus padres se les cae la baba cuando la sorprenden con su desparpajo y qué decir de nosotros, sus abuelos. Como se acostumbra a apostillar por estas tierras, “se nos hace el culito agua de limón” porque, ¡caramba!, además de graciosa es zalamera y para colmo lo hace bien, pese a que cumplirá tres años en agosto. En fin, como se suele decir serán las cosas de las niñas, que evidentemente evolucionan más deprisa que los niños, pero el asunto tiene su qué.

Son muchos los progresos que ha realizado Arizona a lo largo de este último medio año. Son particularmente importantes los que afectan a su lenguaje oral, pues ha aprendido a relacionarse con los demás con bastante eficacia. Habla continuamente, aunque a veces no la escuchemos, requiriendo la atención de los demás, especialmente de su hermano y de sus padres. Se enfada si no la entiendes porque ella entiende perfectamente lo que le decimos. Responde a pequeñas preguntas y sabe los nombres de los miembros de su familia (papi, mami, Tito, «abelo», «abela») de la misma manera que le gusta ugar con el teléfono inventándose conversaciones con alguien que se supone que está al otro lado del terminal. Contrastamos como ha acrecentado su vocabulario utilizando algunas palabras muy normalizadamente (eso, así, no, dame, agua…). También responde a su nombre y lo utiliza correctamente.

Durante este periodo se ha incorporado a tiempo completo a la escuela infantil, ampliando su mundo social, que ahora se extiende por encima de las relaciones con sus padres y su hermano alcanzando a otros niños, compañeros de colegio y vecinos. Juega con todos ellos desarrollando su dimensión social y empezando a conocer y respetar incipientemente las normas de los juegos.

A veces se muestra terca y recurre a las rabietas y pataletas para conseguir lo que quiere. Evidentemente pretende sentirse independiente y piensa que para ello debe ser quien tome sus propias decisiones. Nada ajeno a los comportamientos característicos de los niños de su edad a quienes no les gusta que sus padres les digan lo que pueden o deben hacer, y cuándo hacerlo. Ellos lo quieren todo y al momento, de la misma manera que sus padres saben que no pueden ceder a sus deseos por mucho que griten, pues no deben interiorizar ese procedimiento para conseguir lo que ansían.

Me ha vuelto a suceder lo mismo que en la entrada anterior dedicada a mis nietos. Sin percatarme, he completado cuarenta y tantos renglones refiriéndome a mi nieta y todavía no he aludido a los progresos de mi nieto Fernando, pese a que también ha evolucionado de manera espectacular en el último medio año. Particularmente notorios son sus avances en el área de la comunicación, pues ha perfeccionado la claridad de su expresión, siendo capaz de contar historias sencillas usando oraciones completas. Utiliza el tiempo futuro y conoce perfectamente su nombre apellidos y su dirección postal. En el área numérica ha aprendido a contar consecutivamente hasta el 50 y más allá, a la vez que entiende los conceptos de adicionar y sustraer, realizando mentalmente tales operaciones. Conoce y reproduce las grafías de todas las letras y guarismos, copia figuras geométricas, conoce infinidad de cosas de uso diario (dinero, comida, artículos de limpieza, establecimientos…), siendo capaz de dibujar una persona destacando en ella al menos seis u ocho partes de su cuerpo.

También ha progresado en su desarrollo físico: se mantiene sobre un solo pie durante seis o siete segundos, avanza dando saltos alternando ambos pies, brinca, da volteretas, se columpia y trepa. Usa autónomamente el tenedor y la cuchara para comer y, por otro lado, ha aprendido definitivamente a ir al baño solo, controlando plenamente los esfínteres. En el área socioemocional, además de querer complacer a sus amigos y ansiar parecerse alguno de ellos, respeta bastante las reglas en los juegos, reconoce perfectamente el sexo de las personas y distingue entre fantasía y realidad. Es una personita exigente y cooperadora, que se muestra cada vez más independiente.

En suma, que tras nueve meses sin hacerlo, en un intervalo de quince días hemos gozado de sendas oportunidades para disfrutar a nuestros nietos en vivo y en directo. Sus visitas nos han permitido contrastar su formidable crecimiento y sus innegables y sorprendentes progresos. Con incontenible alegría hemos comprobado que no sólo nos reconocen sino que nos llaman por nuestros nombres y nos expresan su afecto mediante gestos sinceros que no responden a actitudes vacuas o impostadas sino que son muestras espontáneas de cercanía y de apego, resultado probable de las indicaciones y recomendaciones paternas, cosa que agradecemos especialmente quienes sufrimos la distancia como variable idónea para mediatizar el afecto. Durante los últimos fines de semana hemos disfrutado de las carantoñas, los abrazos, los besos, las ocurrencias y las travesuras de los niños, hemos percibido intensamente su cercanía, hemos contrastado que nos quieren y que disfrutan de nuestra compañía. En suma, hemos sentido vigorosamente la felicidad, y eso a estas alturas de la vida no tiene precio. ¡Muchas gracias, familia!

sábado, 2 de enero de 2021

El pasar de los días

Fue el 20 de febrero del año transcurrido, el malhadado y bisiesto 2020. Ese día escribí en este blog las últimas reflexiones que me infundieron mis nietos Arizona y Fernando. Como hago cada cierto tiempo, en aquella miscelánea consigné algunas de las imágenes y cavilaciones que me suscitaron y suelen acompañarme. Han pasado trescientos quince días y muchas de sus aciagas noches sin que haya encontrado la oportunidad de sentarme durante un par de horas delante del ordenador para continuar ese relato. Una eventualidad que habla por sí misma. No he logrado encontrar el momento para hurgar en mis recuerdos y reanudar la autoimpuesta narración que intenta hilvanar la secuencia de los progresos de mis retoños, adobada con el repertorio de gozos y dichas que nos procuran a toda la familia. Se han esfumado diez meses de nuestras vidas, más de trescientos días, en los que apenas hemos contado con un par de ocasiones para tenerlos en nuestras manos, besarlos, abrazarlos y estrujarlos cariñosamente. Solo durante algunas jornadas de julio y agosto disfrutamos de las postreras oportunidades para sentir la energía de sus cuerpos menudos, la calidez y la sinceridad de sus abrazos, la dulzura de sus caricias y besos, la sintonía de sus rabietas y sueños; la dicha de satisfacer, siquiera tasadamente, la aspiración de convivir estrechamente con ellos y con sus padres.


Diez meses que apenas son nada para nosotros y que significan una infinitud en la vida de unas personitas de dos y cuatro años y medio. Para la pequeña el intervalo representa exactamente la tercera parte de su vida, y para el mayor un quinto de la suya. Por tanto, no puede extrañar que de vez en cuando los vídeos, las fotografías y las videoconferencias que nos procuran sus progenitores nos sorprendan con sus progresos.

En este interminable ínterin hemos comprobado cómo Arizona ha ido imitando progresivamente a otras personas, especialmente a su hermano, cómo se entusiasma cuándo juega con otros niños y cómo se ha ido independizando poco a poco de sus progenitores. Nos ha sorprendido constatar su  comportamiento desafiante frente a sus padres, su hermano y otras personas, que parece la manera que ha encontrado de reafirmar su identidad y su carácter, porque Arizona apunta maneras en ese sentido. Hemos comprobado como ha ido perfeccionando sus habilidades verbales: conoce los nombres de las personas cercanas y de casi todas las partes de su cuerpo y últimamente ensaya frases de tres o cuatro palabras, eso sí, con su media lengua, que a veces resulta ininteligible, excepto para Fernando que es su intérprete favorito. Por otro lado se ha adaptado al colegio estupendamente, como lo demuestra la alegría con que se dirige a él diariamente, acompañada de su hermano, ambos pertrechados de uniforme deportivo y mochila en ristre.

Sigue las instrucciones que se le dan (excepto cuando no le interesan) y repite palabras que ha escuchado en conversaciones previas. Recuerdo, por ejemplo, la respuesta que dio a su madre hace pocas semanas cuando le preguntó cómo había comido. Adoptando su expresión más circunspecta le espetó: "Tito bien, yo… (f)atal”. Me desternillo cada vez que rememoro la anécdota. ¡Vaya elementa!  Arizona acierta al señalar cuantas ilustraciones se le indican en un libro o cuento. Hace meses que asombra comprobar cómo utiliza indistintamente sus manos para jugar o hacer tareas manuales. Últimamente completa frases y rimas de los cuentos o canciones que escucha en la TV o le recitan sus padres, de la misma manera que utiliza el cuerpo para expresarse y trasladar a los demás sus estados de ánimo. Contrastamos su arrojo para trepar y bajar sin ayuda de sofás, sillas, escaleras…  y su habilidad para dibujar o copiar cada vez más hábilmentelíneas rectas y círculos. De la misma manera que expresa sus emociones, ha ido apropiándose poco a poco de los conceptos que corresponden a lo propio y a lo ajeno. Hemos seguido sus esfuerzos por vestirse y desvestirse al tiempo que ha ido aprendiendo a acatar instrucciones de dos o tres pasos y también el nombre de muchas cosas de su entorno. Llama a su hermano por su nombre y dice el suyo con énfasis. En fin, entiende conceptos como arriba, debajo o adentro;  corre, sube y baja escaleras y acredita una buena coordinación motora. Además, manipula juguetes y piezas, juega imaginativamente con muñecos y distintos objetos, arma rompecabezas de 4 y más piezas y dibuja libremente con lápices, ceras o tizas de colores.

En síntesis, puede concluirse que Arizona es una todo terreno: físicamente fuerte, emocionalmente poderosa e intelectualmente competente. Una niña despierta y muy estimulada por su familia y especialmente por un hermano que la adora y con el que convive intensa y amorosamente.

Tras casi cuarenta renglones dedicados a ella debo ocuparme de mi nieto Fernando pues reivindicará, justamente, la parte que le corresponde del sitial que le usurpó la zalamera de su hermana con el único merecimiento de su llegada al mundo. He referido en otras entradas muchas cosas de mi nieto aunque estoy seguro que deberé añadir muchas más para hacer justicia a sus méritos y merecimientos. Hace pocos días que Fernando cumplió cuatro años y medio. Nuevamente he de reiterar que en las áreas del habla y de la comunicación es un portento que logra asombrarnos a casi todos. Siempre se ha expresado con mucha claridad y lo hace cada día mejor, hasta el punto de que puede contar una historia sencilla usando oraciones completas. Y otra novedad, es capaz de referir su nombre completo y casi casi la dirección postal de su casa.

En cuanto a su desarrollo físico, además de deambular y correr, trepa y se columpia, y es un experto desenvolviéndose en los parques de bolas, unos artilugios que le encantan. Consigue avanzar dando saltos y dar volteretas. Usa con bastante corrección la cuchara y el tenedor y cada vez visita el baño con mayor autonomía y asiduidad. En estos últimos meses hemos contrastado sus progresos en las áreas cognitivas, siendo capaz de contar hasta 20 y dibujar una persona con casi todas las partes de su cuerpo; también escribe algunas letras y números, copia figuras geométricas y conoce objetos de uso diario como el dinero y la comida.

En términos generales su desarrollo emocional corresponde al de los niños de su edad, es decir, le gusta complacer a sus amigos y familiares, interactúa con ellos cantando y bailando, así como  discrimina sin errores el sexo de las personas. Es un niño sensible, meticuloso, aplicado, muy exigente y generalmente cooperador. En el último medio año ha incrementado perceptiblemente su independencia, aunque todavía necesita la supervisión de los adultos.

Empiezo a estar bastante harto de contrastar los progresos de mis retoños a través del plasma o de las fotografías. Considero que merecemos retomar las buenas costumbres de encontrarnos, sentirnos próximos, percibir el fluir de las emociones y los sentimientos. El tiempo jamás sucede hacia atrás. Lo pasado no vuelve y me parece que lo estamos dilapidando con esta vida distante y distanciada, que cada vez es menos auténtica. Ojalá que 2021 sea el año del vuelco y recuperemos las viejas costumbres. Feliz y saludable 2021, Arizona y Fernando. En todo caso, venga como venga, os escribiré algo antes de que llegue vuestro cumpleaños. Palabra de abuelo.

jueves, 20 de febrero de 2020

Increíbles nietos

Algunas de las escenas más conmovedoras que conocemos las han protagonizado abuelos y nietos que han tenido la fortuna de conocerse y vivir juntos durante cierto tiempo. A poco que nos esforcemos, recordaremos secuencias entrañables que incluyen miradas, caricias, cuidados y palabras, impregnados de un amor especial, que solo ellos saben compartir con semejante grado de pureza y sinceridad. Esto no solo sucede y ha sucedido en la realidad, también unos y otros han sido protagonistas destacados de muchos pasajes literarios y de la historia del cine. ¿Acaso puede éste o cualquier otro arte obviar la realidad? Tiernos o cascarrabias, desde el gruñón Abe Simpson al amante de los gatos Vito Corleone, sin desdeñar a los motivadores abuelos de la Pequeña Miss Sunshine o Charlie y la fábrica de chocolate, todos han sido reconocidos como gloriosos vestigios del pasado y una gran fuente de inspiración para sus afortunados nietos. Como lo han sido El abuelo, de Galdós o La nieta del señor Linh, de Philippe Claudel,  o Trilogía Helsinki​, de Minna Lindgren, o El abuelo que saltó por la ventana y se largó, de Jonas Jonasson.

En general se habla poco del amor de los abuelos. Tal vez por una injustificada inercia que arroga la pulsión amorosa a otros estadios de la vida, como si fuese su exclusivo patrimonio. O, como se ha dicho, porque quizá se considera un tema menor, que debe residenciarse en la privacidad familiar en el mejor de los casos. Y, sin embargo, desde mi precaria experiencia, me atrevo a decir que existen pocos gozos mayores que los sentimientos que despiertan los nietos.

Fui padre con poco más de veintiséis abriles, pertrechado con los recursos imprescindibles para afrontar la educación de los hijos que pudieran llegar. He de confesar, además, que entonces no era precisamente el desafío que más me inquietaba. En los años setenta, a la gente de mi generación nos atormentaba transformar una realidad de la que discrepábamos radicalmente y progresar, alcanzar en la escala social un lugar más reconocido que el que les había correspondido a nuestros progenitores. El éxito profesional –sucedáneo a la vez del triunfo personal– era la quimera que casi todos poníamos en el norte de nuestras brújulas vitales. La consecuencia de ello era inexorable: estábamos condenados a trabajar, trabajar y trabajar para lograrlo. Trabajar duramente y sin descanso para encontrar nuestro lugar en el mundo, el espacio donde izar la bandera del éxito, el trofeo y la recompensa que hiciera visible a nuestras familias y a nuestro entorno que habíamos culminado con éxito la empresa en que nos habíamos embarcado.

Éramos extremadamente jóvenes cuando estrenamos la paternidad y nos faltaba muchísima experiencia. Tal vez por eso, y también por lo otro y por lo de más allá, dedicamos menos tiempo del necesario a educar y a pensar en los hijos, aunque nunca descuidamos la atención a sus más perentorias necesidades. Visto con perspectiva, qué distinta es la actual paternidad. Tampoco por elección y bastante más por una autoimpuesta imperiosidad, aunque ¡habría tanto que discutir al respecto! Y, también, qué diferente la experiencia que nos concierne como abuelos, en tanto que gentes que estamos de vuelta, desprovistos de aspiraciones, fobias o animosidades tras consumir, felizmente, los pruritos más ardorosos y digerir, casi por completo, el aprendizaje de la decepción.

Ser abuelo es la culminación de la vida. Una cima que, paradójicamente, llega cuando empieza su declive. No compites por nada y te exaltas por lo justo, ni un ápice más. De manera que tienes toda la disposición del mundo para seguir millones de veces los pasos de tus nietos, regalándoles sin regateos todo el tiempo del mundo, aunque sepas que escasea; puedes entretenerlos en mil repetidas ocasiones con cuentos, historias, mentiras piadosas y fabulaciones extraordinarias; sientes latir sus corazoncitos mientras compartes con ellos una siesta en el sofá o porfías para que cojan el sueño; puedes enredarte en sus mentes, y casi pensar y sentir como lo hacen ellos, confundiendo ficción y realidad. Puedes regalarte la alegría de verlos crecer sin que te angustien la levedad de la vida o el futuro que les espera.

Amo a mis nietos gratis et amore y me gusta expresárselo y que lo sientan a su manera. No espero nada a cambio, ni lo necesito, aunque sería injusto omitir que sus sonrisas y sus carantoñas, sus besos y sus abrazos, sus balbuceos y sus palabras me hacen pensar que quizá me dan más de lo que les doy, aunque no lo parezca. Soy feliz con el simple hecho de sentirlos cerca. Aspiro a ser una de esas personas que se alimentan del cariño como si no hubiera mañana, esas que aunque se pongan una bolsa de basura en la cabeza les dirán “pero qué mayor y qué guapo estás”, aspiro a ser un abuelo al que sus nietos le cuenten historias que le transporten en el espacio, en el tiempo y en la E=mc2. Me pregunto qué haría sin mis increíbles nietos.

jueves, 2 de enero de 2020

Ari y Tito

Hace poco más o menos un año que escribía algunas impresiones sobre el curso que seguía el desarrollo de mis nietos. Me sobran los motivos para sentarme de nuevo frente al ordenador y anotar mis nuevas constataciones, y las emociones que las acompañan. Porque, para mi suerte, con ellos regresó la estación de los amores, en la antesala del invierno timorato que se resiste a llegar, pese a que los esféricos y oropelados frutos que penden de las acacias de avenidas y bulevares acrediten empecinadamente que se nos fue el otoño.

Celebro una vez más la fortuna de compartir con mis nietos unos cuantos días, disfrutándolos y asombrándome con su imparable crecimiento, admirando sus estrenadas habilidades, gozando de sus espontáneas contingencias. Comprendo y comparto como nunca que todos los abuelos aseguremos lo mismo de nuestros retoños: son guapos, listos, ocurrentes, despiertos... ¡Faltaría más! Y además de pregonarlo, añado, en lo que me corresponde, que los míos son criaturas excepcionales, que me llenan de felicidad y que logran que mire la vida de otro modo, pues me ayudan a ver con la mayor naturalidad y la más exquisita complacencia la compleja sencillez de la existencia.

Renuncio a la vana pretensión de enumerar los progresos que han hecho Arizona y Fernandito en los últimos meses. Son tantos que necesitaría demasiadas páginas para reflejar mínimamente el ingente muestrario de sus adelantos y virtudes, tan acelerados como sorprendentes. Todos ellos son referencias que refuerzan la inmensa fortuna que significa poder contrastar el desarrollo de unas personitas que crecen sin parar, siguiendo los parámetros de la más absoluta normalidad.

Arizona, a sus diecisiete meses, ya ha logrado acostumbrarnos a su enérgico genio y a sus pequeñas rabietas, pero además se ha hecho más zalamera y muestra más explícitamente sus afectos. Ha aprendido a compartir, puntualmente, sus juguetes y ha convertido su dedo índice en un puntero eficientísimo para señalar cuantas cosas le parecen interesantes o quiere mostrar a los demás. Cada vez explora más por su cuenta y le cuesta relativamente menos prescindir circunstancialmente de la presencia de sus progenitores. Últimamente ha hecho notorios progresos en sus habilidades comunicativas: ha aprendido a decir sí y no, y a sacudir la cabeza en un sentido y en el otro. De la misma manera, articula palabras aisladas como hola, papá, mamá, dame… Conoce la utilidad de numerosas cosas de uso común (cuchara, tenedor, vaso, plato, cepillo, teléfono; este último de manera especial) e identifica algunas partes de su cuerpo (pie, mano, cabeza…). También atiende instrucciones verbales de un solo paso, sin necesidad de que se le refuercen con gestos. Hace aproximadamente un trimestre que camina sola y ya corre que se las pela, subiendo escalones, trepando a sillas, sofás, mesas y a cualquier superficie elevada que esté a su alcance. En fin, por decirlo en pocas palabras, lo suyo es un no parar de progresar.

Por su parte, Fernandito –que ya es Tito para la mayoría de las personas que lo conocen– cumplió hace unos días tres años y medio. Es un pequeño hombrecito que hace tiempo que copia a los adultos y demuestra espontáneamente afecto por sus amigos y familiares, mostrando cierta preocupación si nos ve tristes o disgustados. Sabe esperar su turno en el juego y conoce el nombre de la mayoría de las cosas que le rodean. También de otras que no lo son tanto, como las tipologías de los dinosaurios o los animales salvajes, por ejemplo. Entiende perfectamente la idea de lo que es suyo y lo que pertenece a los demás, del mismo modo que sigue instrucciones de tres y cuatro pasos y tiene interiorizados numerosos conceptos básicos como dentro/fuera, arriba/abajo; delante/detrás, largo/corto, etc. Sabe los nombres de sus familiares y amigos y es capaz de expresar una gran variedad de emociones. Habla con sorprendente corrección, hasta el punto de que las personas que no lo conocen pueden entender casi todo lo que dice. Conversa usando y combinando dos y tres oraciones en tiempos verbales diferenciados (se está yendo el tren, lo voy a poner abajo…).

Podría seguir enumerando decenas de conductas y rutinas que una y otro han ido perfeccionando en los últimos meses, sin embargo, me limitaré a mencionar alguna anécdota, para no fatigar. Ayer, sin ir más lejos, se posicionaron frente a una ínfima pizarra que hemos habilitado en casa y, al alimón, tiza en mano, se dispusieron a plasmar en ella sus mejores ensoñaciones. Fernandito trazó con gran habilidad un rotundo garabato circular, que no era otra cosa que el sol, al que inmediatamente adicionó dos ojos y sus respectivas pupilas, una boca grande y sonriente e incontables rayos luminosos que, proyectándose desde la línea que definía su curvatura, se enseñorearon de una habitación especialmente preparada para acoger tan singular interpretación de los sueños. Arizona le daba réplica jugando a lo que últimamente más le motiva, que no es otra cosa que imitarlo. Y así inició el trazado de abundantísimas líneas, de un festín de pequeños garabatos que emulaban una auténtica lluvia de estrellas, desplazándose de norte a sur y de este a oeste, inundando de luz y magia la noche oscura que proyectaba la párvula pizarra, suspendida de dos cáncamos provisionales.

Pero no concluye aquí el elenco de sus habilidades artísticas. La expresión musical suele estar presente en la mayoría de sus visitas, manifestándose a través de improvisados pasacalles al son y ritmo de la flauta dulce, de la pandereta, del cazú y de cualquier otro objeto común susceptible de ser utilizado como instrumento de percusión. En un momento determinado, sin que nadie sepa explicar por qué, se inicia un singular desfile pasillo adelante, pasillo hacia atrás, habitación tras habitación, sorteando en el camino los restos desordenados de artificiosos y abandonados safaris y zoológicos que, cual sembrado de cebras, hipopótamos, tigres, leones, caballos, vacas…, aparecen en cualquier lugar de la casa.

La plastilina, ese recurso universal tan proclive a la manipulación, con moldes o sin ellos, es otro elemento recurrente; de momento, más que la moderna arena mágica. Todavía quedan en casa algunos bricks sin estrenar que muestran ufanos el celofán de sus envolturas y la pureza de sus colores. Sin embargo, en las cajas donde se guardan los viejos retales, son mucho más abundantes los pegotes y amasijos de hebras con tonalidades invariablemente parduzcas, producto de las imposibles combinaciones cromáticas que propician los incontables manoseos. Como digo, esta socorrida substancia, moldeada en forma de churros o extendida en planchas paralelepípedas, permite conformar toda suerte de objetos animados e inanimados. Lo mismo se encarna en serpientes y caracoles, perritos y dinosaurios, vacas o jirafas, que ayuda a poner en pie casas, hace crecer los árboles o formaliza los fenómenos atmosféricos o cualquier otra necesidad nacida de la imaginación infantil. Tampoco debe desdeñarse el juego de la oca, ese entretenimiento inmemorial, de origen italiano, al que recientemente se ha aficionado Fernandito y que está ayudándole muchísimo a asimilar rutinas imprescindibles como respetar el turno, seguir el orden, discriminar colores, contar, aventurar consecuencias (de oca a oca y tiro porque me toca; de puente a puente y tiro porque me lleva la corriente)...

Naturalmente, trufados con todo lo anterior se nos ofrecen los efluvios propios de la condición infantil y del tiempo invernal, las inapetencias sobrevenidas y los deseos imposibles. También el hastío que produce el abandono de las rutinas diarias y el hartazgo de la hiperestimulación que inducen los montones de regalos, las celebraciones y las obligadas visitas, la parafernalia desbordante de parques, ferias y cabalgatas, y las decenas de juguetes que desbordan la capacidad de atención más acreditada. En suma, lo que da el tiempo invernal que remata cada año y anuncia el inicio del siguiente que, como siempre, deseamos que sea mejor.

Salud y felicidad en 2020 para Fernando y Arizona.

viernes, 19 de julio de 2019

Arizona, primer aniversario

En pocos días Arizona, nuestra nieta, celebrará su primer aniversario. ¿Quién diría que hace casi un año de su llegada al mundo en la madrugada del 7 de agosto? Una fecha que unas veces percibo lejana y otras tengo la impresión de que se quedó atrás hace pocas semanas. ¡Qué cosas estas de la vejez y de la memoria! Menos mal que el whatsup me recuerda, implacable, que han transcurrido bastantes más de trescientos días desde que su bip-bip nos avisó de la buena nueva. Efectivamente, los registros de la aplicación acreditan que eran las 3:03 de la madrugada cuando su padre, discretamente, nos comunicaba que minutos antes su hija había nacido como deseábamos todos (padres, abuelos, familiares y amigos): rápida y satisfactoriamente, sin menoscabos relevantes de su madre, con la que permanecía en ese momento “piel con piel”, desuniéndose ambas perezosamente: una, abriendo sus ojos a la vida autónoma; la otra, empezando a recuperarse del parto.

Obviamente, terminamos de preparar un mínimo equipaje y emprendimos el viaje hacia la villa y corte en el primer tren disponible. Era poco más del mediodía cuando entrábamos en el Hospital Universitario de La Moraleja para conocer a la nieta. Allí nos encontramos un bebé rubicundo, que pesó tres quilos y medio y midió 51 centímetros, con unos enormes ojos negros y una cabellera espectacular, también de color negro, pelo lacio y “de punta”. Su hermano también nació con mucho pelo, pero lo de la niña fue verdaderamente sorprendente; teníamos una pequeña “punky” en la familia.

Más allá de este simpático detalle  –que entonces motivó ocurrentes comentarios–, lo cierto es que las primeras horas y días de la vida de Arizona respondieron a la normalidad más absoluta, que es lo mejor que se puede desear en estos casos. Desde la celeridad con que expulsó el meconio hasta la rapidez con que se “agarró” a los biberones, inaugurando su costumbre de zampárselos prácticamente de un trago. Como se suele decir, vino al mundo con los mejores augurios y entre signos evidentes que anunciaban un más que probable desarrollo saludable y feliz. Así lo comprobamos en las visitas que aquellos primeros dos o tres días hicimos al hospital y se ratificó cuando llegó a casa.

Inicialmente, sus padres la colocaron en la terraza, al alcance de su hermano, para que la viese bien y la acogiese a su manera. También esto sucedió con la mayor espontaneidad. Cuando llegó, Fernandito, que contaba entonces poco más de dos añitos, ya sabía que debía compartir su casa porque sospechaba, tan intuitiva como fundadamente, que le habían surgido compañía y competencia, no en vano lo fueron aleccionando sus progenitores y familiares durante el embarazo de su madre. Pese a todo, ellos tenían cierta prevención y permanecían muy atentos a la reacción del niño, no en el hospital, territorio neutral donde, para compensar preventivamente sus hipotéticos quebrantos, recibió –de acuerdo con la usanza que se ha instituido para edulcorar tales acontecimientos– tantos regalos como su hermana, sino allí, en su casa. Para sorpresa y satisfacción de todos, se acercó enseguida al capazo donde dormía, apoyó su manita izquierda en el reborde y puso cuidadosamente la derecha sobre su cuerpo mientras la miraba atentamente como diciéndole: “bienvenida a casa hermanita, no te preocupes que aquí estoy yo para facilitarte la vida”. Ese escueto ceremonial, tan natural y tan sencillo, disipó la preocupación de sus padres, una inquietud que nosotros ya habíamos descartado al contrastar durante los días precedentes, mientras lo cuidábamos, detalles en su comportamiento que ofrecían pistas inequívocas de que el niño tenía asumida la nueva realidad familiar.

Arizona pasó el final del verano tomando abundantes biberones, durmiendo como un lirón, creciendo según la secuencia evolutiva que correspondía a su edad y dejando que su hermano le diese algún que otro biberón y ayudase a sus padres a facilitar sus eructos, golpeándole suavemente la espalda con su manita, mientras porfiaba íntima y discretamente por resolver sus dilemas; debatiéndose entre lo que le apetecía y lo que debía hacer, es decir, entre sucumbir a la tentación de los celos o emprender el duro camino de los afectos positivos. En definitiva, sobrellevando el obligado y doloroso trance que hemos sufrido cuantos tenemos hermanos menores. Entre tanto, Arizona a lo suyo, creciendo y creciendo, ajena a tan melindrosas cuitas.

Tras el primer viaje, después de pasar unos días de vacaciones en las playas de Alicante, se imponía el regreso a la cotidianeidad del hogar madrileño. Pronto llegaron las primeras semanas del otoño y, cuando visitamos a la familia durante el puente de la Pilarica, Arizona ya esbozaba lo que parecían sus primeras sonrisas, de la misma manera que seguía con la mirada a sus padres y a los objetos que se movían. Empezaba a interesarse por los colores y los dibujos de las series de TV, mientras perfeccionaba sus gorjeos y demandaba cada vez más atención y movimiento. Cuando terminaba octubre ya reía las gracias de su padre casi a mandíbula batiente y se dejaba acunar circunstancialmente en los brazos de su hermano. Estaba muy graciosa con su corte de pelo casi a cepillo, que había cercenado provisionalmente el vigor de sus erizados cabellos, y pasaba largos ratos balanceándose en su heredada hamaquita.

A mediados de noviembre la familia volvió a Alicante para pasar el fin de semana. Arizona lucía entonces hermosísima. Sonreía espontáneamente a las personas, excepto a las desconocidas, como los repartidores de Mercadona y Amazon y su abuelo, a los que saludaba con algunos pucheritos o llorando a lágrima viva. Yo, particularmente, disimulaba y me hacía el desentendido sabiendo que al rato cesarían los llantos y permitiría que me acercase a ella, que la tomase en mis brazos y que le diese unos cuantos arrechuchos. En aquellos días ya mantenía erguida la cabeza, reproducía algunos movimientos y fruncía el ceño. Balbuceaba como una charlatana, como queriendo comunicarse, e intentaba imitar algunos sonidos que escuchaba. Por otro lado, miraba con atención y tanteaba para alcanzar los juguetes. De vez en cuando alzaba su puño izquierdo, blandiéndolo “amenazadoramente”.  Por su parte, Fernandito disfrutaba en la terraza de nuestra casa haciendo miles de pompas de jabón con una endiablada máquina que le compró su abuela en el verano. Así fueron transcurriendo las semanas hasta que, cuando empezaba a despedirse el año 2018, Arizona era una niña risueña, simpática y buena. Fernandito, por otro lado, abandonaba progresivamente la fase tecnológica de sus juegos y crecía su interés por los dinosaurios.

Estaba cercana la Navidad cuando los padres consideraron que había llegado el momento de que el niño durmiese en su cama y la niña en la cuna que dejaba el otro. Algo aparentemente tan sencillo desató una crisis de sueño que todavía persiste y que le aqueja especialmente a él, aunque también ella participa de algunos episodios con sus ruiditos guturales y sus llantos nocturnos. Desde entonces los despertares a horas intempestivas y el cansancio acumulado hacen mella en sus padres, como sucede a toda familia con niños de semejantes edades. El día de Navidad Arizona conoció a sus parientes alicantinos y murcianos. Celebramos una comida familiar que merece recordarse en el restaurante Aldebarán del Club de Regatas a la que asistió como invitada especial, recorriendo la mesa de brazo en brazo para satisfacción y alegría de todos. Pronto llegó el año nuevo y con él los Reyes, a los que Fernandito regaló definitivamente su colección de chupetes, sus famosos “mamas” (mamasul, mamablanco…) a cambio de los juguetes que les pidió. Nunca más volvió a interesarse por ellos ni a ponerse tan solo uno en la boca. Tal vez por contagio ambiental, su padre retomaba esos días el montaje de maquetas de aviones, afición que compartía con su hijo, reverdeciendo viejos laureles, ahora auxiliado por el aerógrafo que sustituía al pincel. Otro nivel, como decía él. Arizona, entretanto, ya era capaz de permanecer sentada sin apoyo, empezaba a darse la vuelta al estar acostada y se mecía a buen ritmo en su hamaquita. Reconocía perfectamente las caras de sus familiares próximos, respondía a las emociones de los demás y parecía permanentemente feliz. También correspondía a los sonidos que oía, produciendo otros, que a veces eran muy agudos, como queriendo mostrar alegría o descontento. 

A mediados de febrero debutaba con su primera papilla, que rápidamente se incorporó rutinariamente a su dieta. Se aproximaba la primavera y Fernandito seguía entusiasmado con los dinosaurios mientras hacía sus pinitos con el orinal, controlando progresivamente sus esfínteres y asistiendo a clases de natación. Arizona ya se sentaba en la trona para comer, golpeaba con energía su bandeja y a veces hacía unas “pedorretas” espectaculares. Un nuevo viaje a Madrid a mediados de abril nos permitió constatar “en directo” estos y otros progresos. Posteriormente, las fotos y los vídeos que casi diariamente nos envían sus padres la muestran jugando con sus cosas, sentada en el parque infantil o sobre la manta que coloca sobre el césped de la terraza Mari Carmen (a la que Fernandito sigue llamando “Nane”), que es la persona que la cuida diariamente. En las últimas semanas hemos contemplado, tanto a través de las imágenes como durante la visita que hicimos a la familia en los días de Hogueras, la progresión de su crecimiento, la interminable sucesión de sus aprendizajes y las gratas sorpresas que han ido marcando el imparable desarrollo de la pequeña. Los dos incipientes dientecitos que luce en su encía superior y su perseverante gateo son los últimos jalones visibles de ese proceso.

En fin, como cualquier abuelo, no me canso de hablar de mis nietos. Llenaría páginas y páginas refiriéndome a ellos. Por no fatigar, renuncio frecuentemente a lo primero y me retraigo cuanto puedo en lo segundo. De modo que iré cerrando el cuaderno por hoy, no sin antes dejar constancia en él de la dicha que nos produce la compañía y el afecto de nuestros nietos. Porque ser abuelos es un rol familiar que se adquiere después de una larga historia de desempeño de otros roles. En nuestra cultura, la condición de abuelos no está definida por el ejercicio de determinados derechos y la observancia de concretas obligaciones. Cada persona la desarrollamos a nuestro aire, adaptándola a nuestras características y a las de nuestros nietos, aunque exista un sedimento común, ampliamente compartido, que cada cual personaliza a su manera. En este primer aniversario de Ari, aspiramos a que nuestra relación con ella y con Fernandito siga siendo tan bidireccional y tan satisfactoria como lo es hasta hoy. Y para lograrlo seguiremos ofreciéndoles nuestro afecto, nuestros cuidados, nuestros valores y nuestra experiencia. Les brindaremos siempre nuestro apoyo, nuestra comprensión y nuestra compañía, y les dedicaremos nuestro tiempo. Y no dudamos que ellos nos corresponderán como lo vienen haciendo: estimulándonos, entreteniéndonos, inspirándonos y queriéndonos.

¡Feliz cumpleaños, Arizona!

sábado, 13 de abril de 2019

De nuevo, los nietos

Tras largas semanas de correr despendoladamente, casi sin tiempo para recuperar el resuello, voluntariamente incurso en los preparativos del Encuentro que la Generalitat Valenciana y la Comisión Cívica de Alicante para la Recuperación de la Memoria Histórica programaron en el último fin de semana de marzo, para conmemorar el 80 aniversario del final de la guerra civil en Alicante; después de aguantar a pie firme y con las carnes destempladas el temporal que aguó el último acto de esa celebración, en el Puerto; por fin, felizmente, llegó la bonanza. Se me brindaba la oportunidad para cambiar el chip y emprender un viaje alternativo y distinto, tan largamente previsto y tan cuidadosamente planificado como azarosa e imprevisible fue la peripecia anterior.

Contrariamente a la vorágine de los días precedentes, sin duda fruto del proverbial atolondramiento que caracteriza a buena parte de las conductas de la clase política y, también, por qué no decirlo, de la problemática que engloba la abundancia y disparidad de los aspectos que componen un Encuentro tan variopinto y plural como el mencionado, lo que ahora se terciaba era supuestamente mucho más sencillo, aunque no sé si en realidad menos embarazoso: el cuidado de los nietos. Es decir, asegurar la atención que requiere el precioso patrimonio familiar que se alcanza o no, de manera puramente aleatoria, sin que nadie, sea cual sea su naturaleza, estatus, condición o clase social, tenga la incontrovertible potestad de encarnarlo. Un fortuna que tal vez la hace tan valiosa el hecho de que se revele de este modo tan genuinamente caprichoso. Sus padres debían ausentarse por motivos de trabajo y, como no puede ni debe ser de otro modo, al menos mientras se pueda, nos comprometimos a atender como se merece la mejor heredad de su casa.

Media mañana del domingo. Optamos por desplazarnos hasta la estación del ferrocarril con el autobús urbano que a esas horas se ofrece casi vacío, con asientos libres y amplios espacios que aseguran un trayecto que suele recorrerse con despaciosidad y sosiego. Como disponíamos de tiempo, compramos los periódicos en el “relais” de la estación y nos encaminarnos tranquilamente hacia el control de equipajes y los andenes que dan acceso al AVE, que ya se nutrían de una concurrida y disciplinada columna de jubilados participantes en los viajes del IMSERSO, como acreditaba la guía que les acompañaba con su indumentaria y sus continuas instrucciones. Una primera ojeada a la prensa nos ponía al día de la agenda política de la jornada. Titulares que alertaban de que "La campaña [electoral del 28 de abril] se juega en todos los frentes, con resultado impredecible". Según los expertos, parece que está claro qué partidos ocuparán alrededor de 250 escaños, pero hay un centenar que no se sabe muy bien qué sucederá con ellos, pese a que son los que decidirán la contienda. Leemos, por otro lado, que “En España hay cerca de 2000 municipios en los que habitan más jubilados que trabajadores”, una realidad que nos motiva algunas preocupantes reflexiones. En el panorama internacional, la noticia que más resuena alude a las disputas por alcanzar el poder y la sucesión de Buteflika en Argelia. No le anda a la zaga “la batalla venezolana”, donde Juan Guaidó sigue intentando redoblar en las calles la presión sobre el gobierno, iniciando la que ha llamado Operación Libertad, un plan que pretende culminar en el Palacio de Miraflores, sede del gobierno venezolano. Por  otra parte, El Corte Inglés inaugura con la primavera el “mes del circuito”, ofreciendo viajes por el Mediterráneo, vueltas al mundo y escapadas a cualquier lugar del globo. Finalmente, Ideas, el cuaderno central de El País ofrece un interesante reportaje sobre el sindicalismo en la era del coworking. “¿Cómo se defiende los trabajadores atomizados?”, es el interrogante que enmarca un conjunto de reflexiones en torno al desafío que tienen ante sí las organizaciones sociales para enfrentarse al nuevo paisaje laboral, cada vez más individualizado y más líquido, que ofrece entre otros aspectos la desprotección de la creciente legión de trabajadores autónomos. O la desaparición de la conciencia de clase trabajadora en las profesiones tecnológicas, los problemas de precariedad y autoexplotación, o los difusos límites de las jornadas laborales. Se apela finalmente a que en un momento en que el mercado laboral demanda creatividad sin freno, tal vez la lucha de los trabajadores también tenga que ser más creativa. Y creo que no le falta razón a quien esto redacta.

Apenas has terminado de hojear el diario y, mientras franqueas algunos de los arrabales sureños de la villa y corte, visualizas el “Pirulí”. Casi sin solución de continuidad atraviesas el Puente de Vallecas y ya casi te has dejado atrás, a la izquierda, El Corte Inglés de Méndez Álvaro. Han transcurrido poco más de dos horas y estás poniendo los pies en la Meseta, encarnada en esta ocasión por la estación que constituye el principal complejo ferroviario de “los madriles”, a la que todo el mundo parece querer llegar y de la que nunca acaba de salir la gente que llega allí. Sorprendentemente se llama Atocha, el nombre de una planta herbácea de tallo recto, hojas radicales, largas, duras, resistentes, flores en panoja espigada y semillas muy menudas, también llamada esparto, característica de la vegetación esteparia, que en estas coordenadas se revela como un estrepitoso anacronismo.

Una vez allí, tras un larguísimo y concurridísimo desplazamiento trufado de escaleras mecánicas y cintas transportadoras, sales a la superficie, saludas a la torre de la basílica de Nuestra Señora de Atocha y al “gintónic” (monumento homenaje a las víctimas del 11M-2004, de tan azarosa como corta vida) y tomas el Cabify de turno, que se dirige a la casa de tus hijos, en la antigua Ciudad Lineal, el genuino espacio con el que, allá por 1886, el genial Arturo Soria, urbanista, constructor, geómetra y periodista, pretendía “ruralizar la ciudad y urbanizar el campo”. Allí, en un modesto apartamento de un centenar de metros cuadrados, esperan los nietos. Apenas han transcurrido veinte minutos y en el momento justo en que pones los pies en el zaguán de su casa, intuyes al mayor jugando al escondite para subrayar el interés y la relevancia de la visita, jugando a sorprenderse a sí mismo entre correrías, amagos, risas, bromas y chispazos… que hacen que se detenga el tiempo.

Ya no hay espacio para la especulación o el ocio, ni para la curiosidad o las retrancas habituales, tampoco para la displicente lectura o el disfrute de los horizontes uniformes y tediosos, siempre distintos, que conforman la planicie inmensa que nunca deja de sorprendernos. Justo en este momento empieza otra vida, en la que no existe otra prioridad que no sea el requerimiento pronto y la inmediatez de la respuesta, el efímero interés y la sorpresa, la plena dedicación a la atención de las necesidades más primigenias. No existe otro propósito que no sea empeñar tus mejores habilidades en la satisfacción de una incontinente y maravillosa demanda vital.