miércoles, 30 de noviembre de 2022

De nuevo, Gestalgar

Plutarco decía que disfrutar de todos los placeres es insensato y evitarlos insensible. Según ese criterio me declaro sensato y sensible a la vez. Fernando Savater, con quien discrepo frecuentemente, reflexionaba en uno de sus artículos sobre los gozos, asegurando que los grandes placeres dependen de las necesidades y los pequeños de las aficiones. Decía —y en esto sí concuerdo— que los primeros los compartimos casi todos, y que por ello nos individualizan escasamente. Verdaderamente, ¿qué persona no ansía ser libre o feliz? Sin embargo, embelesarse contemplando un cuadro, olvidarse del tiempo mientras se lee una obra literaria o levitar escuchando un gran concierto son, sin duda, hechos más excepcionales. Las personas percibimos los pequeños placeres de manera distinta. Y esos encantos no son menos sustanciales que los grandes disfrutes porque, al fin y al cabo, los magnos sentimientos no representan sino acúmulos de pequeños goces. Con poco que reflexionemos constataremos que frecuentemente las cosas importantes de la vida apenas trascienden sutilmente la párvula entidad de las anécdotas cotidianas o de los sucesos irrelevantes.

He dicho en otra ocasión que uno de mis pequeños grandes placeres es practicar la pesca con caña. Siempre me gustó pescar. Aprendí a hacerlo en Gestalgar, cuando era un niño. Mis paisanos me enseñaron a ensamblar aparejos sencillos que prendíamos de una caña que nos acompañaba casi todas las tardes veraniegas. La tienda de la tía Angelita era el único establecimiento donde se vendían los anzuelos y el sedal («hilo de pescar», le llamábamos entonces). En aquel ecosistema, en el que todo era artesanal y reciclable, la construcción del aparejo empezaba por la elección de una caña común bien recta y seca, que seleccionábamos entre los miles que engordaban los cañares que enmarcan las orillas del río. La pelábamos y alisábamos con esmero para evitar pinchazos, asegurar su elasticidad y presumir ante los vecinos. Anudábamos a su extremo más delgado un segmento de hilo de palomar porque el presupuesto no alcanzaba para comprar el sedal necesario. En su extremo libre añadíamos alrededor de un metro de sedal, suficiente para salvar la profundidad del río. Previamente pasábamos el flotador y los pequeños plomos en espiral que lo mantenían enhiesto sobre la superficie del agua, anudando finalmente el anzuelo —tarea nada sencilla— que exigía entrenamiento y que todos conseguíamos completar.

Preparado el aparejo, debían habilitarse los cebos. El más habitual era la masilla, una mezcla de harina y agua a la que se añadían briznas de colorante alimentario, que le conferían cierta tonalidad y que nos parecía que la hacía más atractiva para los peces. Tengo dudas al respecto porque, cuando no disponíamos de él, utilizábamos la masilla sin más y los resultados eran similares. También empleábamos lombrices de tierra, abundantes en las zonas húmedas de los bancales colindantes con las acequias. Las introducíamos en botes de hojalata, donde habíamos depositado previamente un poco de barro, a los que no terminábamos de cortar la tapadera para doblarla y asegurar así la humedad y la adecuada conservación de la carnada.

Cuando era niño, durante los veranos, me divertía extraordinariamente pescando en el río centenares de «madrijas» y bastantes barbos. Cuando despuntaba la tarde un tropel de niños se alineaba en las riberas del Turia próximas a la población para practicar una afición compartida que, todo sea dicho, carecía de competencia entre las alternativas que ofrecía entonces el municipio. Algunas horas después, el ocaso ponía fin a la diaria aventura piscícola y encendía los ojos amorosos de nuestras madres, que nos veían volver con la sarta diaria de peces sin saber qué hacer con ellos para no desairarnos, pues además de ser desaboridos tenían muchas espinas. Los gatos eran finalmente quienes se daban el banquete. El transcurrir de los años me ha hecho apreciar más y más aquella manera sana, ecológica, placentera y social de vivir y convivir. 

Lo que antecede viene a cuento de que el pasado fin de semana lo pasamos en Gestalgar acompañados de nuestros nietos, Fernando y Arizona, y de sus padres. Los niños ponían sus pies en el pueblo por primera vez. Puede imaginarse el impacto que les debió producir el abrumador contraste entre una población netamente rural, con apenas 500 habitantes, y el ecosistema urbano del que proceden, que no es otro que el que conforma la villa y corte. Estoy convencido de que cuanto encontraron fue para ellos novedoso y extraordinario, aunque debe relativizarse el impacto que los objetos y los acontecimientos producen en los niños, que es notoriamente diferente del que suscitan en los mayores, como corresponde a sus peculiares maneras de entender la vida.

Pese a ello, a lo largo del fin de semana hemos constatado su curiosidad y su asombro cuando contemplaban espacios domésticos y naturales que les resultaban novedosos y desconocidos, o los productos agrícolas y objetos manufacturados en su contexto. También los juguetes antiguos y desusados o algunos comercios tan precarios como peculiares. Incluso algunos productos alimenticios que degustaban por primera vez. Contemplaban admirados los naranjos, los mandarinos y los persimones. También las riberas del río repletas de cañares, chopos, fresnos, lentiscos y brezos, que han avivado su interés por el conocimiento de la flora y de la fauna autóctonas. Les ha sorprendido una casa de pueblo, con diversas alturas, con espacios y recovecos para jugar y esconderse. Muchas son las anécdotas acaecidas en estos apretados días que podría contar. Sin embargo, me referiré exclusivamente a una de ellas.

Llegaron al pueblo el viernes por la tarde. Para el sábado por la mañana habíamos previsto llevar a cabo una pequeña jornada de pesca. A tal efecto, les habíamos comprado a los niños un par de cañitas para que practicasen en las proximidades de una especie de playa fluvial donde la gente se baña durante el verano. De modo que cumplimentadas las obligaciones matutinas cargamos con los aparejos decididos a iniciar nuestra pequeña aventura.

Dado que los niños son todavía muy pequeños —poco más de 6 y 4 años, respectivamente— , en lugar de fabricar masilla o buscar lombrices, optamos por una vía más expeditiva: unos cebos de material sintético que traían las cañas con una hipotética doble utilidad; por un lado, neutralizar la peligrosidad de los anzuelos y, por otro, facilitar la carnada. Adicionalmente, cogimos un par de panecillos para, por si acaso, emplearlos como cebo. Iniciamos la práctica del lanzamiento con los cebos artificiales, que era la primera habilidad que debían aprender los niños. Ensayamos reiterados lanzamientos hasta que Fernandito entendió la mecánica. Arizona permanecía más a la expectativa, entretenida con otros detalles que ofrecía la ribera.

Como puede deducirse, los peces son cualquier cosa menos tontos. Por tanto, tras observar detenidamente los cebos artificiales que les brindábamos, optaron por tomar las de Villadiego y desinteresarse absolutamente de nuestras artes de pesca. Frente a la evidencia, opté por cambiar el cebo, ensartando en el anzuelo trocitos de pan. Nieto y abuelo lanzamos al alimón repetidas veces el sedal y aquello fue harina de otro costal. Inmediatamente, una flotilla de barbos que nadaba tranquilamente se revolucionó. Empezaron a porfiar por morder la carnada y arrebatarla del anzuelo. Visto que aquello funcionaba, realizamos sucesivas carnadas y lanzamientos y, en una de ellos, un hermoso ejemplar, que andaría por los 750 gramos, optó por morder con decisión el anzuelo quedando prendido de él.

Puede imaginarse la sorpresa y la alegría del niño al contrastar que el extremo de la caña se doblaba apreciablemente, porque pendiendo del sedal venía un pez de considerable tamaño. Obviamente, tomé la caña y afortunadamente logré extraerlo del agua. Una vez agarrado por las agallas lo acerqué al niño, que lo contempló, lo tocó, se fotografío con él y expresó su incontenible alegría por haberlo capturado. Naturalmente, entendió que debía ser devuelto a su entorno natural, como hicimos, para preservar la fauna y, en su caso, para que diese futuras alegrías a otros pescadores. 

Desconozco las novedades y asombros que recordarán Arizona y Fernandito de cuanto encontraron a lo largo del fin de semana en el pueblo, pero tengo la convicción de que esa inicial experiencia de pesca que tuvo Fernandito quedará en su memoria a largo de su vida. Hasta es posible que sea el recuerdo al que más vivamente asocie a su abuelo, cuando pasen los años y la pesca llegue a ser una quimera en el río Turia a su paso por Gestalgar. Y es que, pese a las décadas transcurridas, preparar la pequeña aventura que significa una jornada de pesca mantiene el mismo interés y demanda parecidos preparativos: habilitar los cebos, realizar determinados desplazamientos, seleccionar el espacio idóneo, apostarse en una atalaya desde la que no se divise otra cosa que no sea el agua, preparar y lanzar los aparejos, esperar la picada de las presas, atraparlas, recogerlas y devolverlas a su medio, sin otro pensamiento que no sea elegir el mejor anzuelo o cebo para lograrlo, mientras se toma el sol o nos refresca la brisa. Algo que no tiene precio. Y eso lo saben hasta los niños.

No hay comentarios:

Publicar un comentario